HISTORIA DEL MUNICIPALISMO ESPAÑOL (IX). EL MUNICIPIO EN LA MONARQUÍA HISPANA. LOS MUNICIPIOS VASCOS, NAVARROS, ARAGONESES Y CATALANES, por Enrique Orduña Rebollo

 01/03/2012
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El texto que se publica es un extracto de la obra “Historia del Municipalismo Español”, de Enrique Orduña Rebollo (Iustel, Madrid, 2005). El autor se centra en el análisis del Municipio dentro de la organización territorial de la Monarquía hispana, en la que ocupaba el escalón político básico, haciendo repaso, en este caso, del municipalismo vasco, navarro, aragonés y catalán.

EL MUNICIPIO EN LA MONARQUÍA HISPANA

II. MUNICIPIOS VASCOS Y NAVARROS

En las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, la reunión de los vecinos en Asamblea, principalmente en la Tierra llana, era una práctica habitual. No es ningún secreto que en los tiempos de luchas interiores provocadas, bien por las ambiciones nobiliarias, bien por las sucesiones dinásticas y otras alteraciones del orden, eran ocasiones propicias para introducir una situación de conflicto permanente en los Concejos, con los consiguientes perjuicios para sus vecinos que veían incluso atropellados sus derechos y su convivencia. La solución real: la implantación del sistema de regimientos, que a la vez, como hemos reiterado, suponía una merma notable de la democracia municipal.

En ese contexto y para resolver los conflictos, hemos de inscribir la iniciativa del rey durante su estancia en Vitoria en 1476, disponiendo se hiciesen unas ordenanzas para dicha ciudad, que sancionó el mismo año. Más significativas fueron las Ordenanzas Viejas de San Sebastián aprobadas el 7 de junio de 1489, que ponían fin a la desobediencia permanente a los alcaldes y jurados, realizada por medio de “... cofradías, como por ligas y monipodios...”. Artola, establece una cronología de los lugares en los que se implantó el regimiento a partir de las Ordenanzas reales análogas a las de San Sebastián de 1489, cuyo detalle reproducimos: Mondragón y Vergara 1490;Mondragón 1525; Tolosa 1532; Deva 1536; Oyarzun 1538; Hernani 1542; Salinas 1548; Rentería 1606; y Placencia 1695.

El regimiento de Tolosa, según las mencionadas Ordenanzas, estaba formado por el alcalde, el fiel de la cofradía, cinco regidores y ocho oficiales: teniente de alcalde, escribano, mayordomo bolsero, manobrero de la iglesia, dos jurados y dos guardamontes. Para ser elegido debía ser propietario de 60.000 reales y la mitad para los cargos de jurados y guardamontes.

A fines del siglo XV los Municipios navarros seguían manteniendo sus tradicionales regímenes jurídicos, regulados por el Fuero, la Ordenanza y la costumbre que tuvo, como hemos visto, singular importancia como fuente de Derecho municipal. Insensiblemente el Concejo Abierto, fórmula universal de gobierno local en Navarra fue sustituido por la representación de jurados, en función de la jerarquía de los Municipios, por lo que es fácil suponer que desde el siglo XIV la mayoría de las ciudades del Reino se gobernarían por un sistema de Regimiento. Con la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla los Municipios mantuvieron su status, que, como hemos visto, no difería mucho de los castellanos.

Ante el creciente intervencionismo real, las Cortes de Navarra intentaron poner en práctica diversos mecanismos defensores de la autonomía municipal, siendo el principal medio la promulgación de una legislación general adaptada a las necesidades del momento, entre las que destacan las “Ordenanzas para el buen gobierno de los pueblos”, aprobadas por las Cortes de Pamplona en 1547 (LOPERENA, Historia..., pág. 13). En el siglo siguiente, pese a las tendencias centralizadoras, el régimen municipal se mantuvo dentro de la autonomía expresada, regulando las Cortes de Navarra los requisitos para desempeñar los cargos municipales y el procedimiento electivo en sus tres variedades: en los pueblos pequeños por elección directa, reunidos sus vecinos en Asamblea y en el resto por cooptación o insaculación. Sin embargo, los alcaldes eran nombrados, entre una terna por el virrey y por el período de un año.

