Rafael Jiménez Asensio
Rafael Jiménez Asensio es Consultor Institucional/Catedrático de Universidad (acr.) UPF (1)
PRIMERA PARTE: MARCOS DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL A TRAVÉS DE LA AUTORREGULACIÓN
“Pues para aquellos o aquel que detenta el poder del Estado, es tan imposible violar o despreciar abiertamente las leyes por él dictadas y, al mismo tiempo, mantener la majestad estatal, como lo es ser y, a la vez, no ser (); cosas análogas transforman el miedo en indignación y, por tanto, el estado político en estado de hostilidad” (Spinoza, Tratado Político, Alianza Editorial, 1986, p. 115).
Introducción
La ética pública es una modalidad de ética aplicada o de ética “profesional”, pero que –tal como vengo apuntando- debe ser caracterizada como Ética Institucional o, si se prefiere, ética de las instituciones públicas. Hay algo de redundante en la caracterización de la ética como “aplicada”, tal como expuso Victoria Camps. La ética, como bien expuso Kant, “es una filosofía de las intenciones y, por ende, una filosofía práctica” ya que las intenciones constituyen fundamento de nuestras acciones y vínculos de las acciones con el motivo”(2). Pero en la esfera que ahora nos ocupa, más que ética aplicada, la ética pública (sobre todo si esta es “codificada”) se enmarca dentro la institución a la que se adhiere. Este atributo “institucional” –unido al carácter público- es, a nuestro juicio, determinante, puesto que mientras en el ámbito moral la fuente de obligación es siempre interna, en la ética institucional o gubernamental, así como en la ética de los servidores públicos (funcionarios o empleados públicos), hay un fuerte contenido deontológico expresado en ocasiones (como ya se ha visto) por las normas jurídicas, pero también en otro tipo de medios como pueden ser los valores y normas de conducta recogidas en los códigos éticos. Es, en efecto, ética del deber, pero también (al menos en la política) ética de las virtudes, No cabe insistir más en algo bien conocido a estas alturas de desarrollo del presente estudio.
Por tanto, la especial posición de los cargos y funcionarios, así como su dependencia de una institución pública, conlleva por parte de la persona que accede al ejercicio de funciones públicas la asunción (o el compromiso de tal) de una serie de valores, principios y normas de conducta. Todo ello comporta necesariamente, tal como ya se ha incidido, una distinción importante entre el papel de la ética en el ámbito privado y en el público. En este último, el imperativo moral es más fuerte si cabe, puesto que está impregnado por un sentido de responsabilidad individual que se refuerza por el carácter público de las funciones que se desempeñan. Las cargas morales de la responsabilidad –parafraseando a Isaiah Berlin- en este caso no se aminoran sino que se acrecen(3).
El ecosistema público, por las razones expuestas, es un medio que tiene sus propios principios y reglas, aunque en una concepción simplista del mismo se concibe en ocasiones como un espacio destinado por algunas personas a desplegar unos comportamientos y actitudes que ni siquiera quien los ejerce osaría a desarrollarlos en su espacio privado o en sus relaciones personales (sobre todo en aquellos ámbitos en que la conducta se transforma en corrupción, puesto que prioriza la ventaja competitiva que “lo público” comporta). Esa patología en la forma de actuar es una manifestación de contacto con el poder o con las funciones públicas enormemente insana desde el plano moral, pero que en no pocos casos se produce, lo que denota una desvinculación radical o un alejamiento cínico de la persona que desempeña un cargo o empleo público con la estructura institucional y con la ciudadanía a la que sirve.
En el ámbito de lo público o de las entidades públicas lo que hagan las personas que allí desempeñan cargos o funciones públicas tiene, sin duda, una importancia nada desdeñable; transciende con mucho a su esfera personal, con consecuencias muy serias. Los valores que acredite y las conductas que despliegue serán transcendentes para la reputación moral de la persona en sí misma considerada, pero mucho más lo pueden ser, con impronta positiva o negativa, para la institución en la cual desempeñe sus funciones.
En efecto, como se viene reiterando a lo largo de estas páginas, lo determinante de la ética institucional es el impacto directo o indirecto que tienen las conductas y comportamientos de las personas con responsabilidades públicas (sean cargos públicos o funcionarios) sobre las instituciones y sobre la imagen que la ciudadanía percibe de esas instituciones a través de las mismas, que no en vano son los responsables públicos (sean políticos, directivos públicos o empleados públicos) y, por tanto, el espejo de la propia organización en la que desarrollan sus funciones. Un buen perfil ético de tales responsables públicos mejora la imagen institucional; un comportamiento moralmente inadecuado, la destruye. En una sociedad de la información masiva y de la digitalización o “interactividad instantánea”, por emplear la expresión de Paul Virilio(4), tales hechos nunca son neutros y su valor amplificativo puede desmoronar en un minuto reputaciones personales o institucionales construidas a lo largo de los años o, incluso, de décadas. Aunque ese mismo autor citado duda de que la confianza pueda sobrevivir al mundo de la instantaneidad(5).
A estas alturas del discurso nada nuevo añado si reitero que, a pesar de su precariedad actual, la confianza de la ciudadanía en sus instituciones es un valor público sobre el que se asienta la legitimidad institucional. Como ha recordado Txetxu Ausín en un interesante estudio, “la desconfianza y el descrédito son letales para organizaciones, empresas e instituciones y minan las bases de la organización política de la sociedad”(6). La ética pública, por tanto, ayuda inestimablemente a reforzar esa confianza. Y, por tanto, cómo se comporten los cargos y servidores públicos no es indiferente a la hora de consolidar o deteriorar la imagen que la ciudadanía tiene de sus instituciones. Simplificando mucho el problema, cabe decir que en un sistema de Administración Pública continental o de impronta francesa, como es el nuestro, el papel de la Ley y del ordenamiento jurídico tiene un peso determinante a la hora de definir lo que es correcto o incorrecto éticamente desde el plano normativo-jurídico. Hasta aquí hay un acuerdo compartido. Pero ello, como se ha visto, no lo es todo.
La densidad normativa del poder coactivo del Estado que se expresa a través del Derecho es, en todas las administraciones públicas de factura continental europea, intensa. La regulación jurídica habitualmente es minuciosa y los espacios de autorregulación son muy escasos. Tal como se ha dicho, la descompensación entre regulación-autorregulación, a diferencia de lo que ocurre en los países de la órbita anglosajona, es evidente.
La anomia autorreguladora parece conducirnos inexorablemente al campo regulador. Y nos produce la imagen falsa de que todo lo no prohibido por la Ley es éticamente aceptable. Percepción falsa. En efecto, en el campo de la ética institucional de carácter público, la pertenencia de un cargo o servidor público a una determinada institución le obliga no solo a cumplir con las normas jurídicas del propio ordenamiento, sino también a adecuar sus conductas o comportamientos (públicos, pero también privados) a un conjunto de valores y principios que son de necesario cumplimiento atendiendo a la posición que ocupa en la organización correspondiente, las funciones que desarrolla y la imagen institucional que traslada esa persona en la estructura de cada entidad pública y la que proyecta sobre la propia ciudadanía.
Por tanto, el componente de autorregulación de la ética pública tiene una intensidad y un valor específico en las instituciones, como complemento al papel del Derecho; mayor o menor en función de si el modelo de Administración Pública es anglosajón o continental europeo. Hay casos, incluso, en que hacia la ética pública autorregulada por medio de códigos, se adopta una posición de escepticismo o, incluso, de cinismo político, desdén, o ignorancia supina. Algo de esto está pasando en buena parte de nuestros niveles de gobierno. O, al menos, ha pasado durante los últimos años. Tendencia que parece corregirse poco a poco.
En general en el mundo contemporáneo y sobre todo en las democracias avanzadas se observa un crecimiento importante de la ética pública o de la ética de las instituciones públicas y, por tanto, de la extensión de unos valores y normas de conducta a quienes tienen la condición de cargos o servidores públicos, que son –al fin y a la postre- quienes deciden, gestionan o administran bienes y servicios públicos. A imagen y semejanza de las políticas empresariales que se impulsaron desde mediados de la década de los noventa del siglo XX sobre “buen gobierno corporativo”, también en el sector público la irrupción en escena de la ética institucional ha sido intensa desde principios de los años dos mil. En esa irrupción ha jugado un papel importante la OCDE(7). Sin embargo, aun siendo España un país miembro de la OCDE, ha vivido las últimas décadas casi absolutamente de espaldas a esas tendencias de expansión de los códigos éticos (y mucho más al fenómeno de construcción de marcos de integridad institucional) en las Administraciones Públicas de los países miembros de esa organización internacional. La apuesta por la ética pública ha sido, por lo común, puramente retórica y, en pocos casos, efectiva(8).
Tal como se dijo al inicio de este estudio, la opción por un sistema de Gobernanza también se tiene que apoyar en la ética pública, como pilar sustantivo de aquella. Sin embargo, en España la Buena Gobernanza es un concepto que no ha sido asimilado convenientemente (con excepción, tal vez, de algunas experiencias institucionales localizadas en el País Vasco) y, por lo común, se ha confundido con una visión o perspectiva muy pobre de la idea de Buen Gobierno, a la que ya se ha hecho alusión en las páginas precedentes.
Tampoco las políticas de integridad institucional han entrado realmente en la agenda política. Solo a través del empuje y multiplicación de los escándalos de corrupción se han propuesto reformas legales, generalmente marcadas por la contingencia, poco sistemáticas y sin una mirada estratégica. Ello ha implicado que tampoco se hayan sabido construir de modo efectivo Modelos Institucionales y de Gestión de Gobernanza Ética. En el siguiente epígrafe de este estudio se abordarán, no obstante, algunas buenas (o “menos buenas”) prácticas que, también en esta materia, han comenzado a cristalizar en el panorama institucional público español. Pero siguen siendo casos aislados y además demasiado recientes para poder hacer una evaluación de su trazabilidad y consecuencias reales o impactos efectivos sobre la calidad institucional.
Así, no resulta extraño afirmar que la Gobernanza Ética se encuentra en España en un estadio que podríamos denominar como inicial, incluso se podría calificar que “está en pañales”. Ello es debido a un cúmulo de circunstancias que no pueden ser tratadas en estos momentos, pero entre las cuales se halla esa idea equivocada del papel de la ética pública en las instituciones, el predominio casi absoluto de una concepción jurídico-formal ciertamente rancia que impone a este problema unas soluciones marcadas (de forma casi absoluta) por la respuesta legal o sancionadora, la falta de receptividad de la política frente a ese fenómeno (que en no pocas ocasiones adopta una postura también marcadamente cínica), su nula penetración y comprensión en el ámbito de la función pública (donde apenas ha calado esa tendencia a codificar valores o normas de conducta), así como la inevitable carga de escepticismo que se anuda a cualquier propuesta de este carácter, que siempre es vista por la ciudadanía como un simple remedo para intentar lavar la cara de las instituciones tras reiterados escándalos de corrupción que han conmocionado el edificio público.
Por todo ello es muy importante centrar correctamente el foco del problema y explicar con claridad qué es en realidad un Marco o Sistema de Integridad Institucional, como proyecto o elemento de autorregulación, tal como fue configurado en su día (1997) por la OCDE. Han pasado veinte años desde ese diseño inicial que hizo esa organización internacional de tal concepto, actualmente en revisión; pero en España ese modelo ha permeado ciertamente de forma escasa y se puede afirmar que, en cualquier caso, las pocas experiencias existentes se enmarcan en los tres o cuatro últimos años.
Por tanto, si se quiere comprender cabalmente el problema enunciado y articular vías de solución al mismo, es necesario detener la atención en los elementos descriptivos de la configuración de un Marco de Integridad Institucional. Sin ese paso, sin interiorizar cuál es el alcance exacto de tal noción, difícilmente se podrá producir un cambio de cultura organizativa y una acogida institucional hacia tales propuestas. El marco conceptual es, por tanto, imprescindible para asentar correctamente una política de integridad en cualquier institución pública, independientemente de cuál sea el nivel de gobierno.
Algunas ideas preliminares sobre los Códigos de Conducta
Los productos normativos (leyes y reglamentos) forman parte, como ya se ha visto, de lo que podemos denominar como un sistema “integral” o que también puede calificarse de “holístico” en lo que a la integridad institucional respecta; pero tales marcos jurídicos tienen tras de sí la fuerza coactiva del Derecho y, por tanto, el sistema institucional ejecutivo y judicial para aplicar sus previsiones. Los códigos éticos o de conducta (también denominados en ocasiones de buen gobierno, aunque convendría diferenciar conceptualmente tales acepciones) son, sin duda, parte integrante también de esos Sistemas de Integridad Institucional, pero en su dimensión autorreguladora. Y es esta la que ahora interesa. En todo caso, se trata de una solución modesta en su planteamiento, si bien –como he reiterado a lo largo de estas páginas- con un enfoque de orientación claramente sesgado a su dimensión preventiva o de identificación de “marcos de riesgo” que anticipen y eviten, así, que aniden en las organizaciones conductas o comportamientos no éticos como antesala de la corrupción.
Los códigos éticos o de conducta de las instituciones públicas no deben, por tanto, formalizarse como normas jurídicas o a través de expresiones jurídico-formales, ya se concreten a través de leyes o por medio de manifestaciones de la potestad reglamentaria. Este es uno de los equívocos más comunes en nuestro contexto jurídico-institucional. Hay una tendencia natural a trasladar al plano normativo-jurídico este tipo de instrumentos. Ello se vio con claridad en la regulación que llevó a cabo el propio EBEP (artículos 52 a 57), se ha reproducido en la Ley básica de transparencia (Ley 19/2013, de 9 de diciembre; en su título II relativo al Buen Gobierno) y tal forma errónea de actuar ha impactado negativamente sobre otras tantas leyes o decretos de Comunidades Autónomas (e, incluso, en alguna entidad local) que han seguido equivocadamente esa estela.
Debe quedar meridianamente claro, si no lo está aún, que los códigos de conducta son instrumentos de autorregulación y, por tanto, las leyes o los reglamentos no deben ser su medio de expresión formal; todo lo más en los textos normativos se pueden incorporar algunos valores o principios, sobre los cuales se armen o construyan luego las normas de conducta o de actuación que se recojan en tales códigos. Menos aún deben anudarse al incumplimiento de los valores, principios o normas de conducta, consecuencias sancionadoras, puesto que en ese caso traspasamos el mundo de los códigos éticos y de conducta y nos sumergimos en la esfera del Derecho penal o administrativo sancionador. Errores de este tipo se advierten por doquier en nuestro sistema legal, tanto estatal como autonómico. El propio Consejo de Estado, al dictaminar sobre el anteproyecto de la Ley básica de transparencia, cayó en ellos de forma clara(9). Problema de conceptos. No es fácil abrir hueco a los espacios de autorregulación ante una amplia y densa comunidad de juristas que puebla nuestras administraciones públicas y que se muestra poco o nada receptiva hacia este fenómeno. Es oportuno en ocasiones mirar qué se hace allende nuestras fronteras.
Los códigos de conducta incorporan una serie de normas de conducta o de comportamiento que, encuadradas en unos principios o valores, pretenden “orientar” en sentido positivo la acción y la actuación de tales cargos o servidores públicos, aunque en circunstancias extremas puedan tener también, de forma excepcional, algunos efectos de reprobación o de carácter traumático. Tienen, cabe insistir sobre ello, un componente de autorregulación. Su dimensión es principalmente preventiva, frente al carácter represivo (o, en su caso, disuasorio) de los marcos jurídicos.
Ciertamente, los códigos de conducta pueden incorporar otros instrumentos o herramientas, tal como diré a continuación. También puede haber códigos que combinen las normas de conducta con las normas de actuación. Las primeras se anudan a valores o principios de naturaleza ética, las segundas tienen que ver con el funcionamiento de las estructuras organizativas y sus resultados, su finalidad es más bien la eficacia y eficiencia de tales organizaciones. Tales normas de actuación se vinculan con una serie de principios de buen gobierno o también denominados en ocasiones de buenas prácticas en la gestión pública. Esta distinción es importante para evitar la confusión creciente y mezcla desordenada que se produce entre códigos éticos, códigos de conducta, códigos de buen gobierno y, en fin, códigos de buenas prácticas.
Por tanto, como también se ha expuesto, la ética institucional, a diferencia del Derecho, pretende construirse en sentido positivo, adoptando un sesgo de marcado carácter preventivo que pretende permear las conductas y comportamientos (esto es, busca si se quiere modificar los “hábitos” o el carácter) de los cargos o servidores públicos mediante procesos de “internalización” de tales valores y normas de conducta. Lo transcendente no es en sí la existencia de la norma, el elenco de valores o la previsión de las conductas, tampoco su reproducción en un papel o en un documento electrónico, ni siquiera que el código de conducta sea leído o conocido, lo realmente importante es que el sujeto (cargo o funcionario público) lo haga suyo.
Esa idea la expresó correctamente Victoria Camps en los siguientes términos: “Una norma social internalizada tiene, así, una dimensión emotiva que hace que el individuo sienta orgullo al cumplirla y vergüenza si deja de hacerlo. Pero ‘internalizada’ significa ‘sentida’, no solo sabida. El mero conocimiento de lo que hay que hacer no nos mueve a actuar, como repitió Spinoza”(10). Y la ética, también la pública, se vincula estrechamente con la acción. La responsabilidad moral, tal y como acertadamente describió Jankélévitch, “es antecedente o prospectiva y atañe al futuro, a los actos por hacer, señala las tareas que nos incumben”. En estos rasgos citados se distancia de la responsabilidad jurídica, pues esta es consecuencia y concierne únicamente a los actos ya hechos(11). La ética mira al futuro y no al pasado. Como bien señaló Weber –cuando se refería a la ética en la actividad política- no se pregunta sobre “cuáles han sido las culpas en el pasado”(12). Para eso está el Derecho.
