Vicente Álvarez García y Flor Arias Aparicio

El procedimiento administrativo ante las situaciones excepcionales

 23/11/2022
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Ante situaciones de crisis pueden resultar imprescindibles ciertas modulaciones de las reglas que ordinariamente rigen el procedimiento administrativo con el objeto de responder de manera ágil frente a un concreto peligro. Durante la pandemia del coronavirus, la participación de los órganos judiciales en el procedimiento para la adopción de disposiciones generales sanitarias para hacer frente a la crisis de salud pública ha transformado el procedimiento administrativo en un discutible procedimiento normativo mixto de naturaleza administrativa y judicial. Este trabajo analiza, por un lado, el contenido de las diferentes medidas adoptadas por las autoridades sanitarias en materia procedimental; y por otro lado, los límites efectivos y los controles jurídicos que deben instituirse para evitar, en lo posible, la tentación de abusar de los poderes de necesidad.

Vicente Álvarez García es Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de Extremadura

Flor Arias Aparicio es Profesora Titular de Derecho Administrativo en la Unviersidad de Extremadura

El artículo se publicó en el número 61 de la Revista General de Derecho Administrativo (Iustel, octubre 2022)

I. INTRODUCCIÓN

La teoría general del Derecho de necesidad enseña que las situaciones de crisis (desde las más extremas -como las guerras o las grandes pandemias- hasta las leves -como los pequeños accidentes de origen natural o humano-) provocan dos tipos esenciales de efectos en el ordenamiento jurídico:

A) Por un lado, un efecto negativo: la necesidad (y, naturalmente, la urgente necesidad -o urgencia-, y la extraordinaria y urgente necesidad -o emergencia-) permite excepcionar temporalmente (o, si se quiere, suspender) la aplicación del Derecho “normal” u “ordinario”, que rige la vida cotidiana del Estado.

B) Por otro lado, un efecto positivo: la necesidad faculta a los poderes públicos para adoptar la regla concreta, el mecanismo jurídico preciso, que, ante una determinada situación de peligro para un fin comunitario esencial (como puede ser la salud o la vida de algunas personas o, en los casos más extremos, la propia existencia del Estado), permitirá la realización de este fin, superando la específica amenaza contra el mismo.

Estos efectos, estrechamente conectados, de la necesidad (el negativo y el positivo) se proyectan sobre todas las reglas jurídicas que regulan la actuación de los poderes públicos destinadas a conseguir los fines de interés general puestos en peligro por la situación de crisis. Esto sucede con las normas de competencia, esto es, con las que determinan el sujeto que tiene la potestad para la toma de las decisiones; con las normas de procedimiento, esto es, con las que establecen el cauce que el órgano competente debe seguir para adoptar las decisiones; con las normas de forma, esto es, con las que determinan la manera de exteriorizar las decisiones; y, finalmente, con las normas de fondo, esto es, con las que precisan el contenido o el alcance material de las decisiones.

En las próximas páginas vamos a centrarnos en recordar brevemente cómo funciona un procedimiento administrativo en situaciones de plena normalidad, para pasar a estudiar a continuación las diferentes categorías de modulaciones que pueden sufrir las reglas procedimentales en situaciones extraordinarias.

II. LAS REGLAS ESENCIALES SOBRE LA ORDENACIÓN DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO EN SITUACIONES DE NORMALIDAD

El sometimiento de la actuación de las Administraciones públicas a un determinado cauce procedimental constituye una exigencia de alcance constitucional con mención expresa en el apartado c) del art. 105 de la Constitución Española. Este mandato constitucional se hace efectivo de manera preferente en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LPAC), en la que se destaca ese carácter esencial que tiene el procedimiento al presentarlo como la “materialización” de los principios que deben regir las Administraciones públicas, recogidos en el art. 103 de nuestra Norma Fundamental, y, en particular, del principio de eficacia y del principio de legalidad. El procedimiento administrativo se configura de este modo, según la Exposición de Motivos de esta Ley, como “una serie de cauces formales que han de garantizar el adecuado equilibrio entre la eficacia de la actuación administrativa y la imprescindible salvaguarda de los derechos de los ciudadanos y las empresas que deben ejercerse en condiciones básicas de igualdad en cualquier parte del territorio, con independencia de la Administración con la que se relacionen sus titulares” (punto segundo). Y, más adelante, se llega a definirlo como “el conjunto ordenado de trámites y actuaciones formalmente realizadas, según el cauce legalmente previsto, para dictar un acto administrativo o expresar la voluntad de la Administración”.

