Abel Blanco Montañés / Miguel Ángel Busquets López

El contrato verbal como contrato jurídicamente inexistente: a propósito de un supuesto de inexistencia de contrato público en el Ordenamiento Jurídico balear

 09/07/2024
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En este artículo se expone y analiza la solución arbitrada por el legislador de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears para canalizar procedimentalmente los casos de contratación verbal, solución que ha pasado por positivizar la categoría de la inexistencia jurídica de contrato por ausencia de formalización. Con este fin se revisan sucintamente las opiniones doctrinales que en nuestro país se han vertido en torno a la categoría de la inexistencia jurídica, y también se analizan críticamente los principales puntos del debate que se ha suscitado en los últimos años acerca de cuál es el cauce procedimental adecuado para regularizar los supuestos de contratación verbal e irregular.

Abel Blanco Montañés es Asesor especialista jurídico-financiero en el Departamento Jurídico y Administrativo de Consejería de Economía, Hacienda e Innovación de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears

Miguel Ángel Busquets López es Coordinador del Área Jurídica y Económico-financiera de la Consejería de Economía, Hacienda e Innovación de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears

El artículo se publicó en el número 66 de la Revista General de Derecho Administrativo (Iustel, mayo 2024)

THE VERBAL CONTRACT AS A LEGALLY NON-EXISTENT CONTRACT: A CASE OF NON-EXISTENCE OF A PUBLIC CONTRACT IN THE BALEARIC LEGAL SYSTEM

ABSTRACT: This article sets out and analyses the solution adopted by the legislator of the Autonomous Community of the Balearic Islands to procedurally deal with cases of verbal contracting, a solution which has involved positivising the category of the legal non-existence of a contract due to the lack of formalisation. To this end, a brief review is made of the doctrinal opinions that have been expressed in our country on the category of legal non-existence. Likewise the main topics of discussion that have arisen in recent years on the appropriate procedural path for standardising cases of verbal and irregular contracting are also critically analysed.

I. INTRODUCCIÓN

Bajo el nombre de contratación verbal se alude entre los juristas y los operadores jurídicos al encargo puramente oral o informal efectuado por la Administración a un proveedor (empresa o profesional) para que ejecute prestaciones (obras, servicios o suministros) en beneficio de aquélla. El concepto también puede englobar los supuestos de prórroga verbal o tácita, es decir, aquellos en que la Administración solicita u ordena al contratista —también informalmente— que siga prestando el servicio una vez vencido el contrato válidamente celebrado y sus prórrogas legales. E incluso puede comprender los supuestos de modificación verbal o de facto, cuando la ejecución de las nuevas o adicionales prestaciones encargadas por la Administración al contratista hubiera requerido (dada su dimensión cuantitativa o su naturaleza), no ya del correcto ejercicio del ius variandi, sino de un nuevo procedimiento de licitación(1). En cualquier caso, lo determinante del concepto es la omisión de los trámites formales que deben observarse para que la Administración pueda contratar válidamente. Se trata de una modalidad de contratación prohibida por el ordenamiento jurídico, salvo en supuestos de emergencia(2).

La cuestión relativa a la calificación jurídica que merecen los contratos verbales no ha recibido una respuesta uniforme por los operadores jurídicos. Por sorprendente que pueda resultar, los tribunales han considerado con alguna frecuencia que un contrato verbal es un contrato eficaz (e inclusive válido(3)), generador de obligaciones de naturaleza auténticamente contractual. En su afán de priorizar la justicia material sobre cualesquiera vicios de orden formal y en detrimento de un “positivismo superado”(4), no se ha tenido inconveniente en afirmar que un contrato verbal es un contrato “tal vez no escrito, pero real y efectivo”(5), o también que es un contrato “de tipo implícito”(6).

Lo más habitual, sin embargo, ha sido y es entender que un contrato verbal es un contrato nulo de pleno derecho, por razón de la causa de nulidad que hoy recoge el artículo 47.1.e) de la LPAC(7) (omisión total y absoluta de procedimiento). Esta opinión, más respetuosa con el severo formalismo(8) que preside la contratación pública, es la dominante entre los órganos consultivos de las Administraciones Públicas, los cuales residencian el fundamento de la obligación de compensar económicamente a los proveedores que han ejecutado las prestaciones, no ya obviamente en el contrato inválido y por tanto ineficaz, sino en la Ley, pues es la Ley de Contratos la que establece las consecuencias que debe acarrear la declaración de nulidad de los actos preparatorios o de adjudicación del contrato y, con ella, la del contrato mismo.

Pero ha existido una tercera forma —sin duda mucho menos habitual— de aproximarse conceptualmente al contrato verbal. Su grosera ilegalidad, el hecho de que suponga un franco atentado contra los fundamentos más básicos de la contratación administrativa, ha dado lugar a que en ocasiones se haya manejado la idea de inexistencia de contrato (o de contrato inexistente) para hacer referencia a él. Ya en 1995 el Consejo Consultivo de Andalucía expresaba la idea de que, cuando la omisión del procedimiento a la hora de celebrar el contrato resulta muy patente, “bien podría hablarse de inexistencia del mismo en lugar de nulidad, si nuestro derecho positivo diera pie a tal distinción y no subsumiera ambas categorías, como lo hace, en la figura común de la nulidad”(9). Pese a esa falta de previsión expresa en el ordenamiento, el concepto de inexistencia, como cosa distinta de la nulidad, ha sido utilizado ocasionalmente para referirse a los contratos verbales, tanto en sentencias(10) como en dictámenes de órganos consultivos(11). En particular, la Sentencia de la Audiencia Nacional de 20 de noviembre de 2019 (rec. 145/2019), establece la distinción entre los contratos existentes pero viciados (nulos o anulables) y los contratos inexistentes, “en los que no cabe admitir la existencia de ningún vínculo contractual”. Esta distinción viene precedida de un excurso sobre el carácter formalista de la contratación administrativa y el consecuente nacimiento del contrato a raíz del acto que lo perfecciona.

El objeto de este estudio es exponer y analizar la solución técnica articulada por el legislador de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears para conceptuar y regularizar los supuestos de contratación verbal. Separándose del entendimiento dominante de que un contrato verbal es un contrato nulo, el legislador balear ha apelado a la categoría de la inexistencia jurídica, a la que dota de autonomía, para redefinir el estatus de los contratos verbales. Hecha esta operación, habilita un procedimiento ad hoc distinto de la revisión de oficio para la declaración de esa inexistencia en vía administrativa. Esta construcción legal presenta, a nuestro juicio, el suficiente interés teórico y práctico como para que se le preste alguna atención.

Un correcto análisis de las medidas implementadas por el legislador balear obliga a ocuparse de dos cuestiones en principio algo heterogéneas. Por un lado, será preciso revisar brevemente las principales opiniones doctrinales que, en nuestro país, se han vertido en relación con la categoría de la inexistencia jurídica, a efectos de identificar los rasgos que se han asociado a esta denostada figura (apartado II). Esto nos llevará a reflexionar brevemente sobre la viabilidad de su positivización como categoría autónoma (apartado III), que es precisamente lo que ha llevado a cabo la Ley balear.

En un segundo momento nos ocuparemos de la controversia que viene suscitando la cuestión de cuál es el procedimiento que debe (o puede) ser incoado por las Administraciones Públicas para regularizar los supuestos de contratación verbal, lo que también nos llevará a exponer nuestra propia visión sobre algunos de los puntos nucleares de esa polémica (apartado IV).

Finalmente, los dos asuntos tratados confluirán a la hora de analizar las soluciones implementadas por el legislador de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears (apartado V), para finalizar reflexionando, en las conclusiones, sobre cuáles pueden ser las verdaderas soluciones al inveterado fenómeno de la contratación verbal (apartado VI).

II. BREVE SÍNTESIS DE LAS PRINCIPALES ORIENTACIONES DOCTRINALES SOBRE LA INEXISTENCIA JURÍDICA EN ESPAÑA

Se ha dicho que el término de “inexistencia”, aplicado en el ámbito jurídico, tiene algo de provocativo y de misterioso(12). Ciertamente es así. Para que el concepto pueda tener alguna utilidad en el campo del Derecho, su significado debe alejarse en alguna medida del sentido que habitualmente se le atribuye en el lenguaje ordinario. La inexistencia jurídica no puede significar la irrealidad, la nada o el vacío, pues como expresivamente escribiera DIEZ-PICAZO, “si nada ha sido realizado [en la realidad] toda discusión parece que huelga”(13). La inexistencia específicamente jurídica no puede consistir en la inexistencia fáctica o de hecho, pues entonces el concepto carecería de todo valor para el Derecho.

Desde los fecundos territorios de la Teoría General del Derecho, en los que aquí no podemos profundizar, se realizan valiosas aportaciones en orden al esclarecimiento de lo que puedan significar los conceptos de existencia e inexistencia aplicados al mundo del Derecho. Si se aceptara la tesis de KELSEN de que la “validez” de una norma no expresa otra cosa que “el modo específico en que la norma existe”(14), entonces quedaría vedada la posibilidad de hablar de inexistencia jurídica como cosa distinta de la invalidez, pues inexistente e inválido vendrían a ocupar el mismo espacio. Pero otros planteamientos tienden a aceptar la posibilidad de hablar de la existencia jurídica como figura distinta de la validez. Así, para GUASTINI es condición suficiente de existencia jurídica de una norma no ya el que se haya dictado de conformidad con “todas” las normas sobre la producción jurídica (en cuyo caso hablaríamos de una norma no sólo existente sino válida), sino que se haya dictado de conformidad con solo “algunas” de esas normas(15). De acuerdo con esto, parece que la noción de inexistencia quedaría reducida a designar, bien los casos en que no se cumple ninguno de los requisitos exigidos para la producción de un determinado acto jurídico (en cuyo caso el concepto es del todo irrelevante), o bien aquellos en que no se cumplen los suficientes para alcanzar siquiera el estatus de la existencia. Ahora bien, determinar los requisitos mínimos que debe cumplir un acto para adquirir la condición de existente podría ser un asunto no discernible en abstracto o a priori, pues dependería “de creencias, prácticas, etc. que es imposible reconstruir con precisión”(16), de forma que sería inútil buscar una respuesta a esta cuestión en el propio sistema jurídico.

De forma más modesta, nuestra pretensión en este apartado se limita a la de ofrecer una sucinta exposición —inevitablemente de trazo algo grueso— de las principales orientaciones doctrinales por las que ha discurrido la reflexión en torno al concepto de inexistencia jurídica en nuestro país, particularmente en los ámbitos del Derecho Civil y del Derecho Administrativo, que es donde principalmente se ha planteado el debate. Tales ideas no dejan de tomar como punto de referencia el origen moderno del concepto de inexistencia en el campo de la práctica jurídica que, como tantas veces ha sido explicado, tiene lugar en Francia, donde una antigua doctrina sólo admitía las nulidades textuales (pas de nullité sans texte). La ausencia de texto legal que sancionara expresamente con la nulidad ciertos supuestos considerados especialmente graves, particularmente el matrimonio entre personas del mismo sexo, hizo surgir en el país galo la necesidad de diseñar una categoría distinta de la nulidad que igualmente privase de efectos jurídicos a tales supuestos. Los intérpretes se apresuraron a remediar la situación señalando que, en tales casos, no es que el acto en cuestión fuera nulo, sino que —peor aún— era inexistente. Muy pronto la categoría así acuñada penetraría con especial intensidad en el derecho de contratos.

1. La inexistencia en el Derecho civil español

En el campo del Derecho Civil español, el concepto de inexistencia se ha aplicado fundamentalmente a la institución del contrato, para designar aquellos casos en que faltan a éste alguno o algunos de sus elementos esenciales. En efecto, si algún precepto del ordenamiento español ha podido dar alas a la idea de inexistencia como auténtica categoría jurídica, es sin duda el recogido en el artículo 1.261 del Código Civil (en adelante, CC), cuya literalidad parece permitir hablar de inexistencia. Dice el precepto que “no hay contrato” sino cuando concurren ciertos elementos, que expresamente enumera: consentimiento, objeto y causa. Estos serían los elementos esenciales o estructurales del contrato, a los que se suele añadir la forma cuando ésta tiene carácter ad solemnitatem. No dice el artículo que el contrato es inválido o nulo cuando tales elementos faltan, sino que utiliza el verbo “haber”: no hay contrato, es decir, no existe el mismo, según una posible interpretación.

El artículo 1.261 del CC no estaría sólo, sino que encontraría eco en otros dos artículos del Código: el 1.300 y el 1.310, ambos en sede de nulidad(17). Los dos serían susceptibles de una interpretación acorde a la idea de inexistencia expresada en el primero. Según el artículo 1.300 CC “los contratos en que concurran los requisitos que expresa el artículo 1.261 pueden ser anulados () siempre que adolezcan de alguno de los vicios que los invalidan con arreglo a la ley”. Partiendo de esta dicción, se podría argüir que un contrato que es contrario a la Ley puede (en un sentido lógico) ser anulado, pero carece de sentido (lógico) anular lo que no existe, que sería precisamente lo que sucede cuando falta alguno de los requisitos del artículo 1.261 CC. Del mismo modo, no puede confirmarse un contrato inexistente —nuevamente por faltar los elementos del citado artículo— sino sólo aquél que, existiendo, resulta contrario al ordenamiento (artículo 1.310).

Interesa subrayar que esta caracterización de la inexistencia no precisa ir acompañada necesariamente de la falta de apariencia de validez como seña de identidad de la categoría. Si bien al negocio no perfeccionado puede faltarle la apariencia de tal, lo decisivo en orden a calificarlo de inexistente no es si en efecto presenta o no esa apariencia, sino si concurren o no todos sus elementos estructurales. De faltar alguno de esos elementos, el negocio resultará inexistente, con independencia de la mayor o menor apariencia de regularidad que manifieste al exterior. Falta de perfección y apariencia de negocio válido no tienen inconveniente en ir de la mano, como revelan los casos de simulación absoluta (la figura que con mayor frecuencia ha sido asociada a la idea de inexistencia), en los que precisamente lo pretendido es crear una apariencia jurídica a la que subyace la ausencia de todo negocio real (por falta de causa).

Al amparo de la literalidad del Código, la jurisprudencia y nuestra doctrina civilista acogió en el pasado la idea de inexistencia con cierta naturalidad, como una figura con un perfil hasta cierto punto propio y reconocible(18). No obstante, incluso entre aquellos que aceptaron hablar de inexistencia jurídica de una forma menos tímida, su deslinde con respecto a la nulidad radical no llegó a ser del todo claro o, sencillamente, no llegó a producirse. En cualquier caso, la evolución posterior ha determinado que se vaya abandonando la idea de inexistencia como categoría autónoma(19), habiendo sido excepcionales los intentos(20) de conferirle un lugar propio y singularizado dentro del elenco de los supuestos de ineficacia contractual. En efecto, la opinión prácticamente unánime hoy es que los supuestos en que se da la ausencia de elementos esenciales del contrato —incluyendo los casos de simulación absoluta— constituyen casos de nulidad de pleno derecho, en igual medida que los contrarios a las leyes. Eso no significa que nuestra doctrina civilista —así como la jurisprudencia— haya abandonado por completo el término de “inexistencia”, pues en efecto se ha seguido utilizando para los supuestos en que falta alguno de los elementos del artículo 1.261 del CC. Pero ese concepto no designa ya una categoría con un régimen jurídico propio y diferenciado, sino que simplemente describe un tipo de supuesto de hecho —ausencia de elementos esenciales— que se encaja o subsume dentro de la nulidad absoluta, como un caso particular o subespecie de ésta(21), la conocida como nulidad estructural. Sólo excepcionalmente se sigue defendiendo hoy que nuestro Código Civil consagra la categoría de la inexistencia como autónoma y distinta de la nulidad(22).

