Por Manuel Rebollo Puig
Manuel Rebollo Puig es Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Córdoba.
El artículo se publicó en el número 48 de la Revista El Cronista (Iustel, 2014)
1. Desde hace tiempo, y más intensamente en los últimos años, ya en plena crisis, es casi obsesión de las políticas públicas, en España y fuera de España, el adelgazamiento de la Administración. Las dietas a las que se la somete son las llamadas de la privatización, de la liberalización y de la desregulación, ocasionalmente completadas con otras, como la de la simplificación administrativa. Todas ellas, aplicadas simultáneamente, reducirán el tamaño y la actividad del sector público, el ámbito de los servicios públicos y, finalmente, hasta la extensión e intensidad de las intervenciones administrativas sobre las actividades privadas. Ese adelgazamiento, como se encarga de aclarar el Informe emitido este mismo año de 2013 por la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA), no es temporal ni siquiera consecuencia última de la crisis. Además, estas dietas se han larvado y aplicado tiempo atrás, por lo menos desde finales del siglo pasado.
Pero, ¿cuánto debe adelgazar? ¿por qué y para qué exactamente? ¿a dónde nos conduce esto? ¿a desmontar el Estado social? ¿se trata de volver al Estado liberal y a su Administración mínima? ¿de construir un nuevo modelo?.
De eso pretendo ocuparme aquí. No es fácil dar respuesta a esos interrogantes. Hay algo en marcha, pero no sabemos con certeza hacia dónde va. Seguramente sea impredecible, como siempre. Hace un siglo, en 1914, nadie podía imaginar qué le esperaba a la humanidad. Tampoco ahora. Pero al menos pueden esbozarse algunas consideraciones generales con las que enmarcar las cuestiones y ordenar algunas ideas orientadoras. Creo que la mejor forma de hacerlo es ofrecer un panorama, aunque elemental, de la evolución de la misión de las Administraciones públicas en los dos últimos siglos, porque sólo conociendo cómo y por qué creció se puede saber si se puede y debe ahora reducir, en qué medida, en qué facetas, y qué se pierde o gana con ello. Y si hay algo seguro que se pueda extraer de esa visión histórica es que, en esencia, el crecimiento de la actividad administrativa no fue un error ni una casualidad ni el resultado de unas concretas ideologías u opciones políticas. Tal vez el mismo dato de que el punto de partida fue el del liberalismo, que teóricamente conducía a una Administración mínima, resulte revelador.
I. LA ADMINISTRACIÓN EN LA TEORÍA Y EN LA REALIDAD DEL ESTADO LIBERAL
2. Por lo pronto, importa aclarar que, contra lo que cabría augurar con una primera y simplista visión, ya el Estado liberal condujo a una Administración potente y con una relativamente amplia actividad.
Es cierto, desde luego, que todo el Estado liberal, y no sólo su Administración, tenía fines reducidos presididos en esencia por ofrecer seguridad a los ciudadanos, a la sociedad. No se ocupaba directamente del bienestar y felicidad de las personas. No es que eso le fuese indiferente sino que suponía que tal bienestar y felicidad se conseguiría como resultado de la libre actuación de los individuos que eran considerados autosuficientes. Sobre todo, el mercado libre, con su famosa mano invisible, satisfaría las necesidades de cada cual y del conjunto. El no menos célebre laissez faire, laissez passer; le monde va de lui même sintetizaba bien el programa del liberalismo y el sesgo del Estado al que aspiraba. Así, las intervenciones públicas en el mercado se consideraban innecesarias y hasta contraproducentes. Estas ideas no sólo marcaron el abstencionismo económico del Estado liberal sino que tiñeron su actuación -o, mejor, su no actuación- en todos los terrenos.
Tan importante como lo que no hacía o no debía hacer este Estado, es lo que sí se le atribuía: ante todo, dar seguridad a los ciudadanos en su vida social. Los individuos son autosuficientes, sí; salvo para conseguir esa seguridad. Sólo para lograrla se hizo el contrato social. Esto explicaba no sólo la misión de la Administración sino también del Poder Legislativo y Judicial. Lo que correspondía a estos era la formulación y el sostenimiento del Derecho para dar seguridad a los ciudadanos y a sus relaciones. No sólo lo hacían con el Derecho Penal y otras ramas del Derecho público, sino que antes y sobre todo se trataba de fijar y hacer eficaz el Derecho privado, el de las relaciones entre los individuos, de dar seguridad a éstas y de respaldarlas con la coacción de las leyes y de las sentencias. No es un dato menor el que se considerase, además, que lo que el Estado debía hacer respecto al Derecho privado no era crearlo libremente, inventarlo, sino dar certeza y fuerza al que naturalmente regía a la sociedad civil y a las relaciones entre sus miembros. Desde esta perspectiva el Derecho público, el del Estado, que sí sería un Derecho artificial como artificial era considerado el Estado mismo, se presenta predominantemente como auxiliar y complementario, como el que determina las formas por las que se fija el Derecho privado y se garantiza su respeto.
No era misión del Estado, en suma, transformar a la sociedad sino dejar que se desarrollase por sí misma, libre y espontáneamente. Sólo le incumbía garantizar las condiciones -el orden- en que fuese posible ese desarrollo natural de la sociedad, el de cada uno de sus miembros, para que pudiera dar sus frutos.
El programa económico, por así decirlo, consistía en consagrar y garantizar el más amplio concepto de propiedad y de la libertad de industria, comercio y oficio, suprimiendo todas las trabas del Antiguo Régimen. En tanto que esas trabas eran numerosísimas, la nueva política económica podía considerarse liberalizadora y, hasta si se quiere decir así, desreguladora. Cosa distinta era el comercio exterior, condicionado por una política aduanera no sólo con fines fiscales sino normalmente de protección de la producción nacional. Pero prescindiendo de ello, aquellos derechos individuales reducían drásticamente la actuación administrativa. Las libertades de industria, comercio y oficio no tenían más límites que el orden público; y la propiedad, convertida en el derecho del titular de hacer cuanto le conviniere, incluía la facultad de cercarla (antes limitadísima para permitir el pastoreo de otros), la de cazar y pescar durante todo el año sin sujeción a regla alguna, talar árboles, cultivar lo que se le acomode y cambiar de cultivo y arrendar o no a quien quisiere en las condiciones que pactaren.
3. En ese conjunto, al Poder Ejecutivo y a su Administración sólo le correspondía, además de lo necesario para la ejecución de esas pocas leyes que lo necesitaban y la de las sentencias, la defensa exterior y garantizar el orden público en el interior, orden público que es trasunto de esa idea más abstracta y más amplia de seguridad, fin de todo el Estado. Esta preservación del orden público es la que marcó su carácter. Naturalmente, la opción por una Administración con ese fin no era fruto de una decisión coyuntural y secundaria ni, menos aun, del simple propósito de que resultara barata, sino que encontraba su fundamento en lo más profundo de la filosofía y del pensamiento político liberal, en los postulados del liberalismo económico y en sus construcciones jurídicas. También concordaba con las preocupaciones de la época y con los intereses de la burguesía emergente que, tras periodos convulsos, quería y necesitaba seguridad y orden. Todo ello, con una armonía admirable, explicaba que no se atribuyera a la Administración casi ninguna otra misión que no fuese la preservación del orden; pero, al mismo tiempo, que esa misión se considerase capital y se le confiase con amplitud y muchos poderes.
De tal modo era así que, incluso aunque se hubiese aplicado estrictamente, no conducía a una Administración flaca y enteca. Además de que no era ni mucho menos marginal su misión de la defensa exterior, la preservación del orden público en el interior le abría muchos campos de actuación y de intervención. El mantenimiento del orden público (aproximativamente identificable con la seguridad, la salubridad y la tranquilidad públicas) exigía luchar contra las perturbaciones y peligros provenientes de los mismos individuos o de la propia naturaleza. Eso se canalizaba de un lado y sobre todo con la llamada actividad de policía que permitía a la Administración imponer coactivamente deberes, prohibiciones y limitaciones de todo género a los individuos en el desarrollo de sus más variadas actividades privadas para que se desarrollaran sin peligro para el orden público. Pero de otro lado justificaba también que la Administración acometiera algunas obras públicas y realizara ciertos servicios públicos que más o menos directamente contribuían al mantenimiento del orden público o eran instrumentales para la misma actividad de policía. Obras para, por ejemplo, luchar contra inundaciones o contra las condiciones insalubres; y servicios no sólo de extinción de incendios o de iluminación sino también de mercados, que se establecieron para garantizar la salubridad de los alimentos, y hasta otros aparentemente muy alejados del orden público, que intentaron justificarse por servir, aunque fuera de manera indirecta y hasta remota, a la misma finalidad.
Pero principalmente era aquella actividad coactiva de policía la de más extensión e importancia. Porque a esa fuerza coactiva precedían toda una serie de actos formales que la encauzaban: reglamentos de policía que establecían las condiciones generales en que se podían realizar las actividades privadas, órdenes de policía que establecían para el caso concreto el deber, sometimiento a controles previos (autorizaciones) y posteriores (inspecciones), etc. La coacción sólo aparecía potencialmente, como algo eventual, de modo que eran estos actos jurídicos de autoridad, más que el uso mismo de la fuerza, los que se presentaban como los medios de expresión normal de la actividad de policía. Pero ese uso de la fuerza estaba siempre latente y, si era necesario, hasta sin esos actos formales previos (coacción directa).