El tratamiento de esta institución clave en el Derecho público es abordado por la doctrina administrativista desde la doble finalidad, o las dos garantías, que cumple. Por un lado, el procedimiento ofrece pautas de comportamiento a la Administración, que contribuyen a la necesaria objetividad en su actuación, que está orientada a la satisfacción de los intereses públicos. Por otro, el procedimiento garantiza los derechos e intereses de los ciudadanos, que pueden intervenir en la toma de las decisiones administrativas. La máxima expresión de esta funcionalidad se manifiesta en el hecho de que las irregularidades procedimentales pueden llegar a provocar, incluso, la nulidad de las resoluciones administrativas en el caso de que éstas sean dictadas “prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido” [art. 47.1 e) LPAC]. Y, en este sentido, la formalización procedimental del ejercicio de potestades administrativas representa una “vía previa y precisa” para que pueda materializarse el control judicial de la actividad administrativa.

Este conjunto ordenado de trámites y actuaciones formalmente realizas en que se concreta el procedimiento administrativo está dirigido a afianzar el acierto de la decisión de la Administración en su actuar. No es otra la función que cumple la fase de instrucción en un procedimiento, que consiste y se define como la suma de actos (alegaciones, pruebas, informes) necesarios “para la determinación, conocimiento y comprobación de los hechos en virtud de los cuales deba pronunciarse la resolución” (art. 75.1 LPAC). Pero, también, el procedimiento persigue garantizar los derechos e intereses legítimos del interesado (ciudadano), por imperativo constitucional, mediante su participación en el mismo en las distintas fases y en los distintos trámites que puedan sucederse. El art. 53 LPAC se encarga de recordar cuáles son esos derechos de los interesados en el marco de un procedimiento: alegar, proponer prueba, consultar el expediente, etcétera.

En ese “cauce formal” y en esas “actuaciones formalmente realizadas” con que se identifica el procedimiento, el tiempo constituye un elemento esencial, en la medida en que delimita el plazo (la duración) en el que se ha de desarrollar la actividad administrativa. Las unidades de tiempo (horas, días, meses y años) contribuyen de esta forma a asegurar la funcionalidad de los procedimientos, haciendo de su duración un rasgo de eficacia y de legalidad. A tales fines superiores responde la fijación de plazos en los procedimientos administrativos con un sentido puramente instrumental, ya sea para la realización de sus trámites o bien para marcar cuándo tienen que terminar. La Administración está obligada a resolver los procedimientos en los plazos fijados legalmente (apartados 2 y 3 del art. 21 LPAC); el transcurso de este plazo máximo legal sin resolver tiene efectos jurídicos (arts. 24 y 25 LPAC); los trámites que deben cumplimentar los interesados deben realizarse en determinados plazos (art. 73 LPAC); etcétera. De esta manera, sin ser un fin en sí mismo, el tiempo como “hecho jurídico” tiene consecuencias de muy diversa índole que se derivan del paso del lapso temporal legalmente establecido para actuar, o precisamente por no hacerlo.

Tan es así, que la Ley del Procedimiento Administrativo Común llega a establecer el mandato de la obligatoriedad de los términos y plazos fijados legalmente tanto para la propia Administración (sus autoridades y personal) como para los interesados en la tramitación de los procedimientos (art. 29). Esta obligatoriedad de términos y plazos constituye en cierta medida un principio rector del procedimiento administrativo (pues, como decimos, su incumplimiento acarrea consecuencias jurídicas), que hay que sumar a otros principios procedimentales como el de preclusión, el de celeridad, el de racionalidad o, en último término, el de seguridad jurídica. Todos estos principios informan sobre la importancia de que el procedimiento se resuelva en un plazo razonable, en el menor tiempo posible, evitando las dilaciones indebidas.

