Matilde Carlón Ruiz
Matilde Carlón Ruiz es Catedrática de Derecho Administrativo en la UCM
El artículo se publicó en el número 57 de la Revista General de Derecho Administrativo (Iustel, mayo 2021)
I. INTRODUCCIÓN
La situación de absoluta excepcionalidad a la que nos ha conducido la crisis sanitaria en la que seguimos inmersos, y a la que se atendió en un primer momento, el 14 de marzo de 2020, con la declaración de estado de alarma ha suscitado numerosas cuestiones jurídicas sobre las que se han vertido las más variadas opiniones(1).
Entre aquellas destaca sobremanera la que supone plantearse la constitucionalidad misma de las severas limitaciones a las libertades de circulación y reunión que implican las medidas sanitarias que se han venido adoptando bajo los sucesivos estados de alarma: y ya van tres, el último de los cuales se prolongará por el discutible plazo de 6 meses hasta el próximo 9 de mayo(2). Estando inexplicablemente aun pendiente que el Tribunal Constitucional -con su plena autoridad- se pronuncie al respecto(3)-, de lo que no cabe duda es de que las medidas de confinamiento y distanciamiento que con distinta intensidad y extensión se han venido adoptando con infinitas variantes -extremas y generalizadas para todo el territorio durante el primer estado de alarma que se prolongó hasta el 20 de junio de 2020; graduales y fragmentarias a partir de entonces en una fórmula que el vigente Decreto supedita al criterio de las Comunidades Autónomas- han incidido –e inciden- severísimamente en el desenvolvimiento de nuestras vidas en todos sus planos y circunstancias.
Hecha esta constatación evidente, nos interesa ahora reflexionar sobre una cuestión que parece haber pasado desapercibida. En este escenario excepcional e incierto, nuestra propia supervivencia individual y colectiva ha estado sustentada en algo que se ha demostrado imprescindible para haber mantenido un sustrato de normalidad incluso durante el período de confinamiento nacional: esto es, la continuidad en la prestación de los servicios públicos, particularmente los de orden infraestructural –léase: energía, transporte, telecomunicaciones y postal-, por no hablar de la propia prestación de los servicios sanitarios y, aun en otra escala, de los educativos.
En situación tan excepcional, la clásica cuestión de la continuidad de los servicios públicos se revela en toda su dimensión, demostrando estar en el núcleo mismo del concepto(4). Los servicios públicos deben ser prestados de forma continuada precisamente porque dan cobertura a prestaciones esenciales –en el sentido íntimo de imprescindibles- y precisamente porque son imprescindibles su regulación debe asegurar su prestación continuada incluso en supuestos tan extremos como los que estamos experimentando. Este silogismo tan elemental encubre, con todo, equívocos en todos sus términos, y en particular en lo que supone identificar, particularmente a día de hoy, qué deban ser reconocidos como servicios públicos y, correlativamente, cuál deba ser su régimen jurídico, que no responde ya, en todos los casos, a la formulación clásica de la publicatio pura que, particularmente en la fórmula de la centenaria figura concesional, integraba técnicas bien conocidas derechamente dirigidas a garantizar la continuidad en la prestación del servicio.
Traer a colación la figura concesional revela la cuestión nuclear que, estando en la base de la relación triangular que la concesión configura, se tensiona hasta el extremo en circunstancias tan excepcionales como las actuales. Al garantizar la prestación continuada de los servicios públicos aún bajo circunstancias extremas, la Administración –titular o competente respecto de los mismos: sobre ello habrá ocasión de volver- prima la vocación de aseguramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos que justifica la existencia misma de aquellos. Pero al hacerlo, se impone a sí misma –si es que los gestiona directamente- o a los concesionarios –si es que ha optado por esta fórmula de gestión indirecta, como sucede muy comúnmente, haciendo aflorar el tercer vértice del triángulo-, una carga que puede distorsionar gravemente los parámetros bajo los que se configuraron originalmente los compromisos de prestación del servicio.
La proyección de este planteamiento clásico sobre los servicios liberalizados, en los que las exigencias materiales del servicio público se responden a través de mecanismos propios basados en el principio de subsidiariedad frente al mercado, plantea dificultades añadidas. Dificultades que no se han visto suplidas, sino acrecentadas, por las medidas que, con cierto voluntarismo, ha adoptado el Estado a lo largo de estos meses para garantizar la continuidad de algunos servicios públicos. Así lo haremos notar a través de un mínimo repaso a las medidas adoptadas al respecto en las normas excepcionales que se han ido aprobando para ahormar este extraño tiempo que nos ha tocado vivir, empezando por el Decreto de alarma de marzo de 2020 y los sucesivos Reales Decretos-ley 8 y 11/2020, algunas de cuyas previsiones se han visto extendidas en el tiempo por normas tan recientes como el R D-L 37/2020, de 22 de diciembre.
Este mismo voluntarismo –o miopía- se ha podido apreciar en las respuestas que se han querido dar en estas mismas normas a las peculiaridades del momento en el plano contractual. Siendo evidente que la clásica cuestión del reequilibrio de las concesiones surge en este escenario con toda intensidad, las normas de acompañamiento de los Decretos de alarma –y en particular el R D-L 8/2020- han querido darle soluciones específicas cuyo engarce con las previsiones generales que al respecto se contienen en la legislación de contratos no es en absoluto evidente. Y ello muy particularmente cuando se constata que esta cuestión se enfrenta con la dificultad añadida de que la vieja concesión de servicio público ha quedado bifurcada, como es sabido, en sede de la vigente Ley 9/2017, entre la concesión de servicios, a secas –si bien sustancialmente heredera de aquella, caracterizada por la transferencia del riesgo operacional al concesionario-, y el contrato de servicios del art. 312, cualificado en consideración a “que conlleven prestaciones directas a favor de la ciudadanía”. Para este último la normativa de excepción también ha contemplado una solución ad hoc –sustentada en un régimen específico de suspensión- que sólo resultará hábil en relación con aquellos servicios que, aun dirigidos a la ciudadanía, no son nuclearmente esenciales, como algunos servicios locales de carácter comunitario cuya prestación ha quedado drásticamente limitada o virtualmente imposibilitada como consecuencia de las medidas impuestas; no así para el caso de servicios públicos propiamente tales, en los que la imprescindible continuidad en su prestación se extrae directamente de su genuina naturaleza esencial para la colectividad que evocan, en último término, los arts. 28.2 y 37.2 CE, a los que habrá ocasión de referirnos.
Esta última reflexión hace patente la necesidad de manejar de forma muy cuidadosa los conceptos para evitar incurrir en los equívocos recurrentes en los que suele moverse el manejo del término “servicio público”, siendo así que ni todas las prestaciones que en sede de esta normativa excepcional se han reconocido como esenciales pueden reconducirse razonablemente al concepto de servicio público, aun en su consideración más flexible, ni todas las prestaciones a los ciudadanos que se han venido prestando bajo fórmulas de servicio público, particularmente en el ámbito local, pueden reconocerse propiamente como esenciales. En situaciones extremas se ponen a prueba los conceptos y las instituciones obligando a pulir sus verdaderos perfiles. Las páginas que siguen pretenden no perder de vista esta perspectiva dogmática al analizar puntualmente las concretas previsiones adoptadas en este tiempo incierto poniéndolas en contexto con la normativa general que según los casos activan, completan, presumen o excepcionan.
II. EL RETO DE MANTENER LA ESENCIALIDAD EN LA ANORMALIDAD
1. Estado de alarma y prestación de “servicios públicos esenciales”: una relación asimétrica
Antes de continuar es preciso hacer una advertencia capital: la relación entre estado de alarma y servicios públicos no es en absoluto circunstancial o tangencial. Es más, la propia “paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad” cuando fracasen los mecanismos para la garantía de servicios mínimos articulados en el marco de los recién citados arts. 28.2 y 37.2 CE es un supuesto justificativo de la declaración del estado de alarma conforme al art. 4.c) de la LO 4/1981, y ello siempre que se muestre con especial gravedad y de forma acumulativa –bien es verdad- con alguno de los otros supuestos previstos en dicho artículo. Así lo puso de manifiesto tempranamente la STC 33/1981, de 5 de noviembre (FFJJ 7º y 10º)(5).
Este, de hecho, fue el caso en el único precedente que hasta el momento había habido de declaración de estado de alarma de resultas de la huelga de los controladores aéreos, frente a la que reaccionó el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, aprobado bajo el expresivo título “para la normalización del servicio público esencial del transporte aéreo”(6). No lo ha sido, sin embargo, bien lo sabemos, en el que se materializó en marzo de 2020 –y los sucesivos de 9 y 25 de octubre-, que encajan en el apartado b) del mismo artículo 4 de la LO 4/1981, por el que se identifican las “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves” como otro supuesto de “alteración grave de la normalidad”(7), en expresión literal del precepto que cobra especial dimensión ahora que nos toca desenvolvernos –a trompicones- en eso que se ha venido en llamar tan equívocamente “nueva normalidad”.
Tal y como anticipamos, cuando el pasado el 14 de marzo de 2020, mediante Real Decreto 463/2020, el Gobierno “declaró el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19” acogiéndose al supuesto recién señalado, en el mismo Real Decreto se adoptaron algunas medidas –heterogéneas- relativas a determinados servicios públicos dirigidas a mantener la normalidad, dentro de la anormalidad. Ninguno de los sucesivos Decretos de declaración del estado de alarma –ni el de 9 de octubre, de ámbito restringido a algunos municipios de Madrid; ni el que ha quedado prorrogado hasta mayo de 2021- introducen previsiones equivalentes, a pesar de contemplar severas restricciones a la movilidad y, en el segundo caso, también al ejercicio del derecho de reunión (arts. 5 y 5 a 8, respectivamente), lo que no impidió que sucesivamente el mismo Gobierno, en veste de legislador, extendiera durante todo este período algunas de las medidas ya adoptadas, particularmente a través del citado R D-L 37/2020(8).
No se debe ocultar, en todo caso, que las concretas medidas adoptadas en el Decreto de marzo de 2020 con vocación de asegurar el mantenimiento de ciertos servicios públicos no se encuentran, en puridad, entre las que la LO 4/1981 contempla para su posible adopción durante el estado de alarma: solo una interpretación intencionada del apartado e) del art. 11 puede darles cabida(9). La explicación seguramente sea doble y no se agota en la constatación de las limitaciones que aquella LO ha demostrado en el singular trance que estamos viviendo.
Parece, en todo caso, elemental, que si la propia paralización de “servicios públicos esenciales para la comunidad” puede desencadenar la declaración del estado de alarma, el aseguramiento reforzado de su continuidad debe poder ser una medida a adoptar durante el mismo, incluso cuando no sea ese el supuesto desencadenante. Y ello a través de fórmulas más depuradas que las que pasan por la intervención de los correspondientes servicios y la movilización de su personal, que el art. 12, en su apartado Dos, contempla para los casos previstos en los apartados c) y d) “con el fin de asegurar su funcionamiento”(10), como, de hecho, fue el caso -no sin polémica- cuando al declararse el estado de alarma en 2010 se militarizó a los controladores aéreos(11).
Dicho esto, tampoco se puede negar que el supuesto desencadenante del estado de alarma cifrado en la paralización de los “servicios públicos esenciales” a que alude el apartado c) del art. 4 de la LO 4/1981 no puede razonablemente coincidir, ni por su objeto ni por su densidad, con el ámbito de los servicios públicos cuya prestación continuada ha debido quedar garantizada aun en una situación tan intensa y extensa como la creada por los confinamientos a los que nos hemos visto sometidos. Esta precisión –sobre la que abundaremos en el epígrafe siguiente- es importante, como lo es también que la heterogeneidad de los regímenes jurídicos a los que están sometidas hoy las distintas actividades que pueden ser reconocibles como “servicios públicos”, impide ofrecer una solución sólida unívoca a la cuestión de la garantía de su continuidad aun en circunstancias tan extraordinarias como las vividas, tanto desde la perspectiva de los usuarios como de los operadores obligados a su prestación. Siendo esto así, el análisis de las distintas medidas adoptadas en esta peculiar ocasión, puestas en contexto con las normativas sectoriales aplicables en cada caso, nos permitirá alguna reflexión conceptual de interés.
2. Servicios esenciales, servicios básicos, servicios públicos: algunas precisiones conceptuales en el marco de la normativa de excepción
Las estrictas medidas de confinamiento impuestas por el Decreto de alarma de marzo de 2020 -y, en su justa medida, las que se vienen adoptando en el ámbito local y autonómico, antes y después del Real Decreto de 25 de octubre que permanece vigente hasta el próximo 9 de mayo- nos enfrentan, a título individual y colectivo, con una reflexión radical sobre lo que deba o no considerarse servicio esencial. Este término se ha instalado, de hecho, en el imaginario colectivo y en el lenguaje común.
El término “servicio esencial” no dejó de aflorar expresamente, en el R D 463/2020, si bien de forma equívoca. Su art. 18 apeló a los “operadores críticos de servicios esenciales” previstos en la Ley 8/2011, de 28 de abril, por la que se establecen medidas para la protección de infraestructuras críticas. Y lo hizo para imponerles la obligación de adoptar las “medidas necesarias” para asegurar la prestación de los “servicios esenciales que les son propios”, advirtiendo –en su apartado 2- que dicha exigencia sería igualmente predicable –en una suerte de retruécano- respecto de aquellas “empresas o proveedores que no teniendo la consideración de críticos, son esenciales para asegurar el abastecimiento de la población y los propios servicios esenciales”, debiendo entenderse por tales, en el marco de la propia ley, los servicios necesarios “para el mantenimiento de las funciones sociales básicas, la salud, la seguridad, el bienestar social y económico de los ciudadanos, o el eficaz funcionamiento de las Instituciones del Estado y las Administraciones Públicas”. El que esta ley –que trae causa de una Directiva europea(12)- tenga como objetivo la protección contra ataques terroristas es por sí mismo significativo de la impropiedad de traerla a colación en este contexto, máxime para pretender extraer de la misma un extensivo y genérico deber de aseguramiento de las prestaciones impuesto a todos aquellos que presten servicios esenciales entendidos de forma tan laxa(13).
Esta extensiva evocación de los “servicios esenciales” cuya garantía se pretende anclar genéricamente en la mencionada ley se reconduce, sin embargo, a unos términos más estrictos en el seno del mismo Real Decreto, aun de forma implícita. Las estrictas medidas de confinamiento por él impuestas para el país entero permitieron definir, en lectura inversa, una foto fija de lo que se consideraba por el Gobierno prestaciones esenciales, en su sentido más genuino, equivalente a imprescindibles. Así se extrae, en efecto, a la luz de sus arts. 7.1 y 10: el primero, al identificar bajo la rúbrica “limitaciones a la libertad de circulación”, de forma tasada, las actividades a las que quedaba ceñida la posibilidad de desplazamiento; el segundo, al establecer las “medidas de contención” en múltiples actividades comerciales y recreativas, excluyendo de la regla general de suspensión muy concretas actividades. Correlativamente, quince días más tarde, el 29 de marzo, el R D-L 10/2020 reguló el “permiso retribuido recuperable para las personas trabajadoras por cuenta ajena que no presten servicios esenciales” identificando en su Anexo lo que deberían considerarse tales precisamente bajo el parámetro de su imprescindible continuidad.