En suma, los códigos éticos o de conducta no son otra cosa que la exteriorización de los valores y principios, así como de las normas de conducta y de actuación, que deben guiar el desarrollo de las conductas o comportamientos, así como de las actividades profesionales de los servidores públicos en el ejercicio de sus funciones, más allá de las normas jurídicas previamente establecidas.
Los códigos éticos o de conducta deben venir acompañados, para ser efectivos, de una “infraestructura ética”, en la cual deben incorporarse como un elemento más (lo que vengo denominando como Sistemas de Integridad Institucional). Si se hace una mala apuesta por aprobar un código de conducta sin insertarlo en un Sistema o Marco de Integridad Institucional y, por tanto, no se garantiza la efectividad de sus valores y normas de conducta, tal operación no es una manifestación de una política de integridad ni una apuesta por la Ética Pública, pretende solo efectos propagandísticos (que se diluyen el mismo día en que se difunde o, en el mejor de los casos, al poco tiempo) y formaría parte, así, de un burdo mecanismo de autoengaño institucional (o de ese “teatro de marionetas” del que hablara Kant), muy propio de una comunicación política ignorante (por mucho que utilice profusamente las redes sociales), que tanto abunda en estos tiempos.
Marcos de Integridad Institucional: elementos.
Tal como reconoció Hamilton, “la verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena administración”(13). Y, parece existir hoy en día una cierta unanimidad, en que tanto el buen gobierno como la buena administración pública generan confianza pública(14). Para alcanzar esa meta, en el campo que ahora nos ocupa (la ética pública), no cabe otra medida que impulsar una política de prevención, pero asimismo completar esta con un control exigente de las organizaciones públicas. La transparencia bien entendida y aplicada (algo que tampoco es frecuente, tal como se verá en la segunda parte de este libro), puede coadyuvar, sin duda, a ese control democrático y facilitar del mismo modo la rendición de cuentas. Pero en sociedades tan complejas como la nuestra no cabe duda de que las presiones, los conflictos de interés o simplemente las apariencias de conflicto (que también destruyen o socavan la confianza) están, como ya se ha expuesto, a la orden del día.
Para hacer frente a esos problemas no bastan las leyes, como decía. Pero tampoco bastan, aunque pueda resultar chocante esta afirmación, los códigos de conducta. Tales códigos, por sí mismos, no son herramientas suficientes, pues su mera aprobación y publicación (o difusión y conocimiento) no cambia en nada el statu quo existente. El cambio real y efectivo, como promovió en su día la OCDE, solo se puede realizar a través de la configuración de Sistemas o Marcos de Integridad Institucional y, por tanto, de la inserción de tales códigos en esos sistemas o marcos de integridad. Esta es una idea que el profesor Manuel Villoria ha tratado con la profundidad debida en varios trabajos suyos(15). A grandes rasgos, con algunas aportaciones de sello más personal (marcado en este caso por una apuesta hacia la simplicidad, por emplear la expresión de Edward de Bono(16)), lo que aquí sigue es tributario de las aportaciones doctrinales del citado profesor.
Tal como vengo insistiendo, es esta, tal vez, una de las cuestiones peor comprendidas por lo que afecta a la Ética Pública en nuestro panorama público y donde la confusión abunda por doquier. Merece, por tanto, la pena detenerse en su examen.
Los Marcos de Integridad organizacional (Integrity Framework) son, en efecto, una construcción conceptual de la OCDE. Su planteamiento inicial es que esos Marcos se proyectan sobre una organización y no sobre el conjunto del sector público. En efecto, la construcción de Marcos de Integridad en todo el sector público es una tarea de notable calado (se puede calificar incluso de hercúlea) y cuyos resultados finales serán, por lo común, bastante insuficientes. Es mejor comenzar por lo sencillo. Lo importante es saber para qué se quiere construir un Sistema de Integridad Institucional.
La finalidad de esos Sistemas o Marcos de Integridad no es otra que la de evitar riesgos de malas prácticas y de corrupción, por un lado (algo que se puede enmarcar en sentido lato en esas políticas de compliance, que tanto vigor y presencia han adquirido en los últimos tiempos); pero, por otro, pretenden también fortalecer el clima ético de tales estructuras organizativas, procurando paliar, así, que incluso personas decentes puedan contaminarse por los desincentivos o estímulos perversos que se les puedan plantear, presentar u ofrecer tanto interna como externamente. De tal modo que un Marco de Integridad Institucional debe establecer –tal como han reconocido Manuel Villoria y Agustín Izquierdo- normas, procesos y órganos dentro de cada organización pública que prevengan las conductas inmorales(17).
Tal como exponen esos autores, “entre los elementos esenciales de un Marco de Integridad se encuentran, como instrumentos clave, los códigos éticos, las evaluaciones de riesgo de integridad, la formación ética de los servidores públicos, el establecimiento de un sistema de consultas para problemas o dilemas éticos de los empleados (comités de ética), sistemas de denuncias de casos de corrupción, fraude, abusos o ineficiencias (con sistemas de protección a los denunciantes), sistemas de gestión de los conflictos de intereses e incompatibilidades, sistemas de detección e investigación de conductas antiproductivas o administración de encuestas de clima ético entre los empleados”(18).
Sin embargo, esa concepción de “Marco de Integridad” (entendida como “Sistema”) es bastante más holística, puesto que incluye también un conjunto (más o menos denso, según los casos) de normas jurídicas que regulan aspectos tales como las incompatibilidades o los conflictos de interés, antes analizados en estas mismas páginas. Y nos reconduce, tal como decía, a la idea de Sistema. Por consiguiente, un Sistema de Integridad Institucional también puede incorporar en su seno disposiciones o normas jurídicas (y lo habitual es que lo haga), tal como se ha visto anteriormente. En ese caso, el “marco normativo de integridad” se incorpora dentro de la política de integridad y del propio sistema de integridad de la propia institución en la que se articula esa política. Su característica principal, de conformidad con lo expuesto, es que en ese caso se trata de normas jurídicas que tienen detrás (esto es, con el objetivo de garantizar su cumplimiento) todo el sistema institucional y el aparato coercitivo del Estado constitucional democrático.
De ese marco jurídico, pieza central de un sistema global de integridad institucional, ya me he ocupado en el capítulo anterior. Y allí me remito. En estos momentos interesa especialmente abordar la noción de “marco ético de integridad” desde una dimensión autorreguladora o, si se prefiere, del proceso de construcción de infraestructuras éticas que una determinada organización pública debe dotarse si quiere fomentar una cultura ética en sus respectivas instituciones y prevenir la corrupción. Tal proceso se lleva a cabo a través de una serie de mecanismos e instrumentos que no son (o, al menos no lo son, en gran medida) normativos.
Y siguiendo el esquema de la OCDE, aunque simplificando tal como he dicho sus postulados, cabe resumir que un Marco de Integridad Institucional que pretenda articular una completa infraestructura ética debería incorporar, al menos, los siguientes elementos:
Un código ético o de conducta, también denominado en ocasiones como código ético y de buen gobierno (aunque, tal como se ha visto, son aspectos diferentes o, al menos, deberían serlo), en el que se recojan, entre otras cosas, los valores que deben orientar la organización y la actuación de los cargos o servidores públicos, así como unas normas de conducta que deben guiar asimismo el comportamiento de tales cargos o empleados públicos. A pesar de su carácter “positivo” (y no represivo), pues trata de construir cultura ética de las organizaciones, todo ello no es óbice para que los códigos también prevean como última ratio sistemas de reprobación de conductas y algunas medidas, en su caso, traumáticas anudadas a los mismos. Como bien ha expuesto Victoria Camps, los códigos deben partir de una base de realismo: las personas no siempre se conducen voluntariamente por el bien, los incentivos para apartarse del cumplimiento de los deberes y obligaciones son constantes, mantener actitudes éticas irreprochables y continuadas exige tensión interna y vigilancia externa. Cabe partir de una concepción de la ética como acción constante y lucha permanente, en términos –como ya hemos visto- del profesor Aranguren. El tiempo presente y el futuro inmediato es lo que cuenta en este campo, sobre todo desde el punto de vista de mejora de los estándares de conducta.
Mecanismos de difusión, prevención y desarrollo de la cultura ética. Los códigos por si solos no incorporan otra cosa que “letra” y pueden convertirse fácilmente en códigos declarativos. Donde se aprueban códigos de conducta sin insertarse en Marcos de Integridad Institucional, tales códigos derivan fácilmente en apuestas formales o aparentes. Ya se ha reiterado hasta la saciedad el carácter cosmético de tales instrumentos, frecuentes por lo común en nuestro panorama público institucional. Es por ello muy importante que, dada su finalidad preventiva, se internalicen o interioricen por parte de sus destinatarios (como expuso Victoria Camps). Es, asimismo, capital que, junto a “la letra” de los códigos, se incorpore una amplia batería de mecanismos de difusión, prevención y desarrollo de la cultura ética en las organizaciones a través de programas o planes anuales que comporten la realización de acciones dirigidas a que los códigos sean asumidos y que se proyecten, en mayor o menor medida, pero siempre en un proceso gradual de avance, en mejores hábitos (que “labren carácter”, en palabras de Adela Cortina) y se manifiesten así en conductas éticas reforzadas. El objetivo último es un proceso de mejora continua que pretende, paso a paso, cambiar la cultura organizacional y, por tanto, impregnar el funcionamiento ordinario de la institución de prácticas y comportamientos éticos. Por eso, los programas de desarrollo ético o de integridad deberían formar parte sustantiva de las políticas de Gobierno (o de Gobernanza) y también de las política de recursos humanos de las organizaciones, una cuestión que hasta ahora es por lo común ajena a la política de gestión de personas de nuestras instituciones. No hay otro modo de actuar seriamente que este. Además, deben ser políticas marcadas por la continuidad y la tenacidad (sostenibilidad) en su desarrollo.
Procedimientos, canales y circuitos para resolver dilemas éticos, quejas o denuncias. Junto a todo lo anterior, un Marco de Integridad Institucional que promueva la infraestructura ética debe disponer, asimismo, de procedimientos, canales, circuitos o cualesquiera otros cauces, para garantizar la efectividad del código ético o de conducta. Este aspecto puramente formal o procedimental es muy importante. Se trata, en efecto, de configurar canales o cauces que abran la posibilidad de que los actores institucionales (representantes, gobernantes, directivos o empleados públicos) puedan formular los problemas o, en su caso, dilemas éticos que se les puedan suscitar en el desarrollo de sus funciones públicas en las respectivas organizaciones en las que presten su actividad (garantizando, cuando ello sea necesario, la confidencialidad). Asimismo, se trata de prever canales a través de los cuales se puedan plantear quejas o denuncias, con la instauración incluso de “sistemas de alerta temprana” que puedan identificar con cierta rapidez y con carácter preventivo cuándo existen situaciones o marcos de riesgo en tales organizaciones. También a través de ese órgano de garantía se pretenden abordar aquellas cuestiones éticas o, en su caso, denuncias que puedan provenir, en algunos casos, de los propios ciudadanos como usuarios o receptores de los servicios públicos. En este punto conviene desarrollar, en su caso, un estatuto del denunciante, que esté provisto de garantías, pero que a su vez eluda, mediante herramientas de equilibrio, la utilización torticera o irresponsable de estos cauces, con meras finalidades de represalias políticas o personales. Si bien es cierto que este estatuto del denunciante está pensando más en causas penales o infracciones administrativas de cierta gravedad, que conllevan casos de corrupción; pero no puede descartarse su uso en este tipo de cuestiones éticas como mecanismo de fortalecimiento de la infraestructura ética de la organización.
Establecimiento de un sistema de garantías del código de conducta a través de la constitución de un comisionado de ética o de una comisión con una composición objetiva e imparcial y equilibrada. El código debe garantizar, asimismo, su efectividad por medio de la articulación de un sistema de garantías, que habitualmente se plasma en una comisión de ética (órgano colegiado) o por medio de un comisionado de ética (órgano unipersonal), instancia encargada, entre otras cosas, de resolver los dilemas éticos, orientar en caso de consultas, dirimir conflictos éticos y resolver las quejas o reclamaciones que se puedan suscitar. Este órgano debe actuar como promotor de la cultura de integridad o de acciones éticas en la institución; esto es, como instancia que promueva la difusión del código y estimule programas formativos. La cuestión clave es quién o quiénes componen esos órganos; y sobre todo si tales órganos deben estar formados exclusivamente por personas de la propia organización o cabe incorporar externos (expertos) que aporten una mirada de fuera y ayuden a promover esa cultura ética desde una posición exógena y no autocomplaciente. En el ámbito anglosajón, donde la cultura ética está arraigada, los miembros de tales comisiones suelen ser personas de la propia organización. Obviamente se trata de cargos o servidores públicos que disponen de un recorrido moral intachable o tienen su reputación personal y profesional intacta. En los países que no tienen tradición de cultura ética en el sector público, como es nuestro caso, cabe recomendar que se incluyan algunos miembros externos en tales comisiones con la finalidad instrumental de que ayuden en el proceso de implantación y desarrollo de esa cultura ética y legitimen la actuación de tales instituciones de nuevo cuño, que deberán enfrentarse, con mayor o menor intensidad según los casos, a supuestos de resolución de dilemas éticos difíciles o complejos, derivados de conflictos de interés o de evaluación de determinadas conductas de cargos o funcionarios públicos; una cuestión más delicada aun cuando se trata de cargos públicos ejecutivos de la alta administración, pues estos temas tienen –como es obvio- una alta sensibilidad política.
Sistema de seguimiento y evaluación. Y, por último, el Marco de Integridad se debe cerrar con un sistema de seguimiento y evaluación de la aplicabilidad del código y del funcionamiento del modelo en su conjunto. Lo habitual en el mundo anglosajón es que los códigos se configuren como “instrumentos vivos”, que se van actualizando a través de modificaciones o adaptaciones permanentes al nuevo contexto y a las exigencias o estándares del momento, pero también por medio de Guías Aplicativas que son las que, a partir de las resoluciones e informes de las comisiones de ética, van definiendo a través de protocolos sistemáticos la interpretación y alcance de los distintos valores y normas de conducta. Esas guías o criterios dotan de seguridad ética a las futuras conductas de los cargos o servidores públicos. Además de este sistema de seguimiento de la aplicación del código, es determinante la fase de evaluación del código y del propio sistema, ya sea mediante memorias anuales o, de forma complementaria, a través de una evaluación externa que mida por medio de indicadores cómo evoluciona la infraestructura y el clima ético en cada organización pública. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito de la transparencia, tal como se verá, la existencia de entidades o instituciones evaluadoras en el campo de la ética pública es un proceso que en España apenas ha tenido concreción alguna, tal vez como consecuencia del retraso evidente en la implantación de esos reiterados Marcos o Sistemas de Integridad que nuestras instituciones públicas acarrean.
Los Códigos Éticos y de Conducta como parte sustantiva de los Marcos de Integridad Institucional.
Tal como se ha dicho, los códigos éticos o de conducta y los respetivos Marcos de Integridad Institucional se integran, como elementos sustantivos, en una política de integridad institucional. Pero debe quedar muy claro que tales códigos no son ni mucho menos los elementos exclusivos de tal política. Cabe recordar aquí el carácter autorregulador de los códigos, su naturaleza preferentemente “orientadora” y solo excepcionalmente “traumática” (mediante aquellas propuestas de la comisión de ética o del comisionado para que se adopten algunas medidas: ceses, remociones, apertura de expedientes sancionadores o, en su caso, traslado al Ministerio Fiscal). La finalidad principal de tales códigos es promover en la organización una “infraestructura ética”, asentar una cultura de integridad en la institución y, sobre todo, prevenir o identificar marcos de riesgo. Pero cabe asimismo incidir en que, por regla general, los códigos de conducta no son comunes o únicos en las instituciones públicas, sino que habitualmente se estratifican en función de diferentes segmentos o niveles: políticos, directivos, asesores y funcionarios).
Los códigos éticos o de conducta, a diferencia de los marcos de integridad establecidos por la legislación, tienen –como ya se sabe- un carácter “autorregulador”. Se formalizan habitualmente por simples acuerdos institucionales o de gobierno, que se pueden reformar y adecuar con relativa facilidad. Implican, como dice la doctrina canadiense, una suerte de work in process; un trabajo siempre abierto de mejora continua. Muchos de ellos prevén incluso sistemas de adhesión individualizada, aunque si los códigos despliegan deberes institucionales o normas propias de una dimensión que se encuadra en ámbitos de la deontología (por ejemplo, en el ámbito de la función pública o de los cargos públicos ejecutivos de una determinada Administración Pública) la adhesión debe ser obligatoria o, al menos, condición para ser nombrado cargo público o funcionario, en su caso, dado el tipo de actividad pública que desempeñan.
Lo normal es que los códigos sean herramientas o instrumentos que sirven de “orientación”: la ética pública sería algo así como una suerte de faro o “guía” (con el complemento necesario de la comisión de ética o del comisionado) para que los cargos y servidores públicos desarrollen el ejercicio de sus funciones con probidad y con pleno respeto a los valores y normas de conducta establecidos. Aunque como bien señalan Villoria e Izquierdo hay un debate abierto sobre “el valor normativo y disciplinario del código frente a su valor meramente orientador”(19). Si bien este debate existe, no es menos cierto que se debe relativizar su existencia, al menos en nuestro caso, a riesgo si no de impedir la emergencia de tales códigos, dado –como se ha visto- el papel expansivo y monopolizador de la legislación en estas materias.