2. La inexistencia en el Derecho Administrativo español

En el campo del Derecho Administrativo, la posibilidad de hablar de la inexistencia se ha planteado esencialmente en relación con el acto administrativo. Por lo general, los actuales manuales de la asignatura o las obras de carácter más general dedican escasa —o a veces nula— atención a la figura y acaban comúnmente por rechazarla.

La posibilidad de una caracterización individualizada de la inexistencia en el Derecho Administrativo pasaría por asignarle como principal rasgo definitorio la falta de apariencia de acto, o falta de apariencia de validez, siempre como resultado de faltarle requisitos esenciales. Es este dato relativo a su aspecto más bien externo el que permitiría identificar el acto inexistente frente al nulo de pleno derecho: si el acto nulo puede presentar cierta apariencia de validez, el inexistente carecería de tal apariencia(23). Ambas categorías tendrían en común el carácter (sumamente) grave de los vicios que dan lugar a una y otra, pero en un caso el defecto sería patente para cualquiera (inexistencia), mientras que en el otro el acto podría presentar alguna apariencia de legitimidad (nulidad).

Al faltarle incluso la apariencia misma de acto administrativo (válido), el acto inexistente no se beneficiaría de la presunción de validez de los actos administrativos ni tampoco de su ejecutividad inmediata. Al ser meridianamente patente, incluso para los legos en Derecho, que ese acto no puede ser un acto administrativo, dada la naturaleza de los vicios o defectos que presenta, quedaría expedita la posibilidad de que su eventual destinatario pudiera desconocerlo, ignorarlo, desentenderse tranquilamente de él. Desaparecería así la carga de su impugnación por el interesado, del mismo modo que la Administración podría desconocerlo sin necesidad de incoar procedimiento revisorio alguno.

Lo anterior permitiría dotar de un cierto perfil propio a la inexistencia en su contraposición a la nulidad, al menos en la teoría. Pero el que sea posible singularizar una y otra categoría como cosas distintas no resuelve la cuestión relativa a la utilidad o necesidad de la inexistencia dentro del cuadro dogmático de las categorías de la invalidez o de la ineficacia. Y es en relación con este asunto donde se llega a callejones sin salida.

Una primera objeción, muy ligada a la concreta configuración de la nulidad en nuestro Derecho positivo, alude a la falta de necesidad de la inexistencia dada la amplitud de las causas de nulidad en nuestro ordenamiento. Los vicios más graves del acto administrativo que cabe imaginar (ausencia absoluta de procedimiento; incompetencia manifiesta y grave; contenido imposible) ya aparecen catalogados como causas de nulidad, luego no hay necesidad de apelar a una tercera categoría para suplir posibles imprevisiones o lagunas. La falta de elementos esenciales del acto, bien sean formales o materiales, tiene cabida en alguna de las diversas causas de nulidad expresamente previstas por el legislador(24), luego la inexistencia no encuentra margen de operatividad imaginable. Se concluye que no hay necesidad de la inexistencia cuando la configuración legal de la nulidad comprende todos los vicios de extrema gravedad que en hipótesis pueden llegar a producirse(25).

La segunda gran objeción tiene que ver con una cuestión técnica de mayor calado. La supuesta posibilidad de desconocer el acto inexistente por su eventual destinatario al abrigo de su ostensible invalidez (o falta de apariencia de legitimidad) se desvanece en cuanto se toma conciencia de que la potestad de autotutela ejecutiva (acción de oficio) permite a la Administración imponer coactivamente cualquiera de sus actos o productos declarativos, por muy imperfectos que sean o por muy evidentes que resulten esas imperfecciones. Más aún: en hipótesis, la Administración puede llegar a poner en marcha su maquinaria ejecutiva incluso en supuestos de inexistencia material de acto alguno (es decir, en supuestos en que ninguna declaración de voluntad administrativa haya sido siquiera emitida), circunstancia que caería dentro de la vía de hecho. Si incluso en este caso extremo de falta de cobertura jurídica válida el interesado se va a ver en la tesitura de tener que reaccionar frente a la actuación ejecutoria de la Administración si quiere evitar que su esfera de intereses se vea materialmente perjudicada, entonces no es posible delimitar caso alguno en que quepa una actitud de pasiva y despreocupada indiferencia del interesado frente a un determinado acto (o remedo de acto) administrativo. No cabría, pues, distinguir entre la nulidad y la inexistencia tomando como criterio de distinción la necesidad o no necesidad de reaccionar activamente contra el acto de que se trate, y ello desde el momento en que cualquier acto susceptible en teoría de ser tachado de inexistente puede llegar a requerir de esa reacción o respuesta del interesado ante la eventual pretensión de la Administración de imponer forzosamente su eficacia(26). También por esta vía se desemboca en la inutilidad de admitir la inexistencia dentro del cuadro de las ineficacias, al no ser posible distinguir para ella un tratamiento diferenciado.

3. La inexistencia como categoría innecesaria e irrelevante

En general, y resumiendo, los diferentes intentos de construir dogmáticamente la categoría de la inexistencia como distinta de la nulidad tienden a acabar desembocando en la configuración de una figura inútil y prácticamente irrelevante para el Derecho. En ausencia de recepción y configuración legal expresa de la inexistencia, parece lógico que ésta, si ha de ser algo, haya de ser un más allá de la nulidad. Pero es difícil que pueda ser un más allá de la nulidad en términos de ineficacia, al menos si se acepta la configuración tradicional de la nulidad como una ineficacia ab initio, ipso iure, erga omnes, ex tunc (retroactiva), que no admite confirmación o convalidación, y que es susceptible de ser declarada (que no constituida) mediante el ejercicio de una acción imprescriptible. Una ineficacia así ya es, de hecho, expresión de la inexistencia jurídica(27): nulo es lo que no produce ni produjo nunca efectos. De tal manera que si, por razón de su apariencia de validez, los hubiera temporalmente producido en el plano fáctico, la declaración de nulidad exigirá deshacer esos efectos, restituir la situación a su estado originario. No parece posible llevar tal grado de ineficacia un paso más allá(28).

Ante la imposibilidad de identificar consecuencias diferentes para nulidad e inexistencia, el único resquicio que parece quedar para sostener la viabilidad de la distinción vendría dado por un diferente régimen de invalidación para una y otra. Nulidad e inexistencia desembocarían efectivamente en la misma ineficacia, pero el camino a seguir para que esa ineficacia se hiciera patente sería diferente. Si en los casos de nulidad sería preciso (o podría serlo) que un órgano público (administrativo o judicial) revestido de competencia así lo declarase (por razones de seguridad jurídica), en los casos de inexistencia no sería nunca necesario ese pronunciamiento. Ahora bien, tampoco este camino conduce a hacer de la inexistencia una categoría propiamente jurídica. Al contrario, la inexistencia queda alojada extramuros del Derecho(29), desde el momento en que no precisa de su aparato institucional ni de sus mecanismos de depuración para “desplegar su ineficacia”, si se nos permite la expresión. Reducida la inexistencia a una ineficacia que no precisa de un acto de aplicación del Derecho, de la decisión de un órgano autorizado, su vida transcurre al margen de lo jurídico y de sus cauces institucionales. Inexistente sería, pues, lo que no ocupa ni preocupa al Derecho. Aquello que puede ser desatendido, ignorado, inaplicado. Aquello de lo que el derecho no se hace cuestión, porque ni es ni parece ser. Lo que no tiene apariencia de resultado institucional alguno y que, por ello mismo, no genera ningún riesgo de producir cambios en la realidad. Lo inexistente —a diferencia de lo nulo— ha de ser necesariamente inofensivo, pues sólo entonces el Derecho y sus destinatarios (operadores jurídicos, ciudadanos) podrán desentenderse tranquilamente de él. Ahora bien, sólo lo que nadie tomará en serio, o lo que nadie percibirá como potencialmente lesivo o peligroso para sus intereses, o lo que resulta materialmente imposible de ejecutar o llevar a la práctica, podrá ser tachado entonces de inexistente. La falta de apariencia de validez ha de ser, pues, extrema, de tal naturaleza que nadie pueda reconocer en el fenómeno de que se trate un caso particular y válido de tal o cual resultado institucional (acto, contrato, norma). Y así llegamos a los ejemplos que pueden hallarse en los libros y textos jurídicos: la multa impuesta por un particular, el reglamento aprobado por una asamblea de estudiantes, la pena de muerte emitida por un Alcalde, la persona que en un semáforo limpia el parabrisas del coche por propia iniciativa y sin el concurso de nuestra voluntad, etc. En efecto, si esto ha de ser la inexistencia, entonces es fácil comprender que se la califique de categoría metafísica o metajurídica o sociológica, como con frecuencia se ha hecho.

III. REFLEXIONES EN TORNO A LA POSIBILIDAD DE POSITIVIZAR LA INEXISTENCIA JURÍDICA

Como acabamos de indicar, se ha señalado a veces, quizá con cierto ánimo despreciativo, que la inexistencia es una categoría extrajurídica o meramente empírica(30). Estos adjetivos quizás pueden ser válidos mientras la inexistencia no aparezca recogida expresamente en los Códigos o normas escritas, como es lo normal. Pero ninguna ley natural e inexorable impide al legislador positivizar la inexistencia(31), dotándola de los rasgos y peculiaridades que –hasta cierto punto- considere oportunos.

En efecto, conviene empezar subrayando que las instituciones jurídicas no tienen un régimen natural, es decir, impuesto por la naturaleza de las cosas, sino que su realidad es esencialmente convencional. Lo que el ordenamiento positivo llama “nulidad de pleno derecho” no tiene un régimen natural, como no lo tiene lo que llama “anulabilidad”. Es cierto que esas dos categorías, y muy especialmente la nulidad, arrastran tras de sí una fuerte carga dogmática y teórica, fruto de una herencia que les confiere un determinado perfil de rasgos y efectos. Y es cierto también que esa valiosa herencia no puede ser completamente aparcada cuando los textos normativos hacen uso de esos términos, so pena de caer en aventuras adánicas perturbadoras. Pero, siendo esto así, es verdad también que el concreto régimen jurídico de la nulidad y la anulabilidad es fruto de la convención, de las decisiones contingentes de los poderes normativos de la comunidad política expresadas en los textos escritos. Ninguna ley natural exige que la acción de nulidad tenga un plazo de prescripción o no lo tenga o que, en caso de tenerlo, haya de ser de tal o cual duración. Ninguna ley natural exige que la anulabilidad pueda ser objeto de confirmación o convalidación, y que estas posibilidades queden siempre vedadas en el caso de la nulidad. Permitirla en un caso y prohibirla en el otro puede ser una decisión plena de sentido y perfectamente razonable, pero no dejará de ser el resultado de una convención.

Queremos decir con ello que, una vez positivizadas, las instituciones jurídicas son lo que el legislador quiere —en buena medida— que sean, sin sujeción a supuestas esencias encerradas en el nomen iuris de las cosas. Es un hecho, en este sentido, que el régimen que, en nuestro país, el legislador ha diseñado para la nulidad del acto administrativo no se corresponde plenamente con la caracterización que de la nulidad efectúa la teoría clásica. Ni la nulidad del acto administrativo comporta su ineficacia ab initio, pues se oponen a ello la presunción de validez y la ejecutividad inmediata del acto, ni supone inevitablemente su ineficacia absoluta (ex artículo 110 LPAC), por citar dos aspectos especialmente significativos en los que el legislador ha hecho uso de su libertad a la hora de establecer el régimen de la institución.

Creemos que algunas de las dificultades que ha encontrado la inexistencia para hacerse un hueco entre las categorías dogmáticas derivan, en parte, de que su caracterización y régimen han tratado de reconstruirse atendiendo a lo que lógica o naturalmente parece que ha de ser la inexistencia, si se toma como referencia lo que según la teoría clásica es la nulidad. No estamos diciendo con esto que tenga sentido reconocer la inexistencia como categoría jurídica positiva, pues sólo lo tendrá si con ella se obtiene algún resultado práctico interesante o valioso(32). Lo que queremos decir es que la inexistencia no tiene por qué implicar la absoluta ausencia de cualquier consecuencia, o constituir aquel tipo de ineficacia que en ningún caso precisa ser declarada por los operadores jurídicos. Lo que queremos decir también —siempre con las cautelas o la moderación que el asunto requiere— es que el hecho de que exista una categoría positiva llamada nulidad de pleno derecho no hace irremediablemente inútil, o ilógica, la categoría de la inexistencia, ni la condena tampoco a designar aquello que jurídicamente es, en todo caso, irrelevante. Si es o no inútil o ilógica dependerá de los rasgos o del régimen que el legislador haya querido asignar a la primera y quiera asignar a la segunda. Pues lo que en todo caso es exigible al legislador es la articulación de un sistema coherente.

Uno de los escasos ensayos de positivizar la inexistencia —si bien en un texto que no goza de vigencia oficial— es el que ofrece el Anteproyecto del Código europeo de Contratos elaborado por la Academia de Iusprivatistas Europeos con sede en Pravia. El Anteproyecto “configura la inexistencia, tanto como una anomalía de los contratos, cuanto como un tipo especial e independiente de ineficacia contractual”, lo que quiere decir que “la inexistencia, lejos de ser una simple categoría dogmática, se eleva al rango de la realidad normativa e institucional, que se inserta como una hipótesis más en el cuadro general de la ineficacia de los contratos”(33).

No es nuestra intención aquí analizar con detalle todas las implicaciones que pueda acarrear la acuñación de la clasificación tripartita de las ineficacias que efectúa el Anteproyecto, y mucho menos entrar a valorar si los acreditados académicos que lo han elaborado han hecho bien o mal reconociendo la inexistencia como categoría autónoma, pues expertos hay más capacitados para ello(34). Fijándonos sólo en los aspectos más sobresalientes de su configuración, cabe hacer las siguientes observaciones:

a) Delimitación del supuesto de hecho (causa de la inexistencia). Para el Anteproyecto, la inexistencia no es la nada fáctica. De su genérica definición normativa (artículo 137.1) se desprende que debe existir un hecho, un acto, una declaración o una situación fáctica, pero que no lleguen a cumplir una determinada aptitud: la de poder ser reconocidos exteriormente como contrato(35), de forma que es la falta de apariencia lo que delimita la noción de inexistencia. Ahora bien, esa imposibilidad de reconocimiento externo queda referida a la noción “social” de contrato. La inexistencia contractual no es la falta de apariencia de contrato tomando como término de contraste el concepto jurídico de contrato, sino el concepto social del mismo. Si bien este aspecto introduce un plus de complejidad a la hora de aplicar la norma —pues obliga al juez a tener en cuenta un concepto sociológico—, tiene la virtud de ser coherente con uno de los rasgos típicamente asociados a la inexistencia, como es la posibilidad de ser apreciada —y por tanto desconocida o ignorada— por cualquiera (no versado en Derecho)(36).

b) Régimen de invalidación. La inexistencia, como la nulidad, se produce por virtud del derecho (ipso iure), pero si bien la primera puede no exigir una acción positiva del interesado para que éste pueda “valerse” de ella, la segunda la exige en todo caso, pues “la parte que pretenda hacerla valer debe ponerla de relieve”. No obstante, la inexistencia puede requerir de una declaración, primero extrajudicial, y, sólo después, si es necesario, judicial, no estando sujeta a plazo de prescripción, a diferencia de la nulidad (10 años).

c) Régimen de eficacia. La inexistencia determina la ausencia de cualquier efecto “en el plano contractual”, si bien se dejan a salvo la obligación de restitución y la posible responsabilidad extracontractual, sin que en todo ello existan diferencias con la nulidad (artículo 141.1). También una y otra pueden requerir de medidas cautelares (artículo 172). Sin embargo, la inexistencia “no es susceptible de sanatoria o correctivo de ningún género”, siendo este un aspecto diferencial clave con respecto a la nulidad, la cual admite —salvo en ciertos casos— la convalidación y la conversión (artículos 143 y 145).