En lectura directa, se identificaron aquellas actividades de prestación de servicios –así como de suministro de bienes- que resultarían imprescindibles para mantener una cierta normalidad en la anormalidad. La mayoría indiscutibles –como la provisión de alimentos, productos farmacéuticos e higiénicos “y de primera necesidad”(14), servicios sanitarios y asistenciales; servicios financieros(15) y de seguros; repostaje en gasolineras; comercio a distancia, incluso, estancos(16)-. Otras no exentas de polémica, como las peluquerías y tintorerías(17). De forma implícita, se reconocían igualmente como esenciales los servicios imprescindibles para hacer aquellos posibles: con toda obviedad los de transporte, tanto de mercancías como de personas; los de telecomunicaciones, postales y de energía y suministros de agua y recogida de residuos, tanto para la vida doméstica confinada, como para la garantía de la prestación de aquellos que el propio Decreto de alarma evoca, en relación con el transporte, como “servicios básicos” (art. 14.2), así como para la propia actividad de la Administración. Su consideración de tales se hizo expresa en el Anexo del citado R D-L 10/2020 (aps. 1º, 6º, 13º, 18º, 20º, 22º, 23º y 24º), en el que afloraron igualmente referencias a otros servicios de índole auxiliar, como los de vigilancia y salvamento, con expresa mención a los servicios en instituciones penitenciarias (ap. 7º), o los funerarios (ap. 9º) o de limpieza y mantenimiento (18º). A ellos se suman otros de cariz social, como los de cuidado de niños, mayores o dependientes (ap. 9º); de protección y atención de víctimas de género (ap. 14º) o de atención a los refugiados e inmigrantes (ap. 19º). También los oficios jurídicos, entendidos en sentido amplio, fueron reconocidos como tales (aps. 15º a 17º).
Vista esta somera enumeración, se hace evidente que sería un error identificar estos “servicios esenciales” con “servicios públicos”. Planteada en estos términos, la caracterización de los servicios esenciales que se garantizan en el escenario de las severas restricciones y limitaciones impuestas por la lucha contra el COVID no encuentra correlación plena con los “servicios públicos”, ni desde un punto de vista material, ni desde un punto de vista formal.
No lo hace, desde el punto de vista material, ni siquiera en la amplia formulación con la que tan lúcidamente los caracterizara Duguit por referencia a su carácter necesario para la interdependencia social: pueden reconocerse, en fin, en este momento como “servicios básicos” o “esenciales” –si repasamos las referencias que abrían este epígrafe- actividades que muy difícilmente justificarían en un contexto ordinario la intervención pública para garantizar su prestación(18). Piénsese sin más en el servicio de peluquería o de tintorería o en los servicios de asesoramiento jurídico. Del mismo modo que, en sentido inverso, con toda lógica no son reconocidos como esenciales servicios que, de hecho, se han venido prestando formalmente como servicios públicos, particularmente en el ámbito local en el marco de la laxa definición de los mismos que propugna el art. 85.1 LRBRL: los de guardería o deportivos, por ejemplo, cuya implicación en la supervivencia y en la interdependencia social resulta menos intensa -se hace evidente- que la que manifiestan servicios como el transporte o la energía o los servicios de cariz social más arriba enunciados.
Esta constatación cobra mayor importancia cuando se repara en que la expresión “servicios esenciales” –literalmente “servicios esenciales para la comunidad”- es precisamente la que utilizan los arts. 28.2 y 37.2 CE para establecer en la garantía de su mantenimiento un límite a los derechos de huelga y conflicto colectivo, siendo así que a estos artículos remite –como nos consta- el 4.c) LO 4/1981 para permitir la declaración del estado de alarma, si bien manejando un término propio que abunda en el equívoco: “servicios públicos esenciales”. Conviene recordar, sin embargo, que la jurisprudencia constitucional descarta una visión eminentemente prestacional de aquellos, hasta el punto de que -al vincularlos estrictamente con la afectación de bienes o derechos fundamentales de los que sean instrumentales- asume que la declaración formal de un servicio como público no es determinante a sus efectos(19).
Este planteamiento restrictivo de lo que deban considerarse “servicios esenciales” es sin duda perfectamente coherente con su condición de límite al ejercicio de derechos constitucionalizados y, en último término, con la posible justificación de la declaración del estado de alarma(20). Pero no se compadece con el sentido que debe darse a la misma expresión en el marco del art. 128.2 CE a los efectos de legitimar la reserva al sector público de determinadas actividades. Ni siquiera cuando tal reserva se entiende, en sus términos más clásicos, como un sacrificio de la libertad de empresa en los supuestos de publicatio formal declarativa de la titularidad pública de la actividad, sin perjuicio de su posible gestión indirecta –particularmente a través de concesión-.
Esta aproximación clásica al 128.2 CE, que vendría a identificar “servicios esenciales” con “servicios públicos” en su versión tradicional, requiere un doble matiz de gran relevancia en este estudio. De una parte, por cuanto, el concepto de servicio público que la reserva evoca no está ceñido ya, desde el punto de jurídico-formal, y en el ámbito de los grandes servicios públicos estatales, a la clásica técnica de la publicatio omnicomprensiva de un completo sector, sino que abarca nuevas técnicas identificables en cada uno de resultas de los procesos de liberalización en ellos experimentados, con distintos ritmos y distinto alcance. Como es bien sabido, bajo el género europeo de los Servicios de Interés Económico General (SIEG), el régimen específico para cada sector –postal, telecomunicaciones, energía y transporte, en sus distintas modalidades- incorpora técnicas precisas que, tributarias de la lógica de la imposición de Obligaciones de Servicio Público (OSP), ahorman la responsabilidad última de los poderes públicos en la garantía de las correspondientes prestaciones.
Si esta advertencia es necesaria respecto de los clásicos servicios públicos estatales, otra de signo inverso se hace precisa en el ámbito local, espacio natural de prestación de muchos servicios esenciales para la colectividad que en más de un caso devienen en exigencia legal (art. 26 LRBRL). Y es que en este ámbito el manejo del “servicio público” se ha materializado tradicionalmente de forma más flexible, de modo que las entidades locales han venido prestando como tales, particularmente a través de la correspondiente concesión de servicio público, servicios “de la competencia”, y no de la estricta titularidad de la Administración local(21). La titularidad, en puridad, vendría a ceñirse a los supuestos que el art. 86.2 LRBRL maneja –por referencia equívoca a “servicios esenciales”- para declarar su reserva a favor de las Entidades locales en clara evocación del art. 128.2 CE: hoy por hoy ceñidos a los servicios de abastecimiento domiciliario y depuración de aguas; de recogida, tratamiento y aprovechamiento de residuos, y de transporte público de viajeros, de conformidad con lo previsto en la legislación sectorial aplicable. No son estos, sin embargo, los únicos servicios de obligada prestación por los municipios ex art. 26 LRBRL que se han reconocido materialmente esenciales en las excepcionales circunstancias que vivimos –en pasado y en presente-. Baste con mencionar, dramáticamente, los funerarios o los de atención a domicilio de personas ancianas o dependientes.
Resulta, pues, imprescindible evitar identificar de forma unívoca el término servicio esencial con un concepto de servicio público que atraiga consigo, a su vez, un único régimen jurídico. Esta advertencia es necesaria cuando llega el momento de repasar, en el marco de las correspondientes normativas sectoriales, las medidas específicas adoptadas en el Decreto de alarma de marzo de 2020 y en los sucesivos Reales Decretos-Ley que lo acompañaron –y los más recientes que aun prolongan algunas de sus previsiones- con el fin de garantizar la continuidad en la prestación de determinados servicios públicos.
3. Medidas adoptadas por la normativa de excepción para la garantía de la continuidad de determinados servicios públicos: la peligrosa aplicación expansiva de la atención a usuarios vulnerables con el horizonte último del régimen de ayudas de Estado
Para acompañar o acolchar el impacto de las severas medidas de confinamiento adoptadas en marzo de 2020, el primer Decreto de alarma, más allá de la ya mencionada apelación genérica a los operadores de servicios críticos (y no críticos) establecida en el art. 18, introdujo medidas específicas en materia de transporte (art. 14) y para la garantía del suministro de energía, gas y derivados del petróleo (art. 17). Solo tres días más tarde, el R D-L 8/2020 introdujo algunas precisiones sobre la garantía del suministro de agua y energía a los usuarios vulnerables (art. 4) y sobre la prestación de servicios de comunicaciones electrónicas (arts. 18 y 19)(22), siendo así que aquellas fueron ampliadas en el R D-L 11/2020(23) -y sucesivamente por el reciente 37/2020(24)-; y estas completadas en el R D-L 19/2020(25).
A los efectos de este estudio, hemos de dejar al margen las que se califican como “medidas de reforzamiento” del Sistema Nacional de Salud en todo el territorio nacional (art. 12) y para la garantía de bienes necesarios para el aseguramiento de la salud pública (art. 13) –punto neurálgico de la esencialidad en la crisis sanitaria- y las que se referían a los servicios educativos –limitadas a prever su prestación a distancia u “on line” bajo la laxa condición de que “sea posible” (art. 9.2)-. Unos y otros servicios responden a claves propias, como también es el caso de los servicios de difusión, que como todos los medios de comunicación -fueran de titularidad pública o privada- quedaron obligados a insertar los mensajes, anuncios o comunicaciones que las autoridades considerasen oportuno emitir (art. 19), sin perjuicio de que en el ya mencionado R D-L 11/2020 se adoptara una llamativa medida dirigida específicamente a garantizar la continuidad de la prestación del servicio de comunicación audiovisual de TDT de ámbito estatal consistente en la autorización de una ayuda directa de 15 millones (art. 46)(26).
Nos han de ocupar, pues, en una visión panorámica, las medidas adoptadas en relación con las telecomunicaciones, el suministro de energía y agua y de derivados del petróleo y los transportes, enmarcadas en las normativas sectoriales aplicables en cada caso. Solo de estos servicios públicos se ocupa el Gobierno al declarar el estado de alarma que determinó un confinamiento generalizado de la población, lo cual es bien significativo por sí mismo. Todos ellos, en buena lógica, servicios de ámbito estatal, a salvo el caso del servicio de suministro de agua, que se incorporó a la fórmula de extensión del mecanismo de protección de los usuarios vulnerables ya consolidado en el ámbito de la energía que la normativa de excepción, de una forma un tanto atolondrada, impulsa.
Efectivamente, no ya el Decreto de alarma de marzo, sino el R D-L 8/2020 –y, sucesivamente los RR DD-LL 11 y 37/2020-, se apoyan principalmente en el mecanismo de prohibición de corte de suministro, aun en caso de impago, que la legislación sectorial de energía contempla para atender a determinados usuarios de los que se identifican como vulnerables, y lo extienden más allá de su ámbito ordinario y, suplementariamente, al suministro de gas natural y de agua, y al de las comunicaciones electrónicas.
El Decreto de alarma se limitó a invocar en su art. 17, para el ámbito de la energía, los preceptos que en la legislación sectorial posibilitan la adopción de las “medidas necesarias” para garantizar el suministro aún bajo supuestos excepcionales: en particular, el art. 7 de la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico (LSE), respecto del de energía eléctrica, y los arts. 49 y 101 de la Ley 34/1998, de 7 de octubre, del Sector de Hidrocarburos (LSH), respecto de los productos derivados del petróleo y de gas natural. El que, afortunadamente, no hayan concurrido ni durante el primer periodo de alarma ni sucesivamente ninguno de los supuestos tasados en unas y otras normas para activarlas –vinculados con la escasez de los recursos o riesgos graves de seguridad o disponibilidad- seguramente explique que no se hayan materializado ninguna de las medidas que unas y otras leyes contemplan a título ejemplificativo(27), muchas de las cuales van dirigidas a la reducción del consumo, sin que se descarte la posibilidad de la intervención de empresas en cualesquiera de las fases de la actividad –según contempla, en particular, el 7.6 LSE con invocación del art. 128.2 CE- para los casos en que incumplan sus obligaciones con riesgo de la continuidad y seguridad del suministro. Tales medidas, de ser adoptadas –conviene ponerlo de manifiesto-, deberían contemplar “un reparto equilibrado de los costes”, según dispone el 7.4 LSE.
Esta advertencia es capital a nuestros efectos, puesto que la estrategia desplegada por el Gobierno para garantizar la continuidad en el suministro de energía a todos los usuarios, y que se hace extensiva a los suministros de gas, agua y telecomunicaciones, no viene acompañada, propiamente, de mecanismos de compensación o reparto de costes. Y ello a pesar de que se concretó, en el R D-L 8/2020, en ampliar y reforzar el sistema de protección de los usuarios más vulnerables configurado por la legislación sectorial de electricidad –en fórmula que se extiende circunstancialmente al suministro de gas natural y de agua potable-, aparte de congelar los precios de los gases licuados del petróleo y de la tarifa de último recurso de gas natural(28). El sucesivo R D-L 11/2020 amplió aún más el ámbito subjetivo de aquellas medidas, y el más reciente R D-L 37/2020, las prorroga parcialmente mientras dure el vigente estado de alarma: es decir, hasta el 9 de mayo de 2021.
Centrándonos en el primer aspecto, el art. 4.1 del R D-L 8/2020 introdujo la prohibición de suspensión, durante el mes siguiente a la entrada en vigor del R D-L, no ya solo del suministro de energía eléctrica –sino también de gas natural y agua- a los consumidores en los que concurriera la condición de consumidor vulnerable, vulnerable severo o en riesgo de exclusión social definidas en los artículos 3 y 4 del Real Decreto 897/2017, de 6 de octubre(29). Resulta así que el legislador de urgencia amplía doblemente el ámbito de aplicación de un mecanismo protector del usuario que en el sector eléctrico no está reconocido indiscriminadamente para cualesquiera consumidores vulnerables, sino solo para aquellos en los que concurran las circunstancias cualificadas que contemplan los apartados j) y k) del art. 52.4 LSE para calificarlos como “suministros esenciales” dentro de una política general de lucha contra la pobreza que encuentra cobertura última en la Directiva (UE) 2019/944(30). Este mecanismo no solo es aplicado, en el ámbito que le es propio, a cualesquiera consumidores vulnerables, sino que se extiende –sin ningún apoyo en los respectivos ordenamientos ordinarios- al suministro de gas natural y de agua.
A ello sumó el R D-L 8/2020, conforme al 4.2, una prórroga automática, hasta el 30 de septiembre de 2020, de la vigencia del bono social para aquellos beneficiarios del mismo a los que les venciera con anterioridad a dicha fecha el plazo previsto en el artículo 9.2 del citado Real Decreto(31).
Los sucesivos RR DD-LL 11 y 37/2020 ampliaron subjetiva, objetiva y temporalmente estas medidas. El primero reconoció la condición de consumidor vulnerable a los trabajadores autónomos bajo determinadas condiciones a los efectos de poder acogerse al bono social eléctrico por un período máximo de seis meses (art. 28)(32), aparte de lo cual se introdujeron a su favor –y al de las empresas- múltiples mecanismos de flexibilización de los correspondientes contratos (arts. 42 a 44). De forma añadida, se extendió a todos los usuarios personas físicas (sic), para su vivienda habitual, y por el mismo plazo, el derecho a no ver suspendido el suministro de agua y de energía en cualquiera de sus formas (art. 29)(33).
Agotado con octubre el mencionado plazo, el 22 de diciembre de 2020, el R D-L 37/2020 ofrece un nuevo balón de oxígeno, restringido de nuevo a los consumidores vulnerables, vulnerables severos o en riesgo de exclusión social –si bien identificados de forma flexible(34)-, respecto de los que se prohíbe que se les suspenda el suministro de energía eléctrica, gas natural y agua “mientras esté vigente el actual estado de alarma”, a la par que se establece que dicho período no computará a los efectos de los plazos comprendidos entre el requerimiento fehaciente del pago y la suspensión (D A 4ª).
