Manuel Mesa Vila
El artículo se publicó en el número 47 de la Revista General de Derecho Administrativo (Iustel, enero 2018)
RESUMEN: La mutua confianza es la base sobre la que se construye la relación entre abogado y cliente. Esta afirmación tiene un fundamento jurídico: el Código Deontológico de la Abogacía, previsto en el Estatuto de la Abogacía Española. Por lo tanto, la base de la confianza se configura como una obligación jurídica. Se trata, pues, de un atributo de carácter obligatorio con un carácter marcadamente personal y subjetivo cuya consideración en el ámbito de la contratación pública tiene un difícil encaje.
En el presente artículo delimitamos el concepto de servicios jurídico en el ámbito de la contratación pública y tratamos de buscar la forma de encajar la exigencia de la mutua confianza en algunos de los elementos configuradores de la contratación pública: como requisito de solvencia técnica o bien como criterio de valoración de ofertas.
A modo de conclusión se ofrece una propuesta de abordar el asunto que se le otorgue a los servicios jurídicos un tratamiento diferenciado.
Los contratos de servicios jurídicos se califican en derecho común como de arrendamiento de servicios conforme a lo dispuesto en el artículo 1544 del Código Civil: "En el arrendamiento de obras o servicios, una de las partes se obliga a ejecutar una obra o a prestar a la otra un servicio por precio cierto"
En el ámbito de la contratación pública los servicios jurídicos constituyen uno de los contratos típicos del sector público recogidos expresamente tanto en el anexo IV de la Directiva 2014/24/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 26 de Febrero de 2014, como en el anexo II del Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público (TRLCSP, en lo sucesivo) dentro de la categoría 21 y como uno de los considerados servicios específicos o especiales relacionados en el anexo IV de la nueva Ley de Contratos del Sector Público (Ley 9/2017, de 9 de noviembre).
Dentro de esta categoría se incluyen una relación de servicios de muy diferente naturaleza y que el vocabulario común de contratos (CPV) aprobado por Reglamento Nº 213/2008 de la Comisión de 28 de noviembre de 2007, califica en tres grandes subcategorías que encuadra en los códigos 79110000-8 a 79140000-7:
- Representación en juicio
- Asesoría
- Documentación e información jurídicas
La propia directiva de contratación pública los define con más precisión y restringe los servicios jurídicos, concretamente los dos primeros (servicios de representación en juicio y asesoría) a los definidos en el Artículo 1 de la vieja Directiva 77/249/CEE del Consejo de 22 de marzo de 1977 (dirigida a facilitar el ejercicio efectivo de la libre prestación de servicios por los abogados) que son las actividades de abogacía ejercidas en concepto de prestación de servicios.
Por tanto, los servicios jurídicos de asesoría y representación en juicio en el ámbito de la contratación pública y que se correspondan con esta categoría 21 se refieren exclusivamente a los servicios prestados por abogados en cualquier ámbito o especialidad del derecho.
Los servicios prestados por abogados están regulados en España mediante un reglamento: el Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española. Aprobado en el ámbito del Pacto de Estado para la reforma de la Justicia de 31 de mayo de 2001, pretendía abordar una modernización íntegra del sistema judicial. El punto veinte del citado Pacto de Estado, relativo a los abogados, preveía de manera explícita la aprobación del nuevo Estatuto de la Abogacía que constituyera un nuevo marco normativo para el ejercicio de la profesión.
El artículo 1.1 del Estatuto define la abogacía como una profesión libre e independiente que presta un servicio a la sociedad en interés público y que se ejerce en régimen de libre y leal competencia, por medio del consejo y la defensa de derechos e intereses públicos o privados, mediante la aplicación de la ciencia y la técnica jurídicas, en orden a la concordia, a la efectividad de los derechos y libertades fundamentales y a la Justicia.
Además de la regulación de los aspectos prácticos del ejercicio de la profesión a través del mencionado reglamento, la función social de la abogacía exigía establecer unas normas deontológicas para su ejercicio. Esas normas deontológicas no suponen una mera declaración de principios abstractos, sino que están recogidas en una norma de derecho positivo, general y vinculante para todos los abogados. Se trata del Código Deontológico de la Abogacía Española, aprobado en el Pleno Consejo General de la Abogacía Española de 27 de septiembre 2002 (Modificado en el Pleno de 10 de diciembre 2002).