Se aprecia, conforme a lo anterior, que el Anteproyecto primero delimita ciertos supuestos como de inexistencia, para después establecer para ellos un régimen de invalidación e ineficacia que es capaz de separarse razonablemente del que se diseña para la nulidad. Esta última, por su parte, ve revisados algunos de sus tradicionales dogmas, como su carácter unitario (pues no todos los casos de nulidad se sujetan al mismo régimen) y su imprescriptibilidad. Lo que muestra, a nuestro juicio, que no cabe rechazar de plano la posibilidad de distinguir con sentido y utilidad entre ambas categorías.

IV. LA CONTROVERSIA EN TORNO AL PROCEDIMIENTO QUE DEBE SEGUIR LA ADMINISTRACIÓN PARA REGULARIZAR LOS SUPUESTOS DE CONTRATACIÓN VERBAL

1. La revisión de oficio versus el reconocimiento extrajudicial de crédito como principal motivo de debate

Cuál haya de ser el cauce procedimental que deba seguir la Administración para regularizar los supuestos de contratación verbal viene siendo objeto de cierta controversia, en la que han tomado partido, esencialmente, los órganos consultivos y los expertos o especialistas de los campos jurídico y financiero. A lo largo del tiempo, son tres esencialmente los procedimientos que se han barajado y aplicado por las Administraciones para atender en alguna medida el pago de las facturas presentadas al cobro por los contratistas: el procedimiento de responsabilidad patrimonial, la revisión de oficio, y el reconocimiento extrajudicial de créditos.

Algunas resoluciones judiciales —pocas— han incidido sobre el asunto, pero lo normal es que los tribunales no se pronuncien expresamente al respecto. Los órganos judiciales se enfrentan a la contratación verbal, generalmente, cuando el contratista apela a la vía judicial para reclamar el cobro de las facturas que, previamente, la Administración sencillamente ha rechazado, en su cuantía total o parcial. Y, llegado ese momento, el interés de los tribunales se centra exclusivamente en determinar si hay o no razones jurídicas para dar satisfacción a las pretensiones económicas de los contratistas. Queda fuera de la litis el problema del cauce procedimental que hubiera debido seguir la Administración para acordar el pago de las prestaciones.

Si bien son tres, como hemos dicho, los procedimientos en liza, el debate en los últimos años ha tenido como esenciales protagonistas al procedimiento de revisión de oficio y al reconocimiento extrajudicial de créditos. Se ha discutido, en esencia, si es necesario el primero para regularizar la situación creada por la contratación verbal o si, en cambio, se puede acudir directamente al segundo y prescindir de la revisión.

Algunos estudios, como los de BOIX MAÑÓ(37) y UMEREZ ARGAIA(38), han efectuado un repaso de la posición y, en algunos casos, de la evolución de los diversos órganos consultivos en relación con el cauce procedimental que debe seguirse en los casos de contratación verbal o irregular. Es preciso remitirse a ellos, si bien el objeto del presente trabajo exige que también nosotros dediquemos cierta atención a algunos de esos posicionamientos a lo largo del tiempo.

En una etapa que podemos considerar preliminar, fue habitual que, en el ámbito de la Administración General del Estado, los supuestos de contratación verbal tratasen de canalizarse mediante expedientes de responsabilidad extracontractual. El Consejo de Estado no tuvo inconveniente en dictaminar favorablemente esos expedientes (ejemplos en los dictámenes 1842/2007 y 976/2008), si bien en ocasiones optó por dar fundamento a la obligación de pago al contratista en el principio que prohíbe el enriquecimiento injusto, tras rechazar expresamente que los hechos fuesen determinantes de responsabilidad contractual o extracontractual (ejemplos en los Dictámenes 88/2004 y 1204/2006). Con estos precedentes, el Dictamen 1724/2011, de 21 de diciembre, vino a suponer un verdadero punto de inflexión en la doctrina del alto órgano consultivo. Dicho Dictamen, cuyo influjo sobre el resto de órganos consultivos pronto se haría evidente, se separa de “la práctica y doctrina anterior” consistente en utilizar la vía de la responsabilidad extracontractual de la Administración y afirma que a partir de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, “se ha instituido una vía precisa y adecuada para alcanzar prácticamente los mismos efectos”, la del artículo 35.1, de forma que ahora “hay que decidir previamente si la adjudicación es o no nula de pleno derecho”, para lo cual “es necesario seguir el procedimiento específicamente previsto para ello en el ordenamiento”, esto es, el procedimiento de revisión de oficio. De acuerdo con esto, ya no será necesario “invocar en abstracto el enriquecimiento injusto como principio general del derecho subsumible en un procedimiento de responsabilidad extracontractual”.

Pese a las palabras del Consejo de Estado, la verdad es que la Ley 30/2007, de 30 de octubre, no había introducido ninguna solución novedosa, pues su artículo 35 no era sino una exacta reproducción de lo que ya establecía el artículo 66 de la Ley 13/1995, de 18 de mayo, de Contratos de las Administraciones Públicas y, mucho antes, en términos casi idénticos, también el artículo 47 del Reglamento General de Contratación del Estado aprobado por el Decreto 3410/1975, de 25 de noviembre. La restitución in natura o, en su defecto, la devolución del valor, amén de una posible indemnización por daños y perjuicios, llevaba más de 30 años consagrada en la legislación de contratos como efecto anudado a la anulación de los actos de preparación o adjudicación del contrato.

Se puede decir que el Consejo de Estado llegaba en 2011 a la solución que el Consejo Consultivo de Andalucía llevaba aplicando al menos desde 1994 (Dictamen 3/1994, de 5 de julio). Ya en su Dictamen 2/1995, de 12 de enero, emitido en el seno de un procedimiento de responsabilidad extracontractual, el Consejo Consultivo andaluz señalaba que no es posible “eludir las soluciones concretas que en cada sector del ordenamiento se encuentran contempladas en razón a la propia especialidad de las instituciones y su propia articulación técnica”, por cuanto que “la Administración no está dotada de un omnímodo poder que le permita decidir discrecionalmente a qué procedimiento someter una determinada cuestión, sustrayéndola a su regulación específica”. Lo decisivo era que “la actuación administrativa se encuentra sometida, ante todo, al imperio de la Ley (artículo 103.1 de la Constitución) y es ésta, y no cualquier otra consideración, la que determina el cauce concreto a seguir en la adopción de decisiones en cada una de las parcelas de su actividad”. La conclusión final de todo ello era que, a juicio del órgano consultivo, la Administración no había seguido el cauce adecuado para dar solución al asunto, debiendo proceder a la declaración de nulidad de los actos preparatorios y de adjudicación del contrato, “con la consiguiente entrada de los mismos en fase de liquidación, en la que se concretarán las restituciones procedentes conforme a los criterios expuestos, por todo lo cual se dictamina desfavorablemente el expediente”.

Es destacable que el Consejo Consultivo de Andalucía se ha mantenido siempre fiel a las ideas que ya fijó en estos primeros dictámenes. En su Dictamen 178/2019, de 27 de febrero, haciéndose eco expresamente de la viva controversia relativa a la vía procedimental adecuada, declara improcedente la práctica consistente en utilizar el reconocimiento extrajudicial de créditos “para abonar obras, bienes y servicios adquiridos por la Administración prescindiendo del procedimiento previsto por el legislador para preservar los principios que informan la contratación del sector público”. No es posible afrontar estos supuestos utilizando directa y exclusivamente la vía del reconocimiento extrajudicial y apelando a la prohibición de enriquecimiento injusto, “ya que resulta exigible la previa declaración de nulidad de la contratación del servicio efectuada prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido” (Dictamen 403/2021, de 1 de junio).

Otros órganos consultivos también han entrado de lleno en la polémica en los últimos años, decantándose en favor de la necesaria revisión de oficio. Es el caso de la Comisión Jurídica Asesora de Cataluña en su Dictamen 131/2020, de 5 de mayo; así como del Consejo Jurídico Consultivo de la Comunidad Valenciana, en su Dictámenes 558/2020 y 559/2020, ambos de 18 de noviembre.

No obstante, la tesis que propugna que la revisión de oficio es el cauce procedente en los casos que nos ocupan ha sido puesta en entredicho en diferentes ocasiones. A tales efectos, uno de los argumentos que ha sido eventualmente esgrimido ha consistido en sugerir, a veces con cierta timidez, que el reconocimiento extrajudicial de créditos surte un cierto efecto de convalidación o sanación (o “consolidación”) de los actos administrativos o sustantivos viciados de nulidad, lo que haría innecesario acudir a la potestad revisora de la Administración. Ese efecto sanador se produciría particularmente cuando la causa de nulidad concurrente es la ausencia de crédito para contratar.

Dejando ahora a un lado el anterior argumento, posiblemente sea el Consejo Consultivo de las Illes Balears quien más se ha significado a la hora de postular que existen soluciones más idóneas que la revisión de oficio para resolver las problemáticas que suscita la contratación verbal. Aquí resumiremos sus principales argumentos.

Como punto de partida cabe situar el Dictamen 93/2012, de 3 de octubre(39), al que el órgano consultivo balear se remitirá constantemente en el futuro. En dicho dictamen, que aborda un supuesto de prórroga tácita o verbal de un contrato vencido, se señala que la Administración autonómica ha considerado la revisión de oficio “como el procedimiento más adecuado para abonar los gastos derivados de una contratación irregular”, pero ello “en detrimento de otras alternativas legales que en su caso podrían haberse estudiado con más detenimiento tales como la vía de la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública () o la vía del procedimiento de reconocimiento extrajudicial de deuda en aplicación de la doctrina jurisprudencial sobre el <<enriquecimiento injusto>> que obliga a la Administración a abonar los servicios prestados por el contratista fuera del contrato cuando la actuación irregular, expresa o tácita, es imputable a aquélla”.

Al adoptar esta posición flexible en cuanto al modo de afrontar jurídicamente estas situaciones, posiblemente el órgano consultivo ya aventuraba lo que con el tiempo efectivamente acabó produciéndose: el uso recurrente de la revisión de oficio por el Servicio de Salud de las Illes Balears para depurar los supuestos de contratación verbal. Quizá por ello, muy pronto el órgano consultivo endureció su posición, mostrándose ya claramente contrario al procedimiento de revisión de oficio en estos casos. Así, en el Dictamen 109/2012, de 7 de noviembre, ya dirá lo siguiente:

“() el Consejo Consultivo considera que la Administración no puede continuar con el uso generalizado del procedimiento de revisión de oficio () para evitar el enriquecimiento injusto de la Administración. Es decir, el órgano consultante ha convertido en ordinario y ha normalizado un supuesto que debería ser excepcional, por lo que el Consejo Consultivo no puede admitir que se revisen actos nulos de pleno derecho con carácter general. La utilización de la revisión de oficio para dar cobertura formal a la contratación nula constituye una vía claramente inidónea, dado que se utiliza un procedimiento extraordinario y restrictivo para una cuestión de legalidad ordinaria que puede encontrar solución con el mero reconocimiento de deuda, a través del procedimiento del enriquecimiento injusto”.

Esta doctrina será habitualmente recordada por el órgano consultivo en sus sucesivos dictámenes posteriores, en los que se llamará constantemente la atención sobre “el carácter absolutamente excepcional de la nulidad de pleno derecho y su interpretación restrictiva” (Dictamen 95/2013). Sin que ello, sin embargo, fuera obstáculo para que dictaminase favorablemente las solicitudes de revisión de oficio que le eran elevadas por la Administración autonómica, lo que por fuerza suponía admitir que los actos sometidos a revisión incurrían en causa de nulidad de pleno derecho.

Esta idea de que, frente a auténticos supuestos de nulidad, la revisión de oficio no es un imperativo ineludible, no ha sido únicamente planteada por el Consejo Consultivo de las Illes Balears. También la Comisión Jurídica Asesora de Cataluña suele incorporar a sus dictámenes una consideración de similar tenor, en la que sostiene, de forma algo más matizada, que:

“() el carácter excepcional de la revisión de oficio también implica necesariamente utilizar con carácter prioritario las otras vías normativas que permitan revertir las irregularidades detectadas. Es decir, si se detecta que el legislador ha ofrecido una alternativa para restablecer la legalidad presuntamente infringida, esta se ha de adoptar con carácter prioritario a la vía de la revisión de oficio”(40).

Volviendo al caso balear, la insistente y repetida utilización de la revisión de oficio por parte del Servicio de Salud en casos de contratación verbal acabó provocando una reacción más enérgica por parte del órgano consultivo autonómico. Así, en su Dictamen 77/2016, de 9 de junio, llega a formular una “sospecha fundada” de que el citado ente institucional está incurriendo en desviación de poder al ejercitar la potestad de revisión de oficio, toda vez que no parece ser el estricto respeto a la ley el motivo perseguido con aquélla(41). Y si bien el órgano consultivo descarta finalmente que existan indicios suficientes para afirmar la existencia de dicha desviación, sí deja expresada la advertencia de que, si el ente público persiste en el uso de esta vía, “se acabará alcanzando la convicción de que las motivaciones del procedimiento son ajenas al interés público concreto al que la potestad conferida por el ordenamiento debe servir”. Conviene añadir que no nos consta que el órgano consultivo llegase a apreciar nunca desviación de poder en alguno de sus dictámenes posteriores, si bien en varios de ellos figuran votos particulares(42) en los que sí se afirma la existencia de esa desviación y se disiente con respecto al pronunciamiento favorable a la revisión expresado por la mayoría.

Por sus concomitancias con estos últimos planteamientos del órgano consultivo balear, finalizamos esta breve panorámica haciendo alusión a la línea adoptada en los últimos años por el Consejo Consultivo de Canarias frente a las solicitudes de revisión formuladas por el Servicio Canario de Salud. No desviación de poder, pero sí fraude de ley es lo que, a partir de su Dictamen 80/2020, aprecia el órgano de control canario ante el uso habitual que dicho organismo efectúa de la revisión de oficio como forma de “convalidar” contrataciones realizadas con inobservancia de la normativa de aplicación. Se argumenta que la potestad revisora no se emplea para lo que sería su finalidad propia, sino “como trámite intermedio en un procedimiento irregular de contratación”, pues se contrata irregularmente contando ya con la expectativa de luego revisar de oficio a fin de articular el pago. Esta doctrina acaba llevando al órgano consultivo a dictaminar desfavorablemente las peticiones de revisión formuladas por el citado ente instrumental, y ello en aplicación de los límites a la revisión de oficio (artículo 110 LPAC).