A pesar del manifiesto impacto de las medidas descritas sobre los operadores, solo se ha previsto una respuesta parcial –y frustrada- en punto a su compensación en relación con las adoptadas específicamente a favor de los autónomos respecto del suministro de energía eléctrica y gas. Y ello en el bien entendido de que, en este último caso, la política de lucha contra la pobreza energética introducida por el R D-L 15/2018 opera en términos distintos que en el suministro de energía eléctrica, pero apoyándose en él, a través de un bono social térmico que se configura como una verdadera ayuda directa al consumidor beneficiario del bono social eléctrico(35) que opera con independencia de la llamada tarifa de último recurso de gas natural(36). En el caso del suministro de agua, por su parte, siendo uno de los servicios reservados en los términos del art. 86.2 LRBRL, los Municipios aplican fórmulas diversas para su gestión, frecuentemente mediante la correspondiente concesión, lo cual reconducirá al ámbito del reequilibrio concesional la cuestión de la compensación de estas medidas. De ello tendremos ocasión de ocuparnos.
Ciñéndonos ahora a las concretas previsiones compensatorias incorporadas al R D-L 11/2020 de resultas del primer estado de alarma, es de advertir que, de una parte, sus arts. 42.4 y 43.4 contemplaron el compromiso de introducir en los PGE una partida de crédito “con el fin de compensar” (sic) en el Sistema Eléctrico y en el Gasista, respectivamente, la reducción de ingresos consecuencia –exclusivamente- de las medidas previstas en uno y otro artículo para permitir a los usuarios autónomos flexibilizar sus contratos. El art. 44.7, por su parte, pretendió compensar el derecho que su apartado 1 reconoció a los autónomos a suspender el pago de sus facturas, a través de una serie de ventajas –relativas- que pasan por el retraso en el abono de peajes y en la posibilidad de acogerse a los avales contemplados en el art. 29 del R D-L 8/2020.
Aquel compromiso fue, sin embargo, incumplido a la vista del texto de la Ley 11/2020, de 30 de diciembre, de PGE para el año 2021. Con ello, paradójicamente, se soslaya la dificultad de gestionar estos “beneficios” y, en particular, de calcular aquellos ingresos no obtenidos, cuyo monto sería transferido a la CNMC para su incorporación “de una sola vez”, como ingreso a los efectos de la liquidación dentro de uno y otro Sistema. Con todo, la fórmula pone en evidencia, en claroscuro, la nula atención prestada a la financiación extraordinaria de las obligaciones suplementarias impuestas a los comercializadores respecto de los usuarios –vulnerables o no, según en qué normas- para asegurar la continuidad del suministro aun en supuestos de impago bajo estas peculiares circunstancias. No queda en absoluto claro que todos los supuestos excepcionales incorporados en este período puedan ser reconducidos, particularmente en el sector eléctrico, a los mecanismos de financiación contemplados en la LSE como fórmula de compensación de una OSP desde el mercado: entre las matrices de los grupos societarios que desarrollen la actividad de comercialización de la energía eléctrica o las propias comercializadoras si no pertenecen a un grupo; en cofinanciación con las Administraciones públicas en los supuestos de los apartados j) y k) del art. 52.4 LSE(37). Todo ello invita a pensar que con este episodio se abrirá un nuevo capítulo en el proceloso camino por el que ha discurrido en los últimos años esta compleja cuestión(38), acrecentado por la reedición de la fundada polémica por el método de fijación de los precios del sector que ha auspiciado la borrasca Filomena.
Y es que es en la asequibilidad de los suministros –como objetivo general de las políticas regulatorias que se intensifica en el caso de los usuarios vulnerables, acompañado puntualmente de ayudas directas para estos en el marco de las políticas sociales-, donde habrá que buscar la solución –estable- a problemas que simplemente se agudizan en este período excepcional. Problemas que no pueden resolverse a través de la aplicación extensiva –e indiscriminada-, teñida de voluntarismo poco meditado, de fórmulas que en el concreto sector que las alumbra plantean de por sí dificultades.
Este ha sido también el caso, como advertíamos, en relación con el suministro de servicios de comunicaciones electrónicas, para cuya garantía durante este peculiar período en que se ha demostrado absolutamente insustituible para el desenvolvimiento de la vida doméstica, empresarial y pública, el mismo R D-L 8/2020 ofrece –solo en apariencia- dos tipos de medidas. Una dirigida a los operadores de telecomunicaciones en general (art. 18) y otra dirigida específicamente al prestador del Servicio Universal de Telecomunicaciones (art. 19), siendo el caso que a unos y otro se les impuso “excepcionalmente”, mientras durase el estado de alarma, el deber de mantener los servicios de comunicaciones electrónicas disponibles al público contratados por sus clientes, de forma que no podrían suspenderlos o interrumpirlos por motivos distintos a los de integridad y seguridad de las redes y los servicios, en los términos del art. 44 de la LGTel14. Todos los abonados quedamos, en definitiva, blindados frente a la desconexión en caso de impago.
Es este, en efecto, el elemento clave en el que se cifra la garantía de continuidad crítica durante el período de alarma, tanto dentro como fuera del ámbito del Servicio Universal de Telecomunicaciones, y no ya en la exigencia de continuidad que la Carta del Usuario de los Servicios de Comunicaciones Electrónicas vincula con los estándares de calidad que obligan a todos los operadores a indemnizar por las interrupciones puntuales del servicio, en correlación, en último término, con el art. 44.2 LGTel14 que el art. 18 del R D-L invoca(39). Descartada, razonablemente, la activación de mecanismos de emergencia contemplados en la legislación sectorial como los que permitirían la intervención de empresas(40), de una forma un tanto irreflexiva se impone a todos los operadores de telecomunicaciones, respecto de todos los usuarios, y respecto de cualesquiera prestación, una obligación que no encuentra cobertura ninguna en la legislación sectorial –a diferencia de lo que hemos visto ocurría, aun limitadamente, en el sector de la energía eléctrica-.
Los arts. 19 y 20 de la Carta atienden los supuestos de impago, en términos de suspensión temporal o desconexión definitiva, sin establecer excepción alguna. Y sin distinguir según se trate o no de la prestación del Servicio Universal de Telecomunicaciones, lo que no impide concluir que la incidencia de la obligación de no desconexión establecida por el R D-L 8/2020 no tendrá el mismo alcance en uno y otro caso: dentro del Servicio Universal, sus abonados están protegidos por la garantía de la asequibilidad, reforzada en el caso de los acogidos al abono social –lo cual puede acolchar el alcance de la medida-, y podría llegar a plantearse que el operador designado llegara a repercutir los correspondientes costes al exigir la compensación que a su favor contempla la legislación sectorial; nada de eso ocurre extramuros del Servicio Universal.
Téngase en cuenta a estos efectos que el Servicio Universal de Telecomunicaciones –a diferencia del Servicio Postal Universal, que es verdaderamente universal por cuanto ofrece un conjunto de prestaciones a cualesquiera usuarios(41), lo que seguramente explique que la normativa de excepción solo haya hecho referencias accesorias al mismo(42)- es un mecanismo que atiende solo a determinados usuarios, en función de criterios geográficos y socioeconómicos. La condición del Servicio Universal de Telecomunicaciones como un mecanismo subsidiario en un escenario de plena liberalización del sector supone que los elementos integrados en el mismo –y, en particular, el acceso a la red pública fija que haga viable la prestación del servicio telefónico y el acceso funcional a Internet a 1 Mbt/s- sólo son asegurados por el operador designado, Telefónica de España, S.A.U.(43), bajo las condiciones controladas de asequibilidad y calidad que caracterizan esta OSP, a las zonas y usuarios no rentables –fijados estos últimos, de forma restrictiva, particularmente en función de un abono social que solo favorece a ciertos pensionistas(44)-. Tales condiciones no se garantizan en los mismos términos ni a los demás usuarios del mismo operador designado, ni a los usuarios de otros operadores.
En estos términos, y retomando la reflexión anterior, resulta dudoso si la prohibición de desconexión por impagos adoptada por el R D-L 8/2020 pudo llegar a tener más impacto, desde la perspectiva de los operadores, dentro o fuera del Servicio Universal. Y ello en el bien entendido de que el efecto de esta medida puede haber quedado mitigado por quedar su vigencia limitada al propio período de alarma en correlación con los plazos –relativamente amplios- contemplados en los citados arts. 19 y 20 de la Carta(45). Pero este no habrá sido el caso de las que han sido impuestas a todos los operadores a finales de mayo por el R D-L 19/2020, obligándoles a aceptar las solicitudes de fraccionamiento de las facturas devengadas desde el 14 de marzo hasta el 30 de junio de 2020, sin derecho a intereses de demora ni a la exigencia de garantías -a salvo la suspensión de los procesos de portabilidad hasta que se materialice el pago-, ni a ningún tipo de compensación (art. 3).
Los costes suplementarios en los que incurrieran los operadores de resultas de estas obligaciones extraordinarias no encuentran, en las normas excepcionales, respuesta ad hoc para su compensación. La posibilidad de que Telefónica repercuta los correspondientes a la prestación del servicio universal al calcular el coste neto del ejercicio a los efectos de verlos compensados a través del Fondo Nacional del Servicio Universal -nutrido principalmente desde el mercado por las aportaciones de los operadores que tengan ingresos brutos anuales superiores a 100 millones de euros- se enfrenta con la dificultad de que ello supondría un trato ventajoso respecto a sus competidores a los que se imponen iguales obligaciones sin mecanismo alguno para su compensación.
Y es que, en último término, tratándose de actividades liberalizadas, cualquier mecanismo de compensación por las medidas extraordinarias tiene que garantizar por encima de todo el principio de igualdad de trato y evitar distorsiones a la competencia. Es más, pudiera defenderse que precisamente en el carácter general de las medidas se encuentra un argumento para negar que deban ser compensadas a la luz de lo dispuesto en el art. 3.Dos LO 4/1981. Téngase en cuenta que el mismo reconoce el derecho a ser indemnizados, “de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”, a quienes sufran perjuicios como consecuencia de la aplicación de actos y disposiciones adoptados durante los estados de alarma siempre que se deriven de “actos que no les sean imputables”, lo que implica -dejando al margen los mecanismos específicos que puntualmente, y de forma tan tímida e ineficaz, se han adoptado en el marco de las normas excepcionales-, remitir la cuestión a la órbita del régimen general de responsabilidad patrimonial. En este marco hay que admitir que el carácter generalizado –para los operadores- de las medidas impuestas y la consideración del COVID como una causa de fuerza mayor podrían conducir a opciones indemnizatorias, que habrán de ser valoradas caso por caso(46).
Dicho todo lo anterior, debemos señalar que la normativa de excepción aborda desde un planteamiento totalmente distinto la garantía de la continuidad en la prestación de los servicios de transporte. En rigor, las medidas adoptadas en este sector por el Decreto de alarma de marzo de 2020 no asumieron aisladamente un planteamiento garantista de determinadas prestaciones, sino que abordaron una reformulación general de la oferta de los servicios –para mantenerlos o reducirlos- [art. 14.2, apartados a) a d)], imponiéndoles condiciones de índole higiénico-sanitarias dirigidas a reducir el riesgo de contagios [art. 14. 2.e) y g)](47). El planteamiento expansivo –aunque no uniforme- de las mismas en relación con todos los tipos y modos de transporte debe acomodarse con el régimen jurídico no homogéneo en el sector, que, partiendo de un esquema competitivo, no deja de reconocer espacios a la intervención pública en garantía de la prestación de determinados servicios, particularmente los regulares de viajeros, a través de la imposición de OSP que en la mayoría de los supuestos se materializan a través de un régimen contractual.
A la vista de lo anterior, no es de extrañar que desde el punto de vista de la oferta de servicios, sea precisamente en relación con el de viajeros con el que se adoptasen medidas más incisivas. Mientras que para el transporte de mercancías, el apartado 4 precisó que por resolución ministerial se establecerían las condiciones necesarias para facilitarlo en todo el territorio nacional “con objeto de garantizar el abastecimiento”, en lo que se refiere al transporte de viajeros el Decreto de alarma impuso una drástica reducción de la oferta correlativa a las medidas de severa reducción de la movilidad de la ciudadanía, sin perjuicio de asegurar la continuidad de la prestación en unos rangos mínimos de los servicios necesarios para posibilitar el mantenimiento de la actividad laboral y del abastecimiento general. No en vano, el precepto hacía expresa la “necesidad de garantizar que los ciudadanos puedan acceder a sus puestos de trabajo y los servicios básicos en caso necesario” como criterio que pudiera justificar la modificación por el Ministerio de porcentajes o la adopción de medidas específicas al respecto. A este criterio apela igualmente el art. 17.1 de la Ley 2/2021, de 28 de marzo, para acomodar sucesivamente la oferta de los servicios de transporte terrestre prestados bajo contrato público o sometidos a OSP con el fin de acomodarse a la “evolución de la recuperación de la demanda”(48).
Este planteamiento en tensión explica que las medidas adoptadas tuvieran distinto alcance en función del ámbito de los servicios. De modo que las medidas se dirigieron con carácter general a la reducción de la oferta del tráfico interior de viajeros en cualesquiera de los modos –carretera, ferroviarios, aéreos o marítimos-, distinguiendo, para el ámbito estatal, según se tratara o no de servicios sometidos a contrato público o a OSP (aps. 2.a) y b)(49). Se mantuvo, en cambio, la oferta en los servicios ferroviarios de cercanías (conforme al mismo ap. 2.b), así como los servicios de transporte público de viajeros por carretera, ferroviarios y marítimos de competencia autonómica o local, siempre que –en este caso sin alternativa- estuvieran sometidos a contrato público u OSP, “o sean de titularidad pública” (sic), según refiere el apartado 2.c), si bien mediante Orden TMA/230/2020, de 15 de marzo, se dejó a las autoridades autonómicas y locales que adoptaran sus propios criterios en la fijación de los servicios de su titularidad. Para el transporte entre la Península y los territorios no peninsulares, así como para el transporte entre islas, se contempló la fijación de criterios específicos (ap. 2.d).
Por lo que hace al transporte terrestre, estas medidas bien pudieran tener acomodo, aunque el Decreto de alarma no evoque este precepto, en lo dispuesto en el art. 14 de la Ley 16/1987, de 30 de junio, Ordenación del Transporte Terrestre (LOTT), conforme al cual el Gobierno podrá “suspender, prohibir o restringir total o parcialmente, por el tiempo que resulte estrictamente necesario, la realización de alguna o algunas clases de servicios o actividades de transporte objeto de la presente Ley, ya fueren de titularidad pública o privada” (esto es importante), por motivos, entre otros, “sanitarios”(50). Y ello con la advertencia capital de que tales medidas “podrán, en su caso, justificar la procedencia de las indemnizaciones que pudieran resultar aplicables conforme a la legislación vigente”.
Esta previsión, un tanto críptica, hay que reconducirla al régimen aplicado en cada uno de los modos de transporte para asegurar la prestación de OSP, que en la mayoría de los supuestos es –como advertíamos- propiamente contractual. Lo es sin duda en el caso de los transportes terrestres por carretera, en el que se suscriben contratos de concesión, en gestión indirecta, de los servicios regulares de viajeros que el propio art. 71 LOTT declara formalmente como “servicio público”, en coherencia con lo dispuesto en el Reglamento (CE) n.º 1370/2007(51). Como lo es también en el caso del transporte ferroviario de viajeros, y en lo que se refiere a los que son de competencia de la AGE que se presten sobre la Red Ferroviaria de Interés General, supuesto en el que habrá que estar al contrato suscrito a finales de 2018 –y con vigencia hasta 2027- por el Ministerio de Fomento con Renfe Viajeros, S.A. a los efectos de materializar las OSP que le fueron impuestas en determinados servicios de cercanías, media distancia y Avant en el marco del art. 59.1 y la DT 8ª de la Ley 38/2015, de 29 de septiembre, del Sector Ferroviario (LSF) y del citado Reglamento europeo(52).