El valor de los códigos de conducta, por tanto, debe ser preferentemente orientativo y preventivo, de ayuda a la mejora constante del clima ético (o de la infraestructura ética) en las organizaciones públicas. Y, en determinados supuestos, deben anudarse a los incumplimientos graves o reiterados consecuencias traumáticas que deberán ser valoradas en su alcance siempre a través de un órgano independiente con capacidad de propuesta, activando en unos casos el cese por el órgano competente y en otros el traslado también a quien sea competente para la incoación del régimen disciplinario que proceda. Pero esa es una consecuencia excepcional. Lo habitual es que las políticas de integridad se construyan en clave positiva y siempre con carácter preventivo. Villoria e Izquierdo encuadran perfectamente esos marcos de integridad institucional y los elementos en los que estos se despliegan dentro de una dimensión aplicativa práctica y, asimismo, “como parte esencial de cualquier estrategia anticorrupción”.
Otra cuestión importante es si debe existir uno o varios códigos de conducta en cada institución en función de los niveles de responsabilidad o de los respectivos ámbitos sectoriales. Sobre este punto existen soluciones de diferentes tipos. Hay, en efecto, modelos de códigos únicos, de códigos diferenciados o incluso de “códigos en cadena” (un código marco y códigos de desarrollo). Como también señalan los autores citados, “parece extenderse la idea de que un código colectivo es perfectamente compatible con códigos por agencia, como se hace en Australia y Nueva Zelanda”(20). Por su parte, Longo y Albareda también hicieron en su día un amplio análisis de modelos comparados sobre esta misma cuestión(21). Pero asimismo existen soluciones segmentadas, como es el caso del Reino Unido, donde hay un código de ministros, otro de asesores y uno aplicable al Civil Service, junto con códigos diferenciados de cada una de las Cámaras del Parlamento o también con diferentes códigos de los gobiernos locales(22).
En cualquier caso, la segmentación de códigos abre un debate interesante. Ya se ha hecho referencia, en algún momento, a esta cuestión; pero por su interés conviene detenerse de nuevo en ella. Entre nosotros, en efecto, los códigos hasta ahora existentes están fijando (casi) exclusivamente el punto de atención en la política y en los altos cargos de la Administración Ejecutiva. En España, a diferencia de otros países, apenas se ha aprobado ningún código, por ejemplo, de las Cámaras parlamentarias, algo que denunció en su día el Consejo de Europa a través de GRECO (“Grupo de Estados contra la corrupción”), algo que no deja de ser insólito en el panorama comparado y que se constata en el hecho de que, a día de hoy, ningún Parlamento en España (ni las Cortes Generales ni los Parlamentos autonómicos) han aprobado ningún tipo de código de conducta aplicable a sus miembros, como si los conflictos de interés no fueran con ellos(23). Para el empleo público se aprobó por medio del Estatuto Básico del Empleado Público un denominado “código de conducta”, con principios éticos y de conducta (artículos 52 a 55); pero que, tal como se ha visto, no ha tenido desarrollo alguno (más bien ha pasado sin pena ni gloria). A pesar de la innegable importancia que tenía la ética pública como motor de la reforma de 2007, lo cierto es que se ha transformado en pura coreografía.
La necesidad o no de extender los códigos de conducta al empleo público abre un importante debate, hasta ahora poco transitado. La pregunta central que cabe plantearse se centra en si las buenas conductas y los polos de integridad solo se han de respetar en la alta administración o en las estructuras de gobierno, dejando de lado la propia función pública. Para eludir tal extensión, una vez más las formas jurídicas parecen obturar el juicio: se objeta por lo común a este argumento que la función pública (empleo público) ya dispone de su régimen sancionador. Pero es importante subrayar que, como se viene insistiendo en estas páginas, Derecho sancionador y códigos de conducta son dos cosas distintas. Además, cabe añadir que las conductas antiproductivas que existen por doquier en la función pública no son prácticamente nunca sancionadas, mientras que el desarrollo de un sistema de integridad en el empleo público podría mejorar bastante ese estado de cosas. También cabe incidir en que el Derecho sancionador en el empleo público se ha ido transformando gradualmente en una suerte de reliquia, dando como resultado su manifiesta inaplicación salvo en supuestos graves o muy graves (y no en todos los casos). Su finalidad, en todo caso, es muy distinta a la que debe promoverse a través de la difusión de una cultura ética en la organización. Aun así, las resistencias a la implantación de códigos de conducta en el empleo público serán numantinas por parte de la comunidad jurídica, los sindicatos y, presumiblemente, los jueces (confundidos, tal vez, por sus “Principios de Ética Judicial” que está promoviendo el Consejo General del Poder Judicial.
De hecho, la ética de la función pública ha tenido siempre un marcado carácter singular, muy vinculada a la noción de los deberes, pero asimismo estrechamente relacionada con la lucha contra la corrupción. La institución de función pública ha sido vista siempre como un cortafuegos que evita la entrada de la corrupción en la Administración Pública. Así se vio, por ejemplo, en Estados Unidos, tras la construcción del merit system en 1983 mediante la Pendlenton Act, que abrió un largo proceso de erradicación del spoils system implantado por Andrew Jackson a partir de 1829, cuyas consecuencias fueron nefastas para la extensión de la corrupción en la Administración federal estadounidense. Y así lo vio también Max Weber, cuando diagnosticaba certeramente el problema de las relaciones entre ética funcionarial y corrupción. Frente la extensa práctica de la patrimonialización de cargos por los partidos políticos que se produjo en el siglo XIX, estas eran sus palabras: “A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del funcionariado moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad. Sin este funcionariado se cernería sobre nosotros el riesgo de una terrible corrupción y una incompetencia generalizada”(24).
Algunas notas finales sobre la redefinición de la política de integridad institucional por la OCDE.
Los Marcos de Integridad Institucional han sido hasta la fecha el “buque insignia” de la OCDE en materia de ética pública y lucha contra la corrupción en el sector público. Desde hace algunos años a esa línea de trabajo, se le han ido añadiendo otras; como por ejemplo los “pactos de integridad” en la contratación pública. En cualquier caso, las notas distintivas de esos Marcos de Integridad ya han quedado suficientemente resaltadas. Sin embargo, como se viene advirtiendo desde el inicio de estas páginas, esa política de integridad está siendo redefinida en 2016 por la propia OCDE(25).
En efecto, en un documento al que ya hemos hecho referencia anteriormente y que se trata (cuando esto se escribe) de un Borrador o Proyecto de Recomendación, pendiente aún de estudio y redefinición de sus contenidos, se dibujan lo que son las líneas maestras de ese nuevo rediseño de la política de integridad que se quiere trasladar a los diferentes Estados miembros que componen esa organización internacional.
Dado el carácter de borrador de tal proyecto, no es ciertamente momento de desarrollar sus contenidos concretos, tarea que deberá hacerse una vez se apruebe de modo definitivo tal Recomendación. Pero sí es oportuno, al menos, detenerse en cuáles son sus líneas principales y en qué medida cambia o altera el enfoque que hasta la fecha tenía esa política de integridad institucional a la que se ha hecho reiterada referencia en estas páginas. Veamos.
La finalidad que persigue el nuevo modelo de integridad institucional se apoya obviamente en los pasos dados ya por la OCDE (y que han sido oportunamente recogidos en las páginas precedentes), teniendo por consiguiente un carácter de herramientas complementarias. Y en esa línea de reenfoque del problema, en el citado documento aparecen –simplificando mucho las cosas- tres objetivos centrales o básicos. A saber:
Crear lo que se puede considerar como un Sistema de Integridad Institucional “completo” o “integral”, que acoja a todo el sector público, a las organizaciones, empresas o particulares que se relacionen con este y, en fin, a la propia ciudadanía.
Desarrollar una cultura de integridad que implique asimismo una conexión con los sistemas de evaluación y seguimiento, así como con la rendición de cuentas.
Contribuir, desde el plano de la Gobernanza Ética, a que la integridad institucional (y obviamente de las personas o colectivos indicados) sea efectiva, con objeto de mejorar la confianza de la sociedad en su conjunto en su sistema institucional y fomente de ese modo un crecimiento inclusivo.
Bajo esos objetivos citados, se pueden encuadrar tres grandes pilares que deben sustentar ese nuevo Sistema Público de Integridad (o Sistema de Integridad Institucional):
El primero es, tal como se ha dicho, configurar un Sistema de Integridad Institucional que encuadre de forma coordinada todos y cada uno de los elementos que lo componen y que esté dotado de coherencia en su construcción.
El segundo es desarrollar esa cultura de integridad institucional a través de un enfoque que preste atención especial a la sociedad y a sus pautas de cultura ética, así como que provea una mejora de esos estándares colectivos, con el fin de que las responsabilidades de todos los cargos y servidores públicos se alineen con ese desarrollo de la infraestructura ética no solo interna, sino también externa (interrelación con la sociedad y con el tejido asociativo o empresarial).
Y, como colofón del nuevo modelo, se debe establecer un sistema de rendición de cuentas a través de la articulación de sistemas de control y regulación de los estándares de integridad del sector público, pero también del sector privado y de los propios ciudadanos.
Este es el paso decisivo del nuevo modelo: no solo un empuje decidido de la integridad en el seno de la propia institución pública (aplicable a todas las personas que prestan servicios en ella), sino también una apertura completa a la sociedad. Algunos pasos ya se están dando –como decía- en el ámbito de la contratación pública, vinculando tales procedimientos a prácticas de integridad. Una visión ya asentada sobre esta materia es la que impulsó en su día Transparencia Internacional, mediante los Pactos de Integridad(26). Pero aún queda mucho trecho por recorrer, más entre nosotros. Pues la línea fuerza de este documento antes citado (al menos de las ideas que se proyectan en el mismo) radica en que se quiere producir una suerte de cambio de paradigma en las políticas de integridad institucional, pues ya no solo deben poner el foco de atención en las instituciones públicas y en los impactos que tienen las conductas de los cargos y servidores públicos sobre la sociedad, sino también en lo que la propia sociedad civil organizada y, a fin de cuentas, los ciudadanos, organizaciones y empresas hacen.
En realidad, esta es una idea que ya ha sido expuesta en pasajes anteriores de este trabajo. Dicho en términos más precisos: no pueden existir instituciones públicas éticamente intachables cuando la sociedad no ha interiorizado previamente esos valores de integridad en sus conductas cotidianas. Tal cuestión, fue correctamente expresada en otros términos por Longo y Albareda: “Para mantener unos estándares de ética pública elevados no solo se requieren unos servidores públicos ejemplares, sino también unos ciudadanos decentes y conscientes de sus derechos y de sus obligaciones”(27).
SEGUNDA PARTE: CÓDIGOS DE CONDUCTA: ALGUNAS (INCIPIENTES) BUENAS (O MENOS BUENAS) PRÁCTICAS EN LA IMPLANTACIÓN DE SISTEMAS DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL EN ESPAÑA
“Una sociedad sin virtudes no es un ‘demos’; la democracia necesita buenas costumbre para que las instituciones funcionen como deben, pues, a fin de cuentas, éstas dependen del buen o mal hacer de las personas que las gestionan” (Victoria Camps, Breve historia de la Ética, RBA, Barcelona, 2013, p. 398).
Introducción
Es obvio que los códigos de conducta, códigos éticos o códigos de deontología, en cuanto fenómenos institucionales en los que se plasman las prácticas de autorregulación, no han formado parte de la cultura institucional española, ni siquiera en la función pública. El manto de la legalidad ha pretendido cubrirlo todo, aunque no lo haya conseguido realmente. Frente a aquel fenómeno de fuerte impronta anglosajona que irrumpió hace algunos años y ya bastante asentado en países de nuestro entorno, nos hemos despertado muy tarde, como suele ser siempre habitual. No se trata aquí de reiterar lo expuesto ni de censurar la mala comprensión conceptual de esta cuestión que, como se han visto, es más que evidente en la obra de los legisladores estatal y autonómico, lo que ha terminado empañando el problema hasta convertirlo muchas veces en pura caricatura. Tampoco pretendo desdecirme del objetivo inicial, que era muy claro: situar el problema en un marco conceptual y obviar un análisis detenido del marco jurídico-normativo, aunque algo se ha dicho al respecto y algo más deberé decir
Lo que sí parece obvio –y necesario resulta resaltarlo- es que la legislación aprobada hasta la fecha se muestra ampliamente tozuda en reiterar los errores inicialmente cometidos por el legislador básico estatal y construir los sistemas de integridad institucional sobre una base meramente jurídico-normativa sin dejar ningún espacio (o espacios muy reducidos) a la autorregulación. La fe en el Derecho mueve montañas de papel, pero no cambia (casi) ni una coma del deterioro de la moral pública en nuestras instituciones. Sus efectos, tras años de cruzada legislativa de “regeneración” de la vida pública son poco efectivos. Frente a esa tozudez de los creyentes en el Derecho y escépticos, a su vez, de la ética institucional autorregulada, que son todavía legión en este país, han comenzado a abrirse fisuras importantes en ese edificio antes inexpugnable que era el reinado omnipresente de la Ley. Aun hoy se insiste, en no poco trabajos académicos, en la dimensión jurídica del principio de integridad, como aparente remedio frente a los en ocasiones difusos males de la corrupción.
En cualquier caso, en los últimos cuatro años se han comenzado a mover las cosas, una veces por convicción de que debe ser así y por la necesidad de crear cortafuegos de prevención frente a los escándalos de corrupción que se muestran por doquier, mientras que en otras ocasiones esa tendencia al cambio ha tenido un carácter más reactivo (por lo demás, muy humano) en la pretensión de situar valladares u obstáculos complementarios a una deteriorada atmósfera de moral pública salpicada por la corrupción o por la multiplicación de un sinfín de conductas llevadas a cabo por cargos y servidores públicos, todas ellas censurables desde el plano ético. En fin, un intento, por lo demás con escasos réditos, pues esa estrategia “por lavar la cara” se impulsa generalmente cuando la situación ya no tiene apenas remedio.
Cierto que, como ya se sabe, no partíamos de cero. Algo se había hecho, aunque pocos efectos reales tuvo, pero al menos formalmente pasos tímidos se habían dado. La Legislatura estatal de 2003-2007 fue, en cierto sentido, premonitoria de lo que después vendría. Sin duda, la sensibilidad gubernamental viene siempre alimentada por el olfato de un ministro o, en su defecto, por las propuestas de sus equipos directivos o funcionariales. Y cabe subrayar que en los años 2005-2007, ese olfato existió y se supo captar perfectamente que algo se movía fuera de nuestras fronteras. La ética pública y la integridad institucional estaban adquiriendo una impronta notable en las políticas de la OCDE, como ya se ha dicho. Y, con cierta perspicacia, aunque también con cierta falta de pericia, se pretendieron trasladar tales tendencias a la Administración Pública española, siempre reacia a los cambios y a las soluciones foráneas.
Hubo impulso político, eso nadie lo puede negar. Se aprobaron, como ya se ha dicho, el Código de Buen Gobierno de altos cargos (2005), una avanzada ley de conflicto de intereses (2006) y un Estatuto Básico del Empleado Público (2007) que estableció por Ley (error al que algunos, desde la posición modesta de vocales de la Comisión de Expertos, también coadyuvamos) un código de conducta de los empleados públicos. Una idea, en todo caso, importante que no se supo plantear de forma correcta. El EBEP se debería haber limitado a la enumeración y definición de una serie de valores o principios y, todo lo más, a determinar genéricamente algunas normas de conducta, abriendo la posibilidad de desarrollar códigos deontológicos para cada ámbito de la función pública. No cabe duda de que a partir de ese desajuste de enfoque, todos hemos aprendido mucho. Para eso están los errores. No para flagelarse.
Sin embargo, en esa batería de medidas, intuitivamente descubiertas, faltaba, tal como decía, un necesario aprendizaje. Quizás, si hubiésemos sido capaces de mirar mejor y analizar convenientemente otros sistemas comparados, tales errores se hubiesen ido subsanando. Pero en España algo que llega al BOE, más si es a través de una Ley, se sacraliza y, sobre todo, se convierte en un obstáculo, más que en una palanca de cambio. El Código de Buen Gobierno, que se aprobó por medio de una mera Orden Ministerial(28), quedó enterrado en las páginas del Boletín Oficial sin que apenas nadie le prestara atención, menos aun quienes eran sus destinatarios. Tras diez años de “vigencia formal” (que no efectiva) una de tantas Leyes que pretenden “regenerar” nuestro espacio público, la Ley 3/2015, de 30 de marzo, del estatuto del alto cargo, lo deroga. Sin pena ni gloria. Volvemos a la casilla de salida. Volvemos a empezar, en este desordenado tejer y destejer del que nadie parece sabe salir airosamente. Por eso los conceptos (o los marcos conceptuales) son imprescindibles. Por eso he perdido tanto tiempo (o tantas páginas) intentando explicar hasta ahora en este estudio lo que en otros países comprenden sin dar semejantes rodeos. Pero a estas alturas de la exposición, creo que ya quedan las cosas lo suficientemente claras como para no insistir de nuevo en ellas.
Vayamos a lo práctico. Lo que hizo el Gobierno central (o la Administración General del Estado) en esos años 2005-2007 no tuvo, en verdad, continuidad alguna ni tampoco réplicas de calado o de interés. Desaparecido el Ministro Sevilla, auténtico impulsor (junto a su equipo) de tales propuestas, después se impuso la sombra y la incomprensión, hasta en el seno del propio Gobierno que había impulsado tales proyectos. Paradojas de la política: sin cambio de gobierno se paraliza la acción del Ejecutivo, puesto que las personas que llegan a las nuevas responsabilidades (aunque sean del mismo partido) nada entienden de lo que antes se ha hecho y “sus equipos” tampoco. La “noria de la política” produce en estos casos sus peores efectos.