Toda esta actividad no sólo correspondía a la Administración sino que debía realizarla directamente, sin servirse de particulares; es más, el Estado liberal exterminó a las corporaciones y a todos los poderes intermedios que de alguna forma supusieran participación en la policía. Con razón se afirmó que el Estado es la concentración de todas las policías. Formaba parte esencial del poder público, del monopolio del poder político que ostenta el Estado tras la desaparición del Antiguo Régimen.
Lo cierto es que esa actividad de mantenimiento del orden público no se reveló como una misión mínima ni marginal sino capaz de exigir y sustentar una relativamente amplia y, desde luego, potente Administración. Ello, unido a su misión de la defensa exterior, a su fuerza para ejecutar las leyes y las sentencias y a su carácter permanente, permite desechar la idea de que la Administración fuese un comensal inesperado que, contra pronóstico y sin título alguno, acabó por ser el protagonista de la reunión. Hasta la teoría liberal le concedía bazas para ostentar el papel estelar.
4. Pero, además, la realidad jamás se acomodó plenamente a esos planteamientos liberales. Marcaban una tendencia que, según épocas y países, se hacía más o menos efectivos pero nunca del todo. Para empezar, la gran obra transformadora que se proponía el liberalismo y la ingente tarea de desarbolar el Antiguo Régimen requirió inicialmente un Estado fuerte y activo. Y, aunque supuestamente se tratase de una situación transitoria, dio a luz una Administración potente que marcó su carácter para siempre.
Por otra parte, la Administración decimonónica desarrolló y conservó otras actividades distintas de la policial. Ya es más difícil distinguir dentro de ellas las que se podrían considerar conformes con la teoría liberal -que no sería tan abstencionista como se piensa- y las que más bien se mantuvieron por inercia, por mezcla de otras ideas o como una solución provisional hasta que la sociedad, ya plenamente desarrollada, pudiera hacerse cargo de todas.
Así, debe destacarse primeramente que la Administración liberal se encargaba de la realización de obras de infraestructuras que se consideraban imprescindibles no sólo para evitar calamidades y otras perturbaciones del orden público sino para el desarrollo social, el beneficio de cada uno de los individuos, el aumento de la riqueza y la satisfacción de las necesidades de la agricultura, el comercio y la industria. El mismo Adam Smith, acogiendo en germen una especie de principio de subsidiariedad, lo admitía para los casos en que la actividad privada no fuese suficiente. Desde carreteras a puertos, pasando por las obras hidráulicas para la navegación o el regadío fueron objeto de la actividad administrativa. Verdad es que gran parte de las obras públicas se construía por concesión a empresas privadas cediéndoles también la explotación por algún tiempo, como sucedió con las ferroviarias, y siempre, desde luego, mediante la contratación, sin que las Administraciones asumieran directamente su ejecución material ni el papel de empresarias. Pero, incluso así, todo esto comportaba una notable tarea y responsabilidad administrativa que no cesó de aumentar.
Asimismo, pese a las desamortizaciones, se conservaron propiedades públicas, no sólo sobre las cosas resultados de obras públicas o sobre las de uso público, sino también sobre bienes naturales conectados con el fomento de la riqueza nacional, como las minas y las aguas. También los montes, en parte por razones que hoy podríamos considerar ambientales, se salvaron de una completa desamortización gracias a la labor de los Ingenieros de Montes. Sobre todos estos bienes la Administración realizaba directa o indirectamente importantes actividades para su gestión y explotación. Y algo similar sucedió con algunos monopolios fiscales que subsistieron, como es el caso del tabaco.
5. La Administración también asumió desde el principio algunos de los que hoy podríamos llamar servicios sociales. Siempre hubo servicios públicos de instrucción y de beneficencia. Instrucción pública que era algo más amplia que lo que hoy podríamos llamar las enseñanzas regladas de niños y jóvenes, pues comprendía ya una cierta acción cultural pública, aunque mínima, canalizada a través de las Academias y algunos establecimientos de ciencias y bellas artes, así como las Universidades. Y beneficencia que, no se olvide, incluía, entre otras cosas, la asistencia sanitaria a los más necesitados. Según épocas y países, de forma más o menos incompleta y deficiente, en concurrencia con actuaciones privadas o en monopolio, enseñanza y beneficencia siempre constituyeron amplias actividades de las Administraciones y no asumidas sólo como solución transitoria ante los vacíos dejados por instituciones religiosas y diversas corporaciones sino con el convencimiento de que eran misión pública indeclinable. De hecho, se consagraban estos servicios en las declaraciones de derechos y en Constituciones, como la de Cádiz. También la defensa jurídica gratuita a los que no tenían medios para sufragarla se puede considerar una actividad prestacional clásica de la que se responsabilizaban los poderes públicos, aunque muy peculiar y prestada desde siempre de forma singularísima a costa de los mismos abogados. Es verdad que algunas explicaciones teóricas, tratando de conciliar todo esto con los postulados liberales, justificaban hasta las actuaciones administrativas de beneficencia, e incluso las de educación, en la finalidad de preservar el orden público porque el exceso de miseria y de ignorancia sería fuente de peligros y perturbaciones. Pero, más allá de ello, en cualquier caso, lo que se observan son amplios servicios públicos de carácter social.
Asimismo, desde el principio el Estado liberal conservó, entre los que podríamos considerar hoy servicios públicos económicos, el de correos, incluso en monopolio y gestión directa. Aunque tiene un origen anterior, lo cierto es que no se pensó en abrirlo a la concurrencia con empresas privadas. La aparición del ferrocarril ofreció un nuevo terreno a la intervención estatal. Además de que estaba necesitado de la construcción de obras públicas, de la utilización de dominio público y de expropiaciones forzosas, se partía de la necesidad de una decidida ordenación pública general que llevaba a que el Estado se responsabilizase de ello.
Sólo en los periodos de liberalismo más delirante y exaltado, como en la España de 1868, se llegó a cuestionar estas actividades administrativas (incluso las de instrucción pública o las de realización de grandes infraestructuras), pero sin que se alterase lo más mínimo su realidad.
Así se fue conformando una Administración de un tamaño notable, fuerte y que contaba con profesionales muy formados. No sólo era la organización más robusta, continua e inteligente del Estado sino, en muchos sitios, de la sociedad.
II. EL PROGRESIVO INCREMENTO DE LAS MISIONES DEL ESTADO Y DE LA ADMINISTRACIÓN. EL ESTADO SOCIAL
6. Con el tiempo, ya a finales del siglo XIX y la mayor parte del XX, la actividad administrativa no hizo más que aumentar.
Acaso lo menos llamativo, pero muy importante, es que la Administración intervenía cada vez más ampliamente en la actividad de los particulares por razones poco a poco más alejadas del primigenio orden público. Sin sustituir a los sujetos privados, fue paulatinamente ordenando e interviniendo más actividades privadas y más intensamente por los mismos medio coactivos propios de la actividad de policía. No sólo para la protección del medio ambiente o del patrimonio histórico o de los consumidores, que era nula o mínima en los albores del liberalismo, ni para defender el mercado y la competencia frente a los comportamientos de los propios empresarios en aplicación de la legislación antitrust o anticárteles, que son hoy títulos de intervención formidables, sino también para alterar deliberadamente el funcionamiento normal del mercado y ordenar por razones de pura política económica, todas las actividades. Así, la industria, las entidades de crédito y de seguros, el turismo, el comercio mayorista y minorista, etc., incluso cuando quedaban en manos particulares, iban siendo objeto de limitaciones y controles administrativos. Desde luego que son muy distintas por su finalidad e intensidad según sectores, épocas y países. No se trata ahora de analizarlo lo que obligaría a entrar en la evolución de los más diversos sectores. Lo que importa es sólo poner de relieve cómo se fue extendiendo y se consolidó una actividad administrativa de limitación de los sujetos privados que desbordaba el fin del orden público.
Cuando ello no se consideraba adecuado o bastante, el Estado se servía eventualmente de métodos persuasivos, como las subvenciones, que a la postre también entrañaron aumento de las responsabilidades de la Administración, de su poder y de sus interferencias en la sociedad. Es lo que la doctrina española suele denominar actividad administrativa de fomento, que acabó por extenderse a los más diversos ámbitos de las actividades privadas y con los más variados fines.
Por una u otra vía o por ambas a la vez, casi toda actividad humana, aun desplegada por particulares en ejercicio de su libertad, fue siendo objeto de intervención administrativa.
De otro lado se extendió notablemente la tarea de construcción de obras públicas. Y desde luego el urbanismo, en cuanto suponía ensanche y reforma interior de las ciudades, se configuró con toda naturalidad y lógica como una obra pública y, por tanto, responsabilidad de la Administración.