Ya en la exposición de motivos del Estatuto de la Abogacía se establece expresamente que:
Los deberes deontológicos y éticos de los abogados se ven sustancialmente reforzados en el presente Estatuto, avalando de manera significativa la plena vigencia de los principios antes mencionados. La exigencia del cumplimiento de la función de defensa con el "máximo celo y diligencia y guardando el secreto profesional" prevista en el artículo 42.1 es un claro ejemplo de rigor en la defensa de los derechos de los ciudadanos
El artículo 1.2 del Estatuto de la Abogacía, por su parte, establece el carácter obligatorio de este código deontológico para todos los abogados en el ejercicio de su profesión:
En el ejercicio profesional, el abogado queda sometido a la normativa legal y estatutaria, al fiel cumplimiento de las normas y usos de la deontología profesional de la abogacía y al consiguiente régimen disciplinario colegial
El artículo 31, por su parte, señala como uno de los deberes generales del abogado:
Cumplir las normas legales, estatutarias y deontológicas, así como los acuerdos de los diferentes órganos corporativos.
El último indicio recogido en el Estatuto de la Abogacía que permite afirmar el carácter obligatorio y vinculante que tiene el Código Deontológico se recoge en el Artículo 16 que establece:
Los abogados, antes de iniciar su ejercicio profesional por primera vez, prestarán juramento o promesa de acatamiento a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, y de fiel cumplimiento de las obligaciones y normas deontológicas de la profesión de abogado
El propio Código Deontológico en su artículo primero proclama su carácter obligatorio:
El abogado está obligado a respetar los principios éticos y deontológicos de la profesión establecidos en el Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, en el Código Deontológico aprobado por el Consejo de Colegios de Abogados de Europa (CCBE) el 28 de noviembre de 1998, y en el presente Código Deontológico aprobado por el Consejo General de la Abogacía Española, en los que en su caso tuvieren aprobado el Consejo de Colegios de la Autonomía, y los del concreto Colegio al que esté incorporado.
Por tanto, queda claro que el código deontológico, según el Estatuto de la Abogacía Española, es una norma general y vinculante para todos los abogados que ejerzan su profesión en España y por ende, exigible por parte de los clientes que contraten sus servicios.
Por otra parte, y centrándonos ya en el elemento esencial de la presente reflexión, el artículo 4 del código deontológico titulado precisamente “Confianza e integridad”, establece:
1. La relación entre el cliente y su abogado se fundamenta en la confianza y exige de éste una conducta profesional íntegra, que sea honrada, leal, veraz y diligente.
2. El abogado, está obligado a no defraudar la confianza de su cliente y a no defender intereses en conflicto con los de aquél.
3. En los casos de ejercicio colectivo de la abogacía o en colaboración con otros profesionales, el abogado tendrá el derecho y la obligación de rechazar cualquier intervención que pueda resultar contraria a dichos principios de confianza e integridad o implicar conflicto de intereses con clientes de otros miembros del colectivo.
Ya en el preámbulo del mencionado código deontológico destaca que la honradez, probidad, rectitud, lealtad, diligencia y veracidad son virtudes que deben adornar cualquier actuación del Abogado. Ellas son la causa de las necesarias relaciones de confianza Abogado-Cliente y la base del honor y la dignidad de la profesión. El Abogado debe actuar siempre honesta y diligentemente, con competencia, con lealtad al cliente, respeto a la parte contraria, guardando secreto de cuanto conociere por razón de su profesión. Y si cualquier Abogado así no lo hiciere, su actuación individual afecta al honor y dignidad de toda la profesión.
Así pues, nos encontramos con que la confianza constituye el fundamento de la relación entre cliente y abogado, pero no hablamos en este caso de la confianza en un sentido general y abstracto, pues realmente ésta puede y debe estar presente en cualquier contrato pues los contratos al fin y al cabo suponen la formalización de relaciones entre personas y mientras más confianza sea capaz de generar un proveedor, una marca, un constructor mejor será la percepción que de él se tenga y más clientes podrá captar. En estos casos la confianza constituye un atributo del contrato, un valor añadido que en mayor o menor medida puede resultar decisivo a la hora de elegir, pero en ningún caso son el fundamento o la base del mismo.