2. La opinión que se defiende: el carácter preceptivo de la revisión de oficio en los supuestos de nulidad de pleno derecho

Es preciso reconocer en todos los posicionamientos que se han comentado en el apartado anterior algún grado de razonabilidad. Enfrentar el problema de la contratación verbal desde el punto de vista procedimental no es tarea fácil, y ello por las razones de orden práctico que más adelante se verán. Esto dicho, nosotros expondremos aquí nuestra modesta opinión discrepante respecto de algunos de los argumentos que arriba hemos sintetizado.

Existe una línea de argumentación que, en orden a entender prescindible o innecesaria la revisión de oficio, quiere hallar en el reconocimiento extrajudicial de créditos la virtud de convalidar o “sanar” los vicios de nulidad de pleno derecho. Es cierto que quienes defienden esa tesis suelen ceñir ese efecto de subsanación al vicio consistente en la ausencia de crédito presupuestario; pero también lo es que se ha pretendido en algún caso que esa solución era aplicable en los supuestos de contratación verbal o irregular(43).

En primer término, interesa afirmar, siquiera sea tangencialmente, que, para nosotros, el reconocimiento extrajudicial de créditos no puede servir para convalidar ningún supuesto de nulidad de pleno derecho, lo que incluye la causa de nulidad consistente en la ausencia de crédito. La nulidad de pleno derecho no es susceptible de convalidación, se considere ello más o menos razonable u oportuno. Y no lo es porque el legislador así lo ha querido, al referir la convalidación únicamente a los vicios de mera anulabilidad. Si ha sido voluntad del legislador —y con evidencia lo ha sido— que los actos por los que se adquieren compromisos de gasto en ausencia de crédito adecuado y suficiente incurran en causa de nulidad de pleno derecho, entonces no cabe enmendarle la plana pretendiendo convalidar lo que aquél no ha querido que se convalide. No vamos a entrar en la cuestión de si es acertado o no que la ausencia de crédito presupuestario constituya un vicio de nulidad, ni tampoco en la de si es razonable y oportuno que un procedimiento diseñado —a tenor de su exigua regulación legal— para surtir efectos en el plano de la legalidad estrictamente presupuestaria puede o debe trasladar su eficacia también al plano de la legalidad sustantiva(44). Simplemente afirmamos que un elemental respeto al principio de legalidad excluye entender, en el actual estado del ordenamiento jurídico, que es posible convalidar o “sanar” un supuesto que el legislador ha configurado como de nulidad.

Pero esto dicho, es preciso advertir que, aun en el supuesto de que se admitiese que el reconocimiento extrajudicial de créditos está en condiciones de “sanar” el vicio relativo a la ausencia de crédito presupuestario, ello no podría servir de argumento para defender que puede prescindirse de la revisión de oficio en los casos de contratación verbal. En dichos casos, resulta imposible establecer un paralelismo o analogía entre el efecto que produce la convalidación sobre los actos anulables y el efecto que produce el reconocimiento extrajudicial de créditos respecto de los vicios jurídicos de que adolecen los contratos verbales. La convalidación sólo es posible “subsanando los vicios de que adolezcan” los actos, como dice la Ley. La cuestión es que, por definición, en los supuestos de contratación verbal la irregularidad que, en todo caso, se produce es la omisión absoluta de la tramitación formal que es preciso desarrollar para contratar válidamente. Una tramitación formal destinada a garantizar, entre otras cosas, que la adjudicación del contrato recae sobre la oferta que presenta la mejor “relación calidad-precio”, la oferta en definitiva más ventajosa. En el bien entendido de que sólo en un marco de concurrencia puede garantizarse que la Administración reciba la mejor prestación al mejor precio, y que para que esa concurrencia sea real y efectiva hacen falta la publicidad y la no discriminación. El expediente y el procedimiento de contratación se articulan del modo en que lo hacen a fin precisamente de realizar todos esos principios y de conseguir el citado resultado. Principios y resultado que se volatilizan cuando la Administración adjudica verbalmente un contrato.

Dicho en términos de estricta teoría jurídica, lo que acontece en estos casos es que la infracción formal determina irremisiblemente la ilegalidad de la decisión de fondo, que es precisamente la circunstancia que atribuye virtualidad invalidante a los vicios de forma. Y una vez se ha ejecutado la prestación, ya no hay forma de subsanar las irregularidades cometidas: ninguna actuación administrativa o presupuestaria efectuada a posteriori puede dar como resultado que se adjudique el contrato a la mejor oferta posible previa competición pública y no discriminatoria entre los licitadores interesados que reúnan los requisitos legales.

Pasamos ahora a la segunda gran objeción que ha sido planteada contra la revisión de oficio como modo de regularizar la contratación verbal. Esta tesis defiende, en esencia, que el carácter excepcional y subsidiario de la revisión de oficio la hace poco idónea en estos casos, razón por la que debería ceder su lugar cuando existan otros mecanismos en la legislación que permitan solventar las irregularidades cometidas. Dada su estricta excepcionalidad, deberían agotarse cualesquiera otras posibilidades antes de recurrir al expediente de la revisión.

Por nuestra parte debemos discrepar del citado argumento, cuando menos en el modo en que aparece articulado, y a continuación daremos las razones que justifican nuestra postura.

Conviene empezar señalando que el carácter excepcional de la revisión de oficio no es sino el corolario lógico de la propia excepcionalidad de la nulidad de pleno derecho en el Derecho Administrativo. Esa excepcionalidad es conceptual y legal, “no estadística”(45). Legal, porque la norma configura la anulabilidad como la regla general en materia de invalidez de los actos administrativos, reservando la nulidad para supuestos tasados, los que —a juicio del legislador— suponen una más grave infracción del ordenamiento jurídico. Y conceptual, porque “la ineficacia absoluta y ab initio del acto administrativo o su impugnación sin límite temporal, que son las características esenciales de la propia nulidad, son abiertamente contrarias a la esencia misma de la institución del acto que es la de producir estabilidad y claridad en la aplicación del derecho al caso concreto”(46).

Entendida en estos términos la excepcionalidad de la nulidad de pleno derecho, resulta a nuestro juicio claro que, si un determinado supuesto de hecho constituye un caso de nulidad absoluta, no perderá ese carácter por la circunstancia puramente fáctica de que ese supuesto de hecho se produzca muchas y repetidas veces (ordinariamente, si se quiere) en la práctica administrativa. Es aberrante que una Administración dicte más actos nulos que válidos, pero no lo es que se inicie el procedimiento de revisión de oficio cada vez que se dicta un acto nulo, sea cual sea el número de éstos o el porcentaje estadístico que tales actos nulos representen sobre el total de los dictados por la Administración o ente. Lo inadmisible (moral y jurídicamente) no puede ser, pues, que “se revisen actos nulos de pleno derecho con carácter general”, sino que se dicten actos nulos con carácter general (y menos aún con plena conciencia de ello).

Interesa también acercarse a la jurisprudencia, pues en ocasiones se ha buscado apoyo en algunas sentencias del Tribunal Supremo para sostener ese carácter excepcional y restrictivo de la revisión de oficio para, sobre esa base, defender la mayor idoneidad del reconocimiento extrajudicial de deuda como vía para encauzar las contrataciones verbales. A este respecto, entendemos que dicha jurisprudencia no avala la tesis de que, frente a un acto nulo de pleno derecho, la Administración pueda optar por regularizar la situación apelando a mecanismos que dejan del todo indemne la invalidez radical del acto. Lo que se dice en tales sentencias es que la revisión de oficio es un medio extraordinario de revisión frente a otros medios de revisión o supervisión de actos administrativos, no frente a otro tipo de procedimientos no destinados a depurar la realidad de actos inválidos ni, por tanto, a privar a éstos de eficacia. En ese sentido, tiene ciertamente un carácter extraordinario y subsidiario, pero en relación con aquellos otros medios ordinarios (básicamente los recursos administrativos) que con carácter principal o prevalente deben utilizarse para declarar la invalidez de los actos.

No es por casualidad que los pronunciamientos judiciales que subrayan el carácter subsidiario o de última ratio que tiene la revisión de oficio hayan recaído en conflictos que tienen su raíz en el ejercicio de la acción de nulidad por parte del interesado, es decir, casos en que la iniciativa para el ejercicio de la potestad revisora proviene, no de la Administración, sino del afectado por el destinatario del acto nulo. El carácter extraordinario y subsidiario de la revisión de oficio es invocado entonces como valladar frente a la pretensión del interesado de hacer de dicho mecanismo un instrumento normal de invalidación de actuaciones administrativas. Se afirmará que los interesados no pueden utilizar la revisión para reabrir indefinidamente la misma cuestión cuando los medios ordinarios de impugnación no han sido utilizados temporáneamente o han sido ya rechazados, por cuestiones de fondo o forma(47). Estas consideraciones, que sitúan en sus justos términos la excepcionalidad de la revisión de oficio, engarzan con los pronunciamientos judiciales tendentes a interpretar restrictivamente la acción de nulidad que el ordenamiento pone a disposición de los interesados, teniendo en cuenta sobre todo que la supuesta ausencia de plazo para su ejercicio —a diferencia del sistema general de revisión— “entraña un riesgo evidente para la estabilidad o seguridad jurídica” (entre otras, STS 11857/1990, de 22 de octubre)(48).

Así pues, el carácter extraordinario y subsidiario de la revisión de oficio no es sino el reverso del carácter ordinario y principal del resto de medios de impugnación y revisión de actos inválidos, no el de otro tipo de procedimientos. Con esa cualidad de “extraordinario” que se asigna a la revisión se trata de evitar que se expandan “los contornos de la revisión de oficio hasta confundirlos con la impugnación ordinaria de los actos administrativos, lo que repugna a las más elementales exigencias derivadas de la seguridad jurídica” (STS de 3 de diciembre de 2008, rec. 219/2004).

Las ideas expuestas hasta aquí han encontrado nuevo refrendo en una reciente Sentencia del Tribunal Supremo. Nos referimos a la STS de 24 de febrero de 2021 (rec. 8075/2019), en la que se afirma (FJ 2º) que la revisión de oficio constituye un remedio, pero no para conseguir cualquier resultado institucional, sino para dejar sin efectos y hacer desaparecer del mundo jurídico los actos nulos de pleno derecho, que es lo que debe suceder con ellos. Es un remedio entre otros (“un mecanismo más”), pero es el último en relación con aquellos otros remedios (los recursos administrativos, a los que expresamente se cita) que persiguen ese mismo resultado —la declaración de nulidad del acto— y no otro.

Más consistentes resultan, en cambio, los argumentos que apuntan en la dirección de la comisión de fraude de ley o de desviación de poder en el uso que se hace de la revisión de oficio por parte de ciertos entes públicos. En relación con estos planteamientos, aquí sólo tenemos espacio para efectuar dos breves observaciones. La primera, que se trata de un argumento cualitativamente distinto, pues con él no se afirma ya que la revisión de oficio constituya un instrumento “inidóneo” o meramente alternativo para depurar genuinos supuestos de nulidad de pleno derecho, sino que dicha depuración no es la finalidad verdaderamente buscada por el ente que recurre sistemáticamente a la potestad revisora, lo que implica su ejercicio para un fin desviado o torcido, cual es la pura y simple canalización del pago de las prestaciones ejecutadas por el proveedor. Y la segunda, que la solución a ese abuso de la revisión de oficio (ahora sí auténtico abuso) no puede venir dada por la tosca sustitución de un procedimiento por otro, pues tampoco el reconocimiento extrajudicial de créditos fue concebido para “blanquear” el pago cuando falta cobertura contractual válida por razón de haberse omitido burdamente las formalidades exigidas por la legislación de contratos públicos. Pues cualquiera que sea el procedimiento utilizado “para pagar” a los contratistas, seguirá en pie el verdadero problema, que no es otro que el recurso a la contratación verbal como si fuera un instrumento de contratación del que se puede disponer con cierta normalidad, primero porque no acarrea responsabilidades para nadie, y segundo porque prácticamente es asimilable —en cierto sentido— a los instrumentos que resultan legítimos, en cuanto que, con independencia del cauce procedimental que se emplee después para dar salida a la situación, siempre se acaban encontrando argumentos para pagar a los proveedores en la misma medida que si hubieran sido contratados válidamente.

V. EL MECANISMO ARBITRADO POR EL LEGISLADOR BALEAR: INEXISTENCIA JURÍDICA DE CONTRATO POR AUSENCIA DE FORMALIZACIÓN

Si bien en el apartado anterior hemos discrepado de algunas de las argumentaciones que se han utilizado para sostener que los supuestos de contratación verbal admiten ser regularizados sin necesidad de tramitar un procedimiento de revisión de oficio, no podemos negar que la contratación verbal, dada su lamentable frecuencia, representa un desafío jurídico real para muchas Administraciones Públicas y para sus órganos consultivos. Desafío que se acentúa especialmente cuando se trata de determinados entes institucionales —en particular los creados para gestionar prestaciones sanitarias— y de pequeños y medianos municipios.

Algunos datos pueden servir para poner en contexto el volumen que alcanza esa problemática. El Informe Nº 1.415 del Tribunal de Cuentas ofrece los resultados de un análisis de los reconocimientos extrajudiciales de créditos tramitados en 2018 por una muestra que comprende el 54% de los Ayuntamientos de España de más de 5.000 habitantes, así como el conjunto de diputaciones provinciales, cabildos y consejos insulares. El número de expedientes tramitados por tales entidades en el citado ejercicio alcanzó la cifra de 12.350 para un importe acumulado de 530.027.220 euros. Sobre una segunda muestra de 798 de esos expedientes, resultó que el importe imputado a presupuesto mediante reconocimientos extrajudiciales de créditos llegó a un importe de 265.198.562,29 euros, de los cuales el 80% correspondieron a expedientes en los que la irregularidad cometida fue la ausencia de contrato o de crédito para comprometer la obligación; es decir, casos en los que concurría una causa de nulidad de pleno derecho.

Sirvan estos datos para hacerse una idea de las dimensiones numéricas del problema. Mientras llegan las que pueden ser las verdaderas soluciones al mismo, subsiste la dificultad real de compatibilizar un procedimiento que no fue concebido para ser aplicado de forma masiva —la revisión de oficio— con una práctica ilegal —la contratación verbal— que se da de forma común y corriente. Si todos los casos de contratación verbal que, en nuestro país, son directamente canalizados mediante un reconocimiento extrajudicial de deuda hubieran de pasar previamente por las manos de los órganos consultivos en procedimientos de revisión de oficio, se produciría con toda seguridad un verdadero colapso en muchos de ellos(49). Colapso que necesariamente repercutiría sobre los proveedores, quienes verían largamente demoradas sus demandas de compensación económica por sus servicios.