7. Se fueron ampliando los servicios públicos. Primero los servicios sociales con una progresiva extensión de la enseñanza pública y de la beneficencia. Hasta las Cajas de Ahorros fueron configuradas durante un tiempo como establecimientos de beneficencia. La llamada cuestión social, de la que se hablaba a principios del siglo XX, dio un impulso definitivo a la extensión de la labor administrativa en estos ámbitos. Con mayor o menor resistencia, con distinto ritmo y singularidades organizativas nacionales de todo género, a la postre en toda Europa fueron surgiendo seguros obligatorios para la cobertura de riesgos de los trabajadores y correlativos servicios públicos que se ocupaban de la vejez, la maternidad, la enfermedad, la invalidez y el paro. Además, esa cuestión social tenía desde el principio y mantuvo otras vertientes como la capital de facilitar viviendas a quienes no podían obtenerlas en el mercado libre, finalidad para la que, con diversas formas e intensidad según épocas y países, intervenía y siguió interviniendo decididamente la Administración. Toda esa actividad fue creciendo, transformándose y deslaboralizándose hasta configurar un servicio público de seguridad social universal que aspiraba ya a cubrir las especiales situaciones de necesidad de todos. Sobre todo la asistencia sanitaria, finalmente desvinculada de la seguridad social, es un ejemplo ilustrativo de ello.
Los servicios públicos económicos experimentaron un crecimiento progresivo e ingente. Lo que había sucedido con los ferrocarriles se extendió al resto de los transportes terrestres, urbanos e interurbanos, marítimos y, finalmente, aéreos. Igualmente el suministro de aguas, de electricidad, de gas, así como las comunicaciones telefónicas y telegráficas, se desarrollaron, salvo en momentos iniciales, sobre las mismas ideas y siempre, aunque con más o menos colaboración privada y unas u otras formas de gestión, con el protagonismo público, incluso normalmente con su declaración formal como servicios públicos y hasta en monopolio. La radiodifusión y finalmente la televisión experimentaron procesos similares. Con algunas variantes, el fenómeno es común a los países de la Europa occidental y no se produjo así por casualidad ni por mero voluntarismo político. No sólo porque se juzgaran como servicios imprescindibles sino porque en la mayoría de los casos, sobre todo en el de los llamados servicios en red, se consideraban monopolios naturales, esto es, servicios en los que la concurrencia de varios operadores resultaba imposible o, como mínimo, antieconómica e ineficiente por serlo también duplicar las infraestructuras que les dan soporte. Así, ante la imposibilidad de que los presten diversas empresas privadas y la alternativa de que lo haga una sola en monopolio, se optó en Europa por responsabilizar a las Administraciones que garantizaban además la igualdad y el acceso universal a estos servicios, incluso en aquellas zonas geográficas donde era más difícil y menos o nada rentable. Muchos de estos servicios públicos económicos se prestaban por gestión indirecta, esto es, dando protagonismos a empresas privadas y manteniendo la idea de que las Administraciones no debían asumir propiamente el papel de empresarias. Pero también fue aceptándose la gestión directa por la misma Administración, con la creación de empresas públicas o, en su caso, de empresas mixtas con capital público y privado. Todas estas formas de gestión de servicios públicos, caídos los dogmas de la incapacidad de la Administración para ser empresaria y del contratista interpuesto, dejaron de ser excepcionales, tanto en el ámbito local como en el estatal.
Simultáneamente, también fue creciendo la actividad del Estado en relación con la cultura, más allá del ámbito educativo y de la protección del patrimonio histórico, hasta convertir a sus Administraciones en los agentes culturales más importantes. No sólo mediante el fomento de actividades privadas sino, en lo que ahora nos interesa, asumiendo la gestión de verdaderos y propios servicios públicos culturales. Fundamentalmente para permitir el acceso igualitario de todos a la cultura, pero también para promover su creación y progreso: bibliotecas, museos, teatros, orquestas, filmotecas..., más establecimientos públicos para favorecer el desarrollo de la creación cultural se convirtieron en parte consustancial de las Administraciones y de su misión. Y paralelamente hasta el deporte o el ocio en general experimentaron fenómenos similares.
8. Por otra parte, sobre todo a partir de la Primera Guerra Mundial, los Estado europeos se orientaron a conseguir una cierta autarquía que los hiciera menos dependientes del exterior y, en particular, del capital extranjero. Esta pretensión se canalizó, además de con la elevación de los aranceles, con medidas de fomento a la producción nacional o con nuevas limitaciones (desde autorizaciones para las importaciones o las inversiones extranjeras al consumo obligatorio de ciertos productos nacionales). Pero también, y es lo que ahora más nos importa, con la creación de empresas de capital íntegra o parcialmente público allí donde conviniera a los intereses nacionales y no bastase la iniciativa privada nacional, precisamente nacional. Si acaso, esto se había aceptado ya antes respecto a las empresas imprescindibles para el suministro militar. Ahora se generaliza. Es la época de las nacionalizaciones. En parte esas empresas públicas y mixtas se constituyeron para explotar propiedades públicas o monopolios fiscales o, como ya hemos apuntado, para gestionar servicios públicos, sustituyendo a las empresas privadas arrendatarias o concesionarias, especialmente a las de capital extranjero. En esto no había un cambio radical pues simplemente entrañaba una extensión de estas formas de gestión directa, que ya eran conocidas, en detrimento de la concesión o fórmulas similares.
Pero también se crearon estas empresas públicas o mixtas, y aquí radica la novedad que pretendemos destacar, al margen de ello, sencillamente para que atendieran sectores económicos estratégicos (p. ej., petróleos, banca, siderurgia) en los que se creía particularmente inconveniente la dependencia del extranjero. Asentada esta posibilidad de creación de empresas públicas y mixtas para realizar puras actividades empresariales que no son servicios públicos ni explotación de propiedades públicas, se fue extendiendo, ya sin aquella finalidad autárquica, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, para posibilitar el desarrollo de ciertos sectores económicos (turismo, industria automovilística, etc.) o de zonas deprimidas... Ello cuando no se hizo sencillamente para mantener empresas privadas en crisis a las que no se quería dejar caer y que sólo por ello fueron adquiridas por el Estado. Sea por la causa que fuere, lo cierto es que a lo largo del siglo XX se extendió esta actividad pública en la que la Administración, al margen de la gestión de servicios públicos, se convertía en empresaria y ofrecía en el mercado bienes y servicios de forma aparentemente similar a como podrían hacerlo sujetos privados. En España, el Instituto Nacional de Industria (creado en 1941 y subsistente, con variaciones, hasta 1995) encabezó esta expansión empresarial del Estado que se dio en términos similares a la de otros países de Europa occidental. Lo normal es que este tipo de actividad puramente empresarial se desplegara por la Administración sin excluir la concurrencia con las empresas privadas (aunque con notables excepciones como, en España, la de la importación y comercialización de petróleos, que se otorgó en monopolio a la empresa mixta CAMPSA), pero sin que esa concurrencia se produjese en condiciones de igualdad pues se aceptaba que esas empresas públicas, por el interés general que latía en ellas, podían no ser rentables, no autofinanciarse y beneficiarse de regulares transferencias de los presupuestos del Estado y otras ayudas públicas que las privilegiaban frente a las empresas privadas.
9. No hace falta que nos detengamos aquí en analizar el distinto papel que en esta progresiva ampliación de las actividades administrativas jugaron los municipios y el Estado. Digamos sólo que inicialmente, tanto porque muchos de los problemas se planteaban en el ámbito urbano como porque la Administración estatal era todavía mínima, abrieron brecha en muchas de estas formas de intervención los municipios y que después fue la Administración estatal la que se hizo con la responsabilidad de las nuevas y de muchas de las que originariamente eran municipales.
Tampoco analizaremos cómo esta progresiva ampliación de actividades de la Administración fue acompañada de un incremento de sus potestades, desde la reglamentaria a la expropiatoria, de la autorizatoria a las de inspección y sanción... llegando incluso a la planificación económica; ni cómo todo ello suponía correlativamente una relativización de los derechos tradicionales de los ciudadanos, sobre todo de la propiedad y de las libertades económicas. La idea de la función social de la propiedad es expresión acabada de ello.
Prescindiremos asimismo de explicar cómo esta ampliación de actividades administrativas entrañó, no ya sólo un espectacular crecimiento del sector público y de su personal, sino la aparición de los más diversos tipos de entes y empleados públicos y nuevas formas de organización, con regímenes jurídicos diversos hasta constituir un abigarrado y casi inextricable mundo.
Tampoco abundaremos en que todo ello comportó una mucho mayor carga fiscal y la potenciación de la Administración tributaria que se convirtió en pieza clave del conjunto.