Así, todas esas propuestas normativas quedaron enterradas en el BOE, ya electrónico; aunque sigan emergiendo a la luz con un simple clic. Los temas de ética pública e integridad institucional no fueron a partir de entonces de ningún interés ni para el partido que inicialmente los propuso ni para su contrario. Pasaron al olvido. Mientras tanto, los casos de corrupción de la era del ladrillo comenzaban a proliferar y una brutal crisis asomaba en el horizonte.
Las Comunidades Autónomas tampoco tomaron nota. Siempre, por lo común, tan reacias al cambio y la innovación, con una actitud de fieles y acríticas seguidoras de lo que haga el Estado, poco o nada desarrollaron al respecto. Una Ley gallega de 2006 (hoy ya derogada) fue la excepción, pero se quedó en papel, esta vez en el BOG(29). Otra Ley de Baleares de 2011 parecía retomar el tema(30), al menos formalmente; pero fue puro ilusionismo. El desarrollo del código de conducta del EBEP tampoco se produjo (¿qué había que desarrollar cuando la Ley ya petrificaba unos desordenados principios y unas normas éticas y de conducta poco depuradas?). El EBEP recogía hasta quince principios generales que debían informar los códigos de conducta. Trayendo a colación unas palabras de Innerarity, se puede afirmar que lo que hizo el artículo 52 del EBEP es “ponerlo todo manchado de principios”. Algo también dijo en su día Savater cuando recomendaba que, en cuestión de principios, “mejor que sean pocos y buenos”(31). Partiendo de una prolija enumeración de principios, que no se definían siquiera, escasa utilidad tenía semejante Código. Hubo que esperar a 2011, para que el Gobierno Vasco aprobara un primer código ético para altos cargos, pero que, diseñado a imagen y semejanza del modelo de Código de Buen Gobierno, carecía de un sistema de integridad mínimamente consistente(32). Fue otra propuesta institucional que transitó sin pena ni gloria.
Una experiencia institucional singular y que también debe ser destacada en este contexto es la creación en la Comunidad Autónoma de Cataluña de la Oficina Antifraude(33). Este organismo, de factura peculiar e inspirado en modelos de países en vías de desarrollo, tenía una finalidad más ligada a la lucha contra la corrupción, aunque también se le asignan funciones genéricas en la prevención y persecución de los conflictos de interés y, de forma más indirecta, en la promoción de los valores éticos en las administraciones públicas sometidas a su fiscalización. Su papel –aunque ha dedicado atención y recursos a la tarea preventiva- ha sido más bien tibio, pues su diseño institucional no es el correcto para articular eficazmente un Sistema de Integridad Institucional, ya que se escora hacia el plano fiscalizador y mantiene frente a las administraciones públicas un tono y orientación hasta cierto punto inquisitorial que en nada ayuda a una relación abierta y recíproca, tampoco en el plano de la ética pública. Los turbios pasajes por los que ha transitado esta institución en 2016, han terminado por asestarle un duro golpe a su (ya mermada) credibilidad institucional. Aun así, algunas Comunidades Autónomas se ha propuesto replicar –aunque con algunas variaciones- ese modelo(34). Ellas sabrán lo que hacen.
En el plano local, la FEMP pretendió reaccionar en 2008 a través de la aprobación de un Código de Buen Gobierno. La intención, una vez más, era buena, el resultado no alcanzó ni el estadio de regular. Se trataba de una mera mezcla de principios éticos con otros de buen gobierno, sin saber diseccionar siquiera lo que eran valores o principios de normas de conducta. Por lo demás, puramente cosmético, pues no existía ningún sistema de seguimiento y control. Faltaba, una vez más, una mirada exterior que les hiciera comprender cómo se hacían estas cosas en las democracias avanzadas, sobre todo las de corte anglosajón, aunque no solo.
Y realmente ese es el pobre estado de cosas en el que se encontraba el sector público español cuando la crisis económico-financiera destrozó los ingresos públicos y se transformó, como era natural, en una crisis fiscal de enorme magnitud, así como cuando a la cada vez más intensa crisis institucional se le sumaron innumerables casos judiciales de corrupción que ponían a la clase política y, en menor medida (aunque también), a la función pública, en entredicho. La ética pública entraba por la puerta de atrás, empujada por las circunstancia. Es la peor forma de entrar. Pero, como país tozudo que es, España tardó en asimilar tales mensajes; todavía se puede decir que no los ha asimilado.
Sin embargo, algo se empezó a mover, aunque una vez más por la dirección equivocada. No reiteraré lo expuesto: la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, no entendió el alcance de lo que es un Marco o Sistema de Integridad en las instituciones públicas. A pesar de que España es miembro de la OCDE, en esta acción legislativa se mostró una incomprensión absoluta a lo que esa organización internacional estaba promoviendo desde 1997. Ya quedó dicho. Lo demás también es conocido: las Comunidades Autónomas (al menos la mayor parte) siguieron esa estela. Dicho en términos muy duros: se optó por la vía menos aconsejable, que consistía en que “la integridad con sangre entra”. Optaron por impulsar leyes con sistemas de sanciones administrativas al incumplimiento de normas de éticas o de conducta. El título II de la Ley 19/2013, como bien estudiaron Alberto Palomar y Antonio Descalzo, había sentado un mal precedente(35). Mejor hubiera sido no incorporar tal regulación al texto normativo, sobre todo porque diluye el objeto central de la Ley, que era la transparencia; y, además, daba al “buen gobierno” (o a la dimensión ética o de integridad) un carácter instrumental que no le corresponde en ningún caso. Los pegotes nunca funcionan. Y este no ha funcionado ni funcionará. El disparate estaba consagrado y solo faltaba constatar la evidencia: no ha servido para nada.
Realmente avances en la moralidad pública no ha habido ninguno tras esas mareas normativas. Por emplear una expresión de Julián Marías, “el peso moral de las personas” que desempeñan cargos y funciones de carácter público no ha subido ni un gramo(36). Tiendo a pensar que se ha producido el proceso inverso o más bien contrario, tras un conocimiento relativamente próximo de muchas instituciones públicas: el comportamiento moral de los cargos y servidores públicos ha desfallecido en los últimos años; es cierto que los primeros están más alerta por el duro escrutinio público, pero eso nada nos dice de la mejora moral desde un plano de convicción ética; de los segundos (empleados públicos) mejor no entrar en detalles, la caída del sentido de pertenencia hacia lo público ha sido abismal en estos últimos años, alimentada por una devastadora crisis y por un sindicalismo “corporativo” y (a veces) amarillo (por ejemplo, en el ámbito de las policías locales), que nada ha entendido (o no ha querido entender) de lo que es la ética institucional del servicio público. Un papel tristemente desenfocado el de un sindicalismo del sector público que actúa de espaldas a la sociedad en la que vive y no comprende cabalmente que el empleado público a quien se debe es al ciudadano-contribuyente (su auténtico “patrón”), que es al fin y a la postre quien paga las nóminas de los empleados públicos. Mucho deberá batallar el sindicalismo del sector público en el campo de la integridad si quieren ganar legitimación (hoy en día erosionada) y reconocimiento en el ámbito institucional público.
No obstante, el país no se para. Y alguna cosa, aunque sea poco, se mueve, arrastrando a otros o, al menos, dando que pensar y removiendo unas aguas, en buena parte estancadas. Hay, en cualquier caso, mucho desconcierto en esta materia. Pero comienzan a apuntarse algunas experiencias o buenas prácticas (en algunos casos relativas) en el terreno de la ética pública o de la ética institucional. Solo daré noticia de algunas de ellas. En el terreno de la función pública o del empleo público, sin embargo, las realizaciones son prácticamente anecdóticas; si bien algunas se están gestando, pero es pronto aún para anunciarlas. Como ya se ha visto, el EBEP apostó fuerte (al menos nominalmente) por los valores del empleo público; sin embargo, esa apuesta nadie (absolutamente nadie) se la tomó en serio. El resultado, como ya he dicho, está a la vista: los valores de servicio público se han perdido en una densa y tupida red de reivindicaciones laborales, que pone el acento en los derechos y olvida los deberes o la deontología profesional del servicio público. Nadie, en su sano juicio, puede sin embargo obviar la transcendencia que tiene la ética del servicio civil como barrera a la corrupción(37). Otros países, como Francia, ya están dando la vuelta al calcetín, tal como se ha visto en las páginas precedentes, y poniendo en su lugar la deontología de la función pública como un objetivo estelar de la institución.
El Gobierno Vasco da el primer paso en la buena dirección.
Tras el primer Código Ético de altos cargos aprobado en 2011, el Gobierno Vasco emprendió un cambio de ritmo radical en esta materia a partir de 2013(38). Un cambio impulsado por el entonces nuevo Ejecutivo, que sin duda representaba un antes y un después en esta materia. Bien es cierto, en honor a la verdad, que no fue la primera experiencia. Unas semanas antes, en mayo de 2013, la Asamblea Nacional de EUDEL (Asociación de Municipios Vascos) aprobaba un Borrador de Código de Conducta, Buen Gobierno y Compromiso por la Calidad Institucional de la Política Local Vasca. Pero la iniciativa, se quedó en mera propuesta, aunque EUDEL conjuntamente con el Consejo de Europa impulsaron durante los años 2013-2014 un programa de evaluación de la integridad institucional en quince municipios vascos (Basque Score Card).
Sin embrago, la experiencia que cristalizó fue la adoptada por el Gobierno Vasco. Efectivamente, por Acuerdo del Consejo de Gobierno de 23 de mayo de 2013, se aprobó el Código Ético y de Conducta de los cargos públicos y personal eventual al servicio del sector público de Euskadi. Sin entrar en estos momentos a detallar su contenido (que ha sido actualizado en el texto consolidado publicado en el BOPV el 28 de noviembre de 2016), sí que se pueden traer a colación los objetivos que pretendía el proceso de elaboración de ese Código, que eran los siguientes:
Mejorar la calidad institucional y la eficiencia del Gobierno Vasco y de sus entes instrumentales.
Definir los valores, principios éticos y aquellos comportamientos o estándares de conducta que deben inspirar el código de los cargos públicos en esta materia y la actuación de estos en el ejercicio de sus responsabilidades públicas y de su vida privada.
Iniciar un proceso de interiorización y asentamiento de estándares éticos y de conducta cada vez más exigentes por parte de los cargos públicos del Gobierno Vasco y de sus entes instrumentales, que sirvan como referente para el resto de la organización, para las demás instituciones vascas y para la propia ciudadanía.
Configurar así un Marco de Integridad de los cargos públicos del Gobierno Vasco y de sus entes instrumentales, basado no solo en la declaración de un Código Ético y de Conducta, sino también en su difusión y promoción de la internalización de sus previsiones, así como mediante la implantación de órgano de garantía que llevara a cabo un sistema de supervisión bajo criterios de objetividad e imparcialidad.
El Código Ético y de Conducta pretende, por tanto, definir valores, principios y normas conducta que serán exigibles a los cargos públicos y personal eventual que forman parte de la Alta Dirección Ejecutiva del Gobierno Vasco(39). Este Código –y este es un dato importante- parte de una estructura que se aleja de los Códigos hasta entonces aprobados por diferentes instituciones estatales, autonómicas o locales españolas. Así, por un lado, no solo recoge valores y principios, sino que define su alcance o sus contornos, prefigurando además una serie de comportamientos que son exigibles necesariamente a quienes desempeñan cargos públicos y que tienen por objeto promover la ejemplaridad a través de la integridad, salvaguardar la imagen de la institución, reforzar su eficiencia y garantizar que la confianza de la ciudadanía en las instituciones no sufra menoscabo alguno.
No se incluye en ese Código referencia alguna a obligaciones legales o normativas, esto es, al cumplimiento estricto de las exigencias derivadas del ordenamiento jurídico, que, en su caso, deberán ser recogidas en las Leyes o Reglamentos que se dicten al efecto. Por tanto, este Código no tiene, en sí mismo, valor normativo, salvo por las consecuencias que potencialmente se puedan anudar a su incumplimiento o porque las conductas establecidas puedan servir de elemento interpretativo de los tipos de infracciones que, en su caso, se establezcan en las leyes. Es un típico instrumento de autorregulación.
Una de las debilidades consustanciales de los Códigos Éticos y de Buen Gobierno que se han impulsado en el Estado español radica en que las medidas de seguimiento y control del cumplimiento de tales principios y conductas son inexistentes o, todo lo más, se atribuyen a una Comisión de bajo perfil político (normalmente de altos cargos o con presencia de funcionarios), sin autonomía funcional alguna y sin incorporación de externos o expertos a tales estructuras, que salvaguarde una independencia de criterio y adopte visiones de tales problemas menos endogámicas. Esta es una tendencia que, de forma altamente positiva, se rompe literalmente a partir del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco, como inmediatamente se verá.
Tal como han venido reconociendo tanto la OCDE como diferentes organizaciones internacionales, la creación de un sistema de supervisión o seguimiento de los Códigos Éticos y de Conducta es una pieza sustancial e imprescindible para la articulación de un Marco de Integridad de los cargos públicos.
De conformidad con lo que establece la Memoria de la Comisión de Ética Pública del Gobierno Vasco (octubre 2013-diciembre 2014)(40), el Marco de Integridad Institucional que impulsa el Gobierno Vasco se asienta en los siguientes ejes:
Un Código Ético y de Conducta
Una previsión de mecanismos de difusión, formación, promoción y fomento de la internalización de tales valores, principios y comportamientos que se contienen en el citado Código por parte de las personas a las que va dirigido.
El establecimiento de unos procedimientos o la habilitación expresa para su configuración, que tienden a salvaguardar la efectividad de los valores, principios y comportamientos recogidos en el Código.
La implantación de un Sistema de Impulso y Supervisión del Código Ético y de Conducta, articulado en torno a la Comisión de Ética Pública, que es la pieza fundamental de cierre de ese Marco de Integridad y cuyo funcionamiento, como se ha expuesto, ha sido muy importante durante ese período de aplicación.
No se trata, a diferencia de otros documentos de este mismo carácter, de un Código declarativo o sin efectos reales, puesto que si se acredita un incumplimiento se activa un sistema interno de seguimiento que puede terminar, en el caso más traumático, con la propuesta de cese de la persona en el puesto de trabajo que ocupe o, en su caso, con la formulación de recomendaciones a los órganos competentes para que se corrijan las desviaciones producidas. Se prevé un sistema de adhesión individual.
Este Sistema, por tanto, descansa sobre la Comisión de Ética Pública. Esta Comisión de Ética, presidida por el titular de la Consejería de Administraciones Públicas y Justicia, (actualmente de Gobernanza Pública y Autogobierno), está conformada por un alto cargo de la Administración Vasca (en estos momentos Viceconsejero de Función Pública), dos miembros más que son expertos externos en la materia y una Secretaría, con voz pero sin voto que corresponde actualmente a la persona que sea titular de la Dirección del Instituto Vasco de Administración Pública.
Dentro de sus funciones está la de resolver los problemas o dilemas éticos que se le planteen, analizar en qué casos se incurre en vulneración del Código, proponer medidas de corrección a los responsables políticos competentes para adoptarlas, incluso de propuesta de cese de altos cargos o del personal sujeto al Código, así como elaborar un Informe anual en el que pueden proponer cambios en la estructura o contenido del Código Ético y de Conducta. De hecho, la Comisión de Ética Pública ha dado puntual respuesta a través de la deliberación a las cuestiones que se le han planteado; todas ellas se pueden consultar en la propia página Web de la Comisión. Tal como expuso en su día Victoria Camps, “tanto para aplicar bien la legislación como para reaccionar ante los vacíos y ambigüedades de la ley, la actitud prudencial, responsable y abierta () más correcta –la más prudente- en sociedades democráticas () consiste en la práctica de la autorregulación”(41).
El funcionamiento de la Comisión de Ética Pública hasta la fecha puede considerarse como altamente satisfactorio, representando en estos momentos una buena práctica institucional en el panorama de los diferentes niveles de gobierno del Estado español. Algo que es particularmente relevante, teniendo en cuenta que la cultura de la “legalidad” es la dominante en estas materias y que, sin perjuicio de que las instituciones vascas hayan aprobado una Ley específica de conflicto de intereses que también regula los principios éticos y de conducta (la Ley 1/2014, del Parlamento Vasco), el Código Ético y de Conducta haya encontrado su ámbito propio de actuación y haya supuesto asimismo una mejora en los estándares de conducta de la Alta Dirección Ejecutiva y del personal asesor de la Administración Pública vasca.
La única objeción crítica que se puede plantear a este modelo es que fija solo su atención sobre la alta administración (altos cargos), aunque extiende su ámbito de aplicación al personal eventual, lo que en sí mismo también es un punto positivo. Sería recomendable que este primer paso dado por el Ejecutivo vasco tuviera continuidad ulteriormente por medio de la prolongación del Sistema de Integridad a toda la institución (Administración Pública Vasca), también por tanto al personal al servicio de ese nivel administrativo como a todas aquellas entidades, empresas, asociaciones o personas que, a través de fórmulas contractuales o por medio de subvenciones, se relacionen con la Administración Pública.