III. LAS TÉCNICAS JURÍDICAS EXISTENTES PARA LA MODULACIÓN DE LAS REGLAS RECTORAS DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO EN SITUACIONES DE NECESIDAD

Las reglas de procedimiento (así como las de competencia, de forma o de contenido) previstas por el Derecho positivo para las circunstancias ordinarias pueden sufrir una alteración con el objetivo último de asegurar un fin esencial para la comunidad en un determinado contexto fáctico que lo hace peligrar. En concreto, la necesidad en sus diferentes variantes puede repercutir sobre el desarrollo del conjunto de trámites que conforman el procedimiento administrativo en circunstancias ordinarias con el propósito esencial de facilitar la adopción de decisiones o de actuaciones por parte de los Poderes Públicos en un tiempo reducido, pero intentando garantizar, asimismo, la seguridad jurídica y no perjudicar los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos.

El grado de alteración de las reglas procedimentales que puede ser justificado por la necesidad está en función del fin concreto que deban realizar los Poderes Públicos y de la concreta situación fáctica que lo ponga en peligro. De este modo, la necesidad puede permitir, en primer lugar, la simplificación del procedimiento ordinario (mediante, esencialmente, la supresión de ciertos trámites o la reducción de plazos); en segundo lugar, la sustitución del procedimiento ordinario por otro de urgencia (en el que, entre otras posibilidades, se invierte el orden de ciertos trámites o se recurre a procedimientos alternativos más ágiles, que permiten en definitiva adoptar la decisión en un menor período de tiempo); en tercer lugar, la supresión total de todo procedimiento (cuando la respuesta ante la situación crítica deba ser inmediata, sin que sea posible esperar a una previa actuación formalizada de la Administración, porque, sencillamente, no hay margen de tiempo para ello); y, en cuarto lugar, la suspensión y la interrupción de los procedimientos (mediante la paralización del cómputo de los plazos administrativos).

1. La simplificación del procedimiento

Las técnicas que nuestro Derecho positivo prevé para hacer más breve, o en su caso más sencillo, un procedimiento pueden concretarse tanto en la supresión de ciertos trámites como en la reducción de los plazos. En efecto, la necesidad (y, muy en particular, la urgente necesidad o, simplemente, urgencia) justifica la supresión de trámites tan esenciales como el de audiencia a los interesados o el de informe; pero esta simplificación procedimental puede consistir también en la reducción de los plazos, que bien puede afectar con carácter general a todo el procedimiento o bien puede hacerlo de forma específica sobre el tiempo para la realización de algunos de sus trámites. Ejemplos de este tipo de alteraciones procedimentales pueden encontrarse con relativa facilidad en nuestra legislación ordinaria anterior a la pandemia, pero es cierto que se han incrementado en los últimos tiempos para hacer frente a sus efectos.

A. Algunos ejemplos de supresión de trámites en nuestra legislación ordinaria tradicional

La supresión de un trámite tan esencial como el de audiencia al interesado está prevista en la legislación reguladora de las entidades de crédito. En efecto, el art. 72 de la Ley 10/2014, de 26 de junio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia de Entidades de Crédito, dispone que los acuerdos de intervención de una entidad de crédito o de sustitución de sus órganos de administración o dirección “se adoptarán previa audiencia de la entidad de crédito interesada durante el plazo que se le conceda al efecto, que no podrá ser inferior a cinco días”. No obstante, continúa este precepto, podrá prescindirse de esta audiencia “cuando dicho trámite comprometa gravemente la efectividad de la medida o los intereses económicos afectados”. El lapso temporal que el trámite de audiencia supone no haría otra cosa que agravar la magnitud de la crisis al aplazar las medidas de intervención o de sustitución, auténticas medidas de necesidad, a un momento temporal en el que los efectos de la crisis serían totalmente irreversibles.