Lo que sí es provechoso para nuestro propósito es reparar en las causas de esta evolución que llevó a una Administración omnipresente tan apartada de los principios liberales, una Administración que ya no era ni quería ser una especie de árbitro que impone orden para que jueguen los individuos sino que se había convertido en el jugador principal y responsable directo del bienestar y del progreso social en todas sus vertientes. Sólo algunas de esas causas, las más concretas e influyentes sobre específicas actividades administrativas, se han apuntado. Pero más allá de ellas confluyeron múltiples factores de toda índole. Desde luego, factores políticos, ideológicos y teóricos que, con distintos principios, orientaban de consuno en la misma dirección: la revolución comunista y la reacción fascista, también estatalizante, y el propósito de ofrecer alternativas democráticas; la presión de los movimientos obreros y la influencia del socialismo o de la doctrina social de la Iglesia, tendentes a valorar la justicia social y la solidaridad; la teoría keynesiana; etc.
Pero más que todo eso lo que se puede ver es que el Estado y su Administración crecían a golpe de necesidades apremiantes marcadas por el desarrollo industrial y las concentraciones urbanas; por la gran depresión de 1929 y las sucesivas crisis económicas; por las situaciones bélicas, prebélicas y posbélicas que, cada una a su manera, reclamaban una amplia intervención estatal y una economía dirigida; etc.
Es oportuno resaltar aquí que el mismo progreso de las ciencias y técnicas propició -y sigue propiciando- este crecimiento de la intervención pública. De un lado, porque muchos de los nuevos servicios, fruto de los avances científicos y los progresos técnicos, se consideraban monopolios naturales, como ya se ha apuntado respecto a los servicios en red. De otro, porque requerían enormes inversiones que hicieron ilusoria la autosuficiencia de los individuos, fuesen pobres o ricos, para cubrir mediante el mercado sus necesidades para el desenvolvimiento de una vida adecuada y aumentaban la interdependencia social. Esa menesterosidad de los individuos aisladamente considerados es lo que destacó Forsthoff y lo que llevaba a atribuir al Estado la procura asistencial. Similar idea, con algunas variantes, captaron y expusieron Duguit y sus discípulos con la teoría del servicio público. El desarrollo de la Medicina suministra un buen ejemplo: todos sus avances, que hicieron remediable o evitable lo que antes no lo era, crearon inmediatamente una demanda social que, sin embargo, por sus elevados costes, aumentaba las diferencias entre las necesidades sanitarias y la posibilidad de satisfacerlas individualmente. Se afirmó que ante los nuevos tratamientos casi todos somos paraindigentes de modo que sin una decidida intervención pública no sólo se produciría una sangrante desigualdad en el acceso a prestaciones vitales sino que incluso, por lo reducido de los enfermos potencialmente autosuficientes, se impediría el desarrollo de una asistencia sanitaria acorde con el progreso de la ciencia. Además, el mismo desarrollo científico y técnico también ha determinado ineludiblemente un aumento de la actividad administrativa para luchar contra los riesgos: a veces, porque han sido los mismos avances técnicos los que han creado nuevos riesgos (en los alimentos, en las formas de energía, en los transportes, en la biotecnología...); otras porque han aportado soluciones frente a riesgos que antes eran desconocidos o imprevisibles e inevitables. Y ante todo ello se reclama de la Administración una acción preventiva que lleva a que instaure nuevos servicios e imponga nuevos límites a las actividades particulares. Hasta frente a los terremotos se exige una actividad administrativa que palie sus efectos y, cuando se produce uno con sus consecuencias lamentables, ya no se sufren resignadamente o se clama contra el destino sino contra la Administración que no impuso la forma de construcción adecuada, que no lo previó con tiempo suficiente, que no tomó todas las medidas de evacuación oportunas... O sea, que hasta la tradicional misión de preservar el orden publico fue exigiendo, por el progreso de la ciencia y la técnica, una actividad administrativa mucho más amplia y compleja que la que podía imaginarse en el siglo XIX. Incluso se afirma que frente a la tradicional actividad de policía, lo que la Administración realiza hoy es una más vasta y sofisticada actividad de gestión de riesgos. Aunque no me parece que tras ello haya un cambio jurídico sustancial, sí da idea de que también a este respecto, tan clásico, se produjo y se sigue produciendo una cierta ampliación de la actividad administrativa como respuesta inexcusable ante nuevas circunstancias, en este caso, por los avances científicos y técnicos.
En suma, más que unas ideologías u otras, la gran expansión de la actividad pública y la intromisión administrativa en casi todas las facetas fue la respuesta que parecía inevitable ante nuevas realidades y nuevas necesidades, quod erat demonstrandum. De hecho, con un sesgo u otro y alguna diferencia de grado, esa expansión se produjo, al menos en la Europa occidental, con gobiernos de derechas y de izquierdas.
10. Durante un tiempo, todavía podía creerse que se mantenían los postulados de la teoría liberal y que, simplemente, el mismo principio de subsidiariedad, que ya aceptaba el liberalismo más ortodoxo, había llevado en las nuevas circunstancias a que el Estado asumiera otras y diversas actividades que ya no podían satisfacerse por los individuos y el mercado. De hecho, la subsidiariedad del Estado seguía considerándose un principio político e incluso fue formalmente acogido por el Derecho positivo. Pero se aplicaba tan laxamente y admitía tantas y tan fácilmente nuevas intervenciones públicas que, en realidad, se estaba ya ante otra realidad muy distinta. Había cambiado el juicio general sobre la autosuficiencia de los individuos, se apostataba de la fe en el libre y espontáneo desarrollo de la sociedad y las virtudes taumatúrgicas del mercado. La famosa mano invisible, ya no sólo no se veía, sino que no se sentía. El laissez faire no guiaba ya a los poderes públicos ni era lo que los ciudadanos les reclamaban en casi ningún sector. Le monde ne va plus de lui même. En sanidad, por ejemplo, se dijo que el principio del laisser-faire lleva consigo ineludiblemente el laisser-rendre malade y, a veces, el de laisser-mourir. Y algo similar podría decirse en otros muchos ámbitos. En definitiva, incluso aunque formalmente no se hubiesen abandonado las ideas básicas del Estado liberal, lo cierto es que había cambiado radicalmente el papel del Estado y de su Administración, así como sus relaciones con la sociedad.
Andando el tiempo, esos cambios se teorizaron hasta ponerse ya manifiestamente de relieve que regían principios distintos de los del Estado liberal. Las teorizaciones de ese cambio fueron diversas. Entre ellas me interesa recordar sobre todo la del servicio público, que fue dominante en algunos países. Pero acaso, para la evolución que estamos describiendo, importe más aquí el mito del servicio público que la teoría política y jurídica del servicio público. Se vio al Estado como un conjunto de servicios públicos que ofrecen igualitariamente prestaciones sociales, económicas, culturales... Los gobernantes, antes y más que poder, tendrían un deber, el de organizar y garantizar el funcionamiento continuo de los servicios públicos. El servicio público sería el fundamento y el límite del poder de los gobernantes: ostentarían poder para organizar y garantizar el funcionamiento de los servicios públicos; pero sólo para eso. De esa regla, y de la necesaria igualdad y universalidad de las prestaciones del servicio público, derivarían todas las demás. Con esta visión, la idea de servicio público no sólo explicaba y justificaba casi todos los cambios ya habidos sino que los potenciaba. Es ilustrativo y elocuente el dato de que todo el Derecho Administrativo -antes considerado, en el apogeo del Estado liberal y de la Administración centrada en la actividad de policía, el Derecho de los actos de autoridad- se consideró entonces el Derecho de los servicios públicos. Pero lo que más nos importa enfatizar es que la idea de servicio público como justificación del Estado y de la Administración ya no era sólo una mera especulación de juristas sino que se convirtió en un mito que se asentó en las convicciones políticas arraigadas en la sociedad. Y así el servicio público daba mayor legitimidad al Estado y se convertía en un motor prestigioso para todo lo público y para la ampliación de las actividades estatales que todavía se reforzaba más por constituir, en ese imaginario social, un instrumento de solidaridad, de integración, de cohesión social, de redistribución de las rentas y de democratización.
11. Todas estas mutaciones, ya teorizadas y hasta mitificadas, acabaron por cristalizar y constitucionalizarse con la proclamación del Estado social. Con ello se asentaron y se racionalizaron. Cambiaron también en la medida en que con esa fórmula constitucional se les daba un perfil más nítido y coherente, así como, sobre todo, un sentido conjunto y una finalidad armoniosa a lo que, como hemos visto, se formó por aluvión ante necesidades diversas y con orientaciones diferentes.
