Rafael Jiménez Asensio
Rafael Jiménez Asensio es Consultor Institucional/Abogado en Derecho Público. Catedrático de Universidad (acr.). Forma parte del Consejo de Redacción de la revista Documentación Administrativa (INAP)
“A todos nos interesa vivir en entornos con talento, que nos ayuden a desarrollar el nuestro propio” (José Antonio Marina)
Hay palabras que se convierten en moda, y a partir de ese momento forman parte del paisaje de propuestas gubernamentales que, apenas sin sonrojo alguno, replican los políticos de turno o incluso aquellos gestores públicos teñidos de innovación vanguardista. Entre aquellas palabras destaca, sin duda, el talento; expresión que ha cogido un brío inigualable en los últimos tiempos, también en el sector público. Hasta los preámbulos y la parte dispositiva de algunas leyes se han preñado de tan singular concepto. Ahora, en efecto, la solución a todos los males de nuestras organizaciones públicas radica, al parecer, en captar, desarrollar y retener talento, partiendo de una burda traslación de la letanía que impera en el mundo empresarial privado, en el cual el conocimiento y las destrezas de las personas son objeto de marcada competencia por atraer aquel que mayor valor añadido aporte a su organización.
Se olvida con frecuencia que esa obsesión, aparentemente reciente, por mimetizar el talento también en la esfera de lo público es algo que hunde sus raíces en el tiempo. Y sin tener que desplazarnos a la China confuciana o a otras fórmulas anteriores al Estado contemporáneo, la preocupación por captar a los mejores para el desempeño de tareas públicas (gubernamentales o administrativas, también judiciales) ya estaba incubada en determinados textos que fueron trascendentales en el primer constitucionalismo liberal, como fueron, por ejemplo, El Federalista, o, si lo miramos desde este lado del Atlántico, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En ambos casos se pone énfasis en la necesidad del talento como medio indispensable de dirigir políticamente la vida de un país o de intervenir adecuadamente en el ejercicio de sus funciones públicas.
Los siempre vigentes papeles de El Federalista (1787-88) contienen, por ejemplo, referencias al talento cuando de configurar el Poder Ejecutivo se trata. En efecto, al abordar el nombramiento de los funcionarios, se destaca allí la necesidad de que, en tal proceso, se motiven “sus talentos y sus virtudes”, asegurando de ese modo una nota esencial “que caracteriza a un buen sistema administrativo” (LXXII). En realidad, si se desea un Ejecutivo que actúe con energía resulta imprescindible que tal poder esté “dotado de las facultades adecuadas” (LXXIII). El favoritismo y la venalidad en los nombramientos requieren frenos a su natural expansión, pues lo contrario afecta derechamente a la actuación del Poder Ejecutivo y a sus resultados (LXXV y LXXVI).
La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano fue también muy precisa al respecto (mostrando, en este caso, la interacción o flujo recíproco de ideas existente entre ambos procesos revolucionarios liberales en los dos países). En su capital artículo 6 reconocía el principio de igualdad que los ciudadanos tienen para acceder a todas las dignidades, cargos y empleos públicos, según su capacidad, “y sin otra distinción que sus virtudes y talentos”. Sin duda, el binomio virtudes/talentos tiene su correspondencia actual en este otro: integridad/aptitudes o mérito. No obstante, como estudió Jacques Ziller, el principio de igualdad se asentó (no sin dificultades) en la Europa continental, mientras que el principio de mérito echó anclajes en el mundo anglosajón.
El talento público, por tanto, ya estaba omnipresente en esas manifestaciones del primer constitucionalismo liberal, a las que siguieron otras muchas experiencias prácticas en el complejo asentamiento del principio de mérito en las Administraciones públicas durante los siglos XIX y XX. Ciertamente, el concepto de talento ha evolucionado. Pero, por lo que aquí interesa, la captación del talento público (a través de los principios de mérito y capacidad) se fue asentando lentamente mediante nombramientos basados en la objetividad y no en criterios arbitrarios, para lo cual el test de idoneidad siempre fue muy preciso: quien es la persona más competente (o que acredita mayor mérito) y dispone de virtudes más firmes, es el que debe ser nombrado; pero, una vez nombrado, el talento debe desplegarse y no permanecer inerte. Eso requiere un marco institucional y contextual apropiado para que el desarrollo del talento emerja. Para satisfacer tales exigencias la discrecionalidad en los nombramientos de responsables institucionales debe estar acotada y sujeta a estándares de comprobación de idoneidad y de correcta ejecución de sus tareas, mientras que si se trata de funcionarios su ejercicio ha de estar totalmente condicionado a acreditar previa y permanentemente los conocimientos y destrezas necesarios para el ejercicio de las tareas públicas. Y ello solo se puede comprobar por medio de pruebas de acceso exigentes en libre concurrencia y a través de evaluaciones positivas permanentes en el cumplimiento de sus objetivos profesionales.
Ninguna de las dos premisas citadas se da en el ecosistema público español, al menos de forma íntegra. La intensa politización de las estructuras de responsabilidad tanto en el ámbito institucional como en las administraciones públicas (estatal, autonómicas y locales), con una colonización política absoluta (cargos directivos de la alta Administración) o relativa (niveles de confianza en la función pública), comporta, por lo que ahora interesa, que el pretendido talento directivo del Ejecutivo de turno se capte casi de forma exclusiva por criterios de afinidades políticas o personales, sin ningún tipo de validación objetiva y predictiva de las funciones que desplegarán en el sector público. Eso no es captar talento público, es sencillamente ocupar transitoriamente espacios estratégicos de poder con lógicas del clientelismo político. Y tiene efectos funestos, lo que se observa de forma desgarrada cuando hay cambios de gobierno, ahora tan frecuentes.
Tal vez, tan descorazonadora perspectiva se podría pretender atenuar con una captación de talento público vía reclutamiento y selección de los funcionarios públicos. Sin embargo, hoy por hoy, esta solución institucional tampoco resuelve gran cosa, puesto que, por un lado, el sistema tradicional de acceso a la función pública por oposiciones libres, al margen de su más que evidente obsolescencia en su diseño y ejecución, se ha convertido ya en casi totalmente residual (con la excepción relativa de la Administración General del Estado), al imperar cada vez más (empujados más aún por la imparable ola de la “estabilización” del empleo temporal), sistemas de acceso que son de “incorporación” (no selectivos) al carecer de los mínimos estándares que acrediten validez o fiabilidad predictiva para captar talento. A todo ello se suma una prácticamente inexistente aplicación de la evaluación del desempeño en la función pública. Y, por otro lado, es tan fuerte la penetración de la política en las administraciones españolas, que la posición funcionarial se transforma habitualmente en vicarial, con lo cual, haya o no talento potencial en la alta función pública, no existe espacio institucional alguno para su despliegue efectivo.
El talento no es algo innato, no se produce tampoco por generación espontánea, sino que requiere un marco institucional adecuado y, en particular, ha de acreditarse tanto en el momento electivo/selectivo como en su ejercicio a lo largo de la vida institucional o profesional. No basta con predicarlo, hay que aplicarlo. Si no hay sistemas sólidos de acreditación ni tampoco medios válidos de rendición de cuentas o de evaluación, el modelo se convierte en una farsa, que es donde estamos instalados con esa comodidad paralizante que forma el ADN de una política, una función pública y una sociedad que tienen pánico al cambio y a las reformas que impliquen decisiones críticas. En el fondo, como en tantas otras cosas, ese canto al talento público es, en estos momentos, un eslogan que pretende revestir las propias vergüenzas institucionales que nadie quiere reconocer. Lo cierto es que la política está invadida por la mediocridad de quienes solo quieren y piensan realmente en vivir de ella o permanecer cómodamente en sus poltronas el tiempo que sea menester. Y la función pública se ha ido transformando en un refugio de quienes buscan una vida cómoda, con empleo eterno y sin grandes exigencias; pues aunque quieran desarrollar su talento, el contexto institucional ahogará sus ilusiones.
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