En relación con la supresión del trámite de informe, el ejemplo nos lo proporciona la legislación local. En concreto, el Reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las Entidades Locales (ROF), aprobado por el Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre, permite que la urgencia justifique la omisión del informe de las Comisiones Informativas, órganos de naturaleza eminentemente consultiva que “tienen por funciones el estudio, informe o consulta de los asuntos que hayan de ser sometidos a la decisión del Pleno” (art. 123.1 ROF), y cuyos dictámenes tienen carácter preceptivo y no vinculante (art. 126.1 ROF). Por razones de urgencia, en efecto, el Alcalde o Presidente de la Corporación “podrá incluir en el orden del día, a iniciativa propia o a propuesta de alguno de los portavoces, asuntos que no hayan sido previamente informados por la respectiva Comisión Informativa” (art. 82.3 ROF), y, por tanto, el Pleno o la Comisión de Gobierno “podrá(n) adoptar acuerdos sobre asuntos no dictaminados por la correspondiente Comisión Informativa” (art. 126.2 ROF).

B. Algunos ejemplos de reducción de plazos en nuestra legislación tradicional

En cuanto a la reducción de plazos como forma de simplificación del procedimiento, esta medida está prevista con carácter general, afectando al conjunto del procedimiento, en el caso de la tramitación de urgencia recogida en la Ley del Procedimiento Administrativo Común, en cuyo art. 33 se dispone que “(C)uando razones de interés público lo aconsejen, se podrá acordar, de oficio o a petición del interesado, la aplicación al procedimiento de la tramitación de urgencia, por la cual se reducirán a la mitad los plazos establecidos para el procedimiento ordinario, salvo los relativos a la presentación de solicitudes y recursos”.

En otros supuestos, la reducción de plazos está prevista de forma particular para alguno de los trámites del procedimiento. Nuevamente el ejemplo nos lo proporciona la Administración local. La convocatoria de las sesiones del Pleno de las Corporaciones Locales debe efectuarse al menos con dos días hábiles de antelación, salvo en el caso de las “sesiones extraordinarias urgentes” en las que la urgencia del asunto o asuntos a tratar no permite convocar la sesión con dicha antelación mínima. En estos casos, la urgencia justificará que entre la convocatoria y la celebración de la sesión puedan transcurrir menos de dos días hábiles de antelación [art. 46.2 b) de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local (LBRL), y arts. 79 y 84.4 ROF].

C. Algunos ejemplos de simplificación procedimental empleada para hacer frente a los efectos adversos de la pandemia de coronavirus

La simplificación de los procedimientos para agilizar su tramitación ha sido la técnica prioritariamente elegida para gestionar las medidas económicas adoptadas para hacer frente a la situación de crisis social y económica resultante de la situación de excepción originada por la pandemia de la Covid-19. Con la finalidad de “facilitar la programación, presupuestación, gestión y ejecución de las actuaciones financiables con fondos europeos”, el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resilencia, aprueba una serie de medidas dirigidas a “reducir las barreras normativas y administrativas, que permitan una gestión más ágil y eficiente, para facilitar la absorción de los mencionados fondos” (art. 1.3).

Estas medidas simplificadoras del procedimiento se basan en las técnicas tradicionales tanto de la reducción de los plazos de los procedimientos mediante su calificación de urgentes, como también de la supresión de algunos trámites. Veamos, entre muchas otras posibilidades, algunos ejemplos de una y otra técnica.

a) En este orden de ideas, y en relación, en primer término, con el mecanismo de la reducción de los plazos, el procedimiento de elaboración de las normas adoptadas en el marco de la ejecución de los fondos europeos para el Plan de Recuperación, Transformación y Resilencia, tendrá carácter de urgente en cuanto a la reducción a la mitad de los plazos establecidos para la realización de los trámites de informes, consultas y dictámenes (art. 47, apartados 1 y 2, del citado Real Decreto-ley 36/2020, en relación con los arts. 26.5 y 27 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno). La ejecución de gastos con cargo a fondos europeos sigue también una tramitación de urgencia y su despacho será prioritario, “sin necesidad de que el órgano administrativo motive dicha urgencia en el correspondiente acuerdo de inicio” (art. 48.1).