A diferencia de lo anterior, en los servicios jurídicos la confianza se configura como el fundamento y base de la relación personal que se establece entre abogado y cliente, una base concreta y exigible, una base definida y establecida en el Código Deontológico de las Abogacía Española que como hemos visto constituye norma jurídica general vinculante para todos los abogados que ejerzan su profesión en España.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha reiterado que la relación del cliente con su abogado está basada en la confianza, de suerte que desaparecida está, debe cesar dicha relación (Sentencia del Tribunal Supremo de 3 de abril de 1990).
Nos encontramos, por tanto, ante un elemento fundamental de obligada presencia y que, por lo tanto, no puede quedar al margen de los contratos de servicios jurídicos del sector público. Pero ¿cómo encajamos un concepto tan marcadamente subjetivo e inherente y singular de cada persona en un procedimiento administrativo rígido como el procedimiento de adjudicación de contratos?
La confianza no es un concepto fácilmente definible. Entiendo que no podemos conformarnos con la definición del término que fija la Real Academia Española de la Lengua como “Esperanza firme que se tiene de alguien o algo”, pues se nos antoja una definición muy limitada para las aspiraciones del presente análisis. Traemos a colación la definición dada por Ilda María Garrido, citando a Jones K(1), señala que la confianza es una actitud de optimismo de aquél que confía en que la buena voluntad y competencia de otro se ampliará para abarcar el ámbito de interacción con él, junto con la expectativa de que ese otro actuará directa y favorablemente movido por la idea de que contamos con él.
Ello nos lleva a que la confianza en alguien nos proporciona un alto nivel de seguridad respecto a la conducta futura de la persona en la que confiamos, y ello al amparo de un juicio de futuro, algo similar a un acto de fe, que nos permite suponer que esa persona va a actuar conforme a lo esperado y acordado manteniendo sus compromisos.
No obstante, la confianza se construye a través de un proceso de interacción en el que intervienen conjuntamente ambas partes, donde el tiempo y la experiencia permitirá que quien pretende alcanzar la confianza pueda observar y evaluar dicha conducta del otro para llegar a alcanzarla. Así, en este proceso podríamos encontrar dos estadios, uno primero, en el que, a pesar de no disponer de demostraciones consistentes que justifiquen una confianza plena en el otro, estamos dispuestos a enviarle un mensaje destinado a aventurarse en la relación y confiar en que el otro va a responder a las expectativas futuras puestas en él. En definitiva, en esta primera fase una de las partes apuesta decididamente por una buena relación.
En el segundo estadio, y una vez que se han producido numerosas interacciones y experiencias que ya han cimentado la credibilidad recíproca, aparece la confianza genuina, resultado de un proceso en el que las partes han verificado a través de evidencias cualquier atisbo de duda o de incertidumbre sobre la otra persona. En esta fase, la confianza se encuentra asentada en valores como la integridad, la veracidad, la lealtad que suministrarán el combustible para que la confianza persista (2).
El propio Código Deontológico fija su particular concepto de confianza poniéndolo en relación con otra serie de atributos que debe reunir el abogado:
La honradez, probidad, rectitud, lealtad, diligencia y veracidad son virtudes que deben adornar cualquier actuación del Abogado. Ellas son la causa de las necesarias relaciones de confianza Abogado - Cliente ()
Lo que sí parece claro es que se trata de una virtud atribuible o predicable de una persona cuya principal característica es la subjetividad ya que la confianza sólo se puede predicar de la persona respecto a otra. No existe la confianza objetivamente considerada, siempre va a depender de la percepción de un individuo para atribuir a otro esa cualidad o hacerle merecedor de ella. Estamos por tanto, ante uno de los atributos o cualidades con mayor grado de subjetividad que puede existir, un auténtico problema si queremos, como pretendemos en este artículo, abordar este valor desde la óptica del vigente sistema de contratación pública.
Pero aunque se trate de un elemento de difícil encaje en la rigidez de un procedimiento administrativo, es necesario buscar la fórmula: en primer lugar, como hemos visto por mandato de una norma y en segundo lugar, porque constituye el fundamento de la relación cliente abogado, no se concibe que esa relación se pueda desarrollar en ausencia de confianza.