En el caso de los transportes marítimos, así será igualmente en el marco de los contratos suscritos cuando se trate de servicios entre la península y territorios extrainsulares declarados “de interés general” en aplicación de lo previsto en los arts. 12 y 13 del Real Decreto 1516/2007(53). Fórmula que, de hecho, se aplicó recientemente, para la línea Motril-Melilla, para reaccionar frente a las dificultades generadas por el COVID(54).
Para todos estos casos propiamente contractuales, la incidencia de las medidas anti-COVID, que claramente tendrán como efecto reducir los ingresos y aumentar los gastos de los operadores, podría acolcharse activando los mecanismos de reequilibrio contractual. No en vano, para los contratos de servicios regulares de transporte de viajeros de ámbito estatal los RR DD-LL 26 y el más reciente 37/2020 introdujeron mecanismos específicos que habrá ocasión de comentar en el siguiente apartado de este estudio. En el caso del transporte ferroviario de viajeros, y en lo que se refiere a los que son de competencia de la Administración General del Estado que se presten sobre la Red Ferroviaria de Interés General, habrá que estar al ya citado contrato de 2018, en el que se prevé la fijación de un techo de gasto anual a los efectos del mecanismo de compensación que el mismo incorpora a favor de Renfe Viajeros, S.A.
No podremos hablar, sin embargo, de régimen contractual en los transportes marítimos en rutas en las que estén impuestas OSP de las identificadas en el art. 8 del mismo Real Decreto, sometidas a un régimen de depósito de garantía y sanción en caso de incumplimiento en coherencia con las previsiones del Reglamento (CEE) 3577/92, del Consejo de 7 de diciembre(55), que puede entrar en tensión en el presente contexto. Como tampoco es contractual el régimen de los servicios de transporte aéreo a los que se impongan OSP en el marco del art. 95 de la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible (LES) y, en último término, del Reglamento (CE) nº 1008/2008 del Parlamento Europeo y del Consejo(56); y que han visto modificadas sus condiciones específicas, ruta a ruta, de resultas de la actual situación excepcional mediante sucesivas Órdenes ministeriales(57).
Que estas modificaciones se hayan producido mediante Orden implica, en principio, que no se ha previsto un ajuste al alza de la correspondiente subvención, si nos atenemos a lo previsto en la DA 1ª de la Ley 9/2013, a la que las propias Ordenes se refieren(58). Lo que no supone descartar que las distintas autoridades competentes puedan llegar a aprobar instrumentos específicos de apoyo a las compañías de transporte, para este u otros modos, con el fin de asegurar la continuidad en la prestación de los correspondientes servicios en este escenario hostil, tal y como la Comisión Europea, de hecho, ha contemplado en su Comunicación “Marco Temporal relativo a las medidas de ayuda estatal destinadas a respaldar la economía en el contexto del actual brote de COVID-19”.
Esta Comunicación, aprobada originalmente el 19 de marzo de 2020 y enmendada sucesivamente –la última vez tan recientemente como el pasado 28 de enero de 2021-, reconoce expresamente el sector transporte como uno de los más afectados por las medidas anti-Covid. De ahí que contemple reglas que flexibilizan el régimen de ayudas de Estado para dar cobertura a operaciones de financiación pública dirigidas a asegurar la sostenibilidad de determinados servicios, sin desconocer en último término el régimen que en particular para la financiación de los SIEG determinó en sus requisitos básicos la bien conocida jurisprudencia Altmark. Que este Marco contemple bajo tales coordenadas la posibilidad de otorgar ayudas directas a compañías -como de hecho ha respaldado el Tribunal General respecto de ayudas concedidas por otros Estados(59)-, no supone que el polémico caso de la ayuda a la compañía aérea venezolana Plus Ultra, en consideración a su supuesto carácter estratégico, responda necesariamente a sus exigencias(60).
Bajo las mismas premisas, la Comunicación da igualmente cobertura a supuestos articulados a través de formas contractuales. Para ellos la normativa de excepción, y en particular el R D-L 8/2020, introdujeron reglas específicas que es ahora el momento de analizar.
III. MEDIDAS CONTRACTUALES EN BUSCA DEL EQUILIBRIO PERDIDO
Múltiples servicios públicos -entendidos como servicios de la titularidad o competencia de una Administración cuya prestación se garantiza a los ciudadanos- se prestan bajo un régimen contractual, sea por decisión de la Administración titular o competente respecto de los mismos –si es que decide su gestión indirecta-, sea por aplicación mediata o inmediata de la normativa sectorial que los regula.
Como es sabido, en el seno de la LCSP17 este régimen contractual ya no se reconduce a un tipo único. Una vez que la clásica concesión de servicio público, que tradicionalmente daba cobertura a la gestión indirecta de estos servicios, ha desaparecido de aquella, los servicios públicos pueden ser gestionados por particulares tanto a través de la nueva concesión de servicios –a secas, si bien heredera de aquella-, como a través del contrato de servicios –particularmente con las especialidades previstas en el art. 312-. El criterio de la transferencia del “riesgo operacional” al concesionario, con todas sus dificultades, es el determinante, y no ya el objeto contractual, como un simple repaso de las licitaciones publicadas en la Plataforma de Contratos del Sector Público permite confirmar(61).
Las dificultades a que conduce esta alambicada distinción han encontrado manifestación en el seno del régimen excepcional contemplado para reaccionar frente a la pandemia. Apenas tres días después de aprobarse el Decreto de alarma de marzo, el R D-L 8/2020 introdujo en su art. 34 una serie de medidas en materia de contratación pública que –por lo que a nosotros ahora interesa- se sustentan en la misma hipótesis –“la imposibilidad de ejecución del contrato”- con consecuencias distintas según se trate de un contrato de servicios –para el que se prevé su suspensión (ap. 1)-, o de una concesión –para las que se ha previsto una fórmula ad hoc de reequilibrio concesional (ap.4)-(62). Un tal planteamiento choca radicalmente con la lógica de la continuidad en la prestación de los servicios públicos a la que apelan, de hecho, como obligación contractual, tanto el art. 312.b) como el 288.a) LCSP17, respectivamente, y plantea notables problemas en su aplicación, tal y como explicaremos a continuación-.
1. La posible suspensión de los contratos de servicios que tengan por objeto servicios públicos: una solución incoherente
Tal y como quedó indicado, ciertos servicios públicos vienen siendo prestados bajo la cobertura de contratos de servicios, con las especialidades del art. 312 LCSP17, en la medida que no se transfiera el riesgo operacional al contratista. Servicios que en muchos casos se han visto severamente afectados por las medidas de confinamiento y de distanciamiento social, o de restricciones directas en las actividades públicas y privadas, adoptadas, en el marco de los sucesivos estados de alarma, por parte del Estado, las Comunidades Autónomas o las entidades locales.
A este respecto acierta el art. 34.1 del R D-L 8/2020 cuando reconoce no solo las medidas adoptadas por el Estado, sino también las adoptadas por Comunidades autónomas y entidades locales para combatir el COVID-19, junto con el virus por sí mismo –lo cual no deja de resultar llamativo-, como posible detonante de la imposibilidad de la ejecución contractual de contratos de servicios “de prestación sucesiva”, entre los que se encontrarían, por concepto, los servicios del art. 312 LCSP17. Para estos casos, el Decreto-ley contempla la posibilidad de su suspensión, total o parcial, “desde que se produjera la situación de hecho (sic) que impide su prestación y hasta que dicha prestación pueda reanudarse”, circunstancia esta última que no se produce automáticamente con el cese de “las circunstancias o medidas que la vinieran impidiendo”, sino que requiere la notificación al efecto al contratista por parte del órgano de contratación.
Este planteamiento merece dos reflexiones de principio en cuanto a su ámbito de aplicación. Aun cuando el legislador de urgencia se refiere de forma flexible, como aplaudimos, a cualesquiera medidas adoptadas por cualquier autoridad, sin referencia temporal, o al propio virus, para establecer el supuesto desencadenante de la suspensión, no se puede negar que, dado el momento temporal de su aprobación, el precepto se aprobó con la vocación de vincular su vigencia a la del Decreto de alarma del que trae causa, tal y como quedaría confirmado por el dato de que algunos de los conceptos indemnizables se referencian, como veremos, al 14 de marzo de 2020. Bien es verdad, sin embargo, que el devenir sucesivo –y aun presente- de los acontecimientos invitaría a abogar por su aplicación continuada durante todo el tiempo en que –como mínimo hasta el próximo 9 de mayo de 2021- las consecuencias del virus y las medidas que se adopten para luchar contra él puedan seguir imposibilitando la normal ejecución –esto es clave- de determinados contratos de servicios. Y ello bajo la consideración capital de que el mismo establece un régimen de suspensión que viene a resultar –relativamente- beneficioso para el contratista.
Por otra parte, desde un punto de vista objetivo, debemos asumir –una vez ha quedado aclarado por el R D-L 11/2020(63)- que esta fórmula especial de suspensión abarca también contratos de servicios suscritos bajo el TRLCSP11 que sigan vigentes, lo que tiene solo una relativa relevancia a nuestros efectos. Como nos consta, en el marco de la normativa derogada la concesión de servicios públicos, y no el contrato de servicios, venía a dar cobertura natural a los servicios públicos, por más que el deslinde entre ambos contratos ya viniera resultando problemático. La cuestión es, sin embargo, si para cualesquiera contratos de servicios que tengan por objeto servicios públicos la solución ofrecida por el legislador de urgencia es hábil.
Y a este respecto hay que advertir que la solución ofrecida por el Gobierno en veste de legislador –la suspensión de estos contratos- simplemente no sirve cuando los servicios objeto de contrato sean servicios públicos propiamente dichos, respecto de los que no se pueda plantear la discontinuidad de la prestación. Y ello en el bien entendido de que, siendo la continuidad de las prestaciones contractuales una exigencia común de todos los contratos, cobra una dimensión inexcusable cuando el objeto contractual se corresponde con servicios públicos –eso evoca el mencionado 312.b)-, particularmente cuando integren prestaciones cuya esencialidad no transija márgenes de discontinuidad. En la medida en que bajo este tipo se hayan contratado prestaciones que se han reconocido esenciales en esta tesitura, es claro que la solución de la suspensión no es hábil para responder a las vicisitudes extraordinarias que este período haya podido imponer para condicionar la normal continuidad contractual(64).
Hecha esta advertencia capital, conviene insistir en que el supuesto específico de suspensión que introduce el art. 34.1 R D-L 8/2020 debe considerarse una regulación especial respecto de la general que, al efecto, contempla el art. 208 de la LCSP17, particularmente en punto al supuesto desencadenante y a los conceptos susceptibles de indemnización.
El precepto prevé que la entidad adjudicadora abone al contratista los daños y perjuicios “efectivamente sufridos por este durante el período de suspensión, previa solicitud y acreditación fehaciente de su realidad, efectividad y cuantía”, siempre dentro de las cuatro categorías que se fijan taxativamente. Las mismas engloban costes financieros(65), de gestión(66) y salariales –computables con la referencia del 14 de marzo de 2020, según anticipamos, lo cual requeriría una adaptación si el precepto se aplicara a supuestos de imposibilidad de ejecución desvinculados del primer Decreto de alarma(67)-. La comparación de estos conceptos indemnizables con los especificados en el art. 208.2.a) LCSP17 para el régimen general –cuya aplicación expresamente se excluye- pone de manifiesto que su carácter tasado impide reclamar cualesquiera otros que pudieran haberse contemplado en el pliego y que queda descartada la compensación de las indemnizaciones por extinción o suspensión de los contratos de trabajo que el contratista tuviera concertados para la ejecución del contrato suspendido(68), así como el pago de un 3% del precio de las prestaciones que debiera haber ejecutado el contratista durante el período de suspensión “conforme a lo previsto en el programa de trabajo o en el propio contrato”.
La solicitud de indemnización tiene como premisa el reconocimiento de la imposibilidad de ejecución del contrato por parte del órgano de contratación a instancia del contratista, para lo que dispone –aquél- de un plazo de cinco días naturales, transcurrido el cual la solicitud debe entenderse desestimada. Se ha corregido, de este modo, en la versión vigente del precepto el automatismo con el que se estableciera la suspensión en su redacción original, según la cual se aplicaría indiscriminadamente una medida que solo caso a caso puede valorarse, por más que la Administración no pueda denegarla si se da el supuesto de hecho. No hay plazo, sin embargo, para que el contratista presente su solicitud, que depende de su apreciación subjetiva de la situación de imposibilidad de ejecución, si bien su demora tendría cómo efecto recortar –en su momento de inicio- el período de la suspensión y, por ende de la indemnización, por más que este abarque teóricamente, como advertimos, “desde que se produjera la situación de hecho (sic) que impide su prestación y hasta que dicha prestación pueda reanudarse”(69).
Es carga, pues, del contratista dirigir una solicitud al órgano de contratación especificando las razones que hacen imposible la ejecución del contrato; el personal y medios adscritos al mismo en ese momento y la imposibilidad de su uso “en otro contrato” –en expresión que aparenta ser más restrictiva que la contenida en el apartado 3º respecto de los gastos de gestión, que de forma más razonable se refiere a “fines distintos”-. Aunque nada se dice en el correspondiente párrafo respecto de los otros extremos susceptibles de indemnización, hay que estar a la previsión previa de que deben acreditarse de forma fehaciente los daños y perjuicios cuya indemnización se reclama, sin perjuicio de la advertencia de que las circunstancias que se pongan de manifiesto en la solicitud podrán ser objeto de comprobación posterior. Resulta así que lo que se ventila en esta solicitud es limitadamente la autorización de la suspensión, quedando para momento posterior, razonablemente, una vez reanudado el contrato, la fijación de la indemnización que corresponda, tal y como se confirma con el dato de que pueda llegar a concederse al contratista un anticipo a cuenta, según dispone el último párrafo del artículo introducido por el R D-L 17/2020, de 5 de mayo.
En definitiva, pues, con el art. 34.1 del R D-L 8/2020 se impone una suspensión que, de otro modo, quedaría al albur del criterio de cada Administración contratante(70), pero reduciendo los conceptos indemnizables y, en algún caso, su alcance(71). Y ello con la advertencia de que la aplicación de esta suspensión no constituirá en ningún caso causa de extinción de los contratos, lo que solo cobra sentido en el marco de hipotéticas cláusulas contractuales o del supuesto contemplado específicamente para el contrato de servicios en el art. 313.1.b) LCSP17(72).
2. Fórmulas específicas para el reequilibrio de las concesiones: sus dificultades en aras a la continuidad de los servicios públicos vis a vis las fórmulas generales de la legislación de contratos
Si el apartado 1 del art. 34 del R D-L 8/2020 ofrece una fórmula de suspensión específica para los contratos de servicios de prestación sucesiva afectados por la situación generada por el COVID, el mismo artículo, en su apartado 4, introduce una –pretendida- solución para las concesiones de servicios –como de obras- que, en fórmula similar a la utilizada por aquel, estén vigentes a la entrada en vigor del propio R D-L y hayan sido celebradas por las entidades pertenecientes al sector público en el sentido definido en el art. 3 de la LCSP17. Entre ellas habrá que considerar cualesquiera concesiones, “incluidos los contratos de gestión de servicios públicos”(sic), que estuvieran vigentes a la entrada en vigor del R D-L 8/2020 “cualquiera que sea la normativa de contratación pública a la que estén sujetos con arreglo al pliego” (73), con lo que no cabe duda de que las concesiones –propiamente- “de servicio público” que, habiendo sido suscritas conforme a la legislación previa a la LCSP17, sigan vigentes –que no han de ser pocas dada la larga vigencia de aquellas según la normativa previa- quedarán sujetas a las previsiones excepcionales del apartado 4 en punto al reequilibrio concesional.