De ello es buen exponente la Constitución Española de 1978. Desde luego que ésta es más bien un fruto tardío de esa tendencia, pero también un fruto maduro que nos facilita una referencia bien conocida. No se trata sólo de que su art. 1.1 ya establece que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho ni de que, aun antes, en su preámbulo, proclame la voluntad de alcanzar un orden económico y social justo y de promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida. Es su art. 9.2 el que más claramente señala la orientación de un Estado social cuando establece que corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social. Después ese mandato general a los poderes públicos se concreta en otros que mayoritariamente lucen entre los que con acierto la Constitución llama principios rectores de la política social y económica (arts. 39 a 52), donde van apareciendo la seguridad social, la protección de la salud, de los trabajadores, de la familia, de los discapacitados, del medio ambiente, del patrimonio cultural, de los consumidores, el acceso a la cultura, a la vivienda... e incluso el fomento del deporte y de la adecuada utilización del ocio. Procede destacar aquí su art. 44.2: Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio de los intereses generales. Y junto a todo ello, un precepto bien significativo: Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa... (art. 40.1). Además, como mínimo hay que recordar el derecho a la educación, al que la Constitución da una fuerza superior (art. 27) y la obligación de los poderes públicos de atender a la modernización y desarrollo de todos los sectores económicos... a fin de equiparar el nivel de vida de todos los españoles (art. 130). No sólo es que casi todo pueda ser objeto de atención por los poderes públicos, sino que debe serlo por imperativo constitucional. Y para que puedan cumplir con ello, casi como correlativo con esos mandatos, la propiedad privada aparece delimitada por su función social (art. 33.2) y la libertad de empresa relativizada por las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación (art. 38), planificación económica que tiene por fin atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución (art. 131). Asimismo se proclama que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual sea su titularidad está subordinada al interés general (art. 128.1), se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica, sin que aparezca proclamado el principio de subsidiariedad e incluso con la posibilidad de establecer monopolios públicos para los recursos y servicios esenciales (art. 128.2). Y, como pieza clave para financiar todo esto, se prevé un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad (art. 31.1) y una asignación equitativa de los recursos públicos (art. 31.2).
Constitucionalizado el Estado social y convertidas las Constituciones, como la nuestra, en verdaderas normas jurídicas vinculantes y superiores a las demás, todos los mandatos que concretan ese Estado social hicieron -y, en principio, siguen haciendo- que la amplia y variopinta actividad pública que recae sobre las Administraciones deje de ser fruto del simple y ocasional voluntarismo político ante coyunturales necesidades. Ahora es un mandato del más alto rango y valor, derecha y claramente distinto del que subyacía en el Estado liberal.
Naturalmente que todo esto suponía una Administración grande, fuerte... y cara. Si se quiere decir así, puesto que de adelgazamientos hablamos, gorda. Pero se veía bien, se aceptaba: era el precio que gustosa o resignadamente se asumía para alcanzar aquello a lo que generalizadamente se aspiraba.
III. LAS REFORMAS RECIENTES Y ACTUALES. SUS POSIBLES SIGNIFICADOS
12. Sin embargo, desde los años ochenta del siglo XX comenzó un retraimiento de la Administración que paulatinamente ha ido haciendo que la actividad administrativa pierda terreno y peso. Los impulsos han provenido fundamentalmente de la Unión Europea.
Lo primero que se vio afectado fue la actividad puramente empresarial de la Administración como resultado de la política europea de competencia. Las empresas públicas crónicamente deficitarias, que los Estados sostenían por razones económicas, estratégicas o sociales, cayeron en el altar de la competencia. Hubieron de liquidarse o malvenderse. Y ya puestos, aunque sólo fuese por hacer caja, los Estados vendieron otras (muchas, al menos en España) de las que sí eran rentables. Así, buena parte de las empresas públicas se privatizaron y el sector público se contrajo muy sensiblemente. No sólo fue un proceso muy traumático para las personas y las zonas que más directamente lo sufrieron sino que con ellas se perdió también un poderoso instrumento de las políticas públicas.
Los segundos en sufrir las nuevas tendencias fueron buena parte de los servicios públicos de carácter económico. También el golpe lo asestó la Unión Europea. Aunque los Tratados no los prohibían e incluso admitían que los Estados los mantuvieran sin ajustarse por completo a las reglas de la competencia en tanto que fuese necesario para cumplir su misión, ya a finales del siglo XX las instituciones europeas decidieron ser ellas mismas las que establecieran, sector por sector, en qué medida podían aceptarse excepciones a la competencia en estos servicios económicos de interés general. Y así lo hicieron para transportes ferroviarios y aéreos, servicios postales, electricidad, gas, telecomunicaciones... Lo hicieron liberalizando tales actividades que dejaron de ser servicios públicos, como lo eran en gran parte de los Estados miembros, y pasaron a poder ser ejercidas por empresas privadas en ejercicio de su libertad. También aquí la introducción del mercado y la competencia donde hasta ese momento no había regido fue el motor para este repliegue de la actividad administrativa y la reducción del sector público.
Poco a poco, también se vio afectada la actividad administrativa de limitación, la que en principio podría considerarse el reducto de la Administración y de su poder. Háblese de desregulación o de simplificación administrativa o como se quiera, se tiende a aligerarla. A este respecto sobre todo el móvil ha sido la unidad de mercado. Una vez más los impulsos más decididos vinieron del Derecho europeo para garantizar el mercado interior. El hito más sobresaliente en este proceso es el de la célebre Directiva de Servicios de 2006 y su gesta más conocida es la reducción drástica de la posibilidad de imponer autorizaciones administrativas en la que muchos ven un peligrosísimo paso atrás en la defensa administrativa de los intereses generales. Además, esta Directiva de Servicios se ha traspuesto en España con alguna exageración, desorbitándola. Y, por otra parte, ha inspirado la Ley de Garantía de la Unidad de Mercado que se sirve de las mismas ideas y técnicas que la Directiva de Servicios de manera todavía más radical para reducir la actividad administrativa de limitación de Comunidades Autónomas y entes locales. Diríase, incluso, que hay en ella un intento de retorno a las ideas más clásicas del liberalismo decimonónico que sólo admitían al orden público como fundamento de límites a las libertades económicas.
Paralelamente se fue abriendo paso un fenómeno más extraño por el que los particulares han sustituido parcialmente o colaboran muy decididamente en la actividad administrativa de limitación, aquélla que, recuérdese, por constituir el núcleo del ejercicio de autoridad, la Administración había de ejercer por sí misma, sin servirse de sujetos privados: la autorregulación (normas técnicas, códigos de buenas prácticas) y una variopinta legión de entidades privadas certificadoras, acreditadoras y colaboradoras en la inspección son la expresión de este fenómeno que también repliega a la Administración, ahora con los más extremos síntomas pues afecta a los aspectos más prototípicamente públicos de la autoridad y para colmo muchas veces con la justificación de que la Administración no tiene los conocimientos científicos y técnicos necesarios, que ya están en el sector privado.
El último avatar importante -la guinda, cabría decir- es el que se plasma en el nuevo artículo 135 de la Constitución que proclama el principio de estabilidad presupuestaria y limita el déficit público y el endeudamiento de las Administraciones. No es más que la consagración con el máximo rango de unas obligaciones que derivan de la Unión Europea. Y esto, que corta las alas a la expansión de la Administración, de su organización, de su personal, de su actividad... afecta ya a todo, incluidos muy especialmente los servicios públicos sociales, que son el núcleo del Estado social. Sumado a todo lo anterior y al déficit arrastrado, comporta los famosos recortes y un cierto deterioro de las prestaciones públicas de todo género que también deja el terreno libre y abonado para que se desplieguen como alternativa las empresas privadas que ofrecerán, conforme a las reglas del mercado, lo que el Estado ya no da.
13. Coincide, además, todo esto con las críticas que desde diversos sectores se lanzan contra esa extensa Administración o incluso directamente contra el Estado social.
La primera y fundamental acusación, y ahora sin duda la más grave y perentoria, es la de la insostenibilidad económica de la Administración que se fue creando y que auspicia y consolida el Estado social con su intervencionismo y con sus prestaciones. No es sólo que sea una Administración cara; es que sencillamente no se puede pagar. Salvo quizás en periodos de gran bonanza o en Estados con unas economías muy potentes y productivas, a las que, por otra parte, debilita. Pero este debilitamiento de la economía puede ya considerase una acusación distinta.
En efecto, se reprocha en segundo lugar a esta panadministración y su extensa actividad que daña al sistema económico en su conjunto: desincentiva, se dice, la inversión, el ahorro, el trabajo productivo y, en general, la asunción de riesgos. El mismo sistema fiscal que requiere ella y el Estado social para alimentarse los penaliza. En suma, se asfixia a la iniciativa privada, cuando no origina sin más la huida de capitales, de empresas y de las personas más cualificadas o dinámicas a entornos más favorables. Y paralelamente crea personas adocenadas, poco o nada emprendedoras, incluso parásitos que serían la muestra extrema de los vicios del sistema. En igual dirección abunda el que ese intervencionismo público entraña una maraña normativa paralizante y unos costes elevados. La globalización de la economía agravaría las consecuencias de todo ello: el intervencionismo estatal -no digamos ya el autonómico y el local- se despliega en un ámbito territorial ínfimo y antieconómico frente a las grandes empresas de escala mundial. Para ellas, las reglas y las fronteras estatales son sólo un estorbo. Y si lo aplicamos a Europa, donde se dan las más acabadas expresiones del Estado social, éste, con sus elevados costes y cargas, hace que sus empresas, sean privadas o públicas, no puedan competir con las de otras partes del mundo sin esos lastres con las que ahora más que nunca se disputan los mercados y se juegan la supervivencia, por lo que a la larga o incluso a la corta serán inviables.