Pese a la autonomía existente, las Cortes intervinieron en ocasiones para regular algunos aspectos, como horarios de trabajo, salarios, etc. Respecto al control de la actividad municipal se introdujeron diversas medidas y a partir de las Ordenanzas de 1547 se consideró obligatoria la autorización previa del Consejo Real para realizar gastos de importancia o en los casos de exención tributaria. Otra forma de control se ejercía a través de los juicios de residencia, aunque este procedimiento no afectó a los pequeños Municipios. Por último, la Ley 17 de las Cortes de Pamplona de 1604 dispuso que en lo sucesivo los Municipios deberían presentar sus cuentas anuales al Consejo Real para su aprobación.

Con la llegada de los Borbones la situación política municipal navarra experimentó, como en el resto de España, nuevas restricciones en su autonomía, ya de por sí bastante mermada. Con la venta de oficios se vinculó el control de los Municipios a una nueva clase social emergente, al tiempo que se aceleraba el proceso de eliminación del Concejo Abierto, sustituido por Juntas Vecinales, a través de las cuales las oligarquías podían manejar los Municipios con más facilidad.

Las reformas municipales de Carlos III, introduciendo figuras tímidamente democratizadoras, como el diputado del común que, forzosamente debía ser elegido por todos los ciudadanos a través de un sistema de compromisarios, supuso una cierta continuidad de las reuniones de todos los vecinos en Concejo, pero por otro lado se sucedieron las normas reales que afectaban a las instituciones navarras, con el fin de acabar con la diversidad de su régimen jurídico.

En los Municipios navarros confluyeron las presiones del intervencionismo real, unificador y centralista y la actitud de la oligarquía local que no podía permitir continuasen las prácticas democráticas de los Concejos, porque una vez más fue esgrimida la vieja razón del orden, incompatible con las asambleas numerosas y tumultuarias, para acabar con la democracia directa en el Municipio, pues las Cortes de Navarra en su reunión de los años 1794 a 1797, argumentaban “los gravísimos inconvenientes y perjuicios...” “los alborotos” por cuya causa “no se vota con libertad”, y finalmente aduciendo la verdadera razón: “el número mayor que suele ser la gente popular vence y dexa sin efecto los dictámenes de los más instruidos “, promulgaron la Ley XXVII que implantó las Juntas de Veintena en todos los Municipios superiores a cien vecinos, compuestas por veintiún miembros.

III. MUNICIPIOS ARAGONESES Y CATALANES

Las derogaciones forales iniciadas en la edad moderna por Felipe II y culminadas por Felipe V influyeron negativamente en la autonomía de los Municipios aragoneses, sin embargo la decadencia no era nueva. El sistema insaculatorio se fue extendiendo por todos los confines de la Corona de Aragón, reflejado en una cronología que estableció Torras i Ribe, iniciada en Játiva el 1427 y cerrada en Ripoll en 1707 (TORRAS, El procedimiento..., pág. 345). En el caso de Castellón se introdujo el sistema por medio de una sentencia de la Real Audiencia de Valencia de 1590, recogido en unas Ordinaciones que redactó el doctor Diego Covarrubias.

Esta reforma paulatina de la Administración local, tuvo un impacto político mayor que las reformas de la justicia o de las demás instituciones de los Reinos de Aragón y Valencia, pues al parecer a veces se producía una duplicidad de la existencia de Concejos con la insaculación de oficiales y cargos locales. Se deduce esta situación de las convocatorias a Cortes, dirigidas a justicias, jurados y consello de las ciudades y villas. Ése era el caso de Teruel, que en 1483 estaba integrado por ciudadanos, vecinos y prohombres, que elegían a un juez, cuatro alcaldes y otros cuatro regidores, muy probablemente elegidos por el método insaculatorio.