Porque no es otra cosa lo que pretende establecer el R D-L 8/2020 en relación con las concesiones vigentes a su entrada en vigor, sino un régimen específico de reequilibrio concesional que desplace el régimen general que resultaría aplicable en función de la normativa a la que concesiones de servicio público o concesiones de servicio –a secas- estuvieran sometidas en su fase de ejecución según el momento de su adjudicación, anterior o posterior a la entrada en vigor de la LCSP17(74). Algo que, sin ser en absoluto una fórmula inédita(75), plantea en este caso especiales dificultades, tanto desde una perspectiva objetiva como temporal.
Estamos, en definitiva, ante un caso de “ley especial” que regula “hipótesis específicas de alteración de la economía inicial del contrato y estable(ce) medidas singulares para restablecerla”, en los términos de la importante STS de 28 de enero de 2015(76). “Medidas” cuya “singularidad” es –como veremos- relativa a la luz del régimen general del reequilibrio concesional, si bien se desencadenan a partir de una “hipótesis” que, en sus propios términos, resulta virtualmente inoperante cuando la concesión tiene por objeto servicios públicos, particularmente aquellos cuya esencialidad se ha demostrado irrenunciable en estas peculiares circunstancias.
El art. 34.4 R D-L 8/2020, en claro mimetismo con el supuesto de suspensión contractual del apartado 1, condiciona el reequilibrio concesional a que el órgano de contratación, a instancia del contratista, hubiera apreciado “la imposibilidad de ejecución del contrato como consecuencia de la situación descrita en su primer párrafo”. Imposibilidad que puede ser parcial a partir del pequeño cambio introducido por el R D-L 17/2020, pero que –sea total o parcial-, aun cuando entronca con la conceptuación clásica de la fuerza mayor en sede contractual(77), repugna en cuanto tal con la lógica misma de la debida garantía de la continuidad de los servicios públicos a la que precisamente las fórmulas del reequilibrio concesional sirven. No olvidemos que estas fórmulas se contemplan precisamente como reacción frente a los supuestos extremos en los que el riesgo asumido por el concesionario como elemento consustancial a la figura concesional se haya visto superado de forma sobrevenida e intolerable para aquél a riesgo –valga el juego de palabras- de impedirle continuar con la concesión, conduciendo a la resolución de la misma y, con ello, a la paralización en la prestación del servicio público que es su objeto.
De este modo, las dificultades que apreciamos para la aplicación de este criterio en relación con el contrato de servicios cuando su objeto sean servicios públicos se muestran, en relación con las concesiones, como un obstáculo ontológico o conceptual. Tengamos en cuenta que el reequilibrio concesional solo es comprensible como instrumento compensador de los “excesos” de riesgo dirigido a garantizar la continuidad de los servicios que se prestan a través de la concesión, asumiendo que tales servicios no toleran la discontinuidad. Sin ocultar que el problema último estriba en el hecho de que la concesión de servicios acuñada por la LCSP17 –y heredera de la vieja concesión de servicio público- puede tener por objeto prestaciones que no sean reconocibles como tales, cabe concluir que el 34.4 R D-L 8/2020 solo será aplicable, en puridad, respecto de estos(78). En relación con los servicios públicos, en particular los que se demuestran verdaderamente esenciales en estas circunstancias extraordinarias, simplemente no puede concurrir el supuesto de hecho perfilado por el precepto de excepción, lo que daría entrada al régimen general de reequilibrio concesional que corresponda en cada caso en función del momento de adjudicación de la concesión. La única –y razonable- solución a tal incoherencia pasa por entender que la “imposibilidad de ejecución” a la que apela es relativa, en el sentido de referida a las condiciones originales en las que se pautó en el momento de adjudicación de la concesión: ciertas previsiones sobre las que abundaremos así lo parecen sustentar(79).
Sea como fuere, es de advertir que, en rigor, las previsiones del 34.4 solo resultarían aplicables a las afecciones a la ejecución concesional que afloraran durante el primer período de alarma, agotado el 9 de junio de 2020(80), mientras que a partir de ese momento debería entenderse que cualquier reclamación al respecto debería encontrar acomodo en el régimen general. Así vendría a confirmarse, de hecho, a la vista del planteamiento que, específicamente para las concesiones estatales de transporte de viajeros por carretera, introdujeron, primero, el R D-L 26/2020 y sucesivamente el R D-L 37/2020, siendo así que mientras que el art. 24 del primero introdujo para aquellas reglas específicas “a los efectos del 34.4 del R D-L 8/2020” –haciendo expreso su carácter excluyente de las reglas generales de reequilibrio contractual-(81), el art. 2 del segundo reedita, con ciertas variaciones pero sin mención alguna ya al citado art. 34.4, la fórmula “por el periodo comprendido entre la finalización del estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, y el 30 de junio de 2021”(82).
Unas y otras reglas específicas -frente al 34.4 R D-L 8/2020, que guarda silencio al respecto- sí contemplan un plazo para la solicitud del reequilibrio y un plazo para su resolución, especificando el sentido negativo del silencio en caso de no contestación dentro del mismo(83). Aquel se agota en precisar el alcance posible de lo indemnizable y los mecanismos para hacer efectiva la correspondiente indemnización.
Respecto de lo primero, se afirma que el reequilibrio compensará “en todo caso” por la pérdida de ingresos y el incremento de los costes soportados, especificándose que entre estos últimos se considerarán los posibles gastos adicionales salariales que efectivamente hubieran abonado respecto a los previstos en la “ejecución ordinaria” (sic) de la concesión durante el período de duración de la “situación de hecho” creada por el COVID-19(84). La flagrante contradicción lógica con un entendimiento absoluto del supuesto de hecho de la imposibilidad de ejecución que supone el que se de cobertura a gastos extraordinarios necesarios para la continuidad en la prestación, abunda en la conclusión adelantada de entender que el precepto se ha de referir a supuestos de inejecutabilidad relativa(85). Cumple, en todo caso, al concesionario acreditar fehacientemente la realidad, efectividad e importe “de dichos gastos”, en expresión que hay que interpretar por referencia a cualesquiera de los compensables.
Con todo, la constatación por el órgano de contratación de que el concesionario debe ser efectivamente indemnizado en una determinada cuantía se reconduce, en el seno del R D-L, a lo que aparentan ser solo dos mecanismos de compensación: la ampliación de la duración inicial de la concesión hasta un máximo de un 15 por 100 o la modificación de las cláusulas de contenido económico incluidas en el contrato. Ello no supone, sin embargo, una separación radical del régimen general establecido por el art. 290.5 LCSP17 en línea de continuidad –aun no mimética- con la legislación previa. El art. 290.5, con el precedente del 282.5 TRLCSP11, también se refiere a la modificación de las cláusulas de contenido económico del contrato, según fórmula genérica que se puede considerar que integra las que previamente especifica el mismo artículo de forma no exhaustiva: la modificación de las tarifas a abonar por los usuarios; la modificación en la retribución a abonar por la Administración concedente y la reducción del plazo concesional.
Frente a esta posibilidad de reducción del plazo concesional –difícilmente aplicable al caso-, el R D-L 8/2020 contempla expresamente la posibilidad de prorrogar el plazo concesional por un período que no exceda de un 15 por ciento de su duración inicial(86), acogiendo así un mecanismo previsto específicamente en la LCSP17 para los supuestos de factum principis y de fuerza mayor, si bien sin imponer el condicionante de respetar los límites máximos de duración previstos legalmente.
Esta última apreciación nos conduce a plantearnos la cuestión latente del encaje que podría tener la situación generada por el COVID –y las medidas adoptadas por las autoridades para atajarlo- en los supuestos desencadenantes del reequilibrio concesional según han quedado contemplados en la legislación contractual, aun sabedores de que estos no reciben un tratamiento nítido en la jurisprudencia y en la doctrina de los órganos consultivos(87).
Tomando como referencia el art. 290 LCSP17, que se presenta en línea de continuidad con su predecesor 282 TRLCSP -y sin perjuicio de tener presentes las modulaciones que se derivarían de la aplicación de regímenes previos a las concesiones adjudicadas con anterioridad a la LCSP07 en aplicación de lo previsto en su ya citada DT1ª-, debemos rechazar, en primer lugar, que nos encontremos ante un supuesto de fuerza mayor: y no ya porque no sean reconocibles, en principio, sus rasgos de externalidad, imprevisibilidad e inevitabilidad, sino porque no se corresponde con ninguno de los supuestos que con carácter tasado se recogen en el art. 239, al que se remite el 290.4(88).
Debemos descartar, igualmente, que nos encontremos ante un supuesto de ius variandi, por cuanto el COVID y las medidas que se adoptan para reaccionar contra él no son per se una decisión adoptada en sede contractual. Algo que no es contradictorio con la posibilidad de reconducir reactivamente el impacto que aquel o aquellas hayan podido tener en la ejecución contractual a través del mecanismo contemplado en el art. 205.2.b)(89).
Más dudas plantea si nos pudiéramos encontrar ante un supuesto de factum principis o de riesgo imprevisible, a lo que no se puede dar una respuesta general.
Para valorar el primero, cumplido el requisito cualitativo –común con la fuerza mayor- de que se produzca “la ruptura directa de la economía sustancial del contrato”(90), deberá concurrir caso por caso la doble circunstancia de que las medidas que incidan en la ejecución concesional hayan sido adoptadas en la esfera de la misma Administración contratante, según ha quedado positivizado en el 290.4.b) LCSP17, y que no sean de aplicación general, tal y como exige doctrina consolidada del Consejo de Estado y la Junta Consultiva de Contratación del Estado(91).
Que nos encontráramos ante un supuesto de riesgo imprevisible -íntimamente emparentado con el factum principis y acogido por la jurisprudencia por aplicación extensiva del art. 129 RSCL-, pudiera, con todo, resultar más plausible. Vista en abstracto, la situación de pandemia que vivimos parece responder al grado de excepcionalidad y gravedad que exige este supuesto desde que la teoría de la imprevisión viera la luz en Francia con el famoso caso Gaz de Bordeaux para responder a la subida de los precios de las materias primas generada por la I Guerra Mundial. Así como a los requisitos que jurisprudencialmente vienen exigiéndose para reconocerla: la ajenidad a las partes –particularmente respecto de la buena o mala gestión del concesionario-; su carácter sobrevenido, imprevisible, extraordinario e inevitable y su efecto –también en este caso- de sustancial afectación a las condiciones de ejecución de la concesión. Desde la abstracción habría que comprobar en cada concesión en concreto si se cumplen estos requisitos –particularmente en función de si la afectación no procede directamente del virus, si no de las medidas adoptadas para atajarlo-, sabiendo que, de reconocerse, la reacción restauradora de la Administración concedente –como en el caso del factum- no pasa por compensar al concesionario en unos términos que le garanticen las expectativas originales o le suplan de los riesgos ordinariamente asumidos, sino por asegurar la continuidad en la prestación del servicio.
A la vista de todo lo anterior, conviene concluir este apartado advirtiendo que la virtualidad de la medida específica de reequilibrio introducida por el art. 34.4 R D-L 8/2020 es –según ha quedado formulada- más que dudosa. Se ofrece como una fórmula más beneficiosa que cualesquiera del régimen general, por cuanto parece pretender compensar todos los “daños” sufridos por el concesionario, como solo sería el caso en supuestos de fuerza mayor, sin exigir el condicionante –común a todos- de la ruptura de la economía sustancial del contrato(92). Pero sus condicionantes objetivos y temporales dificultan su aplicación, que se ofrece como sustituto, y no alternativa, a aquel régimen general. Dentro de sus estrechas coordenadas, desde la perspectiva de los concesionarios, no es en absoluto claro que pueda llegar, en todos los casos, a aliviar su situación de forma eficaz –y a tiempo- si no se atiende diligentemente a las solicitudes de reequilibrio, lo cual presenta por sí mismo dificultades de mera gestión. Cuando no directamente presupuestarias –si es que el reequilibrio viniera dado por el aumento de las aportaciones de aquellas-, lo que demuestra razonable la previsión de fondos en apoyo a las entidades locales para sustentar los transportes locales que ha reeditado la Ley de PGE para 2021 después de que fracasara la fórmula que a tal efecto contenía el art. del R D-L 27/2020 por no haber sido convalidado(93).
En este escenario, no habrá que descartar que en algún supuesto la situación se reconduzca, aun con daño a la continuidad del servicio, al desistimiento del concesionario, con la consecuencia de no generar indemnización para ninguna de las partes, siempre que se cumpla el criterio –inverso al que da entrada al factum principis- de que la afección en el contrato derive de la aprobación de una disposición general por una Administración distinta de la concedente con posterioridad a la formalización del aquel (art. 290.6 LCSP17): en definitiva, una medida general de reacción contra el COVID adoptada por Administración distinta a la concedente.
IV. COLOFÓN
En la coyuntura generada por el COVID, el clásico problema de la garantía de la continuidad de los servicios públicos se manifiesta en unos términos que lo hacen irresoluble desde las técnicas clásicas dirigidas a su mantenimiento aun en situaciones críticas. Ello se debe a la generalidad e intensidad del fenómeno. Pero también a la falta de unidad en el régimen jurídico de lo que reconoceríamos como servicios públicos, que ya no pasa unívocamente por la lógica titularidad-gestión, con la figura de la concesión de servicio público como paradigma de la gestión indirecta.
Lo que bajo un régimen clásico de servicio público quedaría acolchado en la órbita de la gestión directa o, en su caso, en el reequilibrio concesional, encontrando en el secuestro o el rescate una solución en casos extremos, no permite una respuesta unívoca en la actual diversidad de regímenes jurídicos aplicables a los distintos servicios públicos. Respuesta que, en todo caso, debe tener como horizonte la garantía de la prestación continuada del servicio a todos los ciudadanos dentro de unas coordenadas de sostenibilidad que, cuando se proyectan sobre actividades liberalizadas, tampoco puede perder de vista las reglas de la libre competencia.
En relación con el transporte este planteamiento ha estado mediatizado por las severas medidas de afección a la oferta –y aumento de exigencias sanitarias- impuestas por la propia normativa de excepción, al que en algún supuesto se ha querido dar respuesta ad hoc –para algunas prestaciones sometidas a OSP- en clave de reequilibrio concesional. El impacto en el sector ha sido –y sigue siendo- tan profundo, que la garantía de la continuidad en la prestación de los servicios en los distintos modos, a todos los territorios y a todos los ciudadanos, dependerá en algunos casos –como el aéreo- de la supervivencia misma de los operadores, para lo que la Comisión Europea contempla fórmulas flexibles desde la óptica de las ayudas de Estado que deben ser administradas con extrema eficiencia y prudencia.
Las anteriores reflexiones revelan que la garantía de la continuidad no se entiende en su verdadera sustancia si no va de la mano de la plena universalidad. El ADN del servicio público lleva intrínseco una idea de igualdad entre los ciudadanos que implica que a todos ellos, sea cual sea su circunstancia geográfica o socioeconómica, se les garantice el acceso a unos estándares básicos de prestaciones imprescindibles para la supervivencia individual y colectiva. Esta idea de universalidad se reconstruye, en los servicios liberalizados -en atención al principio de subsidiariedad respecto del mercado-, segregando determinadas prestaciones, zonas o usuarios para darles una respuesta específica que, aun respondiendo a este rasgo común, no es idéntica sector por sector.