Pese a que rara vez los supuestos de contratación irregular que se canalizan mediante un reconocimiento extrajudicial de créditos son sometidos previamente a un procedimiento de revisión de oficio(50), es hoy generalizada la preocupación por el “abuso” que se hace de la potestad revisora para regularizar dichos supuestos, lo que está llevando a agudizar la búsqueda de vías alternativas para su encauzamiento procedimental. Así, Cantabria ha consagrado en su Derecho positivo el enriquecimiento injusto como fuente directa de obligaciones, regulando un procedimiento específico para reconocer el derecho a indemnización(51). Por su parte, el artículo 28.2 del Real Decreto 424/2017, de 28 de abril, por el que se regula el régimen jurídico del control interno en las entidades del Sector Público Local, ordena en su letra e) que el órgano interventor, en caso de advertir que en un expediente se ha omitido la función interventora, se pronuncie sobre la “posibilidad y conveniencia de revisión de los actos dictados con infracción del ordenamiento”; revisión que, “por razones de economía procesal”, sólo sería pertinente cuando sea presumible que el importe de las indemnizaciones por daños y perjuicios que proceda reconocer “fuera inferior al que se propone”, lo que supone privar a la revisión de oficio del carácter obligado que le atribuyen la LCSP y la LPAC(52). Y el propio Consejo de Estado parece haber acusado el impacto del mencionado “abuso” de la revisión de oficio, a la vista la postura que adopta en sus Dictámenes 606/2020 y 706/2021, en los que “no puede dejar de manifestar su preocupación por la profusión” de casos de contratación irregular, ante lo cual entiende que “procede hacer algunas reflexiones de carácter general respecto de las vías procedimentales más adecuadas para resarcir o compensar” a los contratistas. En tales dictámenes, el órgano consultivo limita la posibilidad de acudir a la revisión de oficio sólo a aquellos casos “en que exista algún tipo de acto expreso y mínimamente formalizado que haya servido de fundamento a la empresa para llevar a cabo el servicio fuera de contrato”, pues sólo entonces podría “identificarse fácilmente un acto administrativo irregular para que su nulidad sirva de base al pago”. Lo cierto es que, de observarse estas exigencias de acto expreso y “mínimamente formalizado”, un gran número de los supuestos de contratación verbal que hoy son objeto de revisión de oficio pasarían a quedar fuera de esta vía de regularización, pues lo más habitual es que los encargos y órdenes verbales no presenten esa “mínima formalización” que quiere el Consejo de Estado, especialmente cuando se trata de lo que hemos llamado prórrogas o modificados verbales o de facto, donde no es raro que lo que se produzca sea una mera encomienda oral (o incluso una aquiescencia tácita) por parte de la Administración. En efecto, un seguimiento riguroso de esta doctrina(53) convertiría la revisión de oficio en un expediente de escasa y residual aplicación en los casos de contratación verbal.

El Legislador de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears también ha sido sensible a la necesidad o conveniencia de encontrar un remedio que haga más asumible o ágil la “gestión” de los numerosos casos de contratación verbal, lo que le ha llevado a diseñar una solución procedimental para el ámbito de la Administración autonómica(54) que, permitiendo encauzar las solicitudes de pago presentadas al cobro por los proveedores, sea respetuosa con la disciplina impuesta por el legislador estatal para los supuestos de nulidad de pleno derecho; disciplina que, como ha quedado dicho, exige imperativamente la revisión de oficio de los actos que deban calificarse de nulos.

No es objeto de este trabajo un examen omnicomprensivo de toda la regulación contenida en el artículo 39 de la Ley 2/2020. Nuestra atención se va a centrar en uno de sus aspectos nucleares: la configuración expresa que se hace en dicho artículo de un supuesto de inexistencia jurídica de contrato y el régimen singular que se ha previsto para él.

El artículo 39 empieza definiendo el reconocimiento extrajudicial de créditos como “un procedimiento específico que, en ejecución de una resolución administrativa previa o simultánea por la que se declara la inexistencia jurídica o la nulidad, según los casos, de los actos, contratos u otros negocios jurídicos de los que lleva causa el crédito a favor de la persona o la entidad interesada, determina y concreta la regularización o liquidación que corresponda y la imputación al presupuesto y a la contabilidad de la entidad de que se trate en cada caso de la obligación de pago correspondiente” (apartado 1).

Así pues, la tramitación de un reconocimiento extrajudicial debe ir precedida de —o ser simultánea a— una resolución adoptada en el plano de la legalidad administrativa por la que, o bien se declare la nulidad del contrato, o bien se declare su inexistencia jurídica.

El mismo apartado 1 ordena que, en caso de concurrir una causa de nulidad de pleno derecho en el contrato, resulta preceptivo tramitar el procedimiento de revisión de oficio previa o simultáneamente a la tramitación del reconocimiento extrajudicial.

Por su parte, en el mismo apartado se prevé que “en el caso de contratos que no se hayan formalizado, y, por lo tanto, no se puedan entender perfeccionados en los términos que exigen los artículos 36.1 y 153.1 y el resto de disposiciones concordantes de la citada Ley 9/2017, se podrá acordar el reconocimiento extrajudicial de los créditos, con la tramitación previa o simultánea del procedimiento administrativo al que se refiere el apartado 2 siguiente, por el que se declare la inexistencia jurídica del contrato ()”.

El apartado 2 del artículo 39 regula los diferentes trámites que integran el procedimiento para declarar esa inexistencia jurídica. Además de la audiencia al proveedor, es necesario el informe de los servicios jurídicos competentes, que debe pronunciarse en todo caso sobre la inexistencia jurídica del contrato. El procedimiento concluye con el acuerdo del Consejo de Gobierno o del máximo órgano colegiado del ente por el que se declare dicha inexistencia jurídica.

Lo primero que debe destacarse de esta regulación es que supone conferir autonomía a la categoría de la inexistencia jurídica frente a la nulidad de pleno derecho. Nulidad del contrato e inexistencia del mismo aparecen como calificaciones jurídicas distintas, que traen causa de supuestos diferentes y dan lugar a procedimientos distintos en orden a su declaración administrativa.

En concreto, la inexistencia jurídica del contrato tiene lugar ante una muy concreta circunstancia: la omisión de su formalización. El legislador balear asume el carácter ad solemnitatem que la forma presenta en la contratación administrativa, aspecto del que es difícil dudar a tenor de lo dispuesto en el artículo 36.1 de la LCSP(55). Es el dato de que sin formalización no hay perfección (salvo excepciones(56)), el que el legislador balear toma en consideración a efectos de configurar el supuesto de hecho que da lugar a la inexistencia.

De este modo, el artículo 39 de la Ley 2/2020 recupera para el Derecho de la contratación pública la vieja idea según la cual la ausencia de un elemento esencial del contrato, al impedir su perfección, constituye un caso de inexistencia jurídica, como cosa distinta de la nulidad. Dado que el contrato no llega a nacer a la vida jurídica, la norma autonómica considera que es inexistente, inexistencia que expresamente positiviza.

La distinción entre nulidad e inexistencia como figuras autónomas no da lugar, sin embargo, a consecuencias necesariamente diferentes. En este sentido, el apartado 3 del artículo 39(57) prevé que la declaración de inexistencia jurídica de contrato comporta que éste “entre en liquidación, teniéndose que restituir las partes las cosas que hayan recibido y, si no es posible, el precio de mercado de las prestaciones respectivas al tiempo de su realización”. Se trata en esencia de la misma disciplina que recoge el artículo 42.1 de la LCSP para los contratos que resulten nulos por haberse declarado la nulidad de sus actos de preparación o adjudicación. Asimismo, según la norma balear, una vez declarada la nulidad o la inexistencia jurídica procederá la apertura de idéntico procedimiento para la liquidación del contrato, esto es, el de reconocimiento extrajudicial de créditos, entre cuyas prescripciones figura la de abonar el beneficio industrial “inherente al precio de mercado” salvo en los casos de mala fe del contratista, por lo que tampoco en cuanto a los conceptos económicos que debe comprender la compensación a éste se prevén necesarias diferencias entre nulidad e inexistencia.

La única diferencia apreciable queda residenciada en el procedimiento que debe seguirse para declarar la nulidad y para declarar la inexistencia. Si en el primer caso es preceptiva la revisión de oficio, para los casos de inexistencia jurídica el legislador autonómico articula un procedimiento ad hoc, que culmina con un acto administrativo por el que se declara la inexistencia. Es en el régimen de declaración administrativa (o de invalidación del contrato, si se quiere) donde queda cifrada la diferencia entre ambas categorías.

Como era previsible, el procedimiento para declarar la inexistencia es significativamente más sencillo que el procedimiento de revisión de oficio, fundamentalmente porque aquél no requiere del preceptivo dictamen del órgano consultivo autonómico que sí requiere el segundo. Esta es, sin lugar a dudas, la gran diferencia entre uno y otro procedimiento y, a la postre, entre el régimen aplicable a una y otra categoría. Para declarar la inexistencia, se sacrifica el mayor garantismo que trae consigo la revisión de oficio en aras de una mayor agilidad procedimental.

En cuanto a la finalidad de esta regulación, el propio legislador balear da la respuesta en la Exposición de Motivos, donde se indica que el artículo 39 está destinado “a depurar la apariencia jurídica que resulta de la denominada contratación irregular, especialmente de los contratos verbales ()”. Es importante no perder de vista esta declaración del propio legislador, y ello a fin de entender e interpretar en sus justos términos la construcción que lleva a cabo.

En efecto, se advierte sin dificultad que el legislador balear quiere que los supuestos de contratación verbal caigan ahora en la categoría de la inexistencia, y no de la nulidad de pleno derecho. Pues, desde el momento en que el elemento fáctico determinante de la inexistencia es la ausencia de formalización del contrato, todos los supuestos de contratación verbal pasan a ser, por definición, susceptibles de incardinación en la categoría positivizada por la legislación autonómica, toda vez que en tales supuestos falta siempre la formalización, amén de que comúnmente falte todo lo demás.

La pregunta que surge inmediatamente es la de si la legislación básica estatal en materia de contratación admite esta operación, es decir, si la regulación autonómica es compatible con la legislación del Estado o si, por el contrario, entra en contradicción con ella, lo que eventualmente podría acarrear su inconstitucionalidad por invasión del ámbito competencial reservado a aquél por el artículo 149.1.18 CE.

Cabe admitir, en una primera aproximación, que parece que el legislador balear sustrae del ámbito propio de la nulidad de pleno derecho un supuesto de hecho (o un conjunto de ellos) que naturalmente debe ser subsumido —y así ha venido siendo— en una de las causas de dicha nulidad, como es la prevista en el artículo 47.1.e) de la LPAC, y ello para pasar a situarlo bajo el manto de una categoría que no tiene reflejo expreso en la legislación plena o básica de aplicación en todo el territorio nacional.

Por ello, conviene en primer término analizar cómo se articulan —y en qué se diferencian— los dos enfoques: el de la nulidad, por un lado; y el de la inexistencia que adopta la regulación balear, por otro.

En cuanto al primer enfoque, parte de considerar que el encargo (u orden) verbal o informal de las prestaciones al proveedor es un acto nulo de pleno derecho. En esta visión de las cosas, el encargo verbal viene a ser equiparado o asimilado al acto de adjudicación de un contrato(58), que evidentemente ha sido “dictado” con omisión absoluta del procedimiento. Ese acto verbal de adjudicación es el que se somete al procedimiento de revisión de oficio —aunque con alguna frecuencia ello se dé por supuesto en los dictámenes de los órganos consultivos—, de forma que, una vez declarada su nulidad, ha de resultar nulo el contrato mismo, por imponerlo así el artículo 42.1 de la LCSP.

El planteamiento del legislador balear supone un claro cambio de enfoque. La regulación balear se desentiende del acto unilateral de adjudicación y se focaliza en el acto bilateral de la formalización. Lo que se predica inexistente por el legislador balear no es el acto unilateral de adjudicación(59), sino directamente el contrato mismo, por no haberse llevado a cabo el acto bilateral de la formalización. Así pues, el legislador balear da prioridad o prevalencia a la ausencia del acto bilateral de la formalización sobre la irregularidad presente en el acto de adjudicación, cuya nulidad pasa a un segundo plano. Así lo expresa el propio legislador autonómico en su Exposición de Motivos, donde indica que “se tiene que entender que la inexistencia jurídica del contrato () prevalece respecto de los eventuales vicios de nulidad de los actos administrativos previos y separables”. El legislador balear contempla el cúmulo de irregularidades que se producen en los casos de contratación verbal (omisión de los actos preparatorios; nulidad del encargo o acto de adjudicación; y finalmente omisión de la formalización) y centra su atención en la que tiene lugar en último término (ya extramuros del procedimiento administrativo separable propiamente dicho, que finaliza con la adjudicación), a saber, la ausencia de formalización del contrato, la cual entiende que debe prevalecer en la consideración del conjunto de tales irregularidades. Esto supone, de algún modo, valorar la situación creada cuando la contratación verbal ya se presenta como hecho consumado, es decir, en el momento en que el proveedor se presenta con la factura tras haber ejecutado la prestación. El legislador, situado en ese preciso momento temporal, revisa entonces el conjunto fáctico acontecido a lo largo de todo el proceso y da prioridad a la última de las irregularidades cometidas: la omisión de la formalización del contrato, la cual viene a desplazar en su relevancia a las pudieron precederla.

La cuestión, de nuevo, es si este enfoque del legislador balear admite ser encajado sin contradicción en el entramado de la legislación básica en materia de contratación. En este sentido, creemos que pueden aportarse algunos argumentos en favor de los planteamientos de la Ley 2/2020.

El primero de ellos viene dado por lo dispuesto en el artículo 36.1 de la LCSP. Desde la Ley 34/2010, de 5 de agosto, el centro de gravedad del contrato público gira en torno a la formalización del contrato, y no ya de la adjudicación. Ello es así porque desde la entrada en vigor de la citada ley la perfección del contrato se produce con la formalización(60), de forma que sólo a partir de la formalización se puede decir que existe el contrato como tal y, asimismo, que existe un contratista. El acto de adjudicación, que antes de la Ley 34/2010 era el acto que perfeccionaba el contrato, pasa a ser tras la citada Ley un mero acto previo y separable del mismo y, en ese sentido, un acto (precontractual) que no genera vínculo jurídico contractual alguno con ninguno de los licitadores. El vínculo jurídico, y con él los derechos y obligaciones contractuales de las partes, nacen con la formalización, como momento de perfección del contrato(61).

Si se acepta este planteamiento, no aparece como falto de razón entender que lo que debe ser revisado en los casos de contratación verbal es la ausencia del acto de formalización, como acto generador de los derechos y obligaciones de las partes. Una vez consumada la contratación verbal, no parece preciso revisar el acto unilateral de la adjudicación, sino “revisar” (declarar) la ausencia de aquel elemento que efectivamente origina los derechos y obligaciones de las partes. Esta es, de hecho, la interpretación que hace el legislador balear en su Exposición de Motivos, y la que le permite dar esa prevalencia o prioridad a la ausencia de formalización (inexistencia) sobre la nulidad de la adjudicación.

Un segundo y fundamental argumento cabe traer a colación. Lo planteado hasta aquí ha ganado en consistencia tras la entrada en vigor de la vigente LCSP, a la vista de los cambios introducidos en la potestad de desistimiento del procedimiento de adjudicación(62) que se regula ahora en el artículo 152. Con la nueva regulación, la Administración puede desistir de celebrar el contrato siempre que lo acuerde antes de la formalización, y no ya de la adjudicación, como decía la regulación anterior. De esta forma se mejora la lógica del sistema, pues resulta más coherente situar el límite temporal para desistir en aquel momento en que el contrato se perfecciona(63). En efecto, la posibilidad de desistimiento unilateral con carácter previo a la formalización es perfectamente coherente con el carácter constitutivo del contrato que ésta tiene: dado que todavía no existe vínculo jurídico con ninguno de los licitadores, incluido el eventual adjudicatario, la Administración puede separarse del procedimiento, con la sola consecuencia de tener que compensar los gastos en que aquellos hayan podido incurrir, es decir, sin tener que asumir las consecuencias que acarrea la extinción de los contratos por incumplimiento o resolución (artículo 213 LCSP). Pues no habiendo llegado a nacer el contrato, las consecuencias del desistimiento no pueden ser las mismas que las de su extinción(64).