Para tener confianza es necesario conocer al abogado. La relación precisa de ese estadio previo a que nos referíamos líneas atrás. Sin ese conocimiento previo de la persona no puede surgir la confianza, es una premisa básica. Del conocimiento y del trabajo diario, de la percepción empírica de que estamos ante un profesional honrado, probo, recto, leal, diligente y veraz va surgiendo, como resultado de enjugar todas esas virtudes, la mutua confianza.
Por tanto, el silogismo lo debemos completar, diciendo que para que haya confianza es necesario haber trabajado con el abogado. Llevado al plano del derecho positivo en el ámbito de la contratación pública, hablaríamos de experiencia de trabajo previo con el órgano o ente del sector público de que se trate.
La experiencia previa en trabajos similares está contemplada en la vigente legislación de contratos como un criterio de solvencia técnica:
Artículo 78.1. En los contratos de servicios, la solvencia técnica o profesional de los empresarios deberá apreciarse teniendo en cuenta sus conocimientos técnicos, eficacia, experiencia y fiabilidad, lo que deberá acreditarse, según el objeto del contrato
Como vemos se refiere a experiencia como uno de los elementos con los que se puede apreciar la solvencia. La ley también habla de fiabilidad, cualidad distinta a la confianza que analizamos en este artículo, que sin profundizar mucho en el concepto diremos simplemente que se trata de un concepto más objetivo que se define como que ofrece seguridad y buenos resultados (Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua). Un determinado abogado puede ser fiable, como atributo de la marca del despacho o del profesional, pero carecer de confianza. Elemento objetivo (fiabilidad) frente a subjetivo (confianza).
Volviendo a la experiencia, que en principio nos podría valer como un posible indicio de confianza, para que verdaderamente existiera debería exigirse no como experiencia general con el sector público, o con el sector de actividad a que se dedica el organismo, sino de experiencia concreta con el órgano convocante. Pero tanto una como otra posibilidad están taxativamente prohibidas en el aún vigente Real Decreto Legislativo 3/2011 que establece:
Artículo 32. Son causas de nulidad de derecho administrativo las siguientes:
d) Todas aquellas disposiciones, actos o resoluciones emanadas de cualquier órgano de las Administraciones Públicas que otorguen, de forma directa o indirecta, ventajas a las empresas que hayan contratado previamente con cualquier Administración.
No sólo el TRCLSP, la Ley 14/2013 de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización, también se ocupa específicamente de esta cuestión:
Artículo 45. Prohibición de discriminación a favor de contratistas previos en los procedimientos de contratación pública
a) En sus procedimientos de contratación, los entes, organismos y entidades integrantes del sector público no podrán otorgar ninguna ventaja directa o indirecta a las empresas que hayan contratado previamente con cualquier Administración.
b) Serán nulas de pleno derecho todas aquellas disposiciones contenidas en disposiciones normativas con o sin fuerza de Ley así como en actos o resoluciones emanadas de cualquier órgano del sector público que otorguen, de forma directa o indirecta, ventajas a las empresas que hayan contratado previamente con cualquier Administración.
Por tanto, tenemos que descartar la posibilidad de asegurar la confianza en el abogado o en el equipo de abogados estableciéndola como criterio de solvencia técnica a través de la experiencia de trabajo con el órgano contratante, pues se estaría dando ventaja de forma directa a empresas o profesionales que hayan contratado previamente con la administración o con cualquier otro órgano del sector público y supondría un vicio del procedimiento y se incurriría, como hemos visto, en causa de nulidad.
Otra posibilidad a plantear sería considerar la confianza como elemento de valoración de la oferta. Simplificando la cuestión, nos planteamos en esta ocasión si sería posible medir la confianza de manera que las ofertas presentadas por abogados en los que confiemos sean más valoradas que los que carezcan de esa confianza.
En una primera aproximación entiendo que tampoco cabría esa posibilidad porque la confianza no es un atributo que se relacione con el objeto de contrato, es una cualidad personalísima del licitador y no de la oferta, por tanto no se podría considerar en ningún caso criterio de valoración sino un singular criterio de solvencia técnica.