De cualquier forma en el siglo XVII era un hecho de que en las ciudades y villas de Aragón, el sistema de insaculación para la provisión de cargos municipales estaba controlado por la Corona a través de sus oficiales.

Durante los siglos XVI y XVII las Ciudades y Municipios catalanes siguieron adquiriendo nuevos privilegios en detrimento del tardo feudalismo, emancipándose de las jurisdicciones feudales, pero en contraposición la participación ciudadana en el gobierno local era cada vez más menguada. Incluso para la elección de oficios municipales, la implantación del sistema de insaculación evitaba la Asamblea de los Vecinos, pero la autonomía municipal se vería más comprometida por la facultad que tenía el virrey para elaborar las listas de los nombres destinados a la insaculación. Con lo que se hurtaba una clara competencia popular al Concejo y en el caso de Barcelona se originaba un motivo de fricciones permanentes entre el consell y el virrey.

El Municipio de Barcelona seguía siendo el más importante de la confederación aragonesa, basada su preponderancia por la influencia de la ciudad sobre el resto de las poblaciones y Municipios catalanes. Sus concejales o consellers eran equiparados a los grandes de España, y pese a que la nobleza, a principios del período se separó de la actividad municipal, en 1690, Carlos II les confirmó el privilegio de estar cubiertos en su presencia. La importancia del Municipio de Barcelona la señaló Reglá, asignándole prioridad material sobre la propia Generalidad, puesto que “Catalunya era Barcelona i aquesta no governava la Generalitat, sino el Consell de Cent” (REGLA, Introducción..., pág. 79).

Ésta era en general la situación de los Municipios catalanes, que no tuvieron modificaciones significativas de su régimen durante gran parte de la Edad Moderna. La Guerra de Sucesión afectó a los Municipios catalanes en la medida lógica que influyó sobre todas las instituciones del Principado, ya que hubo territorios que se cambiaron hasta tres veces de titularidad. El Archiduque realizó una política municipal en cierta medida renovadora, que obedecía a criterios de captación de voluntades y simpatías entre amplios sectores de la población, utilizando como instrumentos básicos el halago y la concesión de privilegios (TORRAS I RIBÉ, La política..., pág. 29).

En su mayoría eran distinciones y privilegios concedidos a las oligarquías locales o a los miembros de los gobiernos municipales, equiparando a unos y otros, en función de su lealtad, con los más distinguidos, en este caso los consellers de Barcelona. También concedió el derecho a representación y voto en las Cortes catalanas a diversos municipios (VOLTES, Barcelona..., pág. 262). Junto a estos aspectos habrá que consignar otros que contenían en cierta medida reformas institucionales, aunque también su concesión debe interpretarse en la misma pauta graciable y privilegiada. Se comprueba en el caso de algunos Municipios que vieron afectado el procedimiento de insaculación con el fin de incorporar una base participativa de gobierno local más amplia. Con aquella política seguida por el Archiduque, tuvieron un lugar importante las reivindicaciones antiseñoriales, por lo que se incorporaron diversos Municipios a la jurisdicción real.

A) La crisis municipal catalana

Después del Decreto de Nueva Planta fueron suprimidas las formas tradicionales de gobierno local. A las disposiciones restrictivas iniciales, siguieron otras, principalmente el Reglamento de 6 de junio de 1717. Pero también hay que señalar una intervención política de la Corona en los Municipios de jurisdicción nobiliaria, contenida en el mencionado Reglamento que preveía la posibilidad de que los regidores fueran propuestos al señor por la Asamblea o el Consell.