Se acusa asimismo a la Administración y a todo el sector público de ineficiencia. Ineficiencia que, se afirma, le es consustancial por sus mecanismos burocráticos, por la falta de competencia y por los pocos alicientes -o por los alicientes perversos- de sus gestores y empleados. Incluso se sostiene que el sistema tiende a que se tomen decisiones con criterios de escasa o bajas miras: no es que sustituya la rentabilidad económica por la rentabilidad social sino por la demagogia o por los más mezquinos propósitos, incluidos los puramente electoralistas y partidistas, que sólo producen beneficios para algunos a corto plazo pero que arruinan todo a la larga. Aun sin tener en cuenta la corrupción, que no es exclusiva del Estado social pero que encuentra en él más nichos en los que anidar y que ha actuado de formidable motor de desprestigio de lo público, todo esto conduce, según sostiene la acusación, a costes superiores y calidades inferiores a los que tendrían las empresas privadas.
Ya en otro plano, se aduce también que el intenso intervencionismo público es una amenaza para la libertad individual. Incluso el riesgo estaría primeramente en el incremento de los servicios públicos y en la correlativa restricción de las libertades económicas porque, según esta acusación, tales restricciones terminan por afectar inexorablemente a todas las libertades. De modo que, se afirma, el servicio público sería liberticida. Deja al ciudadano más dependiente y más obligado a la sumisión hacia los políticos y gestores que gratuitamente le dan todo lo que necesita. El servicio al individuo se transmuta inexorablemente en un medio para su dominación. Más todavía si ello se combina con amplias posibilidades de otorgar subvenciones, ayudas y demás prebendas que generan clientelismo y más subordinación, pues lo importante acaba siendo estar a bien con el poder que, por otro lado, también tiene extensas e intensas potestades de inspección, coerción y sanción basadas en una normativa abundante y compleja que para la inmensa mayoría es difícil de conocer, de comprender y de cumplir en su totalidad. Con una perspectiva más general, pero en la misma línea, se presenta a la sociedad civil como encorsetada y oprimida por ese incremento de la presencia y la intromisión de los poderes públicos, imposibilitada de desarrollarse y de dar los benéficos frutos que naturalmente podría producir.
Todo esto va aderezado y corre paralelo a un simultáneo enaltecimiento de la empresa privada, de la competencia y del mercado. Ello no ya sólo en el terreno de las teorías económicas y políticas, sino también en el de las convicciones sociales, pues forzoso es reconocer que el mito del servicio público, del que antes hablábamos, va cediendo paso y peso en favor del mito de la competencia privada y del mercado que vuelven a colocarse muy altos en el imaginario colectivo.
Cabría así sintetizar el pliego de cargos diciendo, en suma, que no se ha creado una Administración grande y cara sino una Administración obesa y con elefantiasis, insostenible por lo que ella misma consume y porque cercena las fuentes de que nutrirse, un gigante torpe y con pies de barro que, aun así, debilita a la economía, a la sociedad y al individuo.
14. Ante esto, cabría concluir que es inevitable cambiar radicalmente de rumbo y liquidar, no ya a esa Administración extensa, sino al mismo Estado social. Lo que se habría hecho en los últimos años no sería nada más que parte de esa demolición que ahora habría que ultimar y que la misma crisis económica obliga a acelerar. Estaría aquí la respuesta a las preguntas que formulábamos al principio: el adelgazamiento de la Administración y las diferentes dietas son la forma de desmontar el Estado social.
Quizás ese diagnóstico sobre lo que se ha hecho sea certero y quizás el futuro inmediato culmine esa liquidación del Estado social del que sólo quedarían vestigios y retórica. Si acaso, un sucedáneo, la sociedad del bienestar, en la que una gran parte de la población conseguiría un alto nivel de vida gracias al mercado, pero que escamotea lo más importante del Estado social, el valor y la realización de la solidaridad y la protección de los más débiles. Hay muchos que lo creen, ora con entusiasmo, ora con resignación. Y hay, desde luego, movimientos y fuerzas en esa dirección y que dan pábulo a esos augurios. Tal vez los haya incluso más en España, ya no sólo por algunas reformas legislativas, sino más todavía porque, según todos los indicadores, está aumentado la desigualdad individual y regional, así como el número de personas, especialmente de niños, en situación de pobreza y exclusión social; o sea, lo radicalmente contrario a las aspiraciones esenciales del Estado social.
Creo, pese a todo, que, aunque con desviaciones o errores y medidas sólo explicables por el estado de excepción económica vivido, cabe pensar que eso no marca la orientación general; y que, por el contrario, hay razones que abonan otra lectura de los grandes cambios recientes. Una lectura que permite prever, no el desmantelamiento del Estado social ni la vuelta a los postulados del liberalismo y su Administración, sino la construcción de un Estado social que mantiene sus valores y fines, pero que los persigue con otra estrategia con la que trata de reducir sus efectos secundarios nocivos y que, entre otras cosas, comporta cambios en la Administración y en la actividad que se le confía. Si es así, el adelgazamiento de la Administración tendría otro sentido y un margen menor.
15. Digamos, para empezar, que todas esas reformas que ha ido imponiendo la Unión Europea, aunque sí conllevan un cierto repliegue de la Administración y un correlativo aumento del ámbito de las empresas privadas y del mercado, no entrañan merma para las aspiraciones del Estado social ni la liquidación de su Administración.
Por lo que se refiere a las empresas públicas que realizan actividad económica sin el carácter de servicio público, aclaremos que, en realidad, la Unión Europea no las proscribe en su conjunto ni obliga a venderlas ni a eliminar a radice esa actividad pública puramente empresarial que, por otro lado, admite claramente el art. 128.2 de nuestra Constitución. Cierto que, al someterlas estrictamente a las reglas de la competencia y prohibir las ayudas públicas, condenó las empresas públicas crónicamente deficitarias y que con ello se perdió un instrumento potente de los poderes públicos. Pero, además de que esas empresas deficitarias eran una sangría para los Estados que les impedían destinar los recursos a otras actividades más necesarias y más sociales, además de que muchas veces no resolvían los problemas sino que los enquistaban y agravaban, además de que, podría decirse, eran pan para hoy y hambre para mañana o, incluso, pan en un sitio y hambre en todos los demás, además de todo eso, muchas de ellas nacieron, como hemos ido viendo, al socaire de necesidades coyunturales ya superadas o de políticas, como las de la autarquía, hoy periclitadas, que poco o nada tenían que ver en el fondo con el Estado social. Por tanto, su desaparición en nada sustancial daña a éste. Por lo demás, las empresas públicas que no necesiten las ayudas de los Estados y que compitan en condiciones de igualdad con las privadas siguen siendo perfectamente posibles y un medio lícito de intervención y de dinamización de la economía. También, en su caso, un instrumento al servicio de la cohesión social y territorial.
Tampoco en las transformaciones apuntadas respecto a los servicios públicos puede verse una rendición incondicional del Estado social ni una renuncia a sus aspiraciones y valores. Hay que empezar por aclarar que los cambios impuestos por la Unión Europea sólo se refieren a los servicios económicos. Del proceso de liberalización quedaron al margen los servicios públicos no económicos, entre ellos, sobre todo, los servicios públicos sociales. Aunque la frontera no siempre es clara, el Derecho europeo ha insistido cada vez más en que los servicios sociales no se ven afectados. Por lo que concierne a los servicios económicos, forzoso es reconocer que en algunos casos su publificación completa estaba poco justificada y que en otros había perdido su principal y originaria justificación. Entre otras razones porque, especialmente para los servicios en red, se basaba en la idea de que eran monopolios naturales, idea que el avance de las técnicas había hecho caer. Por tanto, su liberalización, su despublificación, podría explicarse incluso conforme a los mismos principios que en otro momento llevaron a la solución contraria. En cualquier caso, algunos de ellos guardaban escasa relación con el propósito de asegurar prestaciones esenciales a los ciudadanos y más bien podían verse como un simple instrumento de dominación política. Por otra parte, incluso liberalizadas estas actividades, no se han entregado pura y simplemente al mercado sino que simultáneamente se ha erigido para todas ellas una incisiva intervención pública (la llamada regulación económica) que sobre todo tiene por finalidad asegurar el derecho de todos al acceso a las prestaciones esenciales, incluso allí o para quienes no sea rentable llevarlas. Por eso se imponen a los operadores las llamadas obligaciones de servicio público. El Estado y su Administración dejan de ser los titulares de la actividad pero conservan su papel de garantes de las prestaciones a los ciudadanos. Podrá pensarse que algo se ha perdido con estos cambios, que a veces los resultados no causan precisamente entusiasmo, que se han llevado demasiado lejos o que no han ido acompañados de todas las medidas necesarias para paliar sus efectos. Pero no podrá negarse que tampoco en ello hay una simple abdicación del Estado sino que, por el contrario, al menos en teoría, hay un intento de compatibilizar los fines de los servicios públicos con las ventajas de la competencia.