El balance, en todo caso, se puede calificar de muy positivo, tal como atestiguan las dos Memorias hasta la fecha editadas por la Comisión de Ética y que pormenorizan sus actividades durante los años 2013 a 2015, a las que ya se ha hecho referencia. Se puede afirmar, por consiguiente, que en el Gobierno Vasco se ha construido de forma efectiva un Sistema de Integridad Institucional, aunque focalizado exclusivamente en la Alta Administración Ejecutiva y en el personal eventual; lo que ha constituido, sin duda, la primera experiencia en el marco del Estado español. Y, por esa misma importancia, se le ha dado eco puntual en el presente trabajo.
Una experiencia de código de conducta en una autoridad independiente: la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia
Los códigos de conducta no han tenido hasta la fecha un desarrollo efectivo en la Administración General del Estado, por las razones expuestas en las páginas precedentes de este estudio. Aun así, en el año 2015 apareció una experiencia digna de ser traída a colación en el ámbito de lo que se denominan como “autoridades independientes” (sobre todo a partir de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público).
Me refiero en concreto al código de conducta aplicable al personal al servicio de la citada Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia que, en desarrollo del artículo 40.2 del Estatuto Orgánico de la citada Comisión (Real Decreto 657/2013, de 30 de agosto), fue aprobado por Acuerdo del Pleno del Consejo de la CNMC el 18 de marzo de 2015(42).
Una de las características sustantivas del citado código de conducta es, sin duda, su carácter integral; esto es, extiende su aplicación no solo a los miembros del Consejo y al personal directivo de la institución, sino también a la totalidad del personal que presta servicios en la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, lo cual es, en sí mismo, una expresión de un modelo avanzado de integridad (en línea con lo dispuesto en la OCDE), al menos por lo que al ámbito de aplicación respecta.
Además, dentro de una concepción de Sistema de Integridad Institucional en su conjunto, incluye dentro de la parte dispositiva una serie de referencias de reenvío al marco normativo vigente en lo que afecta a cuestiones tales como incompatibilidades, conflictos de interés, código de conducta de empleados públicos, etcétera; si bien se trata de normas de reenvío, que en sí mismo algunas plantean problemas específicos.
El código de conducta diferencia lo que denomina como “obligaciones (genéricas) del personal al servicio”, donde trata algunas cuestiones más relacionadas con el cumplimiento del ordenamiento jurídico (que se refiere más bien a principios jurídicos, que no son realmente materia específica de los códigos de conducta), de lo que se enuncia como “obligaciones propias” de los miembros del Consejo, directivos y empleados públicos, donde se contiene un listado (ciertamente no muy extenso) de auténticas “normas de conducta” (por ejemplo, en materia de secreto por la información confidencial, que se extiende incluso después del ejercicio de sus funciones; o de aceptación de regalos o favores; entre otras tantas). Esa regulación de obligaciones se cierra con otras “específicas”, que solo se aplican a la zona alta de la institución (miembros del Consejo y personal directivo).
De esa regulación se echa, sin duda, en falta la ausencia de algunos valores o principios éticos de ética o de integridad institucional, que, una vez definidos, pudieran servir para enmarcar cómo se debe interpretar el alcance de las citadas normas de conducta. Esa inclusión hubiera reforzado mucho la idea-fuerza de una apuesta por la integridad institucional en una institución que, dado el carácter sensible de las funciones que ejerce, puede tener fuertes presiones, influencias o estímulos perversos para que la política de integridad institucional se ponga en cuestión o se vea debilitada.
El modelo de código de conducta de la CNMC incluye, sin embargo, algunos otros puntos de interés. El más relevante es que se regulan un canal o procedimiento de denuncias por incumplimiento del código a través de la instauración de un buzón para vehicular tales denuncias, que tiene además carácter confidencial (algo importante por las relevantes funciones que desarrolla esa institución).
El control y seguimiento del cumplimiento del código se atribuye a un órgano de la propia Comisión, como es el Departamento de Control Interno, a quien se le atribuye la función de velar por el cumplimiento del código y de elaborar asimismo un informe final.
Es en este punto, así como en otros muy puntuales (por ejemplo, falta de reflejo específico de que se trata de un modelo preventivo de integridad institucional en la línea de lo marcado por la OCDE), donde el modelo propuesto tiene algunos signos de desfallecimiento, sobre todo si se quiere comparar con la realización plena de un Marco de Integridad Institucional en el pleno sentido del término. Al no dotarse de un órgano de garantía imparcial o con cierta independencia de funcionamiento (por ejemplo, con la incorporación de algunos externos), el correcto desarrollo del modelo dependerá de la autonomía funcional que se le otorgue a ese Departamento de control interno, sobre todo que quede ajeno a interferencias políticas o jerárquicas. Tampoco se le han atribuido funciones específicas de reprobación o de propuesta de cese (en el caso de los miembros del Consejo o del Personal directivo).
Aun con estas limitaciones, el modelo de código de conducta de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia puede ser considerado como un paso en la buena dirección, que debería reforzarse mediante la inclusión de algunas de las propuestas que antes hemos citado con la finalidad de construir un auténtico Sistema de Integridad Institucional.
La propuesta de Documento de “Principios de Ética Judicial” del Consejo General del Poder Judicial.
El 16 de noviembre de 2016 fue difundido en el Portal de Transparencia del Consejo General del Poder Judicial un importante documento titulado “Principios de Ética Judicial” elaborado por una Comisión de miembros de la judicatura y personas expertas en materia de ética que, por fin, incluye en el ámbito del Poder Judicial una reflexión sobre la ética en la actividad de los jueces y se suma a iniciativas emprendidas en el ámbito comparado desde diferentes espacios institucionales (algunas hace más de quince años), que se citan debidamente en el citado documento. Una vez más, el histórico “desnivel” español del que sea hacía eco Julián Marías (en relación con lo que en otras democracias avanzadas se hace), parece corregirse o estar en vía de hacerlo(43).
El documento, en líneas generales, puede calificarse de técnicamente bueno, al menos en lo que a los aspectos de una cuidada redacción y de precisión comporta. Ello es, sin duda, consecuencia del perfil profesional reconocido y de la experiencia profesional que acreditan las personas que han elaborado el citado texto. En este punto nada que objetar.
Al ser un documento aún en proceso de debate interno y no haberse aprobado por el Consejo General del Poder Judicial, el comentario que aquí se hará será sucinto. Y gira sobre los siguientes puntos:
El documento tiene como objeto principal reflejar una serie de valores y normas de conducta que deben guiar el desempeño de la jurisdicción (mejor dicho de la actividad y de las conductas de los jueces en su ejercicio de la actividad jurisdiccional), con la finalidad obvia de fortalecer la confianza de la ciudadanía en la institución judicial (aspecto que no aparece reflejado tal vez con la fuerza o intensidad que requiere la construcción de un Sistema de Integridad Institucional del Poder Judicial).
Asimismo, el documento resalta acertadamente que su contenido “no tiene nada que ver con el régimen disciplinario” (aspecto importante, aunque algo exagerado; dado que público objetivo al que va dirigido está formado en una cultura jurídica estricta y no deja de ser "un cuerpo de funcionarios"). Por tanto, el documento no tiene el carácter de “norma jurídica”. Aunque si ello es así, bueno sería eliminar la expresión “artículos” del propio texto (véase, por ejemplo, el código de conducta del Gobierno Vasco o el de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia).
Esa caracterización como norma de autorregulación y exenta de carácter jurídico, se intenta reforzar con tres elementos: primero, dotándole de un (discutible) carácter de “voluntariedad” al predicar que la efectividad de tales principios se condiciona a que “cada juez los asuma como propios y los incorpore a su propia conducta” (si tiene un carácter de normas ética o de carácter deontológico, que también lo tienen, bueno sería que no se le diera esa naturaleza “voluntaria”); segundo, al establecer reiteradamente (también de forma discutible) una suerte de “cortafuegos” que pretende aislar (como si fueran dos mundos incomunicados entre sí; esto es, sin trasvase alguno) lo que haga el juez desde el plano ético de lo que pueda ser su responsabilidad disciplinaria (la “disposición final” es muy categórica al respecto; pero no solo ésta). Tal vez así, con esa disección marcada, se pueda facilitar “la digestión” de un proceso que nunca ha tenido grandes valedores en la carrera judicial, pero que contradice frontalmente lo que se prevé en el Estatuto Básico del Empleado Público (artículo 52) o en la propia Ley de Transparencia (título II, de Buen Gobierno). Los funcionarios judiciales siempre han sido “singulares”, también para esto. Y, tercero, relacionado con lo anterior, al desactivar cualquier efecto jurídico obligatorio o “vinculante” (ni siquiera en el plano de las propuestas) de sus efectos, lo que reduce mucho el campo de actuación de la Comisión de Ética, como luego se verá.
La sistemática del documento es buena y la claridad de sus previsiones encomiable. Es de agradecer, en tal sentido, la construcción del documento en torno a cuatro grandes ejes, valores o principios, como son los de Independencia, Imparcialidad, Integridad y cuarto “principio cajón” denominado Cortesía, Diligencia y Transparencia. La simplicidad del documento es buena, porque identifica bien (con las precisiones que se harán) cuáles son los principios nucleares de la actuación de los jueces (aunque algunos sean, como se ha visto, "estirados" en su denominación).
Si bien es cierto lo anterior, no lo es menos que dentro de los citados principios se incorporan otros tantos valores o principios (objetividad, desinterés subjetivo, respeto), con ausencia de algunos importantes (representación o imagen institucional, responsabilidad en el ejercicio de su profesión o ejemplaridad, por ejemplo), pero temabién se refleja sobre todo un amplio listado (bien configurado, en líneas generales) de auténticas normas de conducta, así como algunos principios que son más propios del buen gobierno (tales como diligencia, transparencia) y que deberían incluirse dentro de las “normas de actuación” y no tanto de "conducta".
Un aspecto particularmente sobresaliente del documento es la creación de una Comisión de Ética, con lo cual uno de los elementos sustantivos del Marco de Integridad Institucional se cumple en este caso. Se trata de una Comisión con representación de jueces, magistrados y magistrados del Tribunal Supremo (2 por cada categoría) y con la presencia de una persona externa (elegida por los miembros togados) entre personas de reconocida competencia profesional en el campo de la Ética o Filosofía del Derecho o Moral. Una composición marcadamente “corporativa”, pero al menos con una (modesta) mirada externa. Los miembros de la Comisión se eligen por los propios jueces y magistrados de cada categoría, mediante votación electrónica. Y sus funciones son principalmente la emisión de informes, dictámenes y recomendaciones a las consultas planteadas. Se reconoce que tales consultas (que tienen garantía de confidencialidad) solo pueden ser planteadas por las salas de gobierno, juntas de jueces, asociaciones judiciales o los propios jueces y magistrados, lo que cierra frontalmente la puerta a que se presenten denuncias o quejas por el incumplimiento del código por parte de ciudadanos o usuarios del servicio público de la justicia. Un aspecto que será objeto de polémica, con total seguridad. Ética judicial con una visión endogámica.
Asimismo, la Comisión tiene como función prioritaria promover la difusión y conocimiento de los Principios de Ética Judicial, lo cual es sin duda un elemento también relevante del Marco de Integridad Institucional que va encaminado a reforzar el carácter preventivo de la dimensión de la integridad como valor nuclear en el funcionamiento de tal modelo.
En cualquier caso, al margen de aspectos puntuales que pueden ser objeto de crítica (como en cualquier otro documento de estas características) no cabe sino aplaudir la iniciativa emprendida, pues supone incorporar la ética institucional a un ámbito férreamente configurado con un armazón conceptual jurídico-formal, para el cual este paso (por modesto que sea) es, sin embargo, un avance de notable importancia, si es que se plasma de forma definitiva. Tiempo habrá, sin duda, de comentar detenidamente su contenido una vez que el documento sea finalmente aprobado por el Consejo General del Poder Judicial.
El documento contiene elementos sustantivos propios de lo que es un Sistema de Integridad Institucional (“código de conducta” o principios de ética judicial; sistema de difusión y prevención; canales y procedimientos de solución de consultas; y órgano de garantía), tal vez le falte aquilatar y reforzar –en la línea de lo expuesto- algunos de esos elementos, así como añadir otros (evaluación y configuración “abierta” o “viva” de los principios éticos; esto es, como “instrumento vivo” o “trabajo en proceso”), por lo que -a pesar de lo expuesto- puede considerarse una propuesta no exenta de notable interés en este largo y complejo proceso de asentamiento de la ética pública en el panorama institucional español.
Ahora solo debería tomar ejemplo el propio Consejo General del Poder Judicial y proceder, así, a aprobar un Sistema de Integridad que sea plenamente aplicable a su propia institución. No le vendría mal para reforzar su imagen y la confianza pública necesaria en ese órgano constitucional. Con ello evitaría que, tras la aprobación de ese documento de “Principios de Ética Judicial” se le aplique el refrán: “en casa del herrero, cuchillo de palo”.
Otros casos de integridad institucional en las Comunidades Autónomas: una breve referencia.
En este epígrafe se trata exclusivamente de dar un somero repaso a algunas de las experiencias de tratamiento de los problemas de ética pública e integridad por parte de algunas Comunidades Autónomas. Tomaré solo algunos ejemplos o casos, exponiendo únicamente algunas ideas-fuerza y puntos críticos de los respectivos modelos. Al menos todos ellos (con diferente intensidad y acierto) son muestra de que algo efectivamente se mueve en el horizonte institucional público, también en el ámbito territorial, por lo que afecta a la ética pública. Si bien las propuestas y resultados son, tal como se verá, muy diferentes entre sí. Veamos.
Extremadura
Aparte de las temprana leyes antes citadas de Galicia e Islas Baleares (que recogían algunos aspectos de este problema), se puede afirmar que, en el ámbito autonómico, el “Código Ético de conducta de los miembros del Consejo de Gobierno y altos cargos de la Administración de la Comunidad Autónoma de Extremadura” de 2009(44), es probablemente la primera experiencia de estas características en esos niveles de gobierno (luego le seguiría el código ético del Gobierno Vasco de 2011).
Este código extiende su ámbito de aplicación asimismo al personal directivo de las entidades del sector público vinculadas o dependientes de la Administración autonómica. Diferencia entre principios éticos y de actuación, destinados estos últimos a garantizar mayor transparencia, contención y austeridad en la ejecución del gasto público (la crisis económica ya había estallado por entonces).
La sistemática del código es muy sencilla: diferencia lo que son las medidas de buen gobierno de las medidas de transparencia. Dentro de las primeras establece ocho principios éticos, que no define. Entre ellos, paradójicamente, no están ni la integridad, ni la objetividad ni tampoco la ejemplaridad. Tal vez el hecho de que sea un código muy prematuro le hizo incurrir en tales omisiones. Pero sí que refleja de modo preciso normas de conducta. También prevé, dentro de las medidas de transparencia, lo que son propiamente hablando principios de actuación. La distinción entre principios éticos y principios de actuación es consistente, aunque baile un poco conceptualmente a la hora de aplicar los términos.
En todo caso, se trata de un código ético de conducta sin atisbos de insertarse en una Marco de Integridad Institucional. Tan solo prevé un sistema de seguimiento a través de un informe que anualmente el Consejo de Gobierno elevará a la Asamblea sobre el grado de cumplimiento o incumplimiento del citado código; un informe que puede ser así como una suerte de rendición de cuentas (sometido al control parlamentario), pero que no deja de ser un instrumento muy débil como mecanismo de garantía del código. De todas formas, a través de las medidas de transparencia sí que se han difundido algunas cuestiones vinculadas (en mayor o menor medida) con el citado código(45).
Galicia
En 2014 se aprobó en esta Comunidad Autónoma un “Código Ético Institucional de la Xunta de Galicia”(46). Este documento se trata de una experiencia de interés desde el plano formal, puesto que intenta un ensayo de síntesis de los principios legales que se encuentran diseminados por la normativa aplicable y que van dirigidos a regular los principios de actuación y las normas de conducta de los altos cargos y funcionarios. En cualquier caso, la Ley 1/2016, de 18 de enero, como hemos visto, le da carta de naturaleza legal a este código. El carácter de “Código Institucional” ya nos advierte sobre su amplio ámbito de aplicación. A tal efecto, se recoge una batería de principios generales (una suerte de mezcla entre valores y principios), pero no se define cuál su alcance y sentido, lo que se transforma en un listado más de una serie de principios, en algunos casos de aplicación discutible. A partir de allí se prevén un amplio y extenso número de normas de conducta que pretenden abarcar un conjunto importante de situaciones en las que se pueden hallar los cargos y servidores públicos, incluyendo incluso formularios para dar curso a determinadas cuestiones.
Uno de los datos más positivos de este instrumento es el amplio ámbito de aplicación que se recoge en el mismo, dado que esos principios y normas de conducta se les aplican no solo a los altos cargos, sino también a todos los funcionarios y empleados públicos, incluyendo al personal eventual. Ese extenso ámbito de aplicación aporta una intuición innegable, como es sin duda la de construir (o pretender hacerlo) un Marco de Integridad Institucional que este marcado por su carácter “integral”; esto es, que acoja a toda la institución. Esa vocación “integral” se ve además ratificada, por un lado, en que se despliega a todo el sector público de la Xunta de Galicia; y, por otro, por la aplicación de algunas de sus previsiones también a las empresas que presten servicios a la Administración, recogiendo en los pliegos de contratación tales cuestiones.