La Real Cédula de 13 de octubre de 1718 introdujo la figura del corregidor en los Municipios catalanes, con la cual se dio un paso más en la centralización del sistema. Las ciudades con corregimiento eran: Barcelona, Mataró, Girona, Vic, Puigcerdá, Talarn, Lleida, Tortosa, Tarragona, Vilafranca del Penedés, Cervera y Manresa. En Barcelona fueron nombrados veinticuatro regidores y en el resto de las cabezas de corregimiento veinte, con lo que desaparecía el sistema de insaculación en los Municipios de realengo, pues el nombramiento lo hacía el capitán general a propuesta de la Real Audiencia.

Sin embargo, el sistema impuesto por la nueva legislación suponía un distanciamiento entre la realidad política y la social de Cataluña, produciéndose una permanente fricción entre los diversos grupos sociales, gremios, cofradías, etc., que redundaría en perjuicio de los intereses de la Corona. El sistema a la larga no funcionó satisfactoriamente y si a ello unimos la introducción en Cataluña de la venta de oficios, tendremos un panorama completo de la quiebra del sistema municipal que impuso Felipe V a principios de su reinado.

Poco duró la práctica de la venalidad en Cataluña, pues entre la experiencia negativa de la Corona de Castilla, las dificultades para el gobierno municipal, donde se incrementó la conflictividad, las críticas de los tratadistas de la época, como Lázaro de Dou o Ibáñez de la Rentería y, principalmente, los resultados económicos obtenidos, inferiores a los previstos, motivaron la derogación de la Orden de venta de oficios el 24 de noviembre de 1741.

La presencia del síndico personero y el diputado del común llegaron a Cataluña al tiempo que a la Corona de Castilla, pues se trataba de una norma generalizadora. Su implantación, supuso en cierta medida, una ruptura con el procedimiento de gobierno único de regidores vitalicios nombrados por el monarca. Por último, a fines de siglo, se introdujeron diversas reformas, que en la práctica supusieron la vuelta al sistema insaculatorio.

B) Abastecimientos, motines y reformas carolinas

Durante los dos primeros tercios del siglo XVIII el Municipio no experimentó prácticamente ninguna innovación y cuando las hubo fueron de carácter restrictivo, dados los criterios que impulsaban al Consejo de Castillo y a las Chancillerías, evidentemente proclives a beneficiar a los hidalgos. Las reformas locales introducidas durante el reinado de Carlos III, trataron de imprimir una cierta presencia popular en el Gobierno municipal, porque el sistema de enajenación de oficios había consumido un modelo municipal que en épocas pretéritas tuvo importancia capital. Pero una vez más debemos tomar con cautela cualquier intento de identificación democrática actual, con las medidas de hace dos siglos.

La grave situación producida por los motines de marzo de 1766, supuso no sólo la caída de Esquilache, sino la toma de diversas medidas para garantizar el orden. La causa inmediata de la rebelión estaba ocasionada por el desabastecimiento y las carestías del período 1760-65. Las previsiones inmediatas supusieron la reforma de la administración local, con propósitos de gran alcance, pero a la larga de escaso contenido práctico, pese a la valoración positiva de algunos autores (GUILLAMÓN, Las reformas). Las reformas se plasmaron en el Auto Acordado del Consejo de Castilla de 5 de mayo de 1766, por el que se crearon los diputados y el síndico personero y la Instrucción del Consejo de 16 de junio de 1766, que al referirse al auto, declaraba su obligatoriedad advirtiendo “que se debe observar a la letra como una ley fundamental del Estado” (Novísima..., VII, XVII, 1 y 2, pág. 137).

Sí Guillamón la valoró positivamente, el profesor Tomás y Valiente es mucho más crítico a consecuencia del rango que se confirió al Auto Acordado como ley fundamental, lo que suponía una notable degradación del término, “porque la base, cimiento o fundamento de Estado alcanza el bajo nivel de una disposición creadora de unos modestos representantes del vecindario de los pueblos para lograr el buen régimen y administración de sus abastos “, mínima ley fundamental ésta. Y además, nueva, pues “El Consejo acuerda un Auto y lo protege con el cuasi sagrado manto de las leyes fundamentales. ¿Es acaso ésta una ley antigua aprobada en lejanas y míticas Cortes? Nada de eso, sino un modesto Auto del Consejo del Rey sobre diputados y abastos municipales. ¿No es esto el desprecio del mito?” (TOMÁS Y VALIENTE, Génesis..., pág. 41).

