LA TRAMA MORAL
En Grecia siglo V Aristóteles subrayaba en Ética a Nicómaco la importancia de la moral: como columna vertebral de cada biografía, para que el hombre sea un ser con sentido; y como trama social, para que la sociedad sea justa. La misma exigencia se incorpora luego al Derecho romano, en la trilogía honestum vivere, alterum nom laede-re, suum cuique tribuere. Sobre aquella filosofía y este código de Ulpiano se construye la sociedad occidental, que ha sido la más significativa en la Historia universal como pauta de libertad y de progreso.
En el siglo XIX se produce un desvío imperceptible, que aparenta una oportunidad continua: Stuart Mili, quizás el más ilustre de los Victorianos ilustres, propone el positivismo: cualquier norma, y cualquier conducta, son convenientes si son eficaces. Y el tiempo pareció ir dándole razón: una sociedad que exprime las oportunidades de cada momento crea opulencia. Los daños personales que cause se considerarán colaterales, despreciables en razón del avance global. Ahora, el fluir de la Historia se detiene, y a la dinámica social le quedan al descubierto las visceras. Los ciudadanos advierten que no consiguen lo que se proponen -que ya han convertido en derecho subjetivo de todos- y se preguntan, ciertamente sorprendidos: ¿Qué pasa?. Y, enseguida ¿Quién me está fallando?. Para exigir, finalmente: Que me lo remedien. En eso estamos.
En 2008, la quiebra de Lehman Brothers provoca sorpresa. ¿Qué había hecho Lehman? Prestar sin averiguar la solvencia del prestatario, y mal garantizar la deuda Un mal empresario, se diría Pero la finalidad inicial, o la solución que buscó luego para huir, fue repartir por todo el mundo sus activos tóxicos. Es decir, arruinar conscientemente millones de economías individuales; en definitiva alterum laede-re. La ética, decidió, no cuenta en los negocios; práctica institucional que había enriquecido a muchos y durante muchos años. Y que era común en el sector.
Y es la misma que siguen a diario los agiotistas: operan a corto en Bolsa, procurando, por instinto o concertadamente, que las cotizaciones bajen sin causa objetiva para comprar valores que venderán en días sin crear más riqueza que su propio beneficio. ¿A quién perjudican? Ni se lo preguntan. La condición esencial de los mercados, para poder convivir con su propia conciencia es estar ciegos. La exigencia honestum vivere les resultaría excéntrica.
No se trata solo de prácticas financieras. Algo tan inocuo y bien recibido como las jubilaciones anticipadas han sido un ejercicio permanente de insolidaridad: se cuelga del sistema el propio ocio, sin contribuir a crear riqueza, y sin conciencia de mal. En lo más agudo de nuestra crisis, mucho más que secuela de la burbuja inmobiliaria -sociedad desequilibrada en gastos e ingresos, en quiebra estructural, pues-, cuando una empresa insignia ha anunciado un ERE brutal, los peticiones para acogerse al mismo han superado casi en un 50% las bajas convocadas.
Falta de ética sobre la que intentó concienciar, en su momento, el Código Aldama, o que han pretendido removerse tímidamente con recomendaciones sobre la dación en pago de deudas; pero que sigue ahí, instalada en las personas. Cada vez que se produce un escándalo de corrupción (poco escandaloso, según las urnas) el implicado afirma: Tengo la conciencia tranquila. Lo que, en puridad, significa: Hace tiempo abandoné la conciencia. ¿Caben compartimentos aislados en la conciencia? Uno llega a temer que hay algo podrido, casi connatural a la sociedad del bienestar. Que nada me perturbe, ni siquiera mi propia conciencia, es la regla de oro. ¿Se puede instalar la convivencia sobre esas bases, aparcando ética y justicia?
Sin ejecutores voluntarios del mal ajeno, las crisis manifiestan que somos parte necesaria del mal estructural que conduce a millones de parados, quiebras de empresas, personas sin domicilio... Y a un crecimiento exponencial de los suicidios. Pero si a alguien se le pregunta por su parte de culpa, se sorprende: ¿Yo?. Mientras no se vive honestamente, no se da a los demás lo que les corresponde.
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