Otro supuesto es la modificación de aquellos artículos de la Ley 21/2013, de 9 de diciembre, de Evaluación Ambiental, que refieren plazos para la realización de algunos trámites (de informe, de alegaciones, de resolución), reduciendo significativamente el tiempo previsto para evacuarlos (al respecto pueden verse las nuevas redacciones dadas, entre otros, a los arts. 17, 19.1, 22.1, 25.1, etc.). El mismo objetivo persiguen las modificaciones operadas por este Real Decreto-ley en otras normas tales como: el Texto Refundido de la Ley de Prevención y Control Integrados de la Contaminación (aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2016, de 16 de diciembre); o el Reglamento de Emisiones Industriales y de desarrollo de la Ley 16/2002, de 1 de julio, de Prevención y Control Integrados de la Contaminación (aprobado por el Real Decreto 815/2013, de 18 de octubre).

b) Además, con respecto, en segundo término, a la afectación a los trámites que ordinariamente integran el procedimiento administrativo, este Real Decreto-ley introduce cambios en distintos preceptos de la legislación sectorial que suponen su reducción o eliminación. Así, en la concesión de subvenciones y ayudas financiables con fondos europeos, por ejemplo, se suprimen requisitos tales como la autorización del Gobierno o el informe del Ministro de Hacienda (art. 60 de la referida norma legal de urgencia, en relación con la Ley 38/2003, de 17 de noviembre, General de Subvenciones).

2. La sustitución del procedimiento

En otros supuestos, para poder afrontar eficazmente la situación de peligro la actuación transciende a la mera simplificación del procedimiento ordinario mediante el recurso a un procedimiento alternativo de carácter especial que viene a sustituir al procedimiento ordinario, y que permite conseguir, con una tramitación menos compleja, la adopción de la medida administrativa imprescindible para la realización del fin general puesto en peligro. El recurso a este tipo de procedimientos es significativo en casos de urgencia en los que la demora en la adopción de la medida administrativa que exigiría la instrucción del procedimiento ordinario impediría la realización del fin de interés general afectado.

Este tipo de procedimiento especial se caracteriza en su gestión bien por una alteración del orden temporal de los trámites previstos para el procedimiento ordinario, o bien por la configuración de un procedimiento totalmente alternativo. Tenga uno u otro diseño, lo cierto es que el procedimiento especial permite resolver los asuntos de forma más rápida, haciendo frente con una mayor celeridad a la situación de peligro. En tales términos, pueden encontrarse ejemplos en la legislación sobre expropiación forzosa o en la de patrimonio de las Administraciones públicas, sin que falte algún supuesto bien significativo en el propio texto constitucional.

A. La sustitución del procedimiento ordinario por uno de urgencia

La Ley de 16 de diciembre de 1954, sobre Expropiación Forzosa (LEF), regula, junto al procedimiento general u ordinario, una pluralidad de procedimientos especiales a los que hay que añadir el procedimiento de urgencia. Este procedimiento, previsto en el art. 52 LEF, se singulariza por alterar las fases de un procedimiento estrictamente tasado como es el expropiatorio. Concretamente, el procedimiento de urgencia se caracteriza fundamentalmente porque, con su utilización, se debe entender cumplido el trámite de declaración de necesidad de la ocupación de los bienes que hayan de ser expropiados (trámite que inicia el procedimiento de expropiación ordinaria), dando derecho a la ocupación inmediata de los mismos. La fase de ocupación se antepone, pues, en el procedimiento de urgencia a la fijación y al pago del justiprecio, fases que quedan relegadas al final del procedimiento.

B. El recurso a procedimientos alternativos de tramitación más simple

La Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP), regula tres supuestos de sustitución de procedimientos provocados por una situación de urgente necesidad (o, más simplemente, de urgencia). El apartado primero del art. 107 de esta Ley establece, como regla general, el concurso para la adjudicación de los contratos para la explotación de los bienes y derechos patrimoniales, salvo que por “la urgencia resultante de acontecimientos imprevisibles” proceda la adjudicación directa. De igual modo, la adquisición a título oneroso por la Administración de bienes o derechos podrá realizarse mediante concurso público o mediante el procedimiento de licitación restringida, salvo que se acuerde la adquisición directa por “la urgencia de la adquisición resultante de acontecimientos imprevisibles” (art. 116.4 LPAP). Una sustitución procedimental similar está prevista para el arrendamiento de los bienes inmuebles que el Estado precise para el cumplimiento de sus fines. Estos arrendamientos se concertarán ordinariamente mediante concurso público o mediante el procedimiento de licitación restringida, salvo que, por “la urgencia de la contratación debida a acontecimientos imprevisibles”, se considere necesario concertarlos de modo directo (art. 124.1 LPAP).

C. El caso de la adopción de los (Reales) Decretos-leyes

En un modelo teórico de división de poderes, la facultad de adoptar las leyes corresponde al Poder Legislativo, mientras que el Ejecutivo tiene atribuida la potestad para su ejecución. Este modelo no se corresponde con la vigente realidad constitucional española donde el Poder Ejecutivo tiene atribuida la potestad de dictar reglamentos (art. 97 CE), pero también la de aprobar normas legales “en casos de extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86 CE).

La aprobación de una Ley formal por las Cortes Generales requiere de un tiempo del que en ocasiones no se dispone para afrontar una situación de crisis, por lo que se debe acudir a otro tipo de norma de rango legal alternativa, siguiendo para su adopción un procedimiento diferente al legislativo (diseñado por la Constitución y por los Reglamentos del Congreso de los Diputados y del Senado) y, naturalmente, por un sujeto distinto al titular del Poder Legislativo. Hay en los Reales Decretos-leyes una alteración, por tanto, de las reglas de competencia, de procedimiento e, incluso, de forma jurídica.

En lo que ahora nos importa, el procedimiento para la adopción del Real Decreto-ley se encuentra pergeñado por la Constitución directamente y está desarrollado por la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno. El tiempo para su adopción es, ciertamente, mucho más reducido que el necesario para la aprobación de una Ley formal, dado que, entre otras cosas, la elaboración de esta norma legal de urgencia depende exclusiva y unilateralmente de la voluntad del Gobierno, sin necesidad de tener que acudir a negociaciones parlamentarias en la Cortes Generales antes de su aprobación. Y es que el Real Decreto-ley puede entrar válidamente en vigor una vez aprobado por el Gobierno y publicado en el BOE, y sólo después debe ser sometido a convalidación por el Congreso de los Diputados en el plazo de treinta días siguientes a su promulgación. Hasta que se decida por esta Cámara Legislativa si se convalida o no esta norma, que recordemos tiene rango legal, goza de eficacia para hacer frente a la situación de extraordinaria y urgente necesidad, de tanta eficacia como la que tiene una Ley formal.

El problema del recurso a esta fuente normativa en nuestro ordenamiento jurídico es, realmente, el del abuso en su utilización por parte del Gobierno de la Nación (y también de los regionales en aquellas Comunidades Autónomas que han incorporado la figura de los Decretos-leyes en sus Estatutos). Y es que se ha trivializado en grado sumo el presupuesto habilitante requerido para su adopción: la “extraordinaria y urgente necesidad”. Desgraciadamente, una fuente del Derecho que debería ser excepcional (para hacer frente a peligros severos e inmediatos) se utiliza sin reparo alguno para el gobierno ordinario de la Nación y de las Comunidades Autónomas, con el beneplácito prácticamente garantizado, eso sí, de nuestro Tribunal Constitucional.

3. La supresión del procedimiento

A veces la propia naturaleza del peligro hace imposible que los Poderes Públicos o sus agentes sigan ningún tipo de procedimiento, por abreviado que éste pueda ser, si efectivamente quieren adoptar con la rapidez necesaria una medida adecuada para hacer frente a dicha situación de una manera mínimamente eficaz. Nuestra legislación ordinaria recoge ejemplos de supuestos en los que se prescinde del procedimiento, y a ella han recurrido los poderes de necesidad para justificar la supresión del mismo ante situaciones excepcionales. Veamos brevemente tres supuestos bien característicos.

A. La coacción directa como prototipo de actuación administrativa al margen de un procedimiento formalizado

El mejