Santiago Muñoz Machado
Santiago Muñoz Machado es Catedrático de Derecho Administrativo
El artículo se publicó en el número 76 de la revista EL CRONISTA del Estado Social y Democrático de Derecho (Iustel, septiembre 2018)
I
La disponibilidad de agua para usos domésticos y colectivos en la ciudad se debe en todo el mundo desarrollado a un artificio, de aparente sencillez, conocido desde siempre: el transporte a través de canalizaciones desde los acuíferos hasta los núcleos habitados. Esta conexión pudo ser bastante elemental cuando las colectividades humanas se establecían cerca de corrientes de agua o de las lagunas y depósitos naturales. La tuvieron a mano sin más esfuerzo que desplazarse una corta distancia. Cuando la urbanización se consolidó, trató de evitarse esa incomodidad estableciendo sencillas obras hidráulicas que servían para transportar el agua desde sus depósitos o corrientes naturales hasta las fuentes de uso colectivo construidas en los pueblos. Cuando las ciudades crecieron y los servicios públicos fueron ampliados y modernizados, el abastecimiento domiciliario de agua se convirtió en una de las obligaciones principales de los ayuntamientos. Poco a poco dejó de ser necesario desplazarse hasta las fuentes.
Ahorro cualquier digresión sobre otros momentos destacados de ese proceso de dominación del agua, entre los cuales, naturalmente, la implantación de las grandes obras hidráulicas que han permitido, paulatinamente, almacenarla en grandes depósitos o embalses (los romanos de Proserpina y de Cornalvo, cerca de Mérida, son los más antiguos en España), para asegurar, antes que cualquier otro uso, el abastecimiento urbano, según siguen proclamando nuestras leyes de aguas desde 1866 hasta hoy.
Actualmente en España algunos grupos políticos, y determinados gestores municipales, han puesto sobre la mesa de los debates públicos dos conceptos que merecen ser considerados con atención: primero, el agua es un derecho humano; segundo, la gestión del agua debe ser pública.
Para los administrativistas, el debate, pese a sus apariencias de modernidad, trae pocas novedades: el agua de la mayor parte de las geografías en las que se acumula naturalmente, o por las que corre, es pública en España desde muy antiguo. La declaración normativa en este sentido ya estaba hecha en la legislación medieval (Leyes 3 y 9, Título XVIII, de la Tercera Partida), pasó a la legislación constitucional del siglo XIX, codificándose en las leyes de aguas de 3 de agosto de 1866 (en general, artículos 33 y 44), en la de 1879 y en el Código Civil de 1889 (artículos 343 y 344), y así se ha mantenido, ampliando el ámbito de los recursos considerados de dominio público, en la Ley de aguas de 1985 (Texto Refundido 1/2001).
El requerimiento de que sea consagrado el derecho humano al agua procede, en general, de países que no tienen una disponibilidad suficiente sobre ese recurso, por la escasez natural en su territorio o por el azote creciente de las sequías. El contenido del derecho alude a la disponibilidad de una cantidad mínima para la bebida, la alimentación y el aseo, medida en litros por habitante. Las cantidades consideradas mínimas oscilan en los diferentes análisis. Las primeras guías para la calidad del agua potable de la OMS consideraban que era preciso un promedio de 20 litros de agua por persona y día. Actualmente se alude a una cantidad de entre 50 y 100 litros por persona y día. Naturalmente con diferencias en razón al clima, el nivel de actividad y la dieta de cada persona (sobre ello, Howard G. y Bartram J., Domestic Water Quantity, Service Level and Health, World Health Organisation, 2003).
También forman parte del contenido del derecho otros factores como la calidad, accesibilidad y costo del agua. Y se imponen a los poderes públicos, desde luego, las acciones regulatorias dirigidas a “respetar, proteger y realizar ese derecho”. Es decir, que forma parte del derecho la buena regulación.
Algunas resoluciones internacionales han recogido, a partir de 2010, el derecho humano al agua. La Carta Europea del Derecho al Agua del Consejo de Europa, de 1968, proclamó el agua como bien común, que había que preservar por su carácter de recurso agotable. Fue crucial la Observación general número 15 del Comité de Derechos Económicos Sociales y Culturales, sobre el derecho al agua, a la que en seguida me referiré; y también la Resolución A/RES/64/292, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2002, a propuesta del Estado boliviano, que reconoció el derecho al agua y al saneamiento como “un derecho humano esencial para el pleno disfrute de la vida y de todos los derechos humanos”. Una Resolución del Consejo de Derechos Humanos, adoptada poco tiempo después, consideró que el derecho al agua y al saneamiento forman parte del Derecho Internacional existente y vinculante. Remito, sobre este proceso de internacionalización del derecho al agua, al estudio más detallado de Anna Calvete Moreno, “El derecho humano al agua”, en el libro coordinado por J. Tornos Mas El servicio de suministro de agua en España, Francia e Italia, Madrid, Iustel 2018.
El referido impulso de Bolivia tiene como antecedente las tensiones que había ocasionado la decisión de privatizar el abastecimiento de agua potable en el municipio de Cochabamba, que había sido impuesta por el Banco Mundial como condición para la ampliación hasta 1997 del préstamo que le tenía concedido. La gestión privada resultó francamente negativa porque la regularidad del abastecimiento y la calidad del saneamiento empeoraron. Se produjeron manifestaciones ciudadanas de protesta que solicitaban la remunicipalización del servicio; peticiones que tuvieron la fuerza suficiente como para que el Gobierno derogara la ley privatizadora, recuperándose la gestión pública del agua. El Banco Mundial defendió su apuesta por la gestión privada imputando al Gobierno boliviano que no había practicado un mínimo control serio sobre la compañía prestadora, que fue muy ineficiente. En la mala gestión también tuvieron alguna responsabilidad las mafias locales que habían influido en las revueltas populares. Al cabo, llegó a aprobarse en enero de 2009 la Nueva Constitución Política del Estado Plurinacional, que incorporó diversas normas concernientes al agua. Recoge su artículo 20 que “Toda persona tiene derecho al acceso universal y equitativo al servicio básico de agua potable”. Otros preceptos consideran el acceso al agua un “derecho fundamentalísimo para la vida” o un derecho humano que no es “objeto de concesión ni privatización” sino que ha de ser prestados “directamente o por medio de empresas públicas, comunitarias, cooperativas o mixtas”. De lo que se sigue la atribución al Estado del deber de regular, proteger y planificar el uso adecuado y sostenible de los recursos hídricos, con participación social, garantizando el acceso del agua a todos los habitantes (artículos 16, 20, 256, 373 y siguientes).
Desde entonces se han incrementado las inversiones, sin conseguirse todavía la universalización del abastecimiento con cargo a la red pública.
La sensibilidad del pueblo boliviano por el respeto al carácter público y comunitario del agua quizá no pueda explicarse sin considerar la particular tradición colectiva de los aprovechamientos del agua y la participación de las comunidades indias en la canalización de las aguas andinas, mediante obras hidráulicas elementales, para su aprovechamiento en una agricultura esencial y el abastecimiento de los habitantes. Algunas de estas costumbres estaban apoyadas en mitos indígenas diversos. Las versiones más antiguas se remontan a las tradiciones de Huarochiri, recogidas entre 1598 y 1608 por el padre Francisco de Ávila. Una colección de estas leyendas ha sido editada por Georges Dumézil y Pierre Duviols a partir de los textos escritos en quechua (el trabajo de los autores citados es “Sumaq Tika. La princesse du village sans eau”, Journal de la Société des Américanistes, 63, 1974-1976, págs 17 a 198).
Otras Constituciones de países diversos, principalmente de América y África, han proclamado también el agua como derecho fundamental (según el portal Right To Water.info, existe una mención al derecho al agua en las Constituciones de la República Democrática del Congo, Sudáfrica, Filipinas, Malawi, Gambia, Uganda, República Dominicana, Bélgica, Maldivas, Níger, Túnez, Kenia, Ecuador, Etiopía, Zambia, Uruguay, México, Panamá, Colombia, Venezuela, Bolivia y Nicaragua). En algunas constituciones de Estados federados, como la de la Ciudad de México, aprobada en 2017, se reconoce el agua como un derecho fundamental y como “bien público, social y cultural” que protege declarándolo “inalienable, inembargable, irrenunciable y esencial para la vida”. El contenido del derecho al agua comprende el “derecho al acceso, a la disposición y saneamiento de agua potable suficiente, salubre, segura, asequible, accesible y de calidad para el uso personal y doméstico de una forma adecuada a la dignidad, la vida y saludo; así como a solicitar, recibir y difundir información sobre las cuestiones del agua” (artículo 9.F.2).
El núcleo de este derecho natural al agua, según resulta de las regulaciones constitucionales mencionadas, radica en la obligación de los poderes públicos de establecer medidas eficaces de protección y en la prelación del abastecimiento a poblaciones sobre cualquier otro uso de los recursos hídricos. El derecho al agua se enmarca necesariamente dentro de estas coordenadas, una de política hidráulica y la otra fuertemente dependiente de la disponibilidad de agua; pero, en todo caso, regulando la primacía del consumo para abastecimiento de las poblaciones. La legislación específica en materia de aguas ha asumido, desde siempre en España, con esmerada minuciosidad, estas normas. La preferencia del abastecimiento a poblaciones se configura como un derecho exigible respecto de cualquier otra concesión o destino de las aguas públicas (artículo 60 de la Ley de Aguas, Texto Refundido 1/2001); las dotaciones para abastecimiento en los municipios son obligatorias (artículo 26.1.a de la LRBRL) y la falta de consignación presupuestaria para hacerlas efectivas también puede ser impugnada. Dada su naturaleza, el derecho al agua ha de ser de configuración legal esencialmente. Su consagración como derecho fundamental en la Constitución no es improcedente, pero no añade mucho a las regulaciones tradicionales en España sobre el agua y el abastecimiento a poblaciones. Por lo demás, es claro que se trata de un derecho muy vinculado o comprendido en otros que la Constitución recoge explícitamente, como, por ejemplo, la dignidad humana o el derecho a la vida.
Tampoco en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se hizo mención alguna al derecho al agua, pero el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, entendió que había que tenerlo por comprendido en el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. La Observación 15 del mencionado Comité explica: “En el párrafo 1 del artículo 11 del Pacto se enumeran una serie de derechos que dimanan del derecho a un nivel de vida adecuado, ‘incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados’ y son indispensables para su realización. El uso de la palabra ‘incluso’ indica que esta enumeración de derechos no pretendía ser exhaustiva. El derecho al agua se encuadra claramente en la categoría de las garantías indispensables para asegurar un nivel de vida adecuado. En particular porque es una de las condiciones fundamentales para la supervivencia (). El derecho al agua también está indisolublemente asociado al más alto nivel posible de salud (párrafo 1 del artículo 12) y al derecho a una vivienda y a una alimentación adecuadas (párrafo 1 del artículo 11). Este derecho también debe considerarse conjuntamente con otros derechos consagrados en la Carta Internacional de Derechos Humanos, en primer lugar el derecho a la vida y a la dignidad humanas” (Observación General número 15, E/C.12/2002/11).
II
El segundo principio tomado como bandera por algunos gobiernos municipales (el fenómeno, con variable convicción, está extendido por todo el mundo, pero me referiré ahora al caso español) es el de la gestión pública del agua. Los fundamentos de esta proclama están formulados casi siempre con extrema simpleza. Sostienen por ejemplo: siendo el agua un recurso de todos, indispensable para satisfacer un derecho humano esencial, no hay razón que pueda valer para que su gestión se encomiende a empresas mercantiles; con ánimo de lucro, como corresponde a su condición. Los ayuntamientos o las empresas municipales abaratarían el precio del agua como se deduce del hecho de que no tienen por qué obtener beneficios en sus operaciones. Además, las infraestructuras de red imprescindibles para la prestación del servicio de abastecimiento domiciliario son municipales, de manera que no serían precisas grandes inversiones iniciales para asumir la gestión directa del servicio.
Se aprecia sin dificultad que algunas de estas proposiciones son falsas; otras solo deberían utilizarse con muchas matizaciones.
Por lo pronto, no es correcto afirmar que la gestión del abastecimiento a poblaciones por empresas mercantiles sea una privatización del servicio. Se trata, por el contrario de la más caracterizada forma de gestión indirecta de un servicio público, para la que se necesita una habilitación pública (habitualmente mediante concesión, pero no siempre, como luego se verá). El servicio es de titularidad pública y el gestor privado está sometido a una intensa regulación que permite a la Administración Pública concedente ejercer amplísimas facultades de supervisión y control en todos los planos, incluido el financiero.
La aseveración de que las canalizaciones para el abastecimiento son necesariamente infraestructuras públicas se basa en el error de creer que las leyes siempre han encomendado su construcción bien a los propietarios de terrenos urbanizables o bien a los concesionarios del servicio de abastecimiento, que han de cederlas gratuitamente al Ayuntamiento como una carga del derecho a urbanizar, o entregarlas a la Administración concedente cuando se extingue la concesión, porque hacerlo es una obligación legal y contractual.
Esta creencia tiene fundamentos legales en relación con las urbanizaciones y concesiones que puedan desarrollarse conforme a la legislación vigente. Pero no se sostiene la misma suposición si se tiene en cuenta que el proceso de implantación de las infraestructuras de red para el trasporte del agua, ha tenido lugar, en las principales ciudades españolas, a lo largo de los dos últimos siglos. Las situaciones jurídicas que se han presentado en ese larguísimo proceso histórico han sido muy diversas. Las previsiones de la legislación no eran las mismas que ahora y las relaciones de los ayuntamientos con el servicio de abastecimiento también ha cambiado mucho a lo largo del tiempo, de manera que no siempre ha estado regido por fórmulas concesionales como las que ahora conocemos.
En punto a las infraestructuras de red, los defensores de la publicación plena del servicio de abastecimiento de agua no suelen tener en cuenta que el carácter público del agua no arrastra la consecuencia de que también lo sean las canalizaciones por las que se distribuye en la ciudad. El agua es de todos, pero, para llevarla a la ciudad, son precisos acueductos, que precisan fuertes inversiones. Es frecuente que los defensores de las políticas que comento no caigan en la cuenta de que estas obras hidráulicas no han emergido espontáneamente sobre el paisaje o han crecido bajo la tierra de forma tan natural como las lombrices. Sin embargo, hay que preguntarse quién las ha hecho, cuándo, y cuál es la naturaleza, pública o privada de lo construido.
Esa ingenua creencia en la implantación nullius, a lo largo de los siglos, de las canalizaciones tiene alguna conexión con la muy venerable y hermosísima mitología de los acueductos. En la Estoria de España iniciada por Alfonso X y seguida por Sancho IV (R. Menéndez Pidal la publicó en 1906 con un largo título que modificó en la edición de Gredos de 1955: Primera crónica general de España que mandó componer Alfonso X el Sabio y se continuaba bajo Sancho IV), aparece, vinculada a la fundación de España, una versión clásica de las leyendas de acueductos.
El relato atribuye al rey Espán, fundador y poblador de España, sobrino de Hércules, “labores maravillosas” como el acueducto de Segovia y el faro de La Coruña. El cronista indica que Cádiz fue elegida por Espán, aconsejado por su hija Liberia, para establecerse pese a los inconvenientes del lugar, que no tenía agua dulce y estaba aislada por un brazo de mar que sólo se podía cruzar con embarcaciones. Liberia, que tenía autorización de su padre para casarse con quien quisiera, dijo a tres pretendientes que daría su mano a quien realizara en mejor tiempo las empresas que les confiaba, que consistían en construir casas, muros y torres, un puente para crear la nueva ciudad, y también un acueducto para dar paso al agua y facilitar el tránsito a la gente. Entre los pretendientes que acometieron la tarea, el vencedor fue el joven griego llamado Pirus, quien hizo rápidamente el puente y el acueducto. Pero concertó con él que no se lo dijera a los demás. En su momento, el joven griego “llamó al Rey e mostrol cuerno avie acabado. E abrió el canno e dexo venir el agua a la villa. Al Rey plogol e casol con su fija, e a los otros dio muy grandes dones, y enviolos dessi los más pagados que el pudo. En esta manera fue poblada la villa de Caliz e la Ysla, que fue una de las más nobles cosas que ovo en Espanna”.
La incitación a los pretendientes de una princesa o noble doncella para que contiendan en pruebas descomunales que permitirán elegir al mejor de ellos es un argumento recurrente en la literatura medieval. Y en este contexto se han formado otras leyendas relacionadas con los acueductos; por ejemplo el de Segovia (v. García de Diego, Antología de Leyendas, t.1 Barcelona 1955 p. 242 ss., R. Ramírez Gallardo, Supervivencia de una obra hidráulica; el acueducto de Segovia, Segovia 1975, p. 309-329). De nuevo aparecen como ingredientes del relato los mitos fundacionales de la ciudad y sus grandes obras. En algunas, como en la catedral de Colonia, también compite el diablo entre los pretendientes; en diversas versiones de las leyendas del acueducto segoviano, también. Pero lo principal es la falta de agua, la necesidad de conducirla hasta la población, concursos hercúleos, deslealtades y sucesos incomprensibles (se destruye de noche lo construido de día); está punto de ganar el diablo que pierde, finalmente, por un error de cálculo, cuando faltaban las últimas piedras. Tensiones semejantes ofrecen los relatos de la construcción del acueducto de Arles.