De ahí que no quepa, sino, criticar la apuesta de la normativa de excepción por aplicar de forma expansiva el blindaje contra impagos que la legislación de energía contempla a favor de determinados usuarios vulnerables, no ya en el seno del propio sector, sino también extendiéndolo a los servicios de telecomunicaciones, gas y agua y, por momentos, a favor de todos los usuarios (sic). Esta solución, de cuya buena intención no cabe dudar, pretende resolver con soluciones aparentemente fáciles problemas muy complejos, que –en lo que se refiere a los usuarios verdaderamente vulnerables- entroncan en último término con una deriva hacia una profunda desigualdad social que las circunstancias del COVID no han hecho más que revelar y recrudecer. Desde el punto de vista regulatorio, este trasvase irreflexivo de técnicas de un sector a otro sin contemplar su impacto en las técnicas que en cada uno se aplican para responder al paradigma de la universalidad puede generar más problemas de los que trata de resolver. Así parece haberlo reconocido el legislador –una vez más, de urgencia- cuando muy recientemente, al introducir el concepto de “consumidor vulnerable” en el Texto Refundido de la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios a través del R D-L 1/2021, no le ha dotado de mayor contenido que el que se derive de cada legislación sectorial.
Abundando en ello, conviene no perder de vista que cada regulación sectorial ofrece soluciones específicas en relación con la cuestión sobre la que pone implícitamente el foco la medida de emergencia, que no es otra que la asequibilidad de los servicios públicos. Este objetivo, que es expresión de la universalidad en clave económica, opera en contextos liberalizados en un marco de precios regulados. Precios que deben tender, por la propia mecánica de la competencia sana, a su paulatina disminución, sin perjuicio de que se ofrezcan soluciones específicas para usuarios o grupos vulnerables que, en la medida en que no cubran costes, deben ser debidamente compensados. Que la compensación provenga del propio mercado o de presupuestos públicos –en su caso, bajo la forma de ayudas directas al consumidor- es algo que depende de la opción, en último término política, que se adopte en cada caso, pero lo indiscutible es que esta misma consideración pone de manifiesto una obviedad: si algo genera un coste, alguien tiene que asumirlo.
Esta apreciación tan elemental parece necesaria cuando se adoptan medidas que ofrecen beneficios indiscriminados a todos los abonados –lo cual puede resultar por sí mismo regresivo- sin meditar qué impacto habrá de tener en términos de su financiación. La lógica de entender que el operador debe asumirlos en todo caso es, cuando menos simplista, y conduce a efectos no deseados para la propia garantía del servicio público cuando su impacto pueda derivar en la supervivencia misma del operador.
Precisamente para evitar esta coyuntura, la respuesta clásica en el contexto de la concesión de servicio público ha sido la del reequilibrio concesional. Reequilibrio que solo debe activarse en supuestos bien perfilados para evitar falsear el riesgo que asume el concesionario, colocando a la Administración –y, en último término, a los contribuyentes- en la posición de asegurador universal de toda pérdida. Pero si el supuesto lo justifica, el reequilibrio garantiza la continuidad del servicio público del que el concesionario es instrumento. Algo que el legislador de emergencia ha parecido desconocer totalmente al disponer unas reglas específicas de reequilibrio que se articulan, paradójicamente, en la imposibilidad de ejecución contractual por mimetismo con la solución dada para el contrato de servicios –para el que, además, se ofrece como única solución la suspensión-. Solo una interpretación relativa de tal imposibilidad puede permitir aplicar las fórmulas de resarcimiento de daños que, en uno y otro caso, se articulan desde el reconocimiento implícito de que el COVID-19 es materialmente un supuesto de fuerza mayor, lo cual conduce, paradójicamente, en la órbita de la concesión, a una respuesta resarcitoria más generosa que la que, de considerarse puntualmente el supuesto como factum principis o riesgo imprevisible, conduciría a un reparto de los daños entre Administración y concesionario.
Este episodio demuestra, en todo caso, la complejidad –innecesaria- con la que la LCSP17 ha dado –doble- cauce a la gestión de los servicios públicos.
NOTAS:
(1). El Cronista del Estado Social y de Derecho dedicó un número doble especial, el 86-87, al “Coronavirus y otros problemas” y ya han visto la luz tres volúmenes colectivos sobre el COVID: uno bajo la dirección de D. BLANQUER en Tirant lo Blanch; otro, en la misma editorial en coedición con Andersen, bajo la dirección de J.V. MOROTE SARRIÓN, y un tercero, bajo la dirección de P. BIGLINO CAMPOS y J.F. DURÁN ALBA, publicado por la Fundación Manuel Giménez Abad.
(2). Como es bien sabido, si el primer estado de alarma se acordó mediante Real Decreto 463/2020, y fue sucesivamente prorrogado hasta el 20 de junio de 2010; mediante Real Decreto 900/2020, de 9 de octubre, se declaró el estado de alarma, de forma restringida, respecto de algunos municipios de la Comunidad de Madrid, y mediante el 926/2020, de 25 de octubre, se declaró el que, para todo el territorio nacional, sigue vigente, al haber sido prorrogado hasta el 9 de mayo de 2021, sin que a la fecha esté claro qué sucederá pasada esa fecha.
(3). El Tribunal tiene pendientes sendos recursos interpuestos por el Grupo Parlamentario Vox –contra el primer y el tercer decretos de alarma-, pero ha inadmitido el recurso de amparo interpuesto por una Diputada del mismo Grupo contra el último y el correspondiente acuerdo de prórroga al reconocerles valor de ley, con cita del ATC 7/2012, de 13 de enero, y la STC 83/2016, de 28 de abril, dictada en relación con el único precedente habido hasta ahora en la utilización de esta figura excepcional –sobre el que volveremos-, y en la que dejó sentado que el estado de alarma da cobertura para la limitación –que no para la suspensión: esto es clave- de derechos fundamentales. Esta doctrina ha sido recordada por el Tribunal durante este periodo en el ATC 40/2020, de 30 de abril, que inadmitió el recurso de amparo promovido por un sindicato que alegaba la vulneración de los derechos de manifestación y de libertad sindical por haberse impedido una manifestación el 1 de mayo estando vigente el primer estado de alarma.
(4). Baste en este momento como referencia la cita de los trabajos de J.L VILLAR EZCURRA (1980), Servicio público y técnicas de conexión, Madrid: CEC, págs. 209-225, y A. MARTÍNEZ MARÍN (1990), El buen funcionamiento de los servicios públicos, Madrid: Tecnos, por más que ambos manejen un concepto de servicio público desdibujado a los efectos de este estudio.
(5). En sus términos literales, el precepto es de difícil inteligencia, pues se refiere a la “c) Paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los artículos veintiocho, dos, y treinta y siete, dos, de la Constitución, concurra (sic) alguna de las demás circunstancia o situaciones contenidas en este artículo”. Esta última referencia –“concurra”- no va precedida ni de un “y” ni de un “o”, pero la STC 33/1981, de 5 de noviembre, en su FJ 5ª (aun sin llamar la atención sobre lo que podríamos calificar de errata) asume la primera opción. No se debe ocultar, como pone de manifiesto P. CRUZ VILALLÓN (1984), Estados excepcionales y suspensión de garantías, Madrid: Tecnos, págs. 70-71, que, en rigor, esta exigencia acumulativa hace que el supuesto carezca de especificidad.
(6). Lo que se planteó no sin polémica, tal y como pone de manifiesto A. ABA CATORIA (2011), “El estado de alarma en España”, Teoría y realidad constitucional, 28. Obsérvese, en todo caso, que el art. 1 del Real Decreto –teniendo presente, seguramente, la STC 33/1981- conecta expresamente el apartado c) con los apartados a) y d), lo que no deja de ser bien discutible a la vista de la dicción de estos últimos.
(7). El Consejo de Estado, en su Dictamen de 25 de octubre de 2020 (Núm. 615/2020), enfatiza esta referencia para marcar la diferencia entre el estado de alarma y los estados de sitio y excepción, que derivan de una “afectación grave al orden público democrático”.
(8). Lo que no deja de plantear la cuestión, que dejamos meramente apuntada, de hasta qué punto mediante Decreto-ley se pueden adoptar medidas excepcionales cuya legitimidad solo podría quedar enmarcada en un Decreto de alarma.
(9). El apartado e) del art. 11 identifica como una de las medidas a adoptar en el decreto de alarma la de “impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios de los centros de producción afectados por el apartado d) del artículo cuarto”, mientras que el art. 4.d) reconoce como supuesto desencadenante del estado de alarma las “situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad”, en correlación con el apartado d) del propio art. 11 que identifica como otra medida a adoptar “limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad”. Lo que puede ser equívoco, a la vista del art. 11.e), es que no se refiere al funcionamiento de los servicios del apartado d), sin más, sino al funcionamiento de los servicios “de los centros de producción afectados por el apartado d) del artículo 4”.
(10). El propio apartado c) se refiere a “intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los Ministerios interesados”.
(11). En este punto son elocuentes las críticas de A. ABA CATORIA (2011: 337-338), que abunda en la contradicción con el art. 117.5 CE que dicha militarización implica, evocando en este punto las advertencias de P. CRUZ VILALLÓN (1984: 79-81), quien vincula el supuesto de paralización de servicios públicos esenciales, a la vista de los antecedentes constitucionales, con “determinadas situaciones de conflictividad social graves”.
(12). Directiva 2008/114/CE del Consejo, de 8 de diciembre de 2008, sobre la identificación y designación de infraestructuras críticas europeas y la evaluación de la necesidad de mejorar su protección.
(13). Téngase en cuenta que, de hecho, el art. 4.3 del Reglamento de protección de las infraestructuras críticas, aprobado mediante Real Decreto 704/2011, de 20 de mayo, en desarrollo de la ley, precisa que el Catálogo Nacional de Infraestructuras Estratégicas que se apruebe tendrá carácter secreto de acuerdo con la normativa vigente en materia de secretos oficiales. No se debe ocultar, sin embargo, que el art. 2.7 de la vigente Ley 17/2015, de 9 de julio del Sistema Nacional de Protección Civil incorpora, en idénticos términos, el concepto al tratar de los instrumentos de protección civil, pero apenas introduce previsiones sobre tales servicios.
(14). En expresión bien elocuente que la propia LO 4/1981 maneja, en su art. 11.d), para contemplar su posible racionamiento.
(15). Conviene siquiera apuntar que, aunque no se tenga especialmente presente esta dimensión de los servicios financieros, los “servicios bancarios básicos” fueron ya identificados por la Comisión europea en su Comunicación “Un Marco de calidad para los Servicios de Interés General en Europa de 20 de diciembre de 2011 [COM (2011) 900 final]. En esta perspectiva abunda la Directiva 2014/92/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 23 de julio de 2014, sobre la comparabilidad de las comisiones conexas a las cuentas de pago, el traslado de cuentas de pago y el acceso a cuentas de pago básica.
(16). Merece la pena advertir en el seno de estas reflexiones que las actividades de comercialización de tabacos al por menor son de las pocas que se mantienen ordenadas bajo una declaración formal de servicio público estatal, según se extrae del art. 4 de la Ley 13/1998, de 4 de mayo, de Ordenación del Mercado de Tabacos y Normativa Tributaria.
(17). Las primeras fueron, de hecho, excluidas del listado, salvo en su prestación a domicilio, por el Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, que modificó puntualmente el 463/2020.
(18). Recordemos que Duguit, en su Las Transformaciones del Derecho Público, identificaba los servicios públicos con “toda actividad cuya realización debe ser regulada, asegurada o controlada por los gobernantes, porque es indispensable para la realización o el desenvolvimiento de la interdependencia social y que es de tal naturaleza que no puede ser asegurada completamente sino mediante la intervención de la fuerza gobernante”. Vid. J. RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ (2013), “Sobre Las transformaciones del Derecho Público, de León Duguit”, Revista de Administración Pública, 190.
(19). Probablemente resulte significativo que dicha jurisprudencia, desde la originaria STC 11/1981, de 8 de abril, haya manejado el término “servicio esencial” a secas, interpretando el todavía vigente art. 10.2 del R D-L 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo, que se refiere a “servicios públicos o de inaplazable y reconocida necesidad”. Con todo, dicha doctrina, a pesar de que la propia STC 33/1981, FJ 4, no deja de apelar al necesario aseguramiento de la continuidad de los servicios esenciales “para la salvaguardia de exigencias vitales para la comunidad”, desde la temprana STC 26/1981, de 17 de julio, FJ 10, se había decantado por un concepto estricto y no amplio de “servicios esenciales” para identificarlos con aquellos con carácter instrumental para el ejercicio de bienes y derechos constitucionalmente protegidos. Así, en los términos de la STC 193/2006, de 19 de junio, FJ 2.b), que ofrece una buena síntesis de la doctrina anterior.
(20). La idea de conectar el carácter esencial del servicio con el ejercicio de derechos fundamentales parece, de hecho, presente en el Real Decreto 1673/2010 cuando, al declarar el estado de alarma para la normalización del servicio público esencial del transporte aéreo, apeló en su Preámbulo a la vulneración de la libre circulación consagrada en el art. 19 CE.
(21). Al respecto, al calor de la polémica sobre la equívocamente llamada remunicipalización de los servicios, J. ESTEVE PARDO (2017), “Perspectivas y cauces procedimentales de la remunicipalización de servicios”, Revista de Administración Pública, 202.
(22). R D-L 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19.
(23). R D-L 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente al COVID-1.
(24). R D-L 37/2020, de 22 de diciembre, de medidas urgentes para hacer frente a las situaciones de vulnerabilidad social y económica en el ámbito de la vivienda y en materia de transportes.
(25). R D-L 19/2020, de 26 de mayo, por el que se adoptan medidas complementarias en materia agraria, científica, económica, de empleo y Seguridad Social y tributarias para paliar los efectos del COVID-19. No nos resistimos a hacer notar en este punto la ceremonia de la confusión a la que conduce la proliferación de Decretos-leyes de denominaciones prácticamente idénticas y contenidos en más de un caso solapados.
(26). Medida sin duda llamativa, que suscitó sendas preguntas en el Congreso suscritas por varios Diputados del Grupo Vox, que fueron respondidas por el Gobierno apelando a la necesidad de garantizar, de forma excepcional y transitoria, la continuidad de la prestación del servicio en zonas rurales, que habría sido puesta en riesgo por la caída de ingresos publicitarios. En la ficha analítica que ofrece el BOE no consta que se haya aprobado el instrumento para su regulación al que se remite el precepto.
(27). En el exhaustivo Código del COVID que tan meritoriamente elabora el BOE no se referencia, en efecto, ninguna previsión al respecto.
(28). En los términos del apartado 3.a) del art. 4, según redacción dada por el R D-L 11/2020, a partir de la entrada del vigor del R D-L 8/2020 se suspende la vigencia de los artículos de la Orden IET/389/2015, de 5 de marzo, determinantes de los sistemas de actualización automática de precios regulados de los gases licuados del petróleo envasados y por canalización para los siguientes tres bimestres, a salvo que su aplicación arrojara precios más bajos que los determinados por la Resolución de 14 de enero de 2020 de la Dirección General de Política Energética y Minas. A la congelación de la tarifa de último recurso de gas natural haremos referencia sucesivamente en la nota 36.
(29). Real Decreto 897/2017, de 6 de octubre, por el que se regula la figura del consumidor vulnerable, el bono social y otras medidas de protección para los consumidores domésticos, que contempla un plazo de cuatro meses y unos determinados mecanismos de comunicación protectores de la posición del usuario para permitir la suspensión del servicio para la energía eléctrica (a salvo los supuestos del art. 52.4.J) y k) LSE), en conexión con la posibilidad misma de renovación del bono social (en particular, arts. 18 a 20).