De admitirse como elementos para la valoración de ofertas tendría que contemplarse en todo caso como un criterio subjetivo, dependiente, pues de un juicio de valor que debe realizar el órgano encargado de la valoración de las ofertas, pero que, en cualquier caso debe quedar suficientemente descrito y ponderado en el pliego que rige la licitación, dicho de otra forma, su valoración debe efectuarse atendiendo a las pautas previamente establecidas en los pliegos.
La nueva Ley de Contratos establece como regla general que la adjudicación de los contratos se realizará utilizando una pluralidad de criterios de adjudicación en base a la mejor relación calidad - precio y que esa mejor relación calidad-precio se evaluará con arreglo a criterios económicos y cualitativos. La ley considera como uno de los criterios cualitativos que se pueden utilizar, siguiendo fielmente la pauta establecida en la Directiva 24/2014, es:
2.º La organización, cualificación y experiencia del personal adscrito al contrato que vaya a ejecutar el mismo, siempre y cuando la calidad de dicho personal pueda afectar de manera significativa a su mejor ejecución.
No se refiere este artículo a la experiencia global de la empresa que sigue siendo considerada como criterio de solvencia técnica (artículo 90.1.a de la Ley 9/2017), sino a las concretas cualidades de relativa a la cualificación y experiencia del personal que directamente se encargue de la ejecución del contrato, en nuestro caso los profesionales que el despacho asigne a este concreto cliente. Obsérvese que el reproducido apartado 2º del artículo 145.2, introduce como límite de que la calidad de ese personal pueda afectar de manera significativa a la mejor ejecución del contrato.
Esta novedad legislativa aplicada al ámbito de nuestro análisis, es indudable que un contrato de servicios jurídico que se desarrolle en un contexto de mutua confianza entre los empleados y directivos del organismo o entidad el sector público contratante y los abogados asignados al contrato incide de manera muy significativa en una mejor ejecución del mismo.
Por lo tanto, en teoría podría valer la consideración de la confianza como criterio de valoración de las ofertas, pero ¿Cómo se podría valorar esa mayor o menor confianza? ¿Qué pautas deberían marcar los pliegos para valorar ese criterio? Ahí surge la complejidad porque venimos defendiendo para que exista la mutua confianza en el sentido que la define el Código Deontológico, debe haber existido un conocimiento, un trabajo previo con el abogado o abogada cuya oferta está siendo valorada, por tanto, sólo aquellos profesionales que sean suficientemente conocidos por el órgano competente para la valoración de las ofertas podrán ser valorados (sea positiva o negativamente) en el aspecto de la confianza lo cual choca frontalmente con uno de los principios básicos de la contratación pública y del derecho administrativo en general cual es el principio de igualdad y no discriminación.
Parece, pues, que la confianza personal como base o como valor exigible en una relación de servicios jurídicos no encuentra encaje en los rígidos parámetros en que se basan los procedimientos de contratación pública. ¿Debe, por tanto, la administración renunciar a este valor que constituye el fundamento de la relación jurídica? ¿Están condenados los trabajadores y directivos públicos a encomendar el asesoramiento jurídico y la representación en juicio a abogados que sobre el papel y tras la aplicación de los criterios establecidos en el pliego son unos magníficos profesionales que cobran unos honorarios muy ajustados pero en los que no confían? ¿Tiene esto sentido? ¿De alguna manera beneficia al interés público esta kafkiana situación?
Son preguntas retóricas con una clara respuesta: La relación con el abogado necesita de la confianza. Constituye, como bien indica el código deontológico, el fundamento de la relación y como tal es irrenunciable. Sin ella la relación cliente abogado sencillamente no existe.
En las distintas plataformas de contratación del sector público se publican anuncios de licitación de contratos de servicios jurídicos, bien sea de asesoría, bien de representación en juicio. Mayoritariamente demandados por poderes adjudicadores que no tienen el carácter de administración pública (ya que el asesoramiento jurídico y representación en juicio de las administraciones públicas lo lleva a cabo al Cuerpo de Letrados o de Abogados del Estado u otros cuerpos de funcionarios). La convocatoria de la mayoría de estos contratos responde a la exigencia recogida en el artículo 23.1 del TRLCSP ( artículo 29.1 de la nueva ley) que establece la necesidad de someter periódicamente a concurrencia la realización de las prestaciones, y no a un deseo real y ferviente del órgano de contratación que en la mayoría de los casos desea seguir con el abogado con el que viene trabajando, porque conoce cada rincón de la casa, porque conoce a trabajadores y directivos, porque domina su entorno, porque tiene una precisa visión “trescientos sesenta grados” de la organización, aprendida, cultivada y comprendida con el tiempo, porque les gusta su estilo y su forma de hacer las cosas... porque desde hace tiempo forma parte del equipo y confían en él.