Pero el dato que debe ser subrayado es que la potestad de desistimiento es una potestad reglada que exige la concurrencia de una “infracción no subsanable de las normas de preparación del contrato o de las reguladoras del procedimiento de adjudicación”. Interesa detenerse en las implicaciones de esta regla. Con ella, la Ley está permitiendo a la Administración desistir o separarse unilateralmente del procedimiento de adjudicación aun cuando concurran vicios de nulidad en los actos previos de preparación y adjudicación y, por tanto, sin necesidad de revisar de oficio tales actos previos(65). No es, por tanto, precisa la declaración de nulidad de tales actos cuando no se ha llevado a cabo todavía la formalización del contrato, lo que permite entender que el legislador estatal está dando prioridad a la ausencia de formalización sobre los vicios de invalidez que puedan existir en los actos previos y separables del mismo. Ante ello, no resulta irrazonable sostener que la falta de perfección por ausencia de formalización prevalece, en la consideración que efectúa el propio legislador estatal a la hora de regular el desistimiento, sobre la nulidad que pueda concurrir en los actos previos —incluido el de adjudicación— que integran el procedimiento de contratación.

Otros datos coadyuvan a sostener que la regulación balear no entra en contradicción con la legislación estatal. Entre ellos figura el hecho de que la ausencia de formalización no constituya causa de nulidad(66) de acuerdo con el artículo 39.2 de la LCSP, pues sólo es determinante de nulidad aquella formalización que no respeta los plazos legales de espera –—artículo 39.2.d)— o aquella que no respeta la suspensión automática, o medida cautelar de suspensión, de un acto impugnado mediante recurso especial en materia de contratación —artículo 39.2.e)—.

Por otra parte, la circunstancia de que la Ley 2/2020 regule las consecuencias a que ha de dar lugar la ausencia de formalización no supone invasión de la regulación estatal contenida en los apartados 4 y 5 del artículo 153 LCSP, pues lo que estos apartados regulan son las consecuencias de la “demora” o del incumplimiento del plazo para llevar cabo la formalización, pero sin que ésta llegue a faltar antes de la ejecución del contrato, que es el supuesto del que se ocupa la regulación balear, esto es, el supuesto que se da en los casos de contratación verbal. Los citados apartados del artículo 153 LCSP están pensando en supuestos en que se han cumplido con normalidad los trámites procedimentales y formales de la contratación hasta llegar a la formalización, por lo que la contratación verbal queda fuera de su órbita.

En conclusión, creemos que los anteriores argumentos son suficientes para poder afirmar que el legislador balear no ha positivizado la categoría de la inexistencia jurídica en contra de los postulados del legislador estatal o desentendiéndose de sus planteamientos legales, sino que la ha erigido sobre los propios andamiajes levantados por éste en la legislación básica de contratación pública. Tanto la formalización del contrato como hito determinante de su perfección como la prevalencia de la ausencia de formalización sobre la nulidad de la adjudicación —que son los ladrillos que ha empleado el legislador balear para positivizar la inexistencia jurídica de contrato— son elementos que en uno u otro lugar han sido formulados por el propio legislador estatal.

VI. A MODO DE CONCLUSIÓN: LAS SOLUCIONES REALES AL PROBLEMA DE LA CONTRATACIÓN VERBAL

Expuesta y analizada la solución arbitrada por el legislador balear para canalizar los supuestos de contratación verbal, vemos que esta pasa por recuperar para el Derecho Público la vieja idea de que un contrato que no se perfecciona por faltarle alguno de sus elementos esenciales —en este caso, la forma— es un contrato jurídicamente inexistente, con la particularidad de que esa inexistencia constituye una calificación jurídica distinta de la nulidad de pleno derecho y no equivalente a ella, que consecuentemente da lugar a un cauce procedimental diferente de la revisión de oficio para su declaración en vía administrativa.

Más allá de la valoración que se quiera hacer de esa solución, es evidente que ésta surge para dar respuesta a algunos de los problemas que suscita la revisión de oficio como vía para la regularización de los supuestos de contratación verbal. La preocupación —ya hoy generalizada— por el “abuso” de la revisión de oficio ha avivado en los últimos años el debate sobre el cauce procedimental procedente para enfrentar los supuestos de contratación irregular, lo que ha llevado a postular la posibilidad o conveniencia de recurrir a otras soluciones, particularmente el reconocimiento extrajudicial de créditos (sin previa revisión). Ciertamente, el recurso ordinario a la contratación verbal por muchos entes públicos, empleado con repetida y plena conciencia de su franca ilegalidad, acaba provocando un uso distorsionado o desviado de la potestad revisora, pues se acude a ésta no tanto con el ánimo de depurar el mundo jurídico de actos inválidos, sino sólo de hacer jurídicamente legítimo el pago a los contratistas, lo que ha llevado a algunos órganos consultivos a hablar, con no poca razón, de fraude de ley o de desviación de poder. Y si bien desde el plano de la estricta teoría jurídica hemos discrepado de los argumentos que se utilizan para relativizar la necesidad de la revisión de oficio ante casos de auténtica nulidad de pleno derecho, hemos reconocido la realidad del problema práctico que supone acudir a dicho expediente para dar tratamiento jurídico a un fenómeno de carácter masivo como la contratación verbal.

La solución implementada por el legislador balear no consiste en pretender —por lo demás no podría— que ante un supuesto de nulidad de pleno derecho se puede prescindir de la revisión de oficio, sino en subsumir la contratación verbal en una figura distinta a la nulidad, cual es la inexistencia jurídica de contrato. Se redefine, pues, la calificación jurídica que merece el supuesto de hecho, de forma que una vez se pueda entender que la omisión de la formalización es causa de inexistencia de contrato y no de nulidad, resulta jurídicamente viable canalizar procedimentalmente el asunto por cauces distintos a la revisión de oficio, aunque las consecuencias económicas que a la postre hayan de resultar para el contratista de esa diferente calificación no hayan de ser necesariamente diferentes de las que resultarían de la declaración de nulidad del contrato.

Pero llegado el momento de exponer las conclusiones finales, no podemos dejar de efectuar algunas reflexiones generales sobre la utilidad del debate relativo al procedimiento adecuado para viabilizar el pago a los contratistas en orden a dar efectiva solución al problema jurídico y moral que representa la contratación verbal. Y, en este sentido, creemos oportuno decir que no cabe esperar que ese debate —si no va acompañado de consideraciones de más largo alcance— pueda llegar a ofrecer soluciones reales para corregir la inveterada práctica de encargar, prorrogar o modificar verbal o informalmente prestaciones contractuales por parte de las Administraciones Públicas. No queremos decir con esto que ese debate sea completamente inútil ni que se pueda prescindir de él. Es oportuno, e incluso obligado, que la comunidad jurídica se ocupe y preocupe de discernir cuáles son los mecanismos técnicamente adecuados para resolver las situaciones fácticas que se dan en la realidad. No es indiferente que la Administración acuda a uno u otro procedimiento para alcanzar la solución jurídica a un conflicto o supuesto de hecho, siquiera sea porque la salvaguarda del principio de legalidad es un imperativo que encuentra su fundamento mismo en la Constitución. Cuando el legislador ha establecido concretos mandatos para la Administración, no es dado a ésta separarse libremente de ellos en atención a criterios de eficacia, de economía o de cualquier otra índole (lo que incluye presuntos criterios de equidad o de justicia, salvo que el propio legislador así lo haya autorizado), so pena de abrir la puerta a toda suerte de arbitrariedades.

Lo que queremos decir es más bien otra cosa. Creemos que para atajar o reducir el problema de la contratación verbal sólo existen dos posibles soluciones, que por cierto no son incompatibles. Una de ellas consistiría, evidentemente, en la efectiva exigencia de responsabilidades(67) a quienes contratan verbalmente en nombre de las Administraciones. No es la cuestión que no existan mecanismos institucionales para la exigencia de esas responsabilidades, sin perjuicio de que pueda haber margen de mejora en el diseño los mismos. La cuestión es que, obviamente, la activación de casi todos esos mecanismos requiere de una voluntad política que no se ha dado hasta ahora y que, adivinamos, no es previsible que pueda aparecer en un futuro cercano.

La otra solución pasaría por desincentivar la contratación irregular mediante la taxativa reducción de la compensación que debe abonarse el contratista en estos casos, sin descartar incluso la previsión normativa de otras posibles consecuencias para el contratista que acepte contratar verbalmente con las Administraciones. Se trataría de que la contratación verbal perdiera todo su atractivo para empresas y profesionales, dada la certeza de que no podrán obtener ningún lucro por sus servicios, sino a lo sumo la pura y simple restitución de los costes en que hayan incurrido, con la consiguiente pérdida de un tiempo y un dinero que podría haberse empleado en otras oportunidades de negocio.

Ahora bien, es un hecho que todos y cada uno los procedimientos que se utilizan para regularizar la contratación verbal permiten dar como resultado el abono íntegro de las facturas presentadas al cobro por los contratistas, e inclusive de los intereses de demora. No es que necesariamente conduzcan a ese mismo resultado; es que todos ellos admiten técnicamente ese resultado si así se quiere que lo admitan. La responsabilidad extracontractual; las consecuencias legales que siguen a la declaración de nulidad del contrato; y el enriquecimiento injusto como fundamento del reconocimiento extrajudicial de créditos han servido y sirven para atender en su integridad las peticiones de cobro de los proveedores. Encontrar argumentos para justificar ese abono íntegro —cualquiera que sea el cauce procedimental elegido y el fundamento jurídico de la obligación de pago al que se apele— no es particularmente difícil en un plano puramente teórico, y con frecuencia han sido los propios órganos consultivos quienes se han encargado de formular tales argumentos e incluso de instar a que se abonen en su totalidad los honorarios reclamados. Si esto es así, la disyuntiva entre la revisión de oficio y el reconocimiento extrajudicial de créditos pierde buena parte de la trascendencia que podría llegar a tener si la aplicación de uno u otro procedimiento hubiera de conducir por fuerza a resultados económicos diferentes.

A menudo —y cada vez más frecuentemente— son las propias Administraciones las más interesadas en que, cualquiera que sea el procedimiento utilizado, se abone al contratista todo el quantum dinerario reclamado por éste en su factura, y ello no tanto para evitar eventuales reclamaciones judiciales, sino porque la posibilidad misma de poder seguir recurriendo a la contratación verbal cuando así lo necesiten o lo deseen depende de que las empresas queden satisfechas una vez ejecutadas las prestaciones solicitadas(68). Pues sin esa satisfacción, con total seguridad se mostrarían reacias a seguir atendiendo los encargos u órdenes verbales que reciben de los entes públicos.

Por eso decimos que un debate de cariz puramente técnico-formal en torno a las cuestiones de carácter procedimental o adjetivo no está en condiciones de aportar o sugerir soluciones efectivas al problema de fondo. Mientras no se exijan responsabilidades ni se adopten medidas contundentes para desincentivar a los contratistas, la contratación verbal seguirá siendo un fenómeno recurrente en España, como lo viene siendo desde hace décadas. El asunto es que esas dos soluciones requieren, en gran medida, de la decidida voluntad política de aplicar —o aplicar de otra forma— los mecanismos jurídicos ya existentes o de aprobar nuevas medidas normativas.

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NOTAS:

(1). MENÉNDEZ MORENO, E. M., <<La contratación verbal irregular. Un viejo problema ¿con nuevas soluciones?>>, CEFLegal, núm. 232, mayo 2020, págs. 85-86, incluye las prórrogas tácitas y los modificados sin procedimiento en su estudio sobre la contratación verbal. Por su parte, BAUZÁ MARTORELL, F. J., <<Contrato verbal, revisión de oficio y enriquecimiento injusto>>, Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 181, octubre-diciembre 2016, pág. 229, entiende que la contratación verbal comprende las prórrogas tácitas.

(2). En la actualidad, artículo 37.1 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014 (en adelante, LCSP).

(3). Véase la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 9 de mayo de 2018 (rec. 1104/2017).

(4). Expresión utilizada en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de diciembre de 1998 (rec. 1203/1995).

(5). Sentencia del Tribunal Supremo de 25 de enero de 1999 (rec. 9851/1992).

(6). Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Asturias de 8 de junio de 2004 (rec. 359/2001).

(7). Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

(8). El carácter formalista de la contratación administrativa se afirma claramente, por ejemplo, en la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de diciembre de 2001 (rec. 9233/1997).

(9). Dictamen 2/1995, de 12 de enero.

(10). Se hallan ejemplos en las Sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 21 de febrero de 2003 (rec. 2886/1998) y de 16 de octubre de 2014 (rec. 473/2013), así como en la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 20 de diciembre de 2000 (rec. 2177/1996).

(11). Dictámenes núm. 43/2012, 6 de marzo, y 193/2013, de 29 de octubre, del Consejo Consultivo de Aragón.

(12). Son adjetivos utilizados por BIAGINI-GIRARD, S., L’inexistence en Droit Administratif, L’Harmattan, Paris, 2010, pág. 19.

(13). DÍEZ-PICAZO, L., Fundamentos de Derecho Civil Patrimonial. Volumen Primero. Sexta edición, Civitas-Thomson Reuters, Navarra, 2007, pág. 562.

(14). KELSEN, H., Teoría Pura del Derecho, Trotta, Madrid, 2011, pág. 45.

(15). GUASTINI, R., Distinguiendo. Estudios de teoría y meatateoría del derecho, Gedisa, Barcelona, 1999, págs. 356-357.

(16). ATIENZA, M., y RUIZ MANERO, J., <<Seis acotaciones preliminares para una teoría de la validez jurídica>>, DOXA. Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 26, 2003, pág. 726.

(17). En estos tres artículos se pondría de relieve la contaminación de nuestro Código por la doctrina francesa de la inexistencia, tal y como explica PASQUAU LIAÑO, M., Nulidad y anulabilidad del contrato, Civitas, Madrid, págs. 61-62.

(18). Así, DE BUEN, D., Derecho Civil Español Común. Volumen I, Madrid, Editorial Reus, 1930, págs. 537 y sig., distinguía tres grados o clases de imperfección, las cuales tendrían a su juicio reflejo en el Código: los contratos inexistentes, los nulos y los anulables. Explicaba que son inexistentes aquellos en que falta alguno de los tres elementos esenciales indicados en el artículo 1.261 del CC, mientras que serían nulos, de acuerdo con el artículo 1.255 del Código, los contrarios a las leyes, a la moral o al orden público. Apuntaba que la palabra inexistencia “resulta un poco extraña”, pues “parece imposible pensar en que exista un negocio inexistente”, pero salvaba la paradoja observando que el negocio inexistente “puede tener una cierta apariencia externa de existencia, sin tener existencia real en el terreno del derecho”.