Sin embargo, el modelo institucional propuesto ofrece signos evidentes de desfallecimiento cuando de garantizar el sistema de integridad se trata. En efecto, el órgano de garantía del sistema de integridad es un órgano más de la estructura directiva de la Administración de la Xunta, como es la Dirección General de Evaluación y Reforma Administrativa, lo que cortocircuita el posible carácter de órgano de garantía dotado de la autonomía, imparcialidad y objetividad necesarias para adoptar una política de integridad realmente efectiva. Se prevén asimismo algunos mecanismos propios de los Sistemas de Integridad (tales como la promoción o difusión), pero no existen unos canales idóneos de resolución de dilemas éticos o de quejas o denuncias, al menos no con las garantías necesarias.
Cataluña
El Diario Oficial de la Generalitat de Cataluña publicó el pasado 23 de junio el Acuerdo de Gobierno 82/2016, de 21 de junio, por el que se aprueba el Código de Conducta de los altos cargos y del personal directivo de la Administración de la Generalitat y de las entidades de su sector público, así como se adoptan otras medidas en materia de transparencia, grupos de interés y ética pública.
Con este importante Acuerdo se daba cumplimiento a las exigencias recogidas en el artículo 55 de la Ley del Parlamento de Cataluña 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Y, además, esa aprobación servirá presumiblemente de estímulo para que el resto de entidades públicas catalanas (por ejemplo, los gobiernos locales) impriman una mayor celeridad en sus procesos de aprobación de sus respectivos códigos de conducta de “altos cargos” y personal directivo, exigencia inexcusable de la ley antes citada.
No cabe duda que el código de conducta aprobado por el Gobierno de la Generalitat mejora cualitativamente el anterior Código de Buenas Prácticas de altos cargos aprobado en noviembre de 2013, que quedaba muy lejos de otras experiencias ya iniciadas entonces sobre esta materia en contextos no tan lejanos temporalmente (por ejemplo, el ya citado Código Ético y de Conducta de cargos públicos y personal eventual del Gobierno Vasco, de 28 de mayo de 2013).
El nuevo código de conducta de la alta administración de la Generalitat se enmarca correctamente, tal como se indica en el citado Acuerdo, en la necesidad “de disponer de un sistema de integridad pública” y hace bandera, por tanto, de la “integridad” como motor de actuación de los cargos públicos. Va, por tanto, en la buena línea.
Asimismo, dentro de esa línea de actuación el Acuerdo establece tres medidas clásicas que se encuadran tradicionalmente dentro de los Sistemas de Integridad Institucional, tal como la OCDE lo ha venido estableciendo desde hace casi veinte años. Por consiguiente, la construcción de un marco de integridad no es retórica, sino efectiva, al menos en algunos puntos. A saber:
Por un lado, se hace una apuesta clara por la difusión de los principios éticos y normas de conducta a través de políticas formativas, en las que la EAPC (Escuela de Administración Pública de Cataluña) en colaboración con otras instituciones tendrá un papel determinante. La difusión es una premisa de la prevención. Este punto tal vez se debería haber resaltado más, pero al menos aparece.
Por otro, se establecen mecanismos o cauces para resolver las consultas (dilemas éticos) que se puedan plantear por parte de los destinatarios del código (altos cargos y personal directivo), así como se prevé un procedimiento de quejas, incorporando un “buzón informático” con garantía de confidencialidad. El “precedente” de (un mal denominado) “buzón ético” puesto en marcha por el Ayuntamiento de Barcelona ha podido tener aquí su influencia(47).
Y, en fin, se prevé asimismo –y este punto es especialmente importante- la creación de un “Comité Asesor de Ética Pública”, compuesto de forma mixta por dos altos cargos de la Generalitat y por tres funcionarios, licenciados en Derecho (no se entiende en este caso esa exigencia de titulación) y que ostenten puestos de trabajo con un rango orgánico como mínimo de jefatura de servicio. Son nombrados (al parecer discrecionalmente) por los titulares de tres departamentos de la Generalitat. Sus funciones son importantes y se despliegan sobre consultas, quejas, recomendaciones, informes y la elaboración de una memoria. A día de hoy (diciembre 2016), el número de consultas evacuadas por este Comité Asesor es de diez; teniendo en cuenta que se puso en funcionamiento en el mes de septiembre de ese mismo año, se puede considerar como una actividad razonable.
Sin duda, se ha dado un paso adelante en el proceso de construcción de un Sistema de Integridad Institucional. En cualquier caso, el modelo aprobado por el Gobierno de la Generalitat tiene, sin embargo, algunos puntos críticos que conviene recordar para que, en un futuro más o menos inmediato, puedan (si se estima oportuno) corregirse, pues los códigos de conducta -como se ha expuesto reiteradamente por la OCDE y recuerda Manuel Villoria- son “instrumentos vivos” y requieren adaptación permanente, ya que la lucha por la integridad debe mejorar constantemente los estándares de conducta para reforzar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
Esos puntos críticos son, a mi juicio, lo siguientes:
1) El código es tributario –algo que no puede imputársele- de un modelo equivocado de configuración de la ética pública pergeñando en la Ley 19/2014. Como he puesto de relieve, es un modelo que se asienta en la sanción más que en la prevención. Con un denso y extenso tejido institucional de control (Sindic de Greuges, Sindicatura de Comptes y Oficina Antifraude), la citada Ley más que fomentar pone a “la integridad bajo sospecha”. Y eso es una solución institucional mala. El código lo intenta reparar, pero se queda a medio camino. Tal vez no pueda hacer mucho más, pero alguna solución intermedia se podía haber intentado explorar.
2) El sistema de integridad que se diseña se reduce a la “zona alta” de la Administración. Pero este es un error común, no solo del modelo catalán. Paliado en parte en algunas propuestas recientes (por ejemplo, aquella que está impulsando, desde la propia Generalitat, un código de conducta aplicable a todos los servidores públicos), hubiese sido recomendable optar por la construcción de un sistema de integridad no segmentado, tal como viene sugiriendo la OCDE desde 1997. Focalizar los temas de integridad en la cúspide de la Administración puede ser una primera medida (ante la presión mediática existente y la mirada crítica de la opinión pública hacia los responsables políticos o directivos del sector público), pero ese enfoque no puede obviar que la integridad se debe predicar de toda la institución y no solo de los cargos públicos o del personal directivo. La OCDE, como se ha dicho, está a punto de aprobar una Recomendación donde incluso va más allá, tal como ya se ha dicho(48). Sin ciudadanía honesta no puede haber política ni administración limpia.
3) Con todo, la debilidad más clara del modelo de integridad de la Generalitat estriba no tanto en las funciones del Comité Asesor de Ética Pública (muy hipotecadas por la propia Ley), sino en la composición del órgano. Ya el enunciado de Comité “Asesor” nos pone en la pista de las limitaciones (funcionales) del modelo. Pero de nuevo la Ley dejaba pocos resquicios, aunque alguno sí. A diferencia de los sistemas de integridad construidos en Euskadi, el modelo de Comité de Ética de la Generalitat opta por una composición mixta (cargos públicos y funcionarios), pero exclusivamente interna; esto es, sin la incorporación de “externos” (académicos o profesionales de prestigio en el ámbito de la ética). En cualquier caso, no parece muy apropiado incorporar a funcionarios para resolver dilemas o cuestiones éticas de altos cargos, puesto que la presión sobre aquellos puede ser muy fuerte (dado los casos difíciles que deberá resolver), más aún si ocupan puestos funcionariales de libre designación.
En cualquier caso, la estructura del código es adecuada. Hace una buena definición, por ejemplo, de los conflictos de interés, incorporando los conflictos “aparentes” (una línea de trabajo avanzada). Tal vez se eche, en falta, una mejor articulación de valores y principios, previamente definidos (una vez más la arquitectura de la Ley condiciona, aunque se podría haber salvado ese inconveniente de forma sencilla), pero se insertan correctamente las normas de conducta dentro de cada principio, si bien faltan algunos valores y ciertas normas de conducta (por ejemplo, qué hacer frente a las “investigaciones” o “imputaciones” de cargos públicos), pero la gestión cotidiana que se haga del código por el Comité Asesor ya lo irá advirtiendo. Aunque se ha creado recientemente (septiembre de 2016), el Comité ya ha tenido que resolver más de diez cuestiones (once en concreto hasta el 31 de diciembre de 2016), algunas complejas, que aparecen reflejadas en su página Web.
La aplicación correcta de este sistema de integridad, ahora en sus inicios, requerirá –como ya señalara quien fuera una autoridad en la materia, Vladimir Jankélévitch(49)- práctica del deber. Y ello exige, como también recordaba este mismo autor, dosis evidentes de valentía personal. La clara apuesta por la integridad por la que están optando nuestras instituciones públicas se demuestra andando. No valen rodeos ni efectos cosméticos. Es una exigencia cotidiana.
Comunidad Valenciana
El caso de la Comunidad Valenciana es, probablemente, el más singular de los hasta ahora aprobados. En efecto, llama la atención inicialmente que los temas de ética pública e integridad institucional se establezcan por medio de una disposición de carácter general(50). Este Decreto, si bien aprobado meses antes, debe relacionarse (aunque difieren en sus sistemas de garantías y en su ámbito) con la Ley de la Comunidad valenciana 8/2010, de 28 de octubre, de incompatibilidades y conflictos de interés de personas con cargos públicos no electos, que procede a la creación de una Oficina de Conflictos de Interés, cuya composición es exclusivamente funcionarial, cuando sus cometidos se despliegan sobre cargos públicos (lo que será, al igual que en el caso catalán, un hándicap importante en su funcionamiento efectivo). Aunque esa Oficina no conoce, en absoluto, los problemas relacionados con la regulación de la ética, sino solo son los conflictos de interés “legales” y las incompatibilidades en las que pueda incurrir la persona que ocupe un cargo público del ámbito de aplicación de la Ley.
Tal como se ha dicho en estas páginas hasta la saciedad, no se pueden confundir los planos normativo-jurídicos con los espacios de autorregulación. Bien es cierto que el Decreto de la Comunidad valenciana regula algún aspecto que es propiamente objeto de una disposición normativa, como es sin duda todo lo relativo a los Registros de Actividades y de Bienes. Pero no lo es menos que, junto a ellos, aparecen un elenco reducido de principios (que tampoco se definen) y muy amplio en cambio de normas de conducta, que no son propiamente hablando materia propia de una disposición de carácter general, sino más específicamente de un código ético o de conducta, como instrumento de autorregulación de un determinado colectivo.
El ámbito de aplicación de la norma es, en principio, el personal que tiene la condición de alto cargo o asimilado de la Administración Pública de la Comunidad valenciana. No se extiende en este caso al personal eventual. Pero lo más llamativo es que se prevé la extensión de sus principios y normas de conducta, por la mera “adhesión personal” a otros ámbitos institucionales, tales como a los cargos públicos representativos locales o al personal directivo de las Universidades.
Las normas de conducta se articulan en torno a cinco grandes ejes o principios. Sorprende que en alguno de ellos (como es el caso del “Compromiso con los valores democráticos y sociales”) se incorpore como norma de conducta algo tan obvio como la sujeción a los principios constitucionales, el respeto a los derechos humanos o el compromiso contra la violencia. Son, como ya se ha dicho anteriormente, presupuestos básicos del ejercicio de un cargo público ejecutivo en un Estado democrático. No se deberían incluir en un código de conducta.
Asimismo, hay normas de conducta que se encajan en principios tales como la “sobriedad” (tampoco definido previamente), que pueden tener interés en un contexto de crisis económica y por prácticas precedentes que han podido ser contrarias al mismo, pero que desvían la atención principal sobre otros valores y principios mucho más fuertes (como es el caso de la objetividad, el desinterés subjetivo, la ejemplaridad, etc.). Y, en fin, se recogen una serie de normas de conducta que no son tales, sino que son principios de actuación propios de la idea de Buen Gobierno, no coincidente con las cuestiones éticas. Se presta atención a la transparencia, desde un triple punto de vista: contacto, curriculum y agenda institucional. Y se reenvía el régimen sancionador a lo establecido en el título II de la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, del que ya hemos expuesto claramente su error de concepto y su práctica inaplicabilidad. Mal reenvío.
Como órgano de garantía se establece el propio Consejo de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno. En este aspecto se ha seguido el (también equivocado) modelo estatal de la Ley 19/2013. Si bien el Consejo de Transparencia de la Comunidad Valenciana tiene una Comisión Ejecutiva colegiada, que es la que ejerce las competencias más importantes. Su composición viene establecida en el artículo 41 de la Ley 2/2015, y cabe intuir que la misma tiene una fuerte impronta partidista, por haber tantos miembros como grupos parlamentarios. En todo caso, atribuir los temas de integridad institucional a un órgano cuya atribución principal es la transparencia, implica dotar de carácter vicarial a los temas de integridad frente a una cuestión tan instrumental como es la transparencia. En fin, el mundo al revés.
Aragón
Las Cortes de Aragón están tramitando un importante proyecto de Ley de Integridad y Ética Pública(51). Con las dificultades que conlleva, como es obvio, comentar un texto aún en proceso de tramitación y cuya versión definitiva puede sufrir cambios notables, es en todo caso importante dedicar algunos comentarios a lo que son las líneas maestras de este texto.
El proyecto de Ley mezcla los planos normativos con los de autorregulación, aunque en algunos casos (como es el de los empleados públicos) reconoce un espacio de desarrollo de las normas legales, mientras que en otros, paradójicamente el de los altos cargos y asimilados (que es donde más recorrido objetivo existe), no prevé ningún instrumento complementario de código de conducta, regulando unos evanescentes principios éticos y de conducta en el texto del proyecto.
Se trata de una iniciativa normativa que, junto a notables puntos de interés (que los tiene), presenta flancos a la crítica, tal vez por la mezcla de “regulación” de lo que son normas obviamente reservadas a la Ley (incompatibilidades, conflictos de intereses, órganos de garantía, régimen de lobbies, etc.), con otras que no deberían serlo (por ser ámbitos más propios de la autorregulación).
El ámbito de aplicación pretende ser muy amplio, pues encuadra tanto a altos cargos y otras figuras institucionales que se citan (diputados, miembros de la Cámara de Cuentas y del Consejo Consultivo, del Justicia de Aragón), como a los empleados públicos, aunque en este caso el reenvío es a lo que determine la legislación aplicable, con un pequeño resquicio en el que se admiten códigos específicos o singulares.
En todo caso, esa dualidad normativa se refleja con particular claridad cuando se prevén dos sistemas o mecanismos paralelos de carácter “sancionador”: por un lado la Agencia de Integridad y Ética Pública; y, por otro, los órganos competentes en materia de conflictos de intereses e incompatibilidades. Este complejo sistema, mediatizado en parte por la confusa legislación básica estatal a la que ya se ha hecho referencia, puede condicionar bastante el modelo institucional propuesto.
La clave, en efecto, del modelo radica en la creación de una Agencia de Integridad y Ética Pública, pero al deslindarse con tanta confusión algunas de sus funciones y no preverse con claridad en qué casos habrá códigos de conducta (salvo los previstos para los empleados públicos), se pueden endosar a este órgano una serie de cometidos que lo hagan poco efectivo: por ejemplo, la aplicación de unas “normas éticas y de conducta” de vaguedad considerable en sus contornos y cuya definición quedará siempre a expensas de lo que resuelva ese órgano.
La Agencia de Integridad y Ética Pública se inspira en cierto modo en el modelo catalán (ente público comisionado de las Cortes de Aragón), pero sus cometidos funcionales son algo diferentes. Es un modelo singular, pero tampoco consigue construir un Sistema de Integridad Institucional coherente. Es cierto que en el proyecto de Ley de Aragón hay muchos aspectos que son de notable interés y que es necesario citar en estos momentos: el enunciado de la Ley (y la incorporación de la expresión Integridad); la apuesta por la difusión y formación en materia de ética pública e integridad; la incorporación de los diputados de Cortes al ámbito de aplicación de la Ley; la incorporación asimismo de los empleados públicos, lo que le da una visión “integral” de la Integridad; la creación de una Agencia independiente, aunque cabrá esperar cómo se reparten los puestos de Director y de Subdirectores; etc.
Pero junto a estos datos evidentemente positivos, se advierte un cierto desajuste conceptual en el enfoque correcto del problema, tal vez como consecuencia de la (mala) influencia de la Ley básica, que parece haber sido –también en este caso- una pesada losa.
Un caso avanzado de construcción de un Sistema de Integridad Institucional: la Diputación Foral de Gipuzkoa.
Conviene traer a colación en estos momentos un caso singular (bastante reciente y, por tanto, con mucha menos experiencia práctica (aunque ya ha conocido varios asuntos) que el del Gobierno Vasco, en el que se inspira, como es el de la Diputación Foral de Gipuzkoa. Este caso se encuadra en el marco del Acuerdo Coalición PNV-PSE (Buen Gobierno) y del Plan Estratégico Mandato 2015-2019 (“Buena Gobernanza), uno de cuyos objetivos es la Mejora de la infraestructura ética,
En efecto, el Acuerdo de la Diputación Foral de 9 de febrero aprueba el Compromiso para una Gobernanza Ética, Inteligente y Eficiente, donde se establece un Marco de Valores y Principios de Buena Gobernanza e Integridad Institucional. A partir de ese Acuerdo se aprobó a principios de marzo otro que definía el Sistema de Integridad Institucional de la Diputación Foral de Gipuzkoa y de su sector público(52).
La Ética Pública no solo se predica, por tanto, de los cargos públicos forales (o altos cargos), sino que también se pretende extender a los empleados públicos y al conjunto de la Administración. Todo ello influye (tal como veíamos también en el caso gallego y catalán) sobre el sector privado, o si se prefiere sobre el tejido social y empresarial que entabla relaciones contractuales o es sujeto perceptor de subvenciones de la propia Administración.