Las alteraciones del orden, dejaron al descubierto la fragilidad del sistema municipal basado en las oligarquías locales, originadas en su mayoría por la lamentable práctica de la compra de oficios, que se manifestaron incapacitadas para canalizar los problemas y las demandas primarias de una sociedad que iniciaba el despertar de su conciencia, por lo que desde la misma Monarquía se impulsaron las tímidas medidas reformistas, que podían interpretarse como un fingido principio de participación de los ciudadanos en la Administración local a través del síndico personero y los diputados.

Sin embargo, ambas figuras no eran nuevas, pues el procurador del común y el procurador síndico habían existido desde mucho tiempo antes en los Municipios de la Corona de Castilla, ejerciendo funciones defensoras de la comunidad. En la época ilustrada sus facultades y prerrogativas se acordaron por la Instrucción de 26 de junio de 1766. En el sistema electivo de los diputados del común y del síndico personero, su elección debía hacerse por todo el pueblo, dividido en parroquias y barrios, mediante el voto de “todos los vecinos seculares y contribuyentes”. En el siglo XVIII, el proletariado rural y urbano también participaba en los repartimientos y otras cargas fiscales, que oprimían sus menguados medios de subsistencia y por tanto tenían la consideración de vecinos con derecho a asistir a las reuniones del Concejo Abierto. En el mismo sentido, Domínguez Ortiz confirma que se trataba de un sufragio prácticamente universal.

La Instrucción disponía que en los pueblos de una sola parroquia se convocase a todos los vecinos a Concejo Abierto, y en los de varias, se celebrasen tantas asambleas como barrios, congregando por separado a los vecinos de cada uno de ellos y procurando celebrarlas todas en el mismo día. La sesión tenía que estar presidida por el corregidor o la justicia. El procedimiento completo desde la convocatoria hasta la elección de los oficios se iniciaba con un auto de oficio dictado por el corregidor ordenando se comunicase a todos los vecinos de cada parroquia la reuniesen con fecha, hora y lugar concreto para nombrar electores, seguía la relación de alguaciles y las diligencias realizadas. El día del Concejo Abierto, se levantaba acta relacionando a todos los vecinos asistentes, los cuales, amonestados por el corregidor para que hiciesen una buena elección, procedían a la votación designando a los electores, cuyos nombres debían recogerse en el acta, que firmaban todos los vecinos asistentes.

Cuando se habían celebrado todos los Concejos Abiertos en las parroquias y barrios, el corregidor convocaba a una sesión a todos los electores en las casas capitulares para la elección de diputados y personeros, conminándoles a asistir bajo pena de cuatro ducados de multa. En la reunión, presidida por el corregidor, se hacía constar el nombre de todos los electos asistentes, los cuales procedían a votar cada uno de los cuatro candidatos a diputados, resultando elegidos los que más votos obtenían. Salvo alegaciones sobre posibles incompatibilidades, la elección se consideraba válida y los diputados y personeros electos, debían acudir al día siguiente a tomar posesión de su cargo en el Ayuntamiento y “prestar juramento de ejercer bien y legalmente su oficio con celo patriótico del bien común y sin excepción de personas”. El sistema y la propia institución no debieron despertar un deseo de participación ciudadana exagerado, por el contrario, existen amplios indicios sobre la indiferencia de los vecinos, pues Serrano Belezar se quejaba, veintitantos años después de la implantación del sistema, de la falta de interés y la escasa concurrencia de vecinos a los Concejos Abiertos para el nombramiento de electores, eligiendo a los menos experimentados e “idóneos”, con el consiguiente perjuicio público (ORDUÑA, Democracia..., pág. 167).

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