(19). En este sentido, CASTÁN TOBEÑAS, J., en Derecho Civil Español Común y Foral. Tomo II, Instituto Editorial Reus, Madrid, 1941, págs. 631-634, constataba que en nuestra doctrina no acostumbra a aceptarse la distinción francesa entre nulidad de pleno derecho e inexistencia, utilizando el autor ambos términos como equivalentes, y ubicando entre las causas de nulidad radical o absoluta tanto los casos en que falta alguno de los elementos esenciales a la formación del contrato como aquellos en que la nulidad deriva de haberse celebrado éste en violación de una prescripción o prohibición legal. De forma no muy distinta, DE CASTRO Y BRAVO, F., El negocio jurídico, Civitas, Madrid, 1985 (reimpresión 2016), pág. 472, subsumía el negocio inexistente (entre cuyos supuestos incluía los “negocios defectuosos”, esto es, aquellos en los que falta de modo irremediable algo esencial a su existencia, como el consentimiento, la causa o la forma) dentro de la nulidad de pleno derecho en sentido amplio, junto a los negocios que son nulos por ser contrarios a lo dispuesto en la ley. Por su parte, DELGADO ECHEVERRÍA, J., y PARRA LUCÁN, M. A, Las nulidades de los contratos. En la teoría y en la práctica, Dykinson, Madrid, 2005, pág. 44, no creen posible distinguir consecuencias suficientemente diferentes para la nulidad y la inexistencia, lo que les lleva a concluir que esta última “no es una categoría dogmática distinta de la nulidad, sino un simple instrumento dialéctico, útil en algún caso para forzar los límites, verdaderos o supuestos, de una regulación dada sobre la nulidad”.

(20). Entre tales intentos puede destacarse el trabajo de DE LOS MOZOS Y DE LOS MOZOS, J. L., <<La inexistencia del negocio jurídico>>, Revista general de legislación y jurisprudencia, Nº 208, 1960, págs. 508 y sig. Se afirma en este estudio que la inexistencia se refiere a la falta absoluta de consentimiento y objeto, pero se rechaza que pueda confundirse con la falta de requisitos esenciales, toda vez que la ausencia de causa o de forma en el negocio sólo son determinantes, per se, de nulidad. Se observa también que la inexistencia puede tener cierta relevancia jurídica, en cuanto que puede dar lugar a ciertos efectos, siempre extranegociales, fundados en otras fuentes de obligaciones (como la buena fe o el enriquecimiento injusto). No obstante, el autor llega a decir que “la inexistencia es una causa de nulidad, si bien la más absoluta o, si se quiere más propiamente, una causa de ineficacia, y, por tanto, más que hablar de acción de inexistencia se debe hablar de acción de nulidad por inexistencia”.

(21). O, incluso, como una posibilidad de hecho que, sin constituir un régimen unitario de ineficacia, podría en ciertos casos reconducirse al régimen o cauce de la anulabilidad. Véase GORDILLO CAÑAS, A., <<Nulidad, anulabilidad e inexistencia (El sistema de las nulidades en el Código latino situado entre la primera y la segunda Codificación)>>, en Centenario del Código Civil (1889-19989). Tomo I, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1990, en especial págs. 962-965.

(22). Pueden verse las tesis de GRIMALT SERVERA, P., en Ensayo sobre la nulidad del contrato en el Código Civil. Revisión crítica de la categoría de la anulabilidad, Comares, Granada, 2008.

(23). En palabras de GARCÍA DE ENTERRÍA, E., y FERNÁNDEZ, T. R., Curso de Derecho Administrativo I, Decimocuarta edición, Thomson-Civitas, Navarra, 2008, pág. 624: “El acto inexistente no es que sea inválido, sino que carece de los requisitos necesarios para ser considerado un acto propiamente dicho. Le falta, incluso, la propia apariencia de acto”. No obstante, también se ha defendido que el acto administrativo inexistente es justamente aquel del que sólo hay una apariencia de acto, apariencia que produce tanto consecuencias materiales como de procedimiento o procesales (véase BOQUERA OLIVER, J. M., Estudios sobre el acto administrativo, Civitas, Madrid, 1982, págs. 79-85).

(24). Este argumento puede hallarse en BOCANEGRA SIERRA, R., La teoría del acto administrativo, Iustel, Madrid, 2005, págs. 173-174; y en GARCÍA LUENGO, J., La nulidad de pleno derecho de los actos administrativos, Civitas, Madrid, 2002, págs. 78 y sig.

(25). Ya explicaba SANTAMARÍA PASTOR, J. A., en La nulidad de pleno derecho de los actos administrativos, Instituto de Estudios Administrativos, 1972, pág. 261, que “la inexistencia surge en los sistemas legales en los que la nulidad no aparece reconocida o viene gravemente limitada o mutilada en sus posibilidades de actuación”. Indicaba también que la inexistencia aparece históricamente como “un sucedáneo de la nulidad”, de forma que una vez entendida rectamente la técnica de la nulidad, la inexistencia deviene una categoría superflua o innecesaria.

(26). En la dirección de este argumento apunta LOPEZ MENUDO, F., Vía de hecho administrativa y justicia civil, Civitas, Madrid, 1988, págs. 118-119, al decir que “si en Derecho Administrativo los actos reputados como inexistentes tienen la virtualidad de incidir en la esfera jurídica del administrado, hasta el punto de que el ordenamiento tiene prevista incluso vías defensivas ad hoc tanto en el orden civil (interdictos, réferés) como contencioso (recurso contencioso, recurso por excés de pouvoir), ello quiere decir que el deslinde entre inexistencia y nulidad es imposible, respondiendo ambos a la misma idea”. Ante esa imposibilidad de deslinde, habrá entonces que admitir, siguiendo a CANO CAMPOS, T., <<La presunción de validez de los actos administrativos>>, Revista de Estudios de Administración Local y Autonómica (REALA), núm. 14, octubre-marzo de 2020, pág. 8, que “toda decisión capaz de producir cualquier tipo de efecto que la Administración pueda imponer forzosamente debe considerarse acto administrativo y su destinatario no podrá limitarse a desconocerlo sin más”.

(27). Para una sucinta exposición de cómo la total ineficacia que la teoría clásica asigna a la nulidad de pleno derecho provoca que no quede espacio para la inexistencia, puede verse REBOLLO PUIG, M., <<La nulidad en Derecho Administrativo (Consideración de su significado y régimen en el actual Derecho Administrativo español a propósito de la nulidad de los derechos fundamentales)>>, Justicia administrativa: Revista de derecho administrativo, núm. 44, 2009, págs. 7-14.

(28). De hecho, ya desde su origen en el Derecho francés, la inexistencia no pretendía llevar más lejos la ineficacia que es propia de la nulidad, sino hacer extensiva esa misma ineficacia a ciertos supuestos no calificados como nulos por el ordenamiento de forma expresa.

(29). Permanecería “fuera de la esfera jurídica”, como apunta PICÓN ARRANZ, A., en Las causas de nulidad de pleno derecho del acto administrativo. Configuración legal y aplicación práctica, Thomson Reuters Aranzadi, Navarra, 2022, pág. 60.

(30). “Extrajurídico” y “empírico” son los adjetivos utilizados para referirse al concepto de inexistencia por PICÓN ARRANZ, A., en Las causas de nulidad, op. cit., pág. 59.

(31). Consideramos oportuno traer aquí la reflexión de GASCÓN ABELLÁN, M., <<Sentido y alcance de algunas distinciones sobre la invalidez de las leyes>>, Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 20, 1997, pág. 140, cuando señala que “nada impediría que [el ordenamiento] agrupase los diversos vicios en dos diferentes regímenes, que en un caso permitirían hablar de inexistencia y en otro de invalidez. Ahora bien, en ausencia de una clara determinación normativa, la cuestión es si cabe aportar argumentos teóricos en favor de la distinción comentada. Quizá la más lógica respuesta a este problema sería la de articular el binomio inexistencia-invalidez en función de la distinta naturaleza de las normas sobre la producción jurídica violadas: de la infracción de un cierto tipo de normas derivaría la inexistencia; de la infracción del resto la invalidez”. Las cursivas son nuestras.

(32). Como ya indicara DE CASTRO Y BRAVO, F., El negocio jurídico, op. cit., pág. 465, la conservación del concepto de inexistencia, pese a las muchas y fundadas críticas que ha recibido, sólo es explicable por su utilidad, es decir, por los servicios que ha prestado en el pasado “y los que se adivinan puede prestar en el futuro”.

(33). VATTIER FUENZALIDA, C., <<Inexistencia y nulidad del contrato>>, en Código Europeo de Contratos. Comentarios en homenaje al Prof. José Luis de los Mozos y de los Mozos. Tomo II, Dykinson, Madrid, 2003, pág. 562.

(34). En este sentido, DE LOS MOZOS Y DE LOS MOZOS, J. L., <<Anomalías del contrato y sus remedios: inexistencia, nulidad y anulabilidad en el Anteproyecto de Código Europeo de Contratos de la Academia de Pavía>>, Revista Galega de Administración Pública, núm. 35, 2003, considera “muy gratificante” la novedad que supone introducir la inexistencia como categoría autónoma, por constituir “un indudable progreso técnico”.

(35). En esta forma de delimitar la inexistencia (imposibilidad de reconocimiento externo) es difícil no apreciar los ecos de los planteamientos de algunos destacados civilistas italianos del siglo XX. Así, el de CARIOTA FERRARA, L., El negocio jurídico, Olejnik, Santiago (Chile), 2019, pág. 308, para quien un negocio es inexistente cuando, al faltarle los elementos que supone su naturaleza, en su esencia es inconcebible, no hallándose ni siquiera la “figura exterior, la apariencia de los elementos necesarios”, lo que impediría la “identificación jurídica” del mismo. De forma similar, para SANTORO-PASSARELLI, F., Doctrinas generales del Derecho Civil, Olejnik, Santiago (Chile), 2019, pág. 218, se puede hablar de inexistencia cuando la falta de alguno de los elementos esenciales del negocio impide su identificación jurídica.

(36). Parece claro que el concepto social de contrato remite necesariamente a la noción de pacto o acuerdo entre dos partes. Esto es asimismo lo que parece entender el Anteproyecto a la vista de los cuatro casos particulares en los que determina que “no existe contrato” (artículo 137.2), pues todos ellos delatan graves irregularidades en la declaración de voluntad de alguno de los interesados (oferta y aceptación). En sentido similar VATTIER FUENZALIDA, C., <<Inexistencia>>, op. cit.,págs. 563-564.

(37). BOIX MANÓ, P., <<Revisión de oficio en la contratación verbal en la doctrina del Consell Jurídic Consultiu de la Comunitat Valenciana y en la de otros órganos>>, en SOLER SÁNCHEZ, M. (Coord.), La función consultiva en la Comunitat Valenciana. XXV Aniversario del Consell Jurídic Consultiu, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2021, págs. 449-461.

(38). UMEREZ ARGAIA, E., <<La restauración de la legalidad infringida por la contratación irregular>>, Anuario Aragonés del Gobierno Local (2019), núm. 11, 2020, págs. 449-460.

(39). Este dictamen es el primero en abordar un supuesto de contratación verbal con posterioridad a haberse dictado por la Administración de la Comunidad Autónoma de las Illes Balears la Instrucción 2/2012, de 12 de marzo, de la Interventora General y de la Directora de la Abogacía sobre la tramitación que se ha de seguir en los supuestos de reconocimiento extrajudicial de créditos derivados de la contratación irregular (Boletín Oficial de las Illes Balears núm. 53, de 14 de abril de 2012). En síntesis, esta Instrucción vino a ordenar que se tramitase un procedimiento de revisión de oficio con carácter previo al reconocimiento extrajudicial de la deuda en los casos de contratación verbal e irregular, y ello frente a la práctica anterior consistente en tramitar simple y solamente un expediente de reconocimiento extrajudicial para regularizar dichas situaciones.

(40). Dictamen 329/2018, de 20 de diciembre. La misma idea aparece en muchos otros dictámenes, como por ejemplo el Dictamen 379/2019, de 21 de noviembre, o el Dictamen 302/2023, de 28 de septiembre.

(41). En el caso al que se refería el citado dictamen, el Servicio de Salud de las Illes Balears explicaba que por un aumento inesperado del gasto por billetes de avión se habían superado los 18.000 euros que constituyen el umbral de los contratos menores, razón por la cual no era posible convalidar el expediente como un contrato menor.

(42). Se hallan ejemplos de esos votos particulares en los Dictámenes 102/2016 y 108/2016, ambos de 20 de julio. También hay voto particular, que por su interés merece ser leído en su integridad, en el Dictamen 78/2018, de 25 de julio.

(43). No es el caso de SESMA SÁNCHEZ, B., <<La depuración de la contratación administrativa irregular: cauces y efectos>>, Revista Auditoría Pública, núm. 81, 2023, pág. 142, para quien el reconocimiento extrajudicial de la obligación sólo podría resultar idóneo para regularizar la ausencia de crédito presupuestario “cuando esta opera como causa única o autónoma de invalidez y existen posibilidades de resolver la insuficiencia presupuestaria mediante otras vías previstas legalmente”. A la vista de los ejemplos que enumera, menos clara nos parece la posición de CARRETERO ESPINOSA DE LOS MONTEROS, C., en <<El procedimiento de reconocimiento extrajudicial de créditos. Nulidad de las actuaciones administrativas y responsabilidad>>, Revista Andaluza de Administración Pública, núm. 93, 2015, en especial pág. 110.

(44). Respecto de esta cuestión, simplemente dejamos apuntado que compartimos el criterio expresado por LEIVA ESCUDERO, G., en <<Procedimiento adecuado para el pago por la ejecución de un contrato público nulo. Especial referencia a la indebida utilización del reconocimiento extrajudicial de créditos>>, Actualidad Administrativa, núm. 3, 2019, pág. 3, cuando, distinguiendo entre los aspectos sustantivos y presupuestarios, afirma que el reconocimiento extrajudicial de créditos “no convalida en ningún caso las contrataciones nulas de pleno derecho”, toda vez que “no es más que el cauce presupuestario para amparar presupuestariamente los actos de pago que han de hacerse como consecuencia de la ejecución por el empresario de las prestaciones de un contrato nulo”. No compartimos, en cambio, su opinión de que el título material que ampara y fundamenta el pago al contratista una vez se haya declarado la nulidad del contrato sea el principio general que prohíbe el enriquecimiento injusto. Consideramos que una vez declarada la nulidad del contrato previa revisión de oficio, el fundamento del pago al contratista es la propia Ley, que es la que establece la necesidad de restituir las cosas o de devolver su valor (artículo 42.1 LCSP), en términos similares a los previstos en los artículos 1.303 y 1.307 del CC. Cuestión distinta es que se quiera entender que a la obligación ex lege de restitución o devolución del equivalente en valor subyace el principio que prohíbe el enriquecimiento injusto (véase LOPEZ BELTRÁN DE HEREDIA, C., La nulidad de los contratos, Tirant, Valencia, 2009, pág. 56). Pero el fundamento jurídico inmediato de la obligación de pago es la LCSP, cuyas previsiones hacen innecesario apelar directamente a la doctrina o principio del enriquecimiento sin causa, tal y como apunta DÍEZ SASTRE, S., <<Los efectos de la invalidez en el Ley de Contratos del Sector Público>>, Documentación Administrativa, núm. 5, 2018, pág. 81.

(45). GARCÍA LUENGO, J., Las infracciones formales como causa de invalidez del acto administrativo. Un estudio sobre el artículo 48.2 de la Ley 39/2015, Iustel, Madrid, 2016, pág. 32.

(46). GARCÍA LUENGO, J., Las infracciones formales, op. cit., pág. 32.