(30). La Directiva (UE) 2019/944 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 5 de junio de 2019, sobre normas comunes para el mercado interior de la electricidad y por la que se modifica la Directiva 2012/27/UE, cuyo período de transposición terminó el pasado diciembre, asume en su art. 28.1 la posibilidad de que los Estados miembros, al definir los “clientes vulnerables”, contemplen la “prohibición de desconexión de la electricidad” a los mismos “en momentos críticos”. Sobre la evolución del Derecho europeo y nacional respecto de la pobreza energética, I. GONZALEZ RIOS (2020), “La tutela jurídico-administrativa de la vulnerabilidad energética: medidas paliativas y estructurales”, Revista Catalana de Derecho Público, 61.
(31). La ampliación al 30 de septiembre, frente al 15, se introdujo por la disposición final 8.1 del Real Decreto-ley 26/2020, de 7 de julio, de medidas de reactivación económica para hacer frente al impacto del COVID-19 en el ámbito del transporte y la vivienda.
(32). A los que fuera reconocible una prestación en función de las circunstancias fijadas por el R D-L 8/2020, y que no superaran los umbrales de renta que se especificaban en el apartado 2.
(33). Así como el derecho a que dicho período no computase a los efectos de suspensión por impago que pudieran estar pendientes. La aplicación a este supuesto del mismo plazo hasta el 30 de septiembre trae causa igualmente de la modificación introducida en el artículo original (que limitaba esta regla excepcional al tiempo que durara el estado de alarma) por el R D-L 26/2020.
(34). El apartado 3 de la Disposición de referencia introduce un mecanismo ad hoc de acreditación ante la empresa suministradora, por los servicios sociales competentes o “mediadores sociales” que se caracterizan por el propio R D-L, de la condición de consumidor vulnerable o vulnerable severo para aquellos consumidores que no puedan acreditar la titularidad del contrato de suministro. Sorprenden, en este contexto, y sin intención de terciar de forma ligera en la polémica, los cortes de suministro efectuados en la Cañada Real.
(35). Téngase en cuenta que el R D-L 15/2018, de 5 de octubre, de medidas urgentes para la transición energética y la protección de los consumidores, ha sido anulado en varios de sus preceptos por razones competenciales en la STC 134/2020, de 23 de septiembre, que, a tal fin, ofrece una buena caracterización de estas ayudas directas –encuadrables en la asistencia social- frente al bono social eléctrico, que opera en el plano de la determinación de las condiciones de acceso y suspensión del suministro de energía.
(36). Esta tarifa de último recurso de gas natural es calculada mediante la metodología fijada por Orden ITC/1660/2009, cuyos art. 10 y DA única, apartado 2, quedaron suspendidos para los siguientes dos trimestres por el R D-L 8/2020, a salvo que su aplicación arrojara una tarifa inferior a la que, fijada por la Resolución de la Dirección General de Política Energética y Minas de 23 de diciembre de 2019, quedaba congelada por esta vía (ap. 3.b).
(37). I. DEL GUAYO CASTIELLA (2020), “Concepto, contenidos y principios del Derecho de la energía”, Revista de Administración Pública, 212, págs. 340-345, reclama la debida compensación de estas medidas.
(38). En la que la posición adoptada por el Tribunal Supremo inaplicando la redacción entonces vigente del art. 45.4 LSE por considerarla claramente en contra de la Directiva 2009/72/CE fue desautorizada por el Tribunal Constitucional en su STC 37/2019, de 20 de mayo (y las que la siguieron), obligando a aquel al planteamiento de cuestión prejudicial.
(39). Art. 3.e), en conexión con el Capítulo V, de la Carta aprobada mediante Real Decreto 899/2009, de 22 de mayo.
(40). Dejamos conscientemente al margen la previsión del art. 4.5 LGTel14 según la cual las instalaciones afectas a la explotación de las redes y a la prestación de los servicios de telecomunicaciones deberán estar disponibles en las situaciones de normalidad o en las de crisis, con mención expresa a los supuestos contemplados en la LO 4/1981, ya que se refiere más propiamente a la garantía de su disponibilidad como instrumentos de acción pública para la seguridad pública, el orden público o, incluso, la seguridad nacional. Como también orillamos la posibilidad que el apartado 6 del mismo artículo contempla de intervenir las empresas de comunicaciones electrónicas, “con carácter excepcional y transitorio”, por las mentadas razones, o por el incumplimiento de las OSP, siendo la más típica de las cuales la de servicio universal. Y ello por la sencilla razón de que resulta inverosímil en este caso que fuera una solución eficaz para atender el objetivo de evitar que algunos usuarios no recibieran servicios de comunicaciones electrónicas durante el estado de alarma.
(41). Según queda configurado en la Ley 43/2010, de 30 de diciembre, del Servicio Postal Universal, de los derechos de los usuarios y del mercado postal, el Servicio Postal Universal se configura en términos verdaderamente universales -si se nos permite el juego de palabras-, al comprometer al operador designado -Sociedad Estatal Correos y Telégrafos, S. A. (DA 1ª)- a ofrecer el servicio a todos los usuarios en todo el territorio para cartas de hasta 2 kilos y paquetes de hasta 20 (art. 21) bajo la apelación reiterada al principio de continuidad. Así lo prescriben los arts. 8, 20 y 22.1.c).
(42). Y en particular, la que se contiene en el apartado Dos de la Disposición adicional primera del RD por el que se prorrogó el primer estado de alarma, por el que se introdujo una nueva disposición adicional séptima en el RD 463/2020 del siguiente tenor: <<El Gobierno, durante la vigencia del estado de alarma, dispondrá lo oportuno para que el servicio público (sic) de correos, los fedatarios públicos y demás servicios de su responsabilidad coadyuven al mejor desenvolvimiento y realización de elecciones convocadas a Parlamentos de Comunidades Autónomas”. Téngase en cuenta, con todo, que la atención al voto por correo en las correspondientes elecciones encuentra cobertura en OSPs impuestas específicamente en el marco del art. 22.5 de la Ley 43/2010 –con la correspondiente compensación específica-.
(43). Mediante Orden ECE/1280/2019, de 26 de diciembre, este operador fue designado para prestar este componente del servicio universal hasta el 1 de enero de 2023.
(44). El art. 35.2.a) del Reglamento sobre las condiciones para la prestación de servicios de comunicaciones electrónicas, el servicio universal y la protección de los usuarios, aprobado mediante Real Decreto 424/2015, de 15 de abril, permite identificar los usuarios no rentables, a los efectos del cálculo del correspondiente coste neto. En general, sobre este mecanismo, vid. M. CARLÓN RUIZ (2015), “Las obligaciones de servicio público: en especial, el servicio universal de telecomunicaciones”, en T. de la QUADRA SALCEDO, T. de la (Dir.), Derecho de las Telecomunicaciones, adaptado a la Ley 9/2014, de 9 de mayo, General de Telecomunicaciones, Madrid: Thomson Reuters-Civitas.
(45). El supuesto de suspensión temporal solo se desencadena transcurrido un mínimo de un mes de retraso en el abono de la correspondiente factura, siempre previo aviso (art. 19), mientras que para la desconexión definitiva el retraso mínimo debe ser de tres meses (o dos suspensiones temporales), también previo aviso (art. 20). Plazos que hay que tener presentes en el contexto de la vigencia del estado de alarma de marzo, que se inició el 14 de marzo y duró hasta el 21 de junio.
(46). Tal y como advierte G. FERNÁNDEZ FARRERES, Sistema de Derecho administrativo, 5ª ed., Vol. 2: p. 533, Cizur Menor: Civitas, para responder a las reclamaciones de responsabilidad patrimonial generadas por el COVID, habrá de analizarse caso por caso el impacto de la fuerza mayor, caracterizada por derivarse de un acontecimiento imprevisible, inevitable y ajeno al servicio. Así será, especialmente en los supuestos en los que los daños reclamados no deriven, de forma abstracta, del COVID, sino de medidas concretas adoptadas durante el largo devenir de la situación excepcional en la que seguimos inversos.
(47). Tal es el caso de la obligación de efectuar una limpieza diaria de los vehículos de transporte, aplicable a todos los medios (ap. 2.e) y la de procurar la máxima separación posible entre pasajeros en el caso de plazas sentadas o, sobre todo, camarote (ap. 2.g).
(48). Se trata de la Ley de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Su art. 18.1 establece medidas equivalente en relación con las líneas regulares de transporte marítimo, en este caso con independencia de que se trate o no de servicios sometidos a OSP o prestados mediante contrato público.
(49). Para el primer caso, el ap. 2.a) estableció una reducción mínima del 50%, que se podría modificar por resolución del Ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana estableciendo condiciones específicas al respecto, como así ocurrió de forma reiterada para los distintos modos de transporte, tal y como se puede comprobar en el Código elaborado por el BOE. Para el caso de servicios no sometidos a contrato público o a OSP, el apartado 2.b) hizo expresa referencia a los servicios ferroviarios de media distancia, los servicios ferroviarios media distancia-AVANT, los servicios regulares de transporte de viajeros por carretera, los servicios de transporte aéreo sometidos a OSP y los servicios de transporte marítimo sometidos a contrato de navegación, estableciendo una reducción común del 50 %.
(50). La STC 118/1996, de 27 de junio, que declaró nula la cláusula de cierre del precepto que habilitaba este mecanismo excepcional por “otras causas graves de utilidad pública o interés social, que igualmente lo justifiquen”, confirmó la competencia del Estado para suspender, prohibir o restringir, total o parcialmente, servicios o actividades de transporte de competencia autonómica por razones sanitarias, a la luz de la doctrina sentada por la STC 329/1993, de 12 de noviembre, conforme a la cual <<en casos extraordinarios y a causa de poderosas razones de seguridad y grave y urgente necesidad>> la competencia autonómica puede ceder en favor del Estado (vid. FJ 14).
(51). Reglamento (CE) n.º 1370/2007 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2007, sobre los servicios públicos de transporte de viajeros por ferrocarril y carretera y por el que se derogan los Reglamentos (CEE) n.º 1191/69 y (CEE) n.º 1170/70 del Consejo. La aplicación directa de esta normativa europea se hace expresa –aun sin cita específica- en el art. 17.2 LOTT, sin perjuicio de aplicar, cuando corresponda, lo dispuesto en la legislación contractual sobre el “contrato de gestión de servicio público”, tal y como insiste la Exposición de motivos de la Ley 9/2013 y el art. 19 LOTT en la redacción que aquella introdujo.
(52). No deja de ser llamativo que el contrato suscrito el 18 de diciembre de 2018 declare su vigencia hasta 2027 cuando el acuerdo del Consejo de Ministros en el que se sustenta, de 15 de diciembre de 2017, modificado el 30 de agosto de 2019, se aprueba para un período de cuatro años.
(53). Real Decreto 1516/2007, de 16 de noviembre, por el que se determina el régimen jurídico de las líneas regulares de cabotaje marítimo y de las navegaciones de interés público.
(54). La correspondiente declaración es competencia del Gobierno en los términos del art. 7.4 de la Ley 27/1992, de 24 de noviembre, Puertos del Estado y de la Marina Mercante, siendo el caso que el art. 8.1 del Real Decreto referenciado en la nota anterior contiene una especificación de las líneas de interés general, a las que habrá que sumar la de Melilla-Motril-Melilla, objeto de un acuerdo del Consejo de Ministros no publicado. En el BOE de 4 de enero de 2021 se puede consultar, sin embargo, el anuncio de la licitación de los correspondientes contratos.
(55). Reglamento (CEE) núm. 3577/92 del Consejo, de 7 de diciembre de 1992, por el que se aplica el principio de libre presentación de servicios a los transportes marítimos dentro de los Estados miembros (cabotaje marítimo).
(56). Reglamento (CE) nº 1008/2008 del Parlamento Europeo y del Consejo de 24 de septiembre de 2008 sobre normas comunes para la explotación de servicios aéreos en la Comunidad (versión refundida). En especial, arts. 16 a 18.
(57). Ciñéndonos a las más recientes: la Orden TMA/1090/2020, de 19 de noviembre, por la que se modifican temporalmente las OSP establecidas en el Acuerdo del Consejo de Ministros de 27 de julio de 2018, por el que se declaran obligaciones de servicio público en la ruta aérea Menorca-Madrid, y, ya en 2021, la Orden TMA/297/2021, de 29 de marzo, por la que se modifican temporalmente –de resultas de una evolución más negativa que la prevista, tal y como se desprende de su Preámbulo- las obligaciones de servicio público establecidas en el Acuerdo del Consejo de Ministros de 13 de marzo de 2009, por el que se declaran obligaciones de servicio público en la ruta Almería-Sevilla, en el Acuerdo de Consejo de Ministros de 23 de febrero de 2018, por el que se aprueba la declaración de obligaciones de servicio público en las rutas aéreas Badajoz-Madrid y Badajoz-Barcelona, y en el Acuerdo del Consejo de Ministros de 5 de octubre de 2018, por el que se declaran obligaciones de servicio público en las rutas aéreas Melilla/Almería, Melilla/Granada y Melilla/Sevilla.
(58). Esta Disposición, a la que se remiten las Órdenes de referencia, junto con el art. 95 LES, después de precisar que “la declaración de nuevas obligaciones de servicio público corresponde al Consejo de Ministros, a propuesta del Ministro de Fomento y previo informe de la CDGAE”, advierte que “la revisión o modificación de dichas obligaciones únicamente requerirá el Acuerdo del Consejo de Ministros y el informe de la CDGAE cuando implique el otorgamiento de nuevas subvenciones públicas para su compensación o el incremento de las que ya se venían otorgando a tal efecto”.
(59). A este respecto los Servicios de la Comisión han elaborado unos documentos de trabajo específicos Overview of the State rules and public service obligations rules applicable to the air transport sector during the COVID-19 outbreak y, con título equivalente para el “maritime sector” y el “land transport sector”, disponibles en https://ec.europa.eu/competition/state_aid/what_is_new/covid_19.html. En la misma página se puede consultar la propia Comunicación y sus sucesivas enmiendas, así como un listado de las ayudas aprobadas hasta ahora que resulta muy ilustrativa. El Tribunal General, en sendas sentencias de 17 de febrero de 2021, ha confirmado la compatibilidad con el Tratado, y en particular con los apartados b) y c) de su art. 107.2, de las ayudas a las compañías “de bandera” aprobadas en Francia y Suecia, respectivamente (Asuntos T 259 y 238/2020).
(60). En fecha 9 de marzo de 2021 el Consejo de Ministros autorizó al Consejo Gestor del Fondo de Apoyo a la Solvencia de Empresas Estratégicas, creado por el art. 2 del R D-L 25/2020, de 3 de julio, de medidas urgentes para apoyar la reactivación económica y el empleo, la aprobación de la “operación de apoyo público temporal” solicitada por la compañía Plus Ultra Líneas Aéreas, S.A.. Téngase en cuenta que el Fondo de referencia no es específico para el sector transporte, sino que fue creado con el objetivo expreso de dar apoyo financiero temporal a 'empresas no financieras que atraviesen severas dificultades de carácter temporal a consecuencia de la pandemia del COVID-19 y que sean consideradas estratégicas para el tejidoproductivo nacional o regional'. La polémica está servida toda vez que el carácter 'estratégico' de la compañía susceptible de recibir la ayuda ha de determinarse, 'entre otros motivos, por su sensible impacto social y económico, su relevancia para la seguridad, la salud de las personas, las infraestructuras, las comunicaciones o su contribución al buen funcionamiento de los mercados', a los efectos de lo cual establece precisiones el Acuerdo por el que se establece el funcionamiento del Fondo de apoyo a la solvencia de empresas estratégicas', aprobado por el Consejo de Ministros el 21 de julio de 2020 y publicado en el 'Boletín Oficial del Estado' mediante la Orden PCM/679/2020, de 23 de julio. Una simple consulta a la página web del Congreso de los Diputados da cuenta de las decenas de preguntas e iniciativas parlamentarias que este asunto ha suscitado, a lo que se suma una denuncia ante la Comisión Europea, extremos estos que no se produjeron en relación con la ayuda concedida previamente a la compañía Aireuropa, autorizada mediante acuerdo de noviembre de 2020.