Brevemente expuestas, las notas que caracterizan a este Sistema de Integridad Institucional (que así se denomina) son las siguientes:
Fomento cultura de integridad
Mejora de infraestructura ética
Prevenir y erradicar malas prácticas y malas conductas
El Sistema de Integridad apuesta, así, por no solo aprobar códigos para cargos públicos forales y asimilados, sino extender tales instrumentos a la función pública (empleo público) y a la contratación administrativa o a las convocatorias de subvenciones.
Se aprueba, sin embargo, un primer código dirigido a los cargos públicos forales, como testigo de la apuesta institucional por la integridad, anunciando la posterior aprobación de un código de conducta que vaya dirigido a los empleados públicos. El código de cargos públicos forales prevé una adhesión voluntaria, pero que puede considerarse como relativa: pues si no se acepta el código no hay nombramiento.
Se prevé asimismo un sistema de difusión y prevención, así como la constitución de un órgano de garantía. También prevé un sistema de rendición de cuestas y de evaluación.
El Código de Conducta y Buenas Prácticas establece un desdoblamiento nítido entre lo que son valores de integridad, por un lado, y principios de buenas prácticas, por otro. Los primeros tienen un contenido marcadamente ético, mientras que los segundos se reconducen a una buena gestión. Pero, además, junto a cada valor de integridad se le sitúan o encajan una serie de normas de conducta que todo cargo público debe seguir, destinadas a orientar su forma de proceder desde el punto de vista ético. Y, junto a cada principio de buena práctica, se le anudan asimismo una serie de normas de actuación, que pretenden guiar una mejora en la buena gestión pública de los cargos públicos forales.
Asimismo, se establecen mecanismos de “prevención” y de fomento de la cultura de integridad, que tienen como finalidad principal el desarrollo de infraestructura ética en la institución. También se prevén cauces y procedimientos de resolución de dilemas, quejas y denuncias. Y, en fin, como pieza de cierre del modelo, se establece un órgano de garantía: una Comisión de Ética con mayor presencia de “externos” (3) que de “internos” (2). Se trata de la apuesta institucional más valiente y singular en todo el panorama estatal.
Además, se incorpora un carácter subsidiario a los mecanismos reactivos, tales como la reprobación y, en su caso, propuesta de cese; estableciendo incluso un período transitorio de un año para insertar la cultura ética institucional en las formas de actuar de los cargos públicos forales (o, mejor dicho, para el asentamiento de los valores y normas de conducta y su plena interiorización por sus destinatarios), puesto que tal código debería implicar un cambio de hábitos o de actitudes, con la finalidad de fortalecer o crear un “carácter” más ético. Y se prevén la aprobación periódica de “Guías Aplicativas” (elaboradas por la propia Comisión), que condensen en su condición de protocolos de actuación cuáles deben ser las conductas o formas de actuar más conformes al instrumento de autorregulación de los cargos públicos forales.
El reciente caso de la Comunidad Autónoma de Madrid
En fechas recientes se ha publicado el “Código Ético de los Altos Cargos de la Administración de la Comunidad de Madrid y de sus entes adscritos”, aprobado por Acuerdo del Consejo de Gobierno(53). Se trata de un código de factura algo distinta al de los anteriores. Se aplica a los altos cargos de la Administración Pública de la Comunidad Autónoma y figuras asimiladas de los entes adscritos a la misma (con expresa a consorcios y fundaciones participadas mayoritariamente).
Tiene la virtud de que reduce los valores a solo cuatro, lo que representa un notable esfuerzo de síntesis: objetividad; transparencia; ejemplaridad; y austeridad. Pero ello implica sacrificar algunos que son centrales en la inmensa mayoría de los códigos de ese mismo carácter: por ejemplo, la integridad (que lisa y llanamente no aparece). Además, hay una cierta confusión entre “objetividad” e “imparcialidad” (principio este último que se intercambia con el anterior, cuando su alcance no es precisamente el mismo: la imparcialidad se predica del ejercicio de la función pública, pero difícilmente de la actividad política, como ya se ha visto en estas páginas).
El código, además, sustituye las normas de conducta por “criterios”, lo que da a entender que se trata de meras orientaciones o guías para que los altos cargos adecuen su acción pública a los mismos. Y la elección de la expresión “criterios” no es precisamente neutra. Aunque en los mismos se detallan auténticas normas de conducta o de actuación, lo cierto es que su incumplimiento no tiene consecuencia alguna. Y este es el punto más débil del modelo aprobado: no contiene ningún Marco de Integridad Institucional mínimamente elaborado, lo que transforma el citado código en un instrumento sin posibilidad efectiva de ser aplicado; un modelo, por tanto, que no tiene consecuencias reales sobre la mejora de la infraestructura ética de la organización.
Y ello se comprueba de forma fehaciente en que el citado código carece de órgano de garantía (no tiene una Comisión de Ética o no incluye la figura del comisionado). Tampoco incluye canales o circuitos (procedimientos) de planteamientos de dilemas, consultas, quejas o denuncias sobre su posible incumplimiento. El seguimiento del código se lleva a cabo por la Secretaría General Técnica de la Consejería de Presidencia y Justicia, cuya función es “valorar (anualmente mediante un informe) el cumplimiento” del código, dando cuenta a la Comisión de Viceconsejeros y, en su caso, al Consejo de Gobierno. Ni siquiera se prevé expresamente que ese informe se publique en el Portal de Transparencia.
En conclusión, un modelo que, pese a ser el más reciente, apenas se ha sabido inspirar en las opciones más avanzadas de códigos éticos, sino que ha ido a un modelo de código formal, sin incluirlo en un Marco de Integridad Institucional. Este es, sin duda, el punto más débil de tal modelo. Su corrección no es compleja, siempre que hubiera voluntad política para hacerlo. De momento, sus virtualidades no serán muchas, a pesar de que se prevea un sistema de adhesión, que implica la obligación de seguir tales “criterios” (¿y qué ocurre si se incumplen u orillan?).
Experiencia locales de sistemas de integridad institucional.
En el ámbito local de gobierno se han producido algunas experiencias de integridad institucional de cierto interés(54). Ya han sido destacadas las experiencias que impulsó en su día EUDEL que, si bien no han tenido continuidad hasta ahora, servirán sin duda de precedente para desarrollar las previsiones recogidas en el artículo 35 de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de Instituciones Locales de Euskadi, donde se prevé la implantación preceptiva de Códigos de Conducta aplicables a los representantes locales y, en su caso, al personal directivo de las entidades locales. Una obligación que, con carácter previo fue implantada (aunque con otro trazado normativo, más bien basado en un sistema sancionador) por el artículo 55 de la Ley 19/2014, de 30 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, del Parlamento de Cataluña. Fue, en todo caso, la primera Ley que impuso esa obligación a las entidades locales.
En todo caso, la primera experiencia que se llevó a cabo en este ámbito, como ya ha sido también expuesto, fue la impulsada por la Federación Española de Municipios y Provincias que aprobó en su día un “Código de Buen Gobierno Local”, del que ya me he hecho eco de algunas de sus líneas básicas. Este código ha sido incorporado mediante acuerdo por diferentes ayuntamientos e incide en aspectos que tienen más que ver con principios de buen gobierno, algunas medidas para la mejora de la gestión y un buen número de propuestas vinculadas con el estatuto del representante local. La dimensión era, por tanto, más institucional y apenas aborda –salvo en cuestiones puntuales- la conducta o comportamiento que deben tener los políticos locales, volcando el punto de atención –tal como decía- no tanto sobre las cuestiones de integridad institucional como sobre los principios de buen gobierno y el estatuto de los representantes locales.
La FEMP elaboró un nuevo proyecto de Código de Buen Gobierno, que data de marzo de 2015, pero que – aunque con una mejor factura en su trazado- en cierta medida adolece de los mismos males, puesto que no es un código de conducta propiamente hablando, ya que combina la regulación de conductas con principios de buen gobierno. Tampoco incorpora un Marco de Integridad Institucional, pues no prevé realmente la creación de órganos de garantía. En todo caso, parece que este código no pasó de ser mero proyecto, pues no aparece como tal en la página Web de la FEMP.
Asimismo, en el ámbito de los gobiernos locales cabe hacer mención aquí a la existencia de diferentes códigos deontológicos que se han aprobado en determinadas ciudades francesas (París y Nantes, entre otras), a la multiplicación de este tipo de instrumentos en el ámbito de gobierno local en el Reino Unido, especialmente importantes son los códigos éticos aprobados en entidades locales de Australia o, en fin, a la traslación de algunos de estos Códigos también al panorama de gobiernos locales en España (Ayuntamiento de Castellón, Irún, Diputación de Ourense, etc.). Algunos meramente retóricos y otros con alguna efectividad, pero también ha habido casos en que las tensiones derivadas de la gestión de conflictos éticos han acabado incluso afectando a la credibilidad institucional del sistema en su conjunto.
Un código pionero fue el del Ayuntamiento de Sant Boi, aunque con un trazado muy singular. Hay, asimismo, algunas otras experiencias locales que van encaminadas a reforzar la integridad institucional como son los casos de los Ayuntamientos de Mollet del Vallès o de Sant Cugat del Vallès, entre otros, con diferentes trazados, pues el primero ha apostado por un Código Institucional integral con un sistema de garantía que descansa en el síndico municipal, mientras que el segundo inició un proceso de fortalecimiento de la política de integridad, también aplicada a toda la institución.
En la esfera local de gobierno, es preciso resaltar en estos momentos la aprobación reciente (noviembre de 2015) del Código de Conducta, Buen Gobierno y Compromisos con la Calidad Institucional del Ayuntamiento de Bilbao, que representa un buen ejemplo de cómo un municipio elabora un código inserto en un Marco de Integridad Institucional a través de la configuración de una Comisión de Ética (con presencia de dos asesores externos de contrastado prestigio) que interpretará el alcance de los principios y normas de conducta, resolverá los dilemas éticos, pudiendo promover una serie de medidas con el fin de garantizar la efectividad del citado Código (entre ellas las de apercibimiento o, incluso, propuestas de cese o renuncia).
Se trata, en efecto, de impulsar una política de integridad institucional –y esto es importante- con carácter “preventivo”, no “reactivo”; esto es, los estándares de conducta en la política vasca, independientemente de cuál sea la fuerza política que gobierne o haya gobernado las instituciones, son elevados (o, por lo menos, muy razonables), por lo que no se trata de aprobar un Código para “quitar presión” mediática o ciudadana sobre malas prácticas, sino de impulsar la mejora continua de esos estándares de comportamiento institucional.
El código del Ayuntamiento de Bilbao se aplica a los cargos públicos representativos de la entidad y al personal titular de los órganos directivos, así como a los máximos responsables de las entidades del sector público. Entre sus características más relevantes se encuentra el de ser –al igual que el Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco- “un instrumento vivo”, que tiene por tanto la finalidad de adaptarse a los tiempos. El papel de la Comisión de Ética es clave en este punto.
La apuesta del Ayuntamiento de Bilbao es un paso que, hasta la fecha, han dado pocas entidades locales. Evidentemente, hay aspectos que deberán desarrollarse y mejorarse conforme se planteen cuestiones, problemas o dilemas éticos (para eso está la propia Comisión de Ética), pero al estar el Código de Conducta inserto en un Marco de Integridad Institucional es obvio que con ello se persigue principalmente la prevención a través de la mejora del clima ético de la entidad.
Si algo caracteriza al código del Ayuntamiento de Bilbao, como propusiera asimismo en su día el código de EUDEL, es que no solo contiene principios y normas de conducta éticas y de buen gobierno, sino que también incorpora unos compromisos institucionales que asumen tanto los miembros del equipo de gobierno como los concejales de la oposición, siempre, claro está, que se produzca el acto de adhesión de estos a las previsiones del citado código.
En todo caso, la Integridad Institucional no puede limitarse al espacio político-directivo, sino que, como se viene insistiendo en estas páginas, debe predicarse de toda la institución en su conjunto.
Los códigos, sin embargo, son solo una modesta herramienta para restaurar esa dañada confianza en las instituciones públicas, pero si se insertan en una política de integridad institucional del Gobierno municipal pueden ser una palanca efectiva para mejorar la confianza o, al menos, con el objetivo de paliar su erosión o colapso. Es digno subrayar, por último, que Bilbao ha dado un importante paso. Este avance cabe presumir que servirá de ejemplo para otros ayuntamientos. La imagen y la credibilidad de la institución gana, pero también la marca de ciudad. Temas nada menores en un mundo en el que la competitividad institucional es la regla. Esperemos que el resto de gobiernos locales (al menos los vascos) tomen nota.
Saliendo del ámbito vasco, es importante detenerse brevemente en lo establecido en su día por la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, del Parlamento de Cataluña. Esta Ley regula lo que denomina como el “código de conducta de los altos cargos” (aplicable asimismo a las entidades locales). También, al abordar el tema “Del registro de intereses”, se ocupa de los códigos de conducta de los grupos de intereses, así como del contenido mínimo que debe tener ese código de conducta de tales grupos. No acaban ahí las referencias al código de conducta, puesto que en el régimen de infracciones en las que pueden incurrir los “altos cargos” se tipifica como infracción muy grave el incumplimiento de los principios éticos y las reglas de conducta a las que hace referencia el artículo 55.1 de la Ley; y como falta grave establece asimismo “incumplir los principios de buena conducta establecidos por las leyes y los códigos de conducta, siempre que no constituyan una infracción muy grave”. Un enfoque claramente sesgado hacia el terreno sancionador. A mi juicio, equivocado; pues mezcla códigos de conducta (de orientación preferentemente preventiva) con normas sancionadoras (de contenido represivo). Derecho e integridad pública se cruzan, con resultados que no serán nunca alentadores.
Esta obligación de aprobar códigos de conducta fue primeramente establecida por la Ley catalana. Pero, esa ley estaba marcada por el precedente del discutible Título II de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, ya que ese texto normativo estableció unos gaseosos principios “generales” y “de conducta” aplicables a los “altos cargos locales”, pero no previó una obligación a las entidades locales de aprobar tales códigos.
Ese estrecho concepto del legislador básico ha sido reconfigurado con un carácter más abierto por el legislador catalán (al incluir una noción de buen gobierno algo más rica, pero aún insuficiente). En todo caso, el legislador catalán, contaminado por esa normativa expuesta, ha ido más lejos; puesto que la interrelación entre códigos de conducta y régimen sancionador se ha terminado constituyendo no como una suerte de continuum, sino más bien como parte integrante de un mismo sistema; esto es, de la lectura de la ley 19/2014 puede dar la impresión de que el incumplimiento de los valores, principios o normas de conducta de tales códigos de conducta deben terminar, siempre y en todo caso, en sanciones (o en aplicación del régimen disciplinario). Sería mejor no ir por esta vía, sino optar por el régimen sancionador con carácter subsidiario y excepcional.
No obstante, la Federación de Municipios de Cataluña está impulsando en estos momentos la construcción de un Sistema de Integridad Institucional Local y ha procedido a la elaboración de un anteproyecto de Código de Conducta-Tipo para las entidades locales catalanas, aplicable a los representantes locales, directivos (también del sector público institucional) y funcionarios con habilitación nacional. Este modelo de código de conducta se inserta plenamente en un Marco de Integridad Institucional ciertamente avanzado y pretende que las entidades locales catalanas dispongan de un texto al que puedan adherirse voluntariamente mediante acuerdos plenarios y, en su caso, modificar sus valores, principios, normas de conducta o de actuación; pero se pretende configurar un estándar mínimo que sea aplicado en todos los entes locales mediante órganos de garantía propios (Comisionado, Comisión u órgano que se estime conveniente), así como se prevé la existencia de una Comisión Asesora de Ética Local, adscrita a la propia Federación, que resolverá mediante informe las dudas que los órganos de garantía locales puedan plantearle. Se trata, por tanto, de un modelo pionero en el ámbito local, pero aún pendiente de aprobación definitiva(55).
En fin, no hay, ciertamente, muchas otras experiencias de gobiernos locales que hayan apostado hasta ahora por crear tales Marcos de Integridad Institucional. Tampoco en otros niveles de gobierno. El caso del Gobierno Vasco ha sido ya citado. El modelo más avanzado es, sin duda, este y el de la Diputación Foral de Gipuzkoa. Algo en esa misma dirección están haciendo –como se ha visto- otros gobiernos autonómicos y alguna Diputación Foral más (como la Diputación Foral de Álava), así como alguna Diputación de régimen común.
Por otro lado, la Ley de Instituciones Locales de Euskadi incorpora la idea de Integridad Institucional a través de la regulación recogida en el artículo 35, aunque esa integridad se acota a “la zona alta”. Allí, en efecto, se prevé la obligación de que todas las entidades locales vascas deberán disponer de un código de conducta que reúna en su seno valores, principios, normas de conducta y normas de actuación, aplicables en todo caso a los representantes locales(56). Este es un Código que requiere adhesión expresa y al que se puede sumar también el personal directivo. Ello explica que su aprobación sea por el pleno y, en su defecto, por la junta de gobierno. Si el código se pretende aplicar a todos los representantes locales es obvio que deberá ser aprobado por el pleno, si solo fuera un código aplicable al equipo de gobierno y personal directivo nada impediría que se aprobara por la Junta de Gobierno.