(47). Esto se aprecia claramente en las dos sentencias del Tribunal Supremo que suele citar el Consejo Consultivo de las Illes Balears (a partir de su Dictamen 109/2012) para afirmar el carácter excepcional de la revisión de oficio y, a continuación, reprochar a la Administración autonómica el “uso generalizado” de dicho procedimiento y apuntar como solución preferible el reconocimiento de deuda.

En síntesis, en el supuesto abordado por la STS de 1 de abril de 2002 (rec. 1060/1996) el interesado había pretendido la nulidad del acto impugnado mediante recurso administrativo, sin que frente a su desestimación presunta se interpusiera recurso judicial, por lo que la Sala de instancia —cuya sentencia es confirmada en casación— rechaza que el interesado pueda acudir después a la revisión para que se declare la nulidad de un acto que, debido a su inactividad, ha adquirido firmeza.

En el caso de la STS de 26 de septiembre de 2005 (rec. 5038/1999), se trataba de un guardia civil expulsado del cuerpo que no impugna la expulsión en vía administrativa y judicial hasta pasados once años desde aquélla. El Tribunal Supremo afirma que, si bien la decisión de expulsión estaba afectada de una causa de nulidad al haberse adoptado con omisión del trámite de audiencia, ello no da derecho al interesado a que se incoe un procedimiento de revisión de oficio, y ello porque no puede entenderse que, 15 años después, subsista una indefensión material que “pudo combatir desde el primer momento y dejó pasar”.

(48). Un peligro o riesgo que llevó al mismo Tribunal Supremo a observar que la expresión “en cualquier momento” del artículo 109 de la LPA “tiene como referencia inmediata a la Administración, y no tanto al interesado, lo que obsta a la interpretación del artículo 109 de la LPA en el sentido de que en él se consagre una acción, con la que, sin limitación de plazo, se pueda forzar a la Administración a declarar la nulidad de pleno derecho de un determinado acto, subsumible en los supuestos del artículo 47 LPA” (STS de 24 de abril de 1993, rec. 1185/1993).

(49). A este respecto, resultan especialmente ilustrativas algunas de las consultas a que ha tenido que hacer frente el Consejo Consultivo de las Illes Balears. En el Dictamen 54/2017, de 17 de mayo, se someten a consulta 721 contrataciones verbales del Servicio de Salud de las Illes Balears, mientras que en el caso al que se refiere el Dictamen 133/2019, de 14 de noviembre, se pretende la revisión de 57.271 entregas de suministros médicos (procedentes de un total de 727 proveedores). También en el Dictamen 20/2020, de 3 de abril, se someten a revisión varios miles de entregas. Ante tal volumen de casos, no puede extrañar que el órgano consultivo señale en dichos dictámenes que, dado su carácter verbal, las contrataciones en cuestión “no pueden ser objeto de examen”, de forma que “lo único sobre lo que se pronuncia el Consejo Consultivo es sobre la inexistencia de procedimiento de contratación sin conocer las circunstancias reales en que se produjo cada una de esas contrataciones”. Y es que, como bien se dice en algunos de los votos particulares a los que antes se hizo alusión, aquí ya no se pretende la revisión de concretos actos administrativos, sino más bien “periodos de facturación”. No hay ejemplos más evidentes de cómo la contratación verbal puede llegar a desbordar las posibilidades de control de los órganos consultivos.

(50). En el citado Informe Nº1.415 del Tribunal de Cuentas se constata que de un total de 211.475.798,26 euros imputados a presupuesto mediante reconocimientos extrajudiciales de crédito en supuestos de ausencia de contrato o de crédito, únicamente se instó la revisión de oficio en seis expedientes, por un importe conjunto de 773.478,19 euros (pág. 36).

(51). Véase artículo 21 bis de la Ley 14/2006, de 24 de octubre, de Finanzas de Cantabria.

(52). Por eso mismo, esta regulación ha merecido justificadas críticas por parte de diversos autores, que por nuestra parte compartimos plenamente. Véase MOREO MARROIG, T., <<La omisión de la función interventora. Del mero vicio de anulabilidad a la responsabilidad subjetiva>>, Presupuesto y Gasto Público 91/2018, págs. 40-41; y MENÉNDEZ SEBASTIÁN, E.M., <<La contratación verbal irregular>>, op. cit., págs. 98-102. Véase también el Dictamen 189/2021, de 31 de marzo Consejo Jurídico consultivo de la Comunidad Valenciana y el comentario que al respecto efectúa BOIX MAÑÓ, P., <<Revisión de oficio>>, op. cit., págs. 471-473. Como ejemplo de los desbarajustes conceptuales a que puede dar lugar este precepto puede verse el Dictamen 166/2021 del Consejo Jurídico de la Región de Murcia, en el que el órgano consultivo pone en pie de igualdad la revisión de oficio y la convalidación como posibles soluciones al caso, que han de ser valoradas en atención a la utilidad o provecho (“conveniencia”) que resulte de su aplicación. No como justificación, pero sí como posible explicación de esta regulación, cabe apuntar que la misma es una exacta reproducción de la contenida en la Instrucción 5ª, letra e) de la Circular 3/1996, de 30 de abril, de la Intervención General de la Administración del Estado, dictada bajo la vigencia de la primigenia redacción del artículo 102.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, que no exigía la revisión de oficio de actos nulos en términos imperativos (el “declararán” fue introducido por la Ley 4/1999, de 13 de enero), sino que la contemplaba en términos potestativos (“podrándeclarar”). El “copia y pega” de un texto normativo a otro quizás podría haberse realizado olvidando dicha modificación legal. No desconocemos, por lo demás, que pese a los términos potestativos en que se expresaba la versión inicial del citado artículo 102.1, la doctrina administrativa venía insistiendo desde hacía mucho tiempo en el carácter preceptivo de la revisión de oficio en los casos de nulidad absoluta.

(53). Los Dictámenes 606/2020 y 706/2021 merecerían un comentario más exhaustivo del que aquí podemos llevar a cabo. Baste apuntar que en ellos el Consejo de Estado llega a la sorprendente —para nosotros— conclusión de que, cuando el hecho causante de la indemnización proviene de una relación contractual previa (es decir, prórrogas verbales o tácitas) o de un contrato que estaba en una avanzada fase de preparación, hay que dar preferencia a la vía de la responsabilidad contractual, toda vez que “las prestaciones que deben compensarse están claramente vinculadas o relacionadas con ese previo contrato o con el que estaba culminándose”. Se trata de una doctrina que ya ha sido acogida por otros órganos consultivos, como el Consejo Consultivo del Principado de Asturias en sus Dictámenes 302/2022, de 15 de diciembre, y 17/2023, de 26 de enero, entre otros.

(54). Esa solución se recoge en el artículo 39 de la Ley 2/2020, de 15 de octubre, de medidas urgentes y extraordinarias para el impulso de la actividad económica y la simplificación administrativa en el ámbito de las administraciones públicas de las Illes Balears para paliar los efectos de la crisis ocasionada por la COVID-19 (en adelante, Ley 2/2020).

(55). En el ámbito del Derecho Civil, la forma sustancial o solemne se establece en artículos como el 633 o el 1.875 del CC. También puede verse el artículo 1.280, con los matices que señala la doctrina.

(56). Evidentemente, la solución implementada por el legislador balear no resulta de aplicación en aquellos casos en que el contrato no se perfecciona con la formalización, de acuerdo con el artículo 36 de la LCSP. Ello excluye de su ámbito de aplicación, en particular, la contratación irregular menor, cuya problemática cae fuera del objeto de este trabajo.

(57). El apartado 3 fue modificado por el Decreto-ley 14/2020, de 9 de diciembre, de medidas urgentes en determinados sectores de actividad administrativa.

(58). Los dictámenes del Consejo Consultivo de La Rioja suelen ser especialmente claros a este respecto. Según una fórmula que se repite en muchos de ellos, el órgano consultivo entiende que el “encargo verbal constituye un auténtico acto administrativo de adjudicación de un contrato también administrativo. Y ello es así, por graves que sean los vicios que aquejen a ese acto, y por mucho que tal acto se haya exteriorizado o manifestado de forma verbal y no escrita”. Por tanto, “el Ayuntamiento de Logroño dictó un acuerdo de adjudicación contractual, lo que supone, a nuestros efectos, que existe materia revisable, esto es, un acto administrativo susceptible de ser sometido a la potestad revisora de la Administración” (entre otros muchos, Dictamen 3/2020, de 20 de enero).

(59). En este sentido, la solución del legislador balear se separa de aquellos pocos dictámenes que han podido considerar que, al ser inexistente el acto de adjudicación contractual, resultaba artificioso declarar su nulidad y proceder a su revisión de oficio (Dictámenes 1019/1995 y 843/2017 del Consejo de Estado). La posibilidad de considerar inexistente un contrato en caso de inexistencia material del acto de adjudicación también fue planteada por REBOLLO PUIG, M., <<La invalidez de los contratos administrativos>>, en CASTILLO BLANCO, F. (Coord.), Estudios sobre la contratación en las Administraciones Públicas, Comares, Granada, 1996, pág. 394. Partiendo del dato de que los contratos se perfeccionaban por la adjudicación, el autor afirmaba que si el acto de adjudicación “no se ha producido (ni siquiera tácitamente), no hay acto administrativo de adjudicación ni, por tanto, contrato”. Explicaba también que “no se trata de admitir la inexistencia como categoría de la invalidez o como régimen para vicios especialmente graves porque no hablamos de una reacción del ordenamiento contra los actos que lo infrinjan sino de una inexistencia material”.

(60). En este sentido, se puede decir que la Ley 34/2010 vino a escenificar “un verdadero cambio de modelo en la perfección de los contratos”, marcando la línea entre un “antes” y un “después”, en palabras de PUERTA SEGUIDO, F., <<La formalización del contrato>>, en GAMERO CASADO, E., y GALLEGO CÓRCOLES, I. (Dirs.), Tratado de Contratos del Sector Público. Tomo II, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2018, págs. 1757-1758 y 1762.

(61). En coherencia con ello, la misma Ley 34/2010 suprimió la causa de resolución del contrato consistente en la falta de formalización, pues lógicamente no puede resolverse un contrato que no ha llegado a nacer.

(62). Este desistimiento del procedimiento de adjudicación debe, evidentemente, distinguirse —lo que no siempre se ha hecho— del desistimiento que puede tener lugar en fase de ejecución, es decir, del desistimiento de las obras, suministros y servicios de un contrato celebrado y existente, y que es causa de resolución del contrato (artículos 245.d, 306 y 313 LCSP).

(63). El hecho de que la legislación anterior previera que el desistimiento sólo podía tener lugar antes de la adjudicación fue uno de los datos de los que se sirvió MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, J. L., <<El nacimiento de los contratos públicos: reflexiones sobre una equivocada transposición de la Directiva Comunitaria “de recursos”>>, Revista de Administración Pública, núm. 185, mayo-agosto 2011, pág. 339-340, para defender que los cambios introducidos por la Ley 34/2010 (en especial la nueva regla de la perfección de contrato con la formalización) eran puramente nominales, pues del conjunto normativo de la LCSP se seguía deduciendo que el momento de real nacimiento de los derechos y obligaciones del contrato —y del contrato mismo— seguía siendo el del acto administrativo de adjudicación. Ciertamente, debe reconocerse que la regla que sólo admitía el desistimiento antes de la adjudicación provocaba que se resintiera la lógica del sistema, algo que la nueva LCSP ha venido a corregir.

(64). Con ciertas modulaciones, y alguna afirmación discutible, buena parte de las ideas expuestas hasta aquí han sido formuladas por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en su sentencia de 3 de noviembre de 2017 (rec. 316/2016), donde, a cuento precisamente de analizar la potestad de desistimiento de la Administración, se efectúan las siguientes aseveraciones: “Como es sabido, en el vigente TRLCSP del año 2011 la perfección de los contratos del sector público solo tiene lugar mediante su formalización según el artículo 27, por lo que previamente a este momento no se puede hablar de contrato ni de obligaciones contractuales de las partes, y conforme a la doctrina general del Derecho de obligaciones y contratos, hasta que las partes presten su consentimiento en el acto de la formalización, cualquiera de ellas puede desligarse de su intención de celebrar el contrato sin incurrir por ello en responsabilidad, si bien lo anterior se modula por la doctrina jurisprudencial mediante la denominada culpa in contrahendo, que de todos modos no supone obligación de contratar para quien incurre en ella, sin (sic) tan solo la de indemnizar los daños ocasionados a la contraparte por la negociación infructuosa, cuando resulte que no hubo negociación seria”.

(65). Algunos autores han defendido que, ante una causa de nulidad de pleno derecho en fase de preparación o adjudicación, sería preceptivo el procedimiento de revisión de oficio, sin que la Administración pudiera sencillamente desistir. Así, SALOM PARETS, A., <<Desistimiento del procedimiento de adjudicación de contratos públicos versus revisión de oficio del mismo>>, Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 186, julio-septiembre 2017, págs. 126 y 130; y anteriormente PUNZÓN MORALEDA, J., y SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, F., <<El desistimiento de la Administración en el TRLCSP>>, Actualidad Administrativa, núm. 2, 2013, pág. 218. No compartimos esta opinión, pues el concepto de “infracción no subsanable” comprende sin dificultad los casos de nulidad, toda vez que el carácter no subsanable del vicio es precisamente uno de sus rasgos característicos. En este sentido, puede verse la Resolución 254/2019, de 15 de marzo, del TACRC; la Resolución 214/2020, de 17 de junio, del Tribunal Catalán de Contratos del Sector Público; la Resolución 59/2015, de 17 de febrero, del Tribunal Administrativo de Recursos Contractuales de la Junta de Andalucía; o el Acuerdo 11/2014, de 20 de febrero, del Tribunal Administrativo de Contratos Públicos de Aragón. También puede verse la Sentencia del TSJ de Cataluña de 8 de junio de 2018 (rec. 382/2015).

(66). En cambio, para MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, J. L., <<El nacimiento de los contratos públicos>>, op. cit., pág. 340, el hecho de que la ausencia de formalización apareciese legalmente como completamente irrelevante “en punto a invalidez y anulación de los contratos” era otro de los datos que le llevaban a afirmar que los cambios introducidos por la Ley 34/2010 eran simplemente nominales. Sin embargo, nosotros creemos que esa “irrelevancia” puede considerarse congruente con el hecho de que la perfección del contrato —y con ella su existencia— se produzca con la formalización. Pues sólo una vez perfeccionado el contrato tendría sentido hablar de su posible invalidez. En este sentido, cabe apuntar que la inexistencia positivizada por el legislador balear no es un tercer grado de invalidez que se suma a los de nulidad y anulabilidad, sino una condición del contrato que es previa a aquella otra (la existencia) que permite empezar a hacer algún planteamiento sobre su validez o invalidez.

(67). Sobre la contratación verbal como fuente de potenciales fraudes y corrupciones puede verse la Recomendación general sobre el enriquecimiento injusto de 11 de mayo de 2020 de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunidad Valenciana.

(68). En este sentido, BAUZÁ MARTORELL, F. J., El acto previo. Del mito a la realidad, Iustel, Madrid, 2021, pág. 75, llama la atención con exclamación sobre la circunstancia de que las indemnizaciones que paga la Administración en los casos de contratación verbal coincidan “al céntimo” con la factura del proveedor, apuntando —creemos que irónicamente— que no tiene duda de que ello “es fruto de la casualidad”.

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