(61). Una consulta a la Plataforma de Contratos del Sector Público (https://contrataciondelestado.es) pone de manifiesto, en efecto, un casuismo amplísimo, ya que las mismas prestaciones pueden ser indistintamente objeto de licitación como contratos de servicios o como concesiones de servicios, a lo que se añade que en la Plataforma se identifica un supuesto tipo “Gestión de servicios públicos” que a la vista de los pliegos publicados se reconduce al tipo concesión de servicios. En todo caso, prestaciones de las incluidas en la reserva del 86.2 LRBRL –como la recogida de residuos- u otras de cariz social -como centros de mayores, asistencia a domicilio- o de carácter socio-educativo-asistencial (si se nos permite la expresión) –como centros de enseñanza infantil, deportivos; incluso de peluquería o podología en el ámbito local- se licitan, indistintamente, como contrato o concesión de servicios. Así ocurre también con servicios de transportes a distintos colectivos –como el de transporte de enfermos o el escolar o el de personal-, sin que hayamos encontrado ejemplos de prestación del servicio regular de viajeros licitados como contrato de servicios.
(62). Conviene advertir que la dicción original de los preceptos sufrió pequeñas modificaciones: el apartado 1 se modificó, con efectos retroactivos desde el mismo 18 de marzo, por el R D-L 11/2020, de 31 de marzo (Disposición final 1.10) y a él se incorporó un párrafo final, con el mismo efecto retroactivo, por el R D-L 17/2020, de 5 de mayo, cuya Disposición final 9 también modificó el último párrafo del apartado 4.
(63). Esta precisión se introdujo, a través de un nuevo apartado 7, por el R D-L 11/2020 con efectos del 18 de marzo, haciendo expreso algo que ya se deducía a la vista de la exclusión expresa de la aplicación al caso de las reglas del derogado art. 220 TRLCSP11 –mucho más parco que el vigente 208 LCSP17-.
(64). Conviene advertir que este planteamiento, en la situación actual, y a la vista del enorme casuismo que ya tuvimos ocasión de ilustrar, puede suponer que para algunos contratos de servicios del 312 LCSP17 la solución de la suspensión pudiera ser hábil –por tratarse de servicios prescindibles, como, al menos puntualmente, los de guardería o deportivos-. O, inversamente, que planteara igualmente dificultades en su aplicación a servicios que, no siendo formalmente servicios públicos, se demuestren esenciales –como, en particular, los auxiliares de los servicios públicos –como puedan ser los de vigilancia o manutención de servicios sanitarios, por poner un ejemplo-. Para estos casos, la solución que ofrece el art. 205.2.b) LCSP17, al que posteriormente nos referiremos, -e incluso el c)- pudiera ser útil, cumplidas todas las cautelas que introducen.
(65). Bajo este concepto debemos integrar los gastos por mantenimiento de la garantía definitiva relativos al período de suspensión del contrato, así como los correspondientes a las pólizas de seguro previstas en el pliego y vinculadas al objeto del mismo que estuvieran vigentes en el momento en que aquella se produzca.
(66). Calificando de tales los gastos de alquileres o costes de mantenimiento de medios necesarios para la prestación del servicio –maquinaria, instalaciones y equipos, menciona el apartado correspondiente del párrafo segundo, a los que el párrafo suma la referencia a vehículos como elemento de la correspondiente solicitud- siempre y cuando el contratista acredite que no pudieron ser empleados para otros fines y su importe sea inferior al coste de resolución de los correspondientes contratos de alquiler o mantenimiento.
(67). En particular, los gastos salariales que “efectivamente” abone el contratista al personal adscrito con fecha 14 de marzo de 2020 a la ejecución “ordinaria” del contrato durante el período de suspensión, a salvo la precisión que se hace respecto de los trabajadores que queden sometidos al régimen de permiso retribuido establecido por el R D-L 10/2020. No se precisa en este supuesto, sin embargo, como sí sucede en el apartado 3 respecto del contrato de obras, que el personal deba seguir adscrito cuando se reanude el contrato. Sobre el alcance de estos gastos a la vista de varios informes de la Abogacía del Estado vid. el informe de la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación (OIRreScon) “Impacto en la contratación pública de las medidas derivadas de la declaración del estado de alarma como consecuencia del COVID-19” de 22 de junio de 2020, disponible en https://www.hacienda.gob.es/es-ES/RSC/Paginas/RSC.aspx, págs. 37-39.
(68). Lo que implica, conviene advertirlo, desincentivar tal opción del contratista como medio para procurar el mantenimiento de los empleos. Frente a ello, el art. 208.2.3ª LCSP17 identifica entre los gastos salariales indemnizables los que correspondan al “personal que necesariamente deba quedar adscrito al contrato durante el periodo de suspensión”, de lo que se deduce que el régimen general asume la opción del contratista por la extinción o suspensión de los contratos de sus empleados.
(69). En rigor, si nos atenemos a la dicción del precepto, parece que la indemnización abarcará el “período de la suspensión”, que solo es tal desde que sea formalmente declarada, lo que impediría indemnizar los daños y perjuicios, no ya previos a la propia solicitud, sino incluso a la resolución del órgano de contratación. Abogando por la retroacción de efectos, sin mayor argumento, se pronuncia la OIreScon en su Informe, pág. 40.
(70). En los términos del art. 198.5 LCSP17, la suspensión se contempla como una facultad de la Administración contratante –sin tasar los motivos desencadenantes, que deberán especificarse- o del contratista ante supuestos de demora superior a cuatro meses de la Administración contratante en la obligación de pago del precio.
(71). Extremo este que podría discutirse en el caso de contratos suscritos en el marco del TRLCSP11. Téngase en cuenta que la aplicación de su art. 220 ha quedado descartada expresamente por el artículo excepcional que nos ocupa, siendo así que aquel afirma lacónicamente, en fórmula potencialmente omnicomprensiva, que la Administración “abonará al contratista los daños y perjuicios efectivamente sufridos por éste”.
(72). El art. 211 LCSP17 no incorpora la suspensión como causa de resolución de aplicación general a todos los contratos, mientras que el art. 313.1 LCSP17 cifra en 8 meses el período de suspensión “acordada por el órgano de contratación” que legitima específicamente la resolución del contrato de servicios devengando a favor del contratista una indemnización del 6% del precio de adjudicación de los servicios dejados de prestar.
(73). Así quedó confirmado cuando el R D-L 11/2020 introdujo el ya citado apartado 7 en el mismo artículo y, sucesivamente, el R D-L 17/2020 añadió al mismo un segundo párrafo.
(74). Y ello en el bien entendido de que, conforme a lo previsto en las DDTT primeras de la LCSP07 y LCSP17, las concesiones adjudicadas con carácter previo a su entrada en vigor quedan sometidas, en punto a su ejecución, a la “normativa anterior”, y no necesariamente a la que estuviera vigente en el momento de su adjudicación.
(75). Así, en el caso de las concesiones de autopistas, que recibieron un tratamiento específico a partir de las DD AA 41 y 42 de la Ley 26/2009, de Presupuestos Generales del Estado para 2010, completado sucesivamente por normas posteriores que no impidieron la activación de la mal llamada Responsabilidad Patrimonial de la Administración.
(76). Roj: STS 956/2015. De la que se hacen eco, más recientemente, entre otras, las SSTS de 15 de junio de 2016 (Roj: STS 3429/2016), las de 27 de febrero, 14 de marzo y 25 de abril de 2018 (Roj: STS 828, 945 y 1527/2018); y las de 12 y 19 de diciembre de 2019 (Roj: STS 3974 y 4209/2019, respectivamente).
(77). El reciente informe de la Junta Consultiva de Contratación Pública del Estado de 12 de febrero de 2021 (Exp. 38/20) enfatiza –con cita exclusivamente de jurisprudencia civil- que la fuerza mayor que se reconoce como elemento determinante de indemnizabilidad se fundamenta en la imposibilidad de ejecución contractual.
(78). Como es el caso del servicio de cafetería que se presta en la EOI que es objeto –significativamente- de informe emitido por la Abogacía del Estado el 30 de marzo de 2020, en el que se insiste en una interpretación taxativa del requisito de la imposibilidad de ejecución.
(79). Esta interpretación es rechazada rotundamente por la Abogacía del Estado en su informe de 2 de abril de 2020 (RDO 394/20), tanto por lo que hace a la opción de interpretar el criterio del 34.4 como una imposibilidad “relativa”, como por lo que se refiere a la posibilidad de aplicar el régimen general de la legislación contractual, extremo este último con el que hace expresa adhesión la Junta Consultiva de Contratación Pública del Estado en su ya citado informe de 12 de febrero de 2021. También J. TORNOS MAS (2020), COVID-19, contratos concesionales y reequilibrio económico, publicado el 8 de junio de 2020 en http://www.obcp.es/opiniones/covid-19-contratos-concesionales-y-reequilibrio-economico, págs. 4-10, apela, haciéndose eco del informe de la Abogacía, a la aplicación del régimen general cuando no resulte aplicable el 34.4 por no estarse ante un caso de imposibilidad total o parcial, si bien no parece contemplar la opción de la interpretación de la imposibilidad como “relativa”.
(80). Así lo defiende la Abogacía del Estado en su informe de 2 de abril de 2020, afirmando que el 34 R D-L 8/2020 tiene “efectos temporales limitados () por lo que su contenido ha de considerarse de aplicación preferente mientras dure el estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo”. Sin dejar de llamar la atención sobre la fecha en la que se emite el informe, apenas prorrogado por primera vez el estado de alarma de marzo, debemos matizar que lo determinante es que el supuesto se manifestase durante el primer período de alarma, con independencia de que sus efectos se prolonguen con posterioridad.
(81). Reglas que, siendo coherentes con las medidas impuestas por el Decreto de alarma, materialmente obvian el sentido del 34.4, aunque lo mencionen expresamente, por cuanto los conceptos en los que se apoyan (reducción de ingresos por disminución de la demanda y aumento de costes por las exigencias de desinfección, teniendo en cuenta la reducción de costes “por reducción de expediciones”) implican desconocer el criterio de la imposibilidad de ejecución contractual entendida en sentido absoluto.
(82). En este caso se especifica como condición que el servicio se esté prestando a la entrada en vigor del R D-L y continúe prestándose al menos hasta el 31 de diciembre de 2021, de modo que el incumplimiento de tal compromiso obligará al contratista a devolver la compensación económica recibida, para lo cual se instará el correspondiente procedimiento de reintegro.
(83). Dos meses desde la entrada en vigor del R D-L 26/2020 para solicitar y cuatro, a contar desde la misma fecha, para resolver, en el primer caso. En el segundo, veinte días hábiles desde la entrada en vigor del R D-L 37/2020 para solicitar y hasta el 31 de octubre de 2021 para resolver: es decir, más de ocho meses (¡), lo que implica una excepción al plazo máximo de seis meses contemplado en el art. 21.2 de la Ley 39/2015 a la que da cobertura el rango de ley con el que se adopta. La amplitud del plazo –que seguramente quiera ser consecuente con la cantidad de las solicitudes a resolver- se mitiga con la previsión del abono de anticipos.
(84). Obsérvese que esta expresión, en rigor, abarca hasta el día de hoy y un período indeterminado en el futuro, lo que no impedirá atemperarla llevada al terreno concreto de la afectación de cada objeto concesional.
(85). El informe de la Abogacía del Estado de 30 de marzo de 2020, en la medida en que se reafirma en que la imposibilidad de ejecución de la concesión es premisa de la aplicación del supuesto, tiene que admitir el carácter limitado de los gastos salariales adicionales indemnizables bajo dicha lógica.
(86). En este punto la LCSP17 aumenta el máximo del 10% que la legislación anterior preveía para la concesión de servicio público (art. 282.5 TRLCSP), lo que tendrá incidencia si se plantea la aplicación de este régimen a concesiones adjudicadas previamente a la LCSP17 en aplicación de lo previsto en su DT 1ª.
(87). Al respecto, M. CARLÓN RUIZ (2018), “El principio del mantenimiento del equilibrio económico de las concesiones: estado de la cuestión en la Ley 9/2017”, en F.J. JIMÉNEZ DE CISNEROS (Dir.), Libro-Homenaje al Profesor Menéndez Rexach (Vol. I: 851-884), Cizur Menor: Thomson-Aranzadi.
(88). J. TORNOS MAS (2020: 20-21) apunta de forma añadida a la dificultad de vincular de forma directa el COVID con la ruptura sustancial de la economía del contrato que se exige como requisito, según referiremos inmediatamente. J. Mª GIMENO FELIÚ (2020), “La crisis sanitaria COVID-19 y su incidencia en la contratación pública”, El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, Número doble especial 86-87, págs. 48-50, y C. MORALES RUIZ, “Fuerza mayor, factum principis y COVID-19”, en MOROTE SARRIÓN, J.V. (2020), El impacto del COVID en las instituciones del Derecho administrativo, Valencia: Tirant Lo Blanch, vendrían a concluir lo contrario, por más que este último no deje de señalar el óbice de que no se encuentre entre los supuestos enunciados por la ley.
(89). A esta posibilidad apunta J. TORNOS MAS (2020: 17-18, por referencia al supuesto de modificaciones no previstas en los pliegos (en plena sintonía con el art. 43.1.c) de la Directiva 2014/23/UE) que se pueden desencadenar como reacción a circunstancias “sobrevenidas e imprevisibles” que razonablemente no pudieran preverse –no las meramente imprevistas-, ceñidas al criterio cualitativo de la no alteración de la naturaleza global del contrato y al cuantitativo del umbral global del 50%. Bien es verdad que este precepto contempla, como el precedente art. 107.1.b) TRLCSP, supuestos equivalentes a las sujéctions imprévues francesas, tal y como pone de manifiesto T.R. FERNÁNDEZ (2016), “Los riesgos imprevistos en el contrato de obras”, Revista de Administración Pública, 201, pero no se ha de ocultar que puede ofrecer, en ciertos casos, una salida para asegurar la continuidad contractual. Así lo reconoce, de hecho, el ya citado informe de la Junta de 12 de febrero, si bien en relación con un contrato de obras.
(90). Hasta el punto de hacerlo “excesivamente oneroso”, según viene exigiendo de forma sostenida el Consejo de Estado. Con ello se impide considerar que cualquier incidencia en el equilibrio económico de la concesión pueda ser determinante de una obligación de reequilibrio, pues lo contrario supondría negar la lógica misma del riesgo concesional en el que, de hecho, pivota expresamente la categorización de las concesiones en la LCSP17.
(91). Sirva como referencia, entre los más recientes, el Informe de la JCCE 18/2019, que –al descartar que una subida del Salario Mínimo Interprofesional pueda ser reconocible como factum principis- se hace eco de la consolidada doctrina del Consejo de Estado.
(92). Así lo destaca J. Mª GIMENO FELIÚ (2020: 48) en atención a la larga duración concesional. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que este requisito puede llegar a cumplirse en más de un caso, dado que la situación general se ha alargado ya casi un año, en concesiones de plazos contenidos, tomando como referencia el plazo de cinco años que maneja el art. 29.6 LCSP17.
(93). Por esta vía se ha autorizado finalmente un crédito extraordinario de 275 millones de euros, ampliable a 400, para el apoyo a los servicios de transporte público de titularidad de entidades locales con el objetivo de dotarlas de mayor financiación para compensar el déficit extraordinario de aquellos hasta el final del año 2020 conforme al criterio prioritario de caída de la demanda. En su formulación resulta equívoco si se refería exclusivamente a los supuestos de gestión directa.
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