Leyendas de este tipo, concernientes a cómo se hicieron las grandes construcciones para transportar el agua, desde sus fuentes hasta el núcleo de población, las hay en todos los continentes. Las narraciones andinas del Sumak Tika, que antes he citado, tienen este preciso argumento principal. Y, en el otro lado del mundo, las mismas cosas se cuentan, con resonancias orientales, alrededor de la fundación de Babilonia y las culturas que prosperaron junto al Tigris y el Éufrates. Semíramis, la poderosa e independiente soberana, fue allí la proveedora y protagonista de la mitología de las grandes obras hidráulicas con la que emparentarían las leyendas europeas y americanas. [Mujeres, canales y acueductos. Contribución para una mitología hidráulica en J, A. González Alcantud y A. Malpica Cuello (coords) El agua: Mitos, ritos y realidades, Anthopos, Barcelona, 1995].
Determinar quién construyó y a quién debe atribuirse la propiedad de las canalizaciones para la distribución del agua en las ciudades ha dejado de ser, hace mucho tiempo, una cuestión que tenga que resolverse echando mano de leyendas o apelando a magias. Ahora es cuestión de Derecho, no difícil de resolver desde la primera legislación municipal del siglo XIX y la legislación sobre aguas que empieza a formar un corpus bien organizado desde la mitad del mismo siglo.
III
El servicio de abastecimiento de agua se ha considerado competencia municipal en todas las leyes de régimen local del siglo XIX, desde las Instrucciones de 1813 y 1823, hasta las Leyes Municipales de 1870 y 1877, si bien el concepto de abastecimiento no abarcaba inicialmente más que el mantenimiento de fuentes y lavaderos. Ratifican, como se aprecia, las leyes municipales, la elemental idea, expuesta en el párrafo primero de este breve ensayo, de que las fuentes fueron las primeras y escuetas obras hidráulicas al servicio del abastecimiento urbano.
Las leyes de aguas de 1866 y 1879 ampliaron la competencia municipal a la evacuación de aguas residuales. El abastecimiento domiciliario de agua no estaba comprendido en la competencia municipal tal y como estas leyes la entendían. Hasta el Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924 y el Real Decreto de 12 de abril del mismo año no se declararon servicios públicos municipales el abastecimiento de agua, el gas y la electricidad. Pero esto no significó que los ayuntamientos asumieran inmediatamente el servicio. En muchas ciudades españolas importantes el servicio de abastecimiento estaba a cargo históricamente de empresas privadas. Aunque el mencionado Estatuto y, más tarde, la Ley de régimen local aprobada por la República en 1935 y la Ley de 1955 preveían la gestión directa del servicio por la corporación municipal, no hubo, en general, cambios en aquella práctica implantada desde el siglo XIX. Por una parte, las propias leyes daban preferencia a la gestión indirecta de los servicios y, por otra, desplazar a las empresas privadas prestadoras del servicio era una operación de naturaleza expropiatoria que hubiera requerido la indemnización, cuanto menos, por la transferencia a mano pública de los bienes afectos al servicio.
La prestación del servicio público por particulares se mantuvo porque, cuando las leyes citadas lo declararon de competencia municipal, muchos ayuntamientos no lo municipalizaron. Les bastó con mantener una cierta inspección sobre su calidad, especialmente por imposición la legislación sanitaria desde el Reglamento de Sanidad Municipal de 9 de febrero de 1925. Esta norma recomendó a los Ayuntamientos, no siempre con éxito, “hacer lo posible para municipalizar el servicio de aguas potables”.
Ni siquiera se alteró la situación en los ayuntamientos más recalcitrantes a la asunción del servicio de abastecimiento de agua después de que las leyes de régimen local de 1955 y 1985 declararon su obligatoriedad en los municipios de más de 5.000 habitantes.
Que personas o entidades privadas pudieran prestar el servicio de abastecimiento de agua solo dependía de que contaran con recursos hídricos y con las infraestructuras de red imprescindibles. Estas últimas, las canalizaciones y tuberías, se podían implantar con las correspondientes autorizaciones municipales. El agua necesaria para la prestación del servicio, en el marco de la Ley de Aguas de 1879, vigente cuando se formaron estos servicios privados de abastecimiento, podía tener tres procedencias: aguas privadas, cuya existencia permitía la ley largamente hasta que fue sustituida por la vigente de 1985 (Texto Refundido 1/2001), entre las cuales las pluviales y subterráneas; los aprovechamientos obtenidos por prescripción de 20 años, que también contemplada la Ley de 1879; y las otorgadas mediante concesión de aguas públicas. Estas concesiones se consideraban un aprovechamiento especial del dominio público y se otorgaban con preferencia cuando su destino era el abastecimiento de poblaciones, fijando un plazo de vigencia de hasta 99 años (artículo 170 de la Ley de 1879).
Con estos títulos se han abastecido, hasta hoy, ciudades tan importantes como Barcelona por empresas privadas. En concreto, en dicha ciudad, por Aguas de Barcelona, una entidad mercantil fundada a mediados del siglo XIX. A veces se incurre en el grave error de pensar que estas empresas privadas que prestan el servicio de abastecimiento lo hacen bien en precario o bien en virtud de concesiones tácitas, dado el consentimiento inveterado de la situación de hecho por los Ayuntamientos correspondientes. Pero la explicación jurídica no es ni la una ni la otra, sino la más simple y evidente de que, teniendo los Ayuntamientos la competencia legalmente establecida para asumir el servicio y determinar la forma de gestión, no lo han hecho a lo largo de la historia.
Cambiar este estado de cosas no puede hacerse por el simple expediente de negar los títulos a la empresa privada que presta el servicio, sino municipalizándolo y, una vez hecho esto, resolviendo si la gestión seguirá llevándose a cabo por empresario interpuesto o pasará a gestión directa. Esto último tendría que ir acompañado de la motivación que enseguida se explicará y, en su caso, de las indemnizaciones correspondientes dado el inequívoco carácter expropiatorio de la decisión.
Como esta manera de asumir el servicio es muy costosa (y, si se han de cumplir los requisitos establecidos en la legislación sobre estabilidad presupuestaria que se van a referir enseguida, prácticamente imposible en términos de eficiencia), las mejores opciones para municipalizar, provincializar o “metropolitanizar”, en su caso, estos servicios es constituir sociedades mixtas en las que participen, aportando los títulos respectivos, las empresas particulares y las Administraciones competentes.
[Un detenido análisis de la historia del servicio de abastecimiento de agua puede encontrarse en el estudio de J. Perdigó Sola “El servicio público de abastecimiento de agua en España y las tendencias a la internalización del servicio”, en el libro coordinado por J. Tornos Mas, ya citado, págs. 133 a 239; con explicaciones que pueden verse también en J.M. Garrido Lopera, El servicio público de abastecimiento de agua en poblaciones, IEAL, Madrid, 1973; M. Álvarez Fernández, El abastecimiento de agua en España, Civitas, Madrid, 2004; J.F. Mestre Delgado “El servicio público de distribución de aguas” en Santiago Muñoz Machado (Dir.), Tratado de Derecho Municipal, Iustel, 3ª ed. Madrid 2011, Tomo II, págs. 2255 y sigs., y “Abastecimiento de agua a poblaciones” en A. Embid Irujo (Coord.) Diccionario de derecho de aguas, Iustel, Madrid 2007, págs. 39 y sigs.; entre otros].
IV
La conclusión de lo dicho es que existen razones históricas y legales fácilmente verificables que justifican que no sean de titularidad administrativa, sino privada, las canalizaciones o infraestructuras de red usadas en algunas ciudades españolas para la distribución del servicio de abastecimiento de agua.
La correlación entre la titularidad pública del agua y la gestión pública del servicio indicado no se ha dado necesariamente en nuestro Derecho. Enseguida vamos a estudiar si hay razones legislativas nuevas que hayan cambiado esa premisa. De momento, también puede concluirse que ha habido ayuntamientos importantes en España que nunca han municipalizado el servicio, asumiendo la competencia para prestarlo de acuerdo con las habilitaciones contenidas en la legislación de régimen local. En este contexto han podido asumirlo empresas privadas que contaban con concesiones de aguas públicas otorgadas por el Estado por el tiempo máximo que la ley vigente preveía, o con cargo a recursos hídricos de propiedad privada, titularidad que la legislación ha permitido hasta 1985, sin perjuicio de mantener por un largo periodo transitorio las explotaciones históricas.
Estas empresas privadas cuentan, no obstante, con concesiones estatales de aguas y con concesiones y autorizaciones municipales de muy variada índole, que complementan el carácter privado que ha tenido su actividad al no haber asumido la competencia sobre el servicio el Ayuntamiento correspondiente. Todas aquellas empresas, aun cuando el servicio no haya sido municipalizado están sometidas a una intensa regulación y cuentan con títulos habilitantes de diverso tipo, como muestra el aludido caso del abastecimiento de Barcelona.
Algunos ayuntamientos españoles han incluido en sus programas recientes políticas de “remunicipalización”. Parten de situaciones como la descrita, consolidada porque nunca ha habido una municipalización del servicio, o de otras diversas como el término de una concesión del servicio o de rescate de la existente, para implantar la gestión municipal, bien por los órganos de la corporación o bien a través de empresas de capital municipal.
Esta opción es legítima desde el punto de vista político y tan legal como la gestión indirecta. Pero no es indiferente la decisión de adoptarla, ni desde el punto de vista económico ni desde la perspectiva del procedimiento que ha de seguirse, muy tasado en la actualidad.
Me detendré ahora a examinar estos requisitos en la legislación de contratos del sector público (ahora Ley 9/2017) y en la legislación de régimen local.
El artículo 284 de la Ley 9/2017 exige, para que pueda otorgarse una concesión de servicios, que se haya establecido su régimen. El punto de partida es no solo la competencia de la Administración, sino que exista una declaración expresa de que la actividad de que se trata ha sido asumida como propia por la Administración respectiva. En el acuerdo debe delimitarse el servicio y regular los aspectos de carácter jurídico, económico y administrativo relativos a su prestación.
La Directiva 2014/23, de concesiones, deja en total libertad a las autoridades nacionales respecto de la forma de gestionar la prestación de servicios, exigiendo tan solo que se garantice un alto nivel de calidad, seguridad, accesibilidad económica, igualdad de trato y promoción del acceso universal y de los derechos de los usuarios de los servicios públicos. Entre estas libertades que se reconocen por la Directiva a las Administraciones de las autoridades nacionales está la facultad de opción por la gestión directa o por formas de colaboración con otras autoridades u operadores económicos. Corresponde, por tanto, a las Administraciones de los Estados miembros la definición de los servicios de interés general y la potestad de organizarlos de la manera que consideren más conveniente.
Destacaremos ahora los criterios que, en nuestra Constitución y en la legislación ordinaria, delimitan la asunción por la Administración pública de la titularidad de servicios y la decisión sobre las formas de gestión.
El precepto de referencia ha de ser el artículo 128.2 de la Constitución que establece que “mediante ley se podrán reservar al sector público recursos o servicios esenciales”. Lo importante de la habilitación contenida en el artículo 128.2 es que permite establecer una reserva que, si el legislador así lo decide, sustraiga bienes o servicios del mercado, los sitúe fuera de la libre competencia. La cuestión de la concurrencia de los privados a la prestación del mismo servicio puede ordenarse, al establecer la reserva, de dos maneras: o dejando abierto el sector en el que el servicio se desenvuelve para que las empresas privadas que lo estimen conveniente concurran, total o parcialmente, organizando prestaciones del mismo género; o que se excluya cualquier tipo de actividad privada que no sea la consistente en gestionar el servicio mediante cualquier tipo de acuerdo con la Administración titular del mismo. Entre las fórmulas de colaboración posibles está el contrato de concesión.
Por lo que se refiere a las administraciones locales, la Ley de Bases de Régimen Local 7/1985, de 2 de abril, ha adoptado, en su artículo 86, el régimen de las reservas de servicios a lo establecido en el artículo 128 de la Constitución. Conviene reproducir entero aquel precepto antes de explicar otros problemas concernientes a su contenido:
“1. Las Entidades Locales podrán ejercer la iniciativa pública para el desarrollo de actividades económicas, siempre que esté garantizado el cumplimiento del objetivo de estabilidad presupuestaria y de la sostenibilidad financiera del ejercicio de sus competencias. En el expediente acreditativo de la conveniencia y oportunidad de la medida habrá de justificarse que la iniciativa no genera riesgo para la sostenibilidad financiera del conjunto de la Hacienda municipal debiendo contener un análisis del mercado, relativo a la oferta y a la demanda existente, a la rentabilidad y a los posibles efectos de la actividad local sobre la concurrencia empresarial.
Corresponde al pleno de la respectiva Corporación local la aprobación del expediente, que determinará la forma concreta de gestión del servicio.
2. Se declara la reserva en favor de las Entidades Locales de las siguientes actividades o servicios esenciales: abastecimiento domiciliario y depuración de aguas; recogida, tratamiento y aprovechamiento de residuos, y transporte público de viajeros, de conformidad con lo previsto en la legislación sectorial aplicable. El Estado y las Comunidades Autónomas, en el ámbito de sus respectivas competencias, podrán establecer, mediante Ley, idéntica reserva para otras actividades y servicios.
La efectiva ejecución de estas actividades en régimen de monopolio requiere, además del acuerdo de aprobación del pleno de la correspondiente Corporación local, la aprobación por el órgano competente de la Comunidad Autónoma.
3. En todo caso, la Administración del Estado podrá impugnar los actos y acuerdos previstos en este artículo, con arreglo a lo dispuesto en el Capítulo III del Título V de esta Ley, cuando incumplan la legislación de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera.”
El precepto parte de la premisa de que, para poder conjugar la mecánica de las concesiones de servicios, el servicio de referencia ha de ser de titularidad pública. Respecto de este requisito el Derecho comunitario se abstiene de establecer criterios acerca de qué servicios deben ser de titularidad pública y, como se ha indicado, deja plena libertad a las Administraciones competentes en el seno de los Estados. El Derecho español impone al respecto una doble decisión: en primer lugar, exige una habilitación legal que declare que el servicio está atribuido a la competencia de una Administración Pública; segundo, la asunción de esa titularidad y la decisión subsiguiente de gestionar el servicio por la Administración competente.
Este tracto está perfectamente marcado por la legislación de régimen local en el caso de los servicios públicos municipales. Por un lado, como se advierte en el precepto transcrito, el servicio tiene que estar reservado en la ley a favor de la Administración local, bien en el enunciado general del artículo 86.2 de la LRBRL, bien por una ley especial. Pero esta reserva legal no basta para que se considere asumida la titularidad y la responsabilidad de gestionarlo. Los preceptos legales definen la competencia, pero no afectan a la asunción del servicio por el ente local ni al modo de gestión, que precisa de una declaración expresa ulterior del órgano municipal competente. Podrá el órgano competente declarar la municipalización con monopolio o sin él. Sea de una manera o de la otra, tampoco la municipalización con monopolio tiene un correlato exacto en la forma de gestionar el servicio, que puede ser directa o indirecta incluso en ese supuesto (como ha declarado, entre otras, la STS de 23 de febrero de 2015. Casación 595/2013).
Puede darse el caso, por tanto, de que, declarada la competencia municipal sobre un determinado servicio, el Ayuntamiento no acuerde asumirlo, municipalizándolo, sino que se conforme con controlar y supervisar las prestaciones del mismo género que desarrollan personas o empresas privadas. Puede someter la actividad de estas a autorizaciones diversas cuando, por ejemplo, precisan utilizar el dominio público urbano; también controlar sus recursos financieros sometiendo la retribución de su actividad a un sistema tarifario.
En el apartado anterior de este estudio he explicado las razones por las que esta situación se ha producido históricamente en ayuntamientos importantes y en relación con el servicio de abastecimiento de agua potable.
El ejemplo de las concesiones del servicio de abastecimiento de aguas ilustra muy bien de cómo, una vez establecida la competencia de una Administración Pública sobre un determinado servicio, la asunción de su titularidad y gestión requiere un acuerdo ulterior. En el caso de las entidades locales, consiste en su municipalización; en este acto se decide asumir el servicio y fijar su régimen.
Esta exigencia preliminar para poder utilizar el contrato de concesión está expresamente contemplada en el artículo 284.2 de la Ley 9/2017, de Contratos del Sector Público. Su aplicación en el ámbito de las entidades locales viene denominándose municipalización desde el artículo 169 del Estatuto municipal de 8 de marzo de 1924: “Los ayuntamientos podrán administrar y explotar directamente los servicios municipales obligatorios, y podrán también, con arreglo a lo preceptuado en esta sección, municipalizar los que no tengan este carácter”. El artículo 170 enumeraba los que podrían municipalizarse con monopolio.
En la actualidad la decisión de municipalizar un servicio ha dejado de tener el carácter plenamente discrecional que le reconoció la legislación del siglo XIX. Para que pueda decidirse la asunción en régimen de monopolio, se necesita la aprobación del Pleno y del órgano competente de la Comunidad Autónoma si se trata de servicios relacionados en el artículo 86.2 de la LRBRL. En otro caso, hace falta una habilitación establecida en una norma con rango de ley.
El procedimiento de municipalización está regulado, además de en el precepto indicado, en el artículo 97 del Texto refundido de la legislación de régimen local de 1986. Requiere la formación de una comisión de estudio integrada por miembros de la corporación local, asistida por una comisión técnica cuyos miembros se designan en el acuerdo inicial de incoación del expediente. Tiene que elaborarse una memoria jurídica, económica y técnica, determinar la forma de gestión del servicio, incorporar el régimen de retribución del mismo, someterse a información pública, etc. Además, si el servicio se asume en régimen de monopolio, hace falta un informe de la autoridad de la competencia correspondiente, del Consejo de Estado u órgano consultivo de la Comunidad Autónoma y aprobación por el Consejo Gobierno.
V
Una vez asumido el servicio, la Administración competente debe decidir sobre la forma de gestión. En la Directiva 2014/23/UE, de concesiones, se reconoce “el principio de libertad de administración de las autoridades nacionales, regionales y locales, de conformidad con el Derecho nacional y de la Unión” (artículo 2.1). Tienen, por tanto, las autoridades nacionales libertad de decisión acerca de la mejor forma de prestación del servicio sin cortapisas derivadas del Derecho comunitario. El párrafo sexto del preámbulo de la Directiva insiste en las mismas ideas, asegurando que “reconoce y reafirma el derecho de los Estados miembros y las autoridades públicas para determinar los medios administrativos que consideren más adecuados para la realización de las obras y la prestación de servicios”.
Pero la libertad de elección referida al modo de gestión del servicio se ha reducido drásticamente en la actualidad a partir de las reformas introducidas en la LRBRL por la Ley 17/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración local. Las decisiones que se adopten respecto de la gestión de los servicios públicos están condicionadas por la normativa europea y estatal en dicha materia de sostenibilidad y estabilidad. Las medidas de estabilidad se enfrentan al déficit público estructural, y las de sostenibilidad se dirigen a reducir la deuda pública, tanto financiera como comercial. Derivada de estos principios se ha fijado la regla de gasto con el objetivo de contener el crecimiento de gasto y los compromisos que comporta. La estabilidad presupuestaria impone el equilibrio o superávit anual, y el principio de sostenibilidad financiera exige que la financiación de los compromisos de gasto presentes y futuros de cada Administración pública se sitúen dentro de determinados límites; asimismo, las operaciones financieras de captación de recursos deben someterse al principio de “prudencia financiera”. El Ministerio de Hacienda determina los criterios de valoración admisibles (artículo 4.3 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera de 27 de abril de 2012). La regla de gasto, en fin, establece una tasa máxima de crecimiento del gasto público por encima de la cual no es posible mayor gasto público, incluso cuando se tenga capacidad o liquidez (artículos 12 y 30 de la LOEPSF).
El cumplimiento de estas reglas ha supuesto el establecimiento de un régimen de tutela por parte de la Administración general del Estado sobre todas las Administraciones públicas. El incumplimiento de aquéllas lleva consigo la aprobación de planes cuyo contenido desarrolla el artículo 116.bis de la LRBRL, introducido por la Ley 17/2013, de 17 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración local, que adapta la LOEPSF a la Administración local.
Todos estos principios han afectado profundamente a la libertad de elección del modo de gestión de los servicios públicos, que se ha concretado en la nueva redacción del artículo 85.2 de la LRBRL. Impone este precepto elegir entre la gestión directa o indirecta teniendo en cuenta que los servicios públicos de competencia local habrán de gestionarse de la forma más sostenible y eficiente posible. La Administración local debe, por tanto, resolver la cuestión no con arreglo a criterios discrecionales sino eligiendo necesariamente la opción que sea más “sostenible y eficiente”. No hay libertad de elección. Esta ha sido sustituida por una evaluación del empleo más racional de los recursos.
Otros condicionamientos a la elección de la gestión directa resultan de los límites que, en la Ley de Contratos del Sector Público, se imponen a la resolución anticipada de las concesiones, especialmente al rescate de las mismas. Siempre que se decida por la Administración poner fin a una concesión invocando razones de interés público o incumplimientos del concesionario a efectos de asumir directamente el servicio, se pueden plantear objeciones como las siguientes: los rescates suponen el ejercicio de potestades discrecionales por razones de interés público, pero no es procedente activarlas cuando los motivos que se invoquen sean estrictamente económicos: asumir, por ejemplo, la Administración un servicio que un empresario privado ha conseguido que sea rentable. Por otro lado, desde el punto de vista de la sostenibilidad y eficiencia de la decisión, tiene que considerarse que la asunción de la gestión directa tras un rescate no es la mejor manera de atender los principios de eficiencia en la prestación de un servicio, porque los costes económicos propios de la gestión se incrementan inevitablemente por las compensaciones que tienen que reconocerse al concesionario a título de amortizaciones, beneficios industriales, pérdida del fondo de comercio y otros que conlleva el cese de su actividad.
Si la reasunción del servicio se justificase por incumplimientos del contratista, siempre será posible oponer que esta no es una causa de interés público que imponga la asunción de la gestión directa del servicio. Los incumplimientos se contestan con sanciones y permiten resolver un contrato, pero no obligan a hacerse cargo del mismo mediante su gestión directa.
Teniendo en cuenta que la reserva de servicios implica una limitación de la libertad de empresa (STS de 21 de diciembre de 2000), la Comisión Nacional de la Competencia y los Mercados dijo, en el informe emitido sobre el proyecto de la Ley 27/2013, de racionalización y sostenibilidad de la Administración local, que, para la elección de la forma de gestión, debe optarse por la que más favorezca la competencia, para lo cual debe evaluarse la existencia de empresas interesadas, la competencia efectiva entre ellas, la posibilidad de establecer un control o supervisión suficiente. Cuando estas circunstancias concurran, debería la entidad local inclinarse por fórmulas de gestión indirecta.
VI
Una última cuestión de interés, respecto de la gestión de los servicios de abastecimiento de agua, concierne a la posibilidad de integrar, a la Administración titular del servicio y a la empresa o empresas que han venido prestándolo a título de concesionarias, en una sociedad de economía mixta. Es una opción en la que se conjuga el interés que muestran algunas Administraciones por estar más presentes en la gestión con la experiencia y saber hacer y dominio de la técnica de las empresas privadas, conocimientos que, sin duda, no pueden tener Ayuntamientos que no han gestionado nunca el servicio o que no lo han hecho desde hace decenios.
También es una fórmula que permite la municipalización del servicio e incluso la recuperación (a través de la participación en el capital de la sociedad) de los títulos que usa la sociedad para la prestación del servicio.
La Comisión y otras instituciones de la Unión Europea han emitido comunicaciones y preparado informes y documentos sobre la compatibilidad de las sociedades de economía mixta con la legislación de contratos. Especial interés tienen, para lo que aquí se estudia, las exigencias concernientes a los procedimientos a seguir para la selección de socio privado (además de las citadas en el lugar indicado, la Comunicación de la Comisión de 5 de febrero de 2008).
El régimen de las concesiones directas a sociedades de economía mixta fue definitivamente aclarado por la Sentencia del Tribunal de Justicia Acoset SpA, de 15 de octubre de 2009. Se dictó en respuesta a una cuestión prejudicial suscitada en un litigio que enfrentaba a la empresa que da nombre a la sentencia y varios alcaldes y un presidente provincial italianos. Lo que se planteaba era la compatibilidad o no con el Tratado CE (artículos 43, 49 y 86) de la adjudicación directa de un servicio público a una sociedad de capital mixto, público y privado, especialmente creada para prestar dicho servicio y con este único objeto social, y en la que el socio privado sea seleccionado mediante licitación pública, previa verificación de los requisitos financieros, técnicos, operativos y de gestión relativos al servicio que deba prestarse y de las características de la oferta en cuanto a las prestaciones que deban realizarse. Se trataba de un servicio de gestión integrada de aguas.
La Sentencia declaró que no apreciaba incompatibilidad alguna con los preceptos mencionados del Tratado, siempre que el procedimiento de licitación utilizado para seleccionar al socio privado respetara los principios de libre competencia, de transparencia y de igualdad de trato impuestos por el Tratado en materia de concesiones.
La Ley 9/2017 menciona en su Preámbulo la Sentencia Acoset y apoya en ella, y en la antes citada Comunicación de 5 de febrero de 2008, el mantenimiento de la adjudicación directa de concesiones a las sociedades de economía mixta, cuyo régimen establece la Disposición adicional vigésima segunda. El requisito principal para ello es que la elección del socio privado se haya efectuado de conformidad con las normas establecidas en la propia ley para la adjudicación del contrato cuya ejecución constituya su objeto, y siempre que no se introduzcan modificaciones en el objeto y las condiciones del contrato que se tuvieron en cuenta en la selección del socio privado.
Debe tenerse presente que no siempre será necesaria la selección del socio privado mediante licitación pública ya que cabe la posibilidad de tener que hacerlo utilizando el procedimiento negociado sin publicidad que regula el artículo 168 de la Ley 9/2017. Así, por ejemplo, en los casos en que no se presente ninguna otra oferta. También si los servicios solo pueden ser encomendados a un empresario determinado. Esto puede ocurrir, entre otros supuestos aludidos en el apartado 2 del mencionado artículo, cuando no exista competencia por razones técnicas, o cuando haya que proteger derechos exclusivos de cualquier clase. Un buen ejemplo de ambas cosas son los servicios que han de prestarse a través de infraestructuras de red únicas, de las que es titular una empresa concreta, y que no son susceptibles de duplicación (monopolios naturales). También cuando se trate de seleccionar a un socio privado que venga prestando, con títulos exclusivos, servicios que van a incorporarse a la actividad de la sociedad de economía mixta.
Estas últimas circunstancias se dan en los casos en que se constituye una sociedad de economía mixta que va a gestionar, entre otros, servicios que venían prestándose por una entidad empresarial utilizando sus propias redes, que son las únicas implantadas en el territorio al que extenderá su competencia la sociedad de economía mixta. Más aun si las prestaciones se venían desarrollando con títulos habilitantes reconocidos por las Administraciones competentes.
Un ejemplo paradigmático de esta hipótesis lo constituyen las empresas mixtas metropolitanas que se constituyen integrando capital privado obtenido a cambio de la aportación de infraestructuras de red únicas en el territorio y/o títulos concesionales o de otra clase que venían habilitando la prestación de un servicio en exclusiva en cualquiera de los municipios que integran el área metropolitana. La sociedad de economía mixta es la forma que reviste la “metropolitanización” del servicio cuando una ley lo ha sacado de la competencia municipal encomendándolo a una entidad de nivel territorial supramunicipal. Son conocidas operaciones de esta clase respecto de servicios de gestión del ciclo integral del agua, limpieza y recogida de basuras y otros.
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