Este código de conducta, además, podrá contener principios de buen gobierno y de calidad institucional, así como normas de actuación en esta materia. Algún precedente ya había en el código aprobado por la Asamblea de EUDEL en mayo de 2013, pero la expresión más acabada –en el ámbito local vasco- es, tal como se ha reiterado en estas páginas, el Código del Ayuntamiento de Bilbao(57). Sin duda, cada entidad local, de conformidad con el principio de autoorganización, deberá elaborar y aprobar su propio código. Pero una operación de este tipo es sencillamente absurda en un sistema local de gobierno, como es el vasco, integrado por 251 ayuntamientos, así como por diferentes entidades locales de otro carácter. También lo es en Cataluña, con muchas más entidades locales (que superan el número de mil). Lo más razonable es que las distintas entidades locales se adhieran al código-tipo que –en el caso vasco- elabore en su día EUDEL, aunque la Ley vasca es algo confusa en este apartado, pues se refiere vagamente “al documento que a estos efectos puedan acordar sus representantes” (artículo 35.3). Esta expresión debería entenderse como una llamada (como así hacía el proyecto de ley) a que sea la asociación de municipios vascos más representativa la que proceda a la elaboración de un código de conducta y al que los diferentes ayuntamientos y el resto de entidades locales puedan voluntariamente adherirse.
Y ello tiene aun más sentido si se piensa que la Ley opta claramente por abrir la posibilidad de que se configure un sistema de integridad en el que se inserte el código como una pieza más o como elemento sustantivo del mismo. Este sistema es potestativo, tal como establece el artículo 35.5 LILE, pero realmente es difícil hacer una apuesta efectiva por la integridad institucional local sin establecer un sistema de seguimiento, control y evaluación del código, del que –al igual que estableciera en su día el Gobierno Vasco y otras instituciones forales y locales del país- la Comisión de Ética es una pieza de cierre del modelo(58).
En el caso de las entidades locales vascas, la construcción de ese sistema de integridad institucional, tal como vengo insistiendo, no puede recaer sobre cada municipio o entidad local. Al igual que debe existir un código-tipo de conducta, también debería haber una Comisión de Ética común, sin perjuicio de la existencia de la figura del Comisionado de Ética en cada entidad local (en este punto el ejemplo del modelo que está elaborando la Federación de Municipios de Cataluña, inspirado a su vez en modelos vascos antreriores, puede ser un marco de referencia). Las consultas, quejas o dilemas que se planteen en cada entidad local podrían ser elevadas a la Comisión de Ética para que diera un criterio común en su aplicabilidad. Nada peor para los sistemas de integridad institucional que optar en las entidades locales por soluciones distintas para resolución de problemas comunes. Y eso solo lo puede resolver una Comisión de Ética Local, con base en EUDEL. Parece que en el caso vasco es la solución institucional más razonable.
Lo mismo cabe decir del caso catalán, de forma corregida y aumentada. Aunque en este supuesto la existencia de dos asociaciones de municipios podría plantear algunas disfunciones, puesto que la promoción de un código-tipo por cada una de ellas se complica en cuanto que hay ayuntamientos o entidades locales que están inscritas a ambas. Probablemente, puede haber puntos de consenso. Y, en todo caso, tal como se ha dicho, se están llevando a cabo iniciativas tanto por la Federación de Municipios de Cataluña como por la Generalitat de Cataluña que pretenden cubrir ese vacío. En los próximos meses se despejarán tales incertidumbre. De momento, como se ha dicho, hay ayuntamientos que promueven sus propios códigos. Especialmente importante es el caso del Ayuntamiento de Barcelona, que requeriría un tratamiento aparte (aunque, cuando esto se escribe, solo es todavía un proyecto “normativo”).
NOTAS:
(1). El presente trabajo se corresponde con los dos últimos capítulos de la primera parte del libro Integridad y Transparencia, que será publicado próximamente. Este origen explica las referencias que se hacen en el texto a otros capítulos o apartados, así como los reenvíos a obras o artículos antes citados. He preferido mantener el tono literal de todas estas cuestiones, para no alterar el texto original. Su publicación de forma individualizada se lleva a cabo con el objetivo de difundir una serie de conceptos muy básicos sobre esta materia que no se encuentran debidamente asentados en nuestro sector público.
(2). I. Kant, Lecciones de ética, Austral, 2013, p. 113.
(3). I. Berlin, “La inevitabilidad histórica”, Sobre la libertad, Alianza Editorial, 2004, p. 200.
(4). P. Virilio, la Administración del miedo, Pasos Perdidos, 2012, p. 36.
(5). Ibídem, p. 93. Allí dice lo siguiente: “La confianza no sobrevive al mundo de la instantaneidad. Debe construirse, ganarse en el tiempo. La confianza instantánea o la fe instantánea no son reales. Hace falta tiempo para confiar”. En otros términos se expresa L. Concheiro (utilizando parte del argumentario de Virilio y de algún otro filósofo como Buyng-Chul Han), cuando, en relación con la destrucción de las carreras políticas, afirma lo siguiente: “El tiempo de los políticos ya no es eterno. Viven conscientes de su propia fugacidad y de la fragilidad de su poder. Aspirar a la permanencia es un sinsentido. Una larga carrera política se destruye en un santiamén”.
(6). Ausín Díez, “Ética Pública para generar confianza”, Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas, núm. 9, IVAP, p. 32.
(7). Esa tendencia no solo se ha marcado desde la política de integridad institucional que desarrolla la OCDE a partir de 1997, sino que se ha extendido “sectorialmente”, por ejemplo en el campo de la contratación administrativa. Ver, por ejemplo: Principles for Integrity in Public Procurement, OCDE, 2009. Una manifestación de tal tendencia es, sin duda, la representada por los Pactos de Integridad, impulsados entre nosotros por “Transparencia Internacional España”.
(8). Un análisis de las primeras experiencias, alejadas de esa concepción de Marcos Institucionales de Integridad, puede encontrarse en C. Prieto Romero, “Medidas de transparencia y ética pública: los códigos éticos, de conducta o de buen gobierno”, Anuario de Gobierno Local 2011, Fundación Democracia y Gobierno Local, pp. 215 y ss.
(9). Dictamen 702/2012, de 19 de julio, del Consejo de Estado sobre Anteproyecto de Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Se puede consultar en: http://www.boe.es/buscar/doc.php?id=CE-D-2012-707.
(10). El gobierno de las emociones, Herder, Barcelona, 2011, p. 292.
(11). Curso de filosofía moral, cit., p. 135.
(12). El político y el científico, cit. p. 159.
(13). El Federalista, cit., LXVIII, p. 290.
(14). Aunque en su día hubo alguna voz crítica, no exenta de una carga de profundidad innegable que, como en el caso de Alain, ya hace un siglo puso en entredicho la idea de confianza en las instituciones, promoviendo, por el contrario, la desconfianza como base de una ciudadanía democrática exigente. Ver, al efecto, su magnífica obra: El ciudadano contra los poderes, Tecnos, Madrid, 2016.
(15). Cabe destacar aquí dos de ellos: El Marco de Integridad Institucional en España. Situación actual y recomendaciones, cit; y Ética Pública y Buen Gobierno, cit.
(16). E. de Bono, Simplicidad. Técnicas de pensamiento para liberarse de la tiranía de la complejidad, Paidós, Barcelona, 2009.
(17). Ética Pública y Buen Gobierno, cit., p. 202.
(18). Ética Pública y Buen Gobierno, cit., pp. 203-204.
(19). Ética Pública y Buen Gobierno, cit., p. 212.
(20). Ética Pública y Buen Gobierno, cit., p. 211.
(21). Administración Pública con valores, cit., especialmente pp. 57 y ss.
(22). Existen, por ejemplo, en el ámbito del Poder Ejecutivo un Ministerial Code, un Code of Conduct for Special Adviser, así como un Civil Service Code. Este Código, aprobado inicialmente en 1995, tuvo después enorme influencia sobre otros ámbitos o niveles de gobierno, por ejemplo los niveles locales de gobierno. Fiel a la tradición estatutaria de las normas que regulan el Servicio Civil, el Código no fue aprobado inicialmente por una Ley, pero en la transcendental Constitucional Reforme and Governance Act de 2010, se previó expresamente ya la existencia de este Código para el Servicio Civil.
(23). Cabe recordar en estos momentos que el empuje inicial del asentamiento de los códigos éticos y de conducta en el Reino Unido provino precisamente por los escándalos acaecidos en el Parlamento británico en materia de conflictos de interés. Ver, al respecto, el importante documento que se elaboró en 1995 con la finalidad de restaurar la confianza perdida: Informe Nolan. Normas de Conducta en las Instituciones Públicas, editado en castellano por el Instituto Vasco de Administración Pública, 1996 (también hay una edición del INAP).
(24). M. Weber, El político y el científico, cit.. pp. 101-102.
(25). OECD, Draft Recommendation on the council on public integrity, Deadline for comment, 22 march 2016. Ver, asimismo: Working Party of senior public integrity officials. Comments Received During the Public Consultation on the Draft Recommendation of the OECD Council on Public Integrity GOV/PGC/INT(2016)2, julio 2016.
(26). Integrity Pacts in Public Procurement. An implementation Guide, Transparency International, 2013.
(27). F. Longo y A. Albareda, Administración Pública con valores, cit. p. 125.
(28). Orden APU/516/2005, de 3 de marzo.
(29). Ley 4/2006, de 30 de junio, de transparencia y buenas prácticas en la Administración Pública gallega. Ver, en especial, capítulo III, sobre miembros del Gobierno y altos cargos de la Administración (particularmente, artículo 15, principios de actuación).
(30). Ley 4/2011, de 31 de marzo, de la buena administración y del buen gobierno de las Illes Balears.
(31). Citado por R. Vargas-Machuca, “Principios, reglas y estrategias ”, cit. p. 57.
(32). BOPV núm. 102, 31 de mayo de 2011, por el que se da publicidad a la Resolución de 23/2011, de 11 de mayo, de la Directora de la Secretaría del Gobierno y de Relaciones con el Parlamento, por la que se dispone la publicación del Acuerdo adoptado por el Consejo de Gobierno, por el que se aprueba el Código de Ética y Buen Gobierno de los miembros del Gobierno, altos cargos, personal eventual y demás cargos directivos al servicio del sector público de la Comunidad Autónoma de Euskadi.
(33). Ver la Ley 14/2008, del 5 de noviembre, del Parlamento de Cataluña.
(34). Esta parece ser, entre otras, la línea de tendencia del proyecto de ley de integridad y ética pública de la Comunidad Autónoma de Aragón, cuando crea una Agencia de Integridad y Ética Pública.
(35). Ver, respectivamente, sus trabajos: “Buen Gobierno: ámbito de aplicación, principios generales y de actuación, infracciones disciplinarias y conflictos de intereses”; “Buen gobierno: infracciones en materia de gestión económico-presupuestaria y régimen sancionador”; ambos trabajos en E. Guichot, Coordinador, Transparencia, acceso a la información pública y Buen Gobierno, cit., pp. 247-329. Asimismo, sobre este tema es importante el estudio de M. Bassols Coma, “Buen gobierno, ética pública y altos cargos”, en Memorial para la Reforma del Estado. Estudios en homenaje al profesor Santiago Muñoz Machado, J. M. Baño León (Coordinador), CEPC, Madrid, 2016, volumen III, pp. 2159 y ss.
(36). Tratado de lo mejor. La moral y las formas de vida, Alianza Editorial, 1995, p. 117.
(37). Un fenómeno ampliamente estudiado, con un foco especial en la evolución de algunos países (como, por ejemplo, Estados Unidos). Ver, al respecto: S. Rose-Ackerman, Corruption and government: causes, consequences and reforms, Cambridge University Press, 1999; y F. Anechiarico, J. B. Jacobs, The pursuit of absolute integrity, University of Chicago Press, 1996.
(38). Ver: BOPV núm. 105, de 3 de junio de 2013, por el que se da publicidad a la Resolución 13/2013, de 28 de mayo, del Director de la Secretaría del Gobierno y de Relaciones con el Parlamento, por la que se dispone la publicación del Acuerdo adoptado por el Consejo de Gobierno <<por el que se aprueba el Código Ético y de Conducta de los cargos públicos y personal eventual de la Administración General e Institucional de la Comunidad Autónoma de Euskadi>>. En fechas, recientes se ha publicado una versión de texto consolidado de tal Código Ético y de Conducta, donde se incorporan todas las modificaciones (o adaptaciones) que se han hecho en los últimos años. Ver: Resolución 67/2016, de 22 de noviembre, del Viceconsejero de Relaciones Institucionales, por la que se dispone la publicación del Acuerdo adoptado por el Consejo de Gobierno por el que se aprueba el Texto Refundido del Código Ético y de Conducta de los cargos públicos de Administración de la Comunidad Autónoma de Euskadi y su sector público, y se incorporan a dicho Código nuevas previsiones (BOPV núm. 226, de 28 de noviembre de 2016).
(39). Comentarios o referencias doctrinales a este Código se pueden hallar en los siguientes trabajos: R. Bustos Gisbert, “Las reglas de conducta de los políticos: evolución en el Reino Unido”, Revista Vasca de Administración Pública núm. 104 pp. 104 y ss.; E. Pérez Vera, “Ética frente a corrupción: la reciente experiencia de la Comunidad Autónoma del País Vasco, Revista Vasca de Gestión de Personas y organizaciones públicas, núm. 9, pp. 42 y ss.; y R. Jiménez Asensio, “Ética pública, política y alta administración. Los códigos éticos como vía para reforzar el Buen Gobierno, la calidad democrática y la confianza de la ciudadanía en sus instituciones”, Revista Vasca de Gestión de Personas y organizaciones públicas, núm. 5, pp. 46 y ss.
(40). Editada por el IVAP, Oñati, 2015. La Memoria de la Comisión de Ética Pública del Gobierno Vasco también ha sido editada por el IVAP en 2016.
(41). V. Camps, Breve historia de la ética, cit., p. 406.
(42). Ver: Acuerdo de 18 de marzo de 2015, del Pleno del Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, por el que se aprueba el Código de conducta del personal de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (BOE núm. 277; de 19 de noviembre de 2015).
(43). Sobre ese déficit del Poder Judicial español (la inexistencia de un código de conducta) ya me detuve hace algunos años en el trabajo: “Imparcialidad judicial: su proyección sobre los deberes (código de conducta) y derechos fundamentales del juez”, en el libro dirigido por el profesor Alejandro Saiz Arnaiz, Los derechos fundamentales de los jueces, Marcial Pons/CEJFE, Madrid/Barcelona, 2012, pp. 27 y ss.
(44). Ver: Resolución de 31 de marzo de 2009, del Consejero de Administración Pública y Hacienda (DOE núm. 64; de 2 de abril de 2009).
(45). Ver, por ejemplo: http://www.gobex.es/web/codigo-etico
(46). Mediante Resolución de 8 de septiembre de 2014, se publicó el Acuerdo del Gobierno de la Xunta de 24 de julio del mismo año por el cual se aprueba el “Código Ético Institucional de la Xunta de Galicia”
(47). Las normas reguladoras del “Buzón Ético y de Buen Gobierno” del Ayuntamiento de Barcelona, fueron aprobadas por la Comisión de Gobierno el 6 de octubre de 2016. Pueden consultarse en la siguiente dirección electrónica: http://ajuntament.barcelona.cat/transparencia/es/buzon-etico-y-de-buen-gobierno
(48). OECD, Draft Recommendation on the council on public integrity, Deadline for comment, 22 march 2016.
(49). Curso de Filosofía Moral, cit., p. 171.
(50). Decreto 56/2016, del Consell, de 6 de mayo, por el que se aprueba el Código de Buen Gobierno de la Generalitat.
(51). Boletín Oficial de las Cortes de Aragón núm. 36, de 2015.
(52). Ver el texto completo del Sistema de Integridad Institucional, Código de Conducta y Buenas Prácticas de cargos públicos forales, así como Decreto Foral de creación de la Comisión de Ética Institucional del sector público foral del Territorio Histórico de Gipuzkoa, en http://www.gipuzkoa.eus/es/diputacion/sistema-de-integridad
(53). Ver: Acuerdo de 31 de octubre de 2016, del Consejo de Gobierno, por el que se aprueba el código ético de los altos cargos de la Administración de la Comunidad de Madrid y de sus entes adscritos (BOCM núm. 263, de 2 de noviembre de 2016).
(54). Sobre esta cuestión, puede consultarse el trabajo de C. Campos Acuña, “Códigos éticos y buen gobierno local en la Ley de Transparencia”, Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas, núm. 9, especialmente pp. 75 y ss.
(55). El texto se puede consultar en el siguiente enlace (versión catalán): http://www.fmc.cat/novetats-ficha.asp?id=20089&id2=6.
(56). Ciertamente, hay alguna otra ley que ya preveía la aprobación de Códigos de Conducta en el ámbito local; por ejemplo, la Ley 1/2014, de 26 de junio, del Parlamento Vasco, o la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, del Parlamento de Cataluña (aunque en este caso conectaba el incumplimiento de los principios o normas de conducta con el régimen sancionador). Pero ninguna de ellas establece la posibilidad de implantar un sistema de integridad tal como prevé la propia Ley 2/2016.
(57). El Código de Conducta, Buen Gobierno y Compromiso con la Calidad Institucional del Ayuntamiento de Bilbao puede consultarse en la propia página Web del municipio: www.bilbao.eus
(58). Ver: Código Ético y de Conducta de los cargos públicos y personal eventual de la Administración General e Institucional de la Comunidad Autónoma de Euskadi, cuya redacción inicial (ha sido modificado en alguna ocasión) fue publicada en el BOPV de 3 de junio de 2013. Un modelo ciertamente avanzadode integridad institucional, tal como reitero en el texto, es el recientemente aprobado (1 de marzo de 2016) Sistema de Integridad Institucional de la Diputación Foral de Gipuzkoa y de su sector público. Cuyo contenido puede consultarse en la página Web creada al efecto.
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