Algo similar cabe decir de la contención impuesta por la Unión Europea a la actividad administrativa de limitación en pro de la unidad de mercado. Se han sacado conclusiones exageradas e inexactas, sobre todo con ocasión de la Directiva de Servicios, como si supusiera un grave menoscabo para este género de actividad administrativa y para los intereses generales. No hay tal o, por lo menos, no lo hay necesariamente. En sentido contrario es manifiesto que la misma Unión Europea desarrolla e impone hasta más intensamente de lo que lo harían muchos de los Estados miembros políticas de protección del medio ambiente y de tutela del consumidor y otras que comportan igualmente profundas limitaciones en las actividades privadas y, con frecuencia, una extensa e incisiva actividad administrativa para su ordenación y control. En especial, se ha desorbitado el alcance y el significado de la reducción de las autorizaciones administrativas. Por lo pronto, la Unión Europea establece ella misma autorizaciones administrativas, otros controles preventivos y todo género de limitaciones en razón de muy diversos fines con gran amplitud. Lo que hace, para garantizar el mercado interior, es restringir las limitaciones instauradas por los Estados miembros, que son las que entorpecen la libre circulación, pero no las que impongan las instituciones europeas cuya ejecución corresponde de ordinario a las Administraciones nacionales. Por tanto, lo que aquí podría verse no es una retirada de la intervención pública y de la actividad administrativa sino más bien la elevación del nivel de decisión normativa que pasa de ser estatal a ser europeo. Por otro lado, en lo que se refiere a las restricciones a la imposición de autorizaciones por las autoridades nacionales, lo que puede verse es un saludable reforzamiento del principio de proporcionalidad que debe llevar a que estos severos controles previos de las actuaciones privadas estén realmente justificados. Y en ello no tiene que haber ninguna merma para los intereses generales ni ningún retroceso. Ni siquiera suponen necesariamente la retirada de la Administración sino sólo una forma de actuación administrativa algo distinta que sustituye los controles previos por los controles ex post y por poderes suficientes para imponer a los particulares las conductas correctas. Cosa distinta es que en España todo ello se haya desorbitado y que con leyes como la de garantía de la unidad de mercado se haya desenfocado por completo la cuestión. Finalmente, la colaboración de entidades privadas en esas tareas de ordenación y limitación, que también ha propiciado la Unión Europea, aunque peligrosa, puede articularse sin que suponga detrimento esencial de los intereses generales y de la responsabilidad administrativa. Lo que hay que hacer es regular esto con exquisita prudencia para conseguir que la Administración encuentre realmente colaboradores, no otra cosa, y para que la Administración no pierda los conocimientos y la fuerza para imponer lo que exija el interés general.
Así que, en suma, ninguna de estas transformaciones, aunque afectan profundamente a la Administración, a la extensión y al modo de sus actividades, son necesariamente ni tienen que ser vistas indefectiblemente como pasos hacia el desmoronamiento del Estado social ni hacia el debilitamiento de la Administración.
16. Por otra parte, es discutible que realmente se esté dispuesto a admitir el abandono del Estado social e incluso que existan alternativas viables.
Pese a todas las críticas, hay que enfatizar que el Estado social fue fruto de un gran pacto y simiente de grandes logros. Un gran pacto entre las principales fuerzas políticas de la Europa occidental, un punto de encuentro y de equilibrio entre el capitalismo y el socialismo, entre la economía de mercado y la estatalización, entre la libertad y la igualdad; una síntesis superior a la de los modelos opuestos que integra; superior diría incluso, si me atreviera a entrar en ese terreno, desde el punto de vista ético. Además, ha conseguido brillantes logros pues verdaderamente ha supuesto una mejora en la calidad de vida de la población en general, una mayor justicia, solidaridad e integración social; y ha permitido una paz y estabilidad política sin precedentes, coincidiendo con periodos de intenso crecimiento económico a los que de ninguna forma es ajeno. Dentro de lo que da de sí la naturaleza humana y la hamartiosfera, puede afirmarse que el proyecto del Estado social, aunque no desde luego una Arcadia, no ha quedado en una quimera, en una utopía más de las que alumbró el siglo XX, muchas de ellas convertidas en las peores pesadillas de la humanidad, sino que se ha realizado en gran medida en la Europa occidental, profundizando, incluso, al mismo tiempo, en el Estado democrático de Derecho ¿Realmente se quiere y se puede tirar por la borda todo esto? Parece, como mínimo, insensato.
Pero si lo anterior no fuese bastante, hay razones jurídicas, constitucionales, para oponer a cualquier intento de demolición del Estado social. De nuestra Constitución no ha cambiado ni una coma en todo lo que se refiere a las misiones y fines de los poderes públicos; ni un ápice de los derechos de los ciudadanos ni de los principios de las políticas sociales y económicas. Todo ello permanece incólume debiendo orientar, como desde 1978, la actuación de los poderes públicos y, en particular, de las Administraciones. Sólo se ha modificado su art. 135 para proclamar, como ya recordábamos antes, el principio de estabilidad presupuestaria y limitar el déficit de las Administraciones. Hay quien ve en esta reforma constitucional y en las similares de otros países un triunfo de los mercados frente al Estado y el germen o el arma para desarbolar definitivamente el Estado social. Pero no tiene que ser así. Muy al contrario, en estas reformas constitucionales puede verse una garantía del propio Estado frente a la exposición excesiva al poder de los mercados, una garantía de su sostenibilidad y la expresión de una solidaridad intergeneracional porque las generaciones futuras no deben pechar con nuestros gastos y deudas. En efecto, un Estado deudor que además siga necesitando de enormes y continuos préstamos de los mismos acreedores, es un Estado que pierde hasta su soberanía. Intentar poner freno a esto, aunque parezca una derrota, es imprescindible para que el Estado no sucumba. Tal vez quepa decir que es la derrota en una batalla para no perder la guerra. Naturalmente que los esfuerzos transitorios para ponerse al día comportan cambios, incluso traumáticos; desde luego que, aun a largo plazo, impondrá una contención del gasto público y del tamaño de la Administración. Pero de ninguna de las maneras abandono del valor de la solidaridad, de la justicia social y distributiva, ni abdicación por parte de los poderes públicos de las misiones que le confía el Estado social y que, de una forma u otra, han de recaer sobre su Administración.
Tampoco el Derecho de la Unión Europea obliga a una relectura de nuestra Constitución que rebaje o haga ilusorios los mandatos constitucionales del Estado social. Hasta hay que decir, al contrario, que en los últimos años ha reforzado su reconocimiento del valor de los servicios públicos. No ya de los servicios sociales sino incluso de los servicios públicos de carácter económico. Aunque no es exactamente ese término y ese concepto el que utiliza, sino el de servicios de interés general, son ahora los mismos Tratados los que proclaman su valor. Frente a su redacción inicial que los reducía a una excepción a las reglas de la libre competencia, en la actualidad el art. 14 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea afirma que a la vista del lugar que los servicios de interés económico general ocupan entre los valores comunes de la Unión, así como de su papel en la promoción de la cohesión social y territorial, la Unión y los Estados miembros, con arreglo a sus competencias respectivas y en el ámbito de aplicación de los Tratados, velarán por que dichos servicios actúen con arreglo a principios y condiciones, en particular económicas y financieras, que les permitan cumplir su cometido.... Y el art. 36 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión proclama: La Unión reconoce y respeta el acceso a los servicios de interés económico general, tal como disponen las legislaciones y prácticas nacionales, de conformidad con la Constitución, con el fin de promover la cohesión social y territorial de la Unión. Nótese que no sólo se reconocen tales servicios sino su fin de promoción de la cohesión social y territorial, o sea, lo más consustancial al Estado social.
Naturalmente que el objetivo de estabilidad presupuestaria proclamado ahora por la Constitución afecta profundamente a todo el resto de la Constitución y que todo su texto debe ser reinterpretado teniéndolo en cuenta. Pero no lo deroga ni lo desvanece sino que obliga a conciliarlo armoniosamente con el resto de sus mandatos contenidos en normas jurídicas vinculantes y superiores que son, además, el fundamento de todo el orden político y jurídico.
Todo ello, claro está, salvo que se modifique la Constitución y se opte formalmente, con los procedimientos y las mayorías necesarias, por consagrar otro modelo. Pero ello parece impensable porque, pese a todo, la sociedad misma no ha desfallecido en su estimación de los valores que encarna el Estado social y en sus fines. Incluso, quizás, están más asentados que nunca en las convicciones sociales, aunque con excepciones, como la de algunas fuerzas nacionalistas que ven como una perversión el que haya territorios que den más de lo que reciben, como si eso no fuese consustancial al Estado social y a su función de contribuir a la cohesión territorial.
Por lo demás, la vuelta al liberalismo es irrealizable, una simpleza, entre otras cosas porque, como nos consta, nunca hubo en puridad ese ideal del Estado liberal y hoy, en la compleja sociedad actual, es imposible.
17. A fin de cuentas, ¿qué tenemos? Que se quiere y que hay que preservar el Estado social, con sus valores y sus fines, pero eliminando o reduciendo en lo posible sus efectos secundarios nocivos que son de tal gravedad que amenazan con arruinarlo. La tarea parece poco menos que la cuadratura del círculo, un intento de mantener los fines pero sin los medios que se han venido considerando necesarios. Es de tal dificultad que muchas veces las reformas encaminadas a reducir estos efectos secundarios perjudicarán también a los aspectos favorables y positivos del Estado social. Pero pueden estar justificadas en tanto que, incluso suponiendo retrocesos y renuncias, sirvan a salvar lo esencial. Podrán parecer síntomas de la aniquilación del Estado social pero puede que sean las recetas necesarias para preservarlo, para, como ahora se dice, hacerlo sostenible.