Por esta razón, en muchas ocasiones estas licitaciones de servicios jurídicos son un paripé en las que antes que se publique el anuncio se sabe quién es el adjudicatario. No obstante, el anuncio moviliza a inocentes abogados y despachos enteros ávidos de nueva y jugosa clientela, que destinan tiempo, recursos e ilusión para presentar su mejor oferta, lo mejor de sí, confiando ciegamente en un trato igualitario de las ofertas. Cuando, ya sea por una difícilmente explicable computación de los criterios de valoración de las ofertas o por otra sibilina razón, normalmente resulta adjudicatario el abogado que históricamente venía prestando sus servicios.
La mayoría de estos contratos son de cuantía inferior a los umbrales para ser considerados sujetos a regulación armonizada y en muy pocas ocasiones superan los 100.000 euros, no susceptibles, por tanto, de recurso especial en materia de contratación, con lo que precisamente en esta tipología de contrato más que en ninguna otra, los licitadores perdedores saben que la impugnación por vía judicial, sea en vía contencioso administrativa o en la civil, va a resultar poco práctica.
Entiendo que esta situación puede resultar ridícula, pero con la vigente legislación en la mano es preceptiva la licitación, sin olvidar que según nuestro razonamiento, también es preceptivo que el servicio que presta el abogado se desarrolle en un contexto de mutua confianza.
La irregular situación en que se desarrollan estos contratos cobra especial importancia en el momento actual en que se ha incorporado el principio de integridad como uno de los principios configuradores de la contratación pública.
Una de las manifestaciones del principio de integridad es la prevención de los conflictos de intereses (artículo 24 de la Directiva 24/2014 y 64.2 de la Ley):
A estos efectos el concepto de conflicto de intereses abarcará, al menos, cualquier situación en la que el personal al servicio del órgano de contratación, que además participe en el desarrollo del procedimiento de licitación o pueda influir en el resultado del mismo, tenga directa o indirectamente un interés financiero, económico o personal que pudiera parecer que compromete su imparcialidad e independencia en el contexto del procedimiento de licitación.
Aquellas personas o entidades que tengan conocimiento de un posible conflicto de interés deberán ponerlo inmediatamente en conocimiento del órgano de contratación.
En los casos que venimos apuntando, estaríamos ante un caso en que claramente se ve comprometida la imparcialidad del órgano de contratación que prefiere la adjudicación del contrato de servicios jurídicos al despacho o al profesional en el que confía.
Por las razones expuestas y en aras de preservar el principio de transparencia, considero que existen razones suficientes para que la ley contemple determinados contratos de servicios jurídicos como contrato singular con una regulación diferenciada que de alguna forma integre los factores y valores que venimos exponiendo.
En la actualidad la única singularidad de algunas subcategorías de contratos de servicios jurídicos consiste en la exclusión de los mismos del ámbito objetivo de la Directiva 2014/24/UE (artículo 10 ), en concreto los de representación legal de un cliente por un abogado y asesoramiento jurídico prestado como preparación del procedimiento en que lo vaya a representar.
Las razones de la exclusión aparecen en los considerandos 25 y 116 y nada tienen que ver con las consideraciones expuestas en el presente artículo:
Considerando 25
Determinados servicios jurídicos son facilitados por proveedores de servicios nombrados por un tribunal o un órgano jurisdiccional de un Estado miembro, implican la representación de clientes en un proceso judicial por abogados deben ser prestados por notarios o guardar relación con el ejercicio de una autoridad oficial. Dichos servicios jurídicos son prestados normalmente por organismos o personas nombrados o seleccionados mediante un procedimiento que no puede regirse por las normas de adjudicación de los contratos, como ocurre por ejemplo, en algunos Estados miembros, con el nombramiento del ministerio fiscal. Por consiguiente, estos servicios jurídicos deben quedar excluidos del ámbito de aplicación de la presente Directiva.
Considerando 116
Asimismo, determinados servicios jurídicos se ocupan exclusivamente de cuestiones de estricto Derecho nacional y, por consiguiente, son ofrecidos normalmente por operadores situados en el Estado miembro de que se trate, por lo que también tienen una dimensión transfronteriza limitada. Por tanto, esos servicios solo deberían estar sujetos al régimen simplificado, a partir de un umbral de 750 000 EUR. Los grandes contratos de servicios jurídicos que superen dicho umbral pueden revestir interés para diversos operadores económicos, como es el caso de los bufetes internacionales de abogados, también con una base transfronteriza, en particular cuando implican cuestiones derivadas del Derecho de la Unión o de otro tipo de Derecho internacional o bien basadas en estos, o cuando implican a más de un país.
La consecuencia práctica en el ámbito doméstico de esta exclusión en los contratos de servicios jurídicos se refleja en la nueva ley de contratos del sector público que con algo de retraso transpone la citada directiva:
- Los contratos de servicios jurídicos de representación en juicio y la asesoría para la preparación de los mismos nunca se consideran sujetos a regulación armonizada.
- En relación a los restantes contratos de servicios jurídicos (entre otro el asesoramiento en cualquier rama del derecho) están sujetos a regulación armonizada los contratos de servicios cuyo valor estimado sea igual o superior a 750.000 €.
Quiere esto decir, que al resto de contratos de servicios jurídicos se aplica la ley en todas su extensión sin reserva, excepción o singularidad alguna. Lo cual significa que continuaremos sin poder incluir el valor de la confianza como criterio para adjudicar los contratos y consecuentemente seguirán existiendo licitaciones simuladas que seguirán movilizando tiempo y recursos de muchos despachos absolutamente para nada.
Mi propuesta final a la luz de la reflexión planteada es que existen motivos suficientes para considerar determinados servicios jurídicos, concreta y especialmente los servicios de asesoramiento jurídico continuado, como un contrato con unas características muy singulares que lo hacen diferente al resto de contratos de servicios, pues se basan en un elemento imponderable y con un marcado grado de subjetividad que choca frontalmente con la objetividad y necesaria ponderación de los criterios de valoración de ofertas y, por tanto, con el sistema de contratación pública tal como hoy está plateado.
La propuesta sería plantear la posibilidad, con los límites y el alcance que habría que estudiar con todo rigor, de excluir este tipo de contratos de servicio, del ámbito objetivo de la ley de contratos del sector público, de igual manera que se excluyen un importante número de relaciones jurídicas de naturaleza contractual en atención a una serie de características que confluyen en esos contratos que los hacen merecedores de un tratamiento diferenciado. La Ley 9/2017 (como ya reconocía el texto refundido) excluye de su ámbito objetivo de aplicación entre otros:
- Los contratos relativos a servicios de arbitraje y conciliación,
- Los contratos relativos a servicios financieros relacionados con la emisión, compra, venta o transferencia de valores o de otros instrumentos financieros,
- Los contratos de compraventa, donación, permuta, arrendamiento y demás negocios jurídicos análogos sobre bienes inmuebles, valores negociables y propiedades incorporales,
- Determinados contratos en el ámbito de la Investigación, el Desarrollo y la Innovación
- Los contratos de explotación de bienes patrimoniales.
Esta exclusión que propongo debería ceñirse a los servicios jurídicos que implican una continuidad en el tiempo como son los contratos de asesoramiento jurídico permanente en los que cobra significativa y singular importancia la cuestión que venimos tratando.
Entiendo que sería la forma de tratar estos contratos con verdadera transparencia e igualdad, permitiendo que se desarrollen y ejecuten según los cánones que marca su propia naturaleza, es decir, en el deseable y a la vez preceptivo contexto de la mutua confianza.
NOTAS:
(1). HILDA M.ª GARRIDO, Deontología del Abogado: Su profesionalidad y su confiabilidad. Edisofer, S.L.
(2). FERNÁNDEZ LEÓN, OSCAR “La confianza, fundamento de la relación abogado cliente”. LEGALTODAY.
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