Estas reformas pueden afectar a muy diversos aspectos. El Estado social se caracteriza ante todo por sus fines que, además, como se ha visto, son los que verdaderamente expresan sus valores y aspiraciones. Pero no es un modelo cerrado, no es una foto fija que haya que identificar con la imagen que ofreció en un determinado momento.
Así, las reformas pueden y seguramente deben afectar a las mismas prestaciones. El Tribunal Constitucional español, como los otros, ha aceptado que ni la Constitución asegura un concreto contenido a los derechos sociales ni las medidas de protección social son inmutables sino que admiten variaciones según las disponibilidades y la política económica general. La actual situación económica y las limitaciones al endeudamiento público obligan a conformar un Estado social más modesto o austero en sus prestaciones. Y no sólo es admisible reducir prestaciones simplemente para poder pagarlas sino para que no superen un cierto umbral de gasto público a partir del cual no son rentables. También para evitar que creen disfunciones, que desincentiven, que adormezcan las iniciativas privadas y el trabajo. O simplemente para evitar abusos. El mismo copago, que sin ese nombre siempre ha existido para infinidad de prestaciones públicas, es una fórmula que prudentemente puede introducirse.
Pero, volviendo a lo que aquí más directamente nos ocupa, tampoco el Estado social es un modelo cerrado en cuanto a las concretas formas de organización y gestión de los servicios ni cabe identificarlo con la asunción por la Administración de todo cuanto sea necesario. Por el contrario, ahora que se cantan las ventajas de la empresa privada, de la competencia y del mercado, ahora que se glorifica su eficiencia, el Estado social y su Administración pueden servirse de ello en las dosis y formas convenientes para conseguir sus fines.
Desde luego que, ante todo, la Administración debe aumentar su eficacia y eficiencia. Acertadamente dice el Informe CORA que no hay nada más antisocial que la ineficiencia de la Administración. Con ese planteamiento, el Informe prevé numerosas medidas en esa dirección, muchas acertadas y otras discutibles. No procede aquí que analicemos esas medidas ni el reflejo legal que ya han tenido, aun más cuestionable. Lo que sí importa afirmar es que, aunque es mucho lo que se puede y debe avanzar en aumentar la eficacia y la eficiencia administrativas, nunca podrán ser la del sector privado ni puede hacerse importando simplistamente las formas de actuar de las empresas privadas, como se ha pretendido (piénsese, por ejemplo, en la huida del Derecho Administrativo o la introducción de mecanismos cuasicompetitivos y de mercado, sobre todo mediante los llamados mercados internos y mercados simulados de suerte que diversos establecimientos públicos compiten entre sí). Por decirlo crudamente, hay una parte de ineficiencia administrativa que es ineliminable porque es consustancial a las exigencias de una organización pública en un Estado democrático y de Derecho.
Siendo así, hará bien el Estado social y su Administración en servirse del sector privado. Así, además, puede que el Estado social consiga sus fines siendo menos absorbente y deje más campo a la sociedad, sin cegar sus fuentes de riqueza ni cercenar su desarrollo sino, al contrario, posibilitándolo y encauzándolo en la dirección conveniente a los intereses generales. Por tanto, la Administración puede y hasta debe servirse de organizaciones privadas o pseudoprivadas y evitar en ciertos ámbitos crear sus propias estructuras. Supone esto aceptar con normalidad, por lo pronto, la tradicional gestión indirecta de servicios públicos o, más ampliamente, la llamada externalización de ciertas funciones allá donde el sector privado sea apto y siempre que no se pierda el poder público necesario para garantizar los intereses generales. Es demagógico rechazar la gestión indirecta con el argumento de que determinadas prestaciones vitales no deben ser el objeto de negocios privados: si incluso con un razonable beneficio privado se consigue prestar más eficientemente el servicio público y si la Administración conserva el poder para establecer las reglas que garanticen la solidaridad y la adecuada prestación del servicio conforme al principio de igualdad, esta mera privatización de la gestión es perfectamente posible y adecuada; no hay en ella ningún daño a lo esencial sino muchas veces ventajas que compensan sus inconvenientes. Tampoco hay que rechazar fórmulas como las aplicadas a los servicios de interés económico general o como las que antes permitieron hablar de servicios públicos virtuales o impropios (así, las farmacias o los taxis), en los que, sin publificar realmente la actividad y permitiendo que se ejerza por particulares, incluso con competencia entre ellos, hay una intervención pública suficiente para asegurar los intereses generales que no quedarían servidos por la pura y completa aplicación de las reglas del mercado. Y hay otros muchos modos en que el Estado puede garantizar prestaciones a los ciudadanos sin crear organizaciones burocráticas propias. A veces, ni hay que inventarlos sino mirar a algunos de los tradicionales, como los utilizados para la asistencia jurídica gratuita o los registros de la propiedad. Asimismo la colaboración administrativa con el tercer sector, o sea, con organizaciones no gubernamentales que ni son públicas ni actúan en el mercado como empresas privadas, abre posibilidades para organizar servicios sociales y culturales sin estructuras administrativas y con menos coste. También las muy diversas corporaciones de Derecho público permiten prestar servicios públicos y afrontar otras actividades publificadas sin hacerlo mediante una gestión burocrática. El bien conocido ejemplo de la ONCE sirve de referente.
18. ¿Supondrá todo esto una gran reducción de la Administración? ¿Debe comportar su debilitamiento? No.
Primero porque los datos de ninguna forma permiten prever notables adelgazamientos de la Administración, incluso aunque se renunciara al Estado social. Aunque se reduzca en parte la actividad de la Administración, aunque se aumente su eficiencia, aunque se sirva de organizaciones privadas... no es mucho el peso que puede perder la Administración. Hemos hecho un repaso de su evolución suficiente para comprobar que, hasta cuando se pretendió teóricamente que fuera pequeña, resultó más bien grande; y que fue creciendo a golpe de necesidades, entre el consenso social y político de todos, bajo unas ideologías u otras. Esto no permite llamarse a engaño sobre las posibilidades de reducirla mucho más. Y también es revelador que, incluso puesta a dieta severa por las últimas corrientes, en ningún sitio ha perdido mucho peso. Según explica el informe de la CORA, el indicador más utilizado para medir el peso de las Administraciones públicas en la economía es el nivel de gasto público no financiero sobre el Producto Interior. Pues bien, en 2012, según los datos de la Comisión Europea, en Alemania era del 45%, en Reino Unido era del 48,5, en Italia del 50,7% y en Francia del 56,6%. La media en la eurozona es de un 49,9%. Y en España es sólo del 43,4%. Por lo que se refiere a ingresos públicos nuestra diferencia es mayor: en España es del 36,4%, diez puntos por debajo de la media de la eurozona, y sólo lo tienen inferior Irlanda y Eslovaquia. Así que, al menos en España, no parece que la Administración pueda perder mucho peso sin riesgo de caer en la anorexia y sin convertirse en una rara excepción dentro de los países de la Unión Europea.
Y segundo, sobre todo, porque incluso su ligera y eventual pérdida de peso de ninguna forma debe suponer su debilitamiento. Al contrario, esas reformas que han de dar más campo y más protagonismo al sector privado, para que no socaven gravemente al interés general exigen una Administración fuerte e inteligente, incluso más que antes. No se trata sólo de que la Administración conserve potestades bastantes para impedir que las actividades privadas lesionen los intereses generales o, incluso, en su caso, para que los sirvan efectivamente. Sino de que tenga también los conocimientos de los hechos y de la ciencia y de la técnica suficientes para que pueda ejercer efectivamente esas potestades en la buena dirección. Esto, a la postre, exige una Administración con un volumen notable y con numeroso personal, sobre todo personal técnico cualificado, sin el cual se entregaría incondicionalmente en manos de esos colaboradores privados y perdería su capacidad real de ordenación y de reacción. Con estas condiciones hasta puede aceptarse que también una parte de la actividad administrativa de limitación se sirva de la colaboración o del complemento de organizaciones privadas.
Partiendo de ciertos cánones sobre el tamaño ideal de la Administración, se nos presenta a la actual poco menos que aquejada de obesidad mórbida. Así estaría justificado seguir sometiéndola a más reducciones. Pero son más que discutibles esos cánones y esas acusaciones. Bien estará quitarle grasas y michelines, que los tiene. Pero continuar mucho más con su adelgazamiento llevará a una Administración escuálida y endeble, incapaz de cumplir incluso sus nuevas tareas en un Estado social que, con menos protagonismo directo, necesita de más músculo y cerebro. Porque realmente, más que gorda, ha de decirse de la Administración, como se dice de algunas personas, que es grande de Constitución, aunque aquí hablemos de Constitución con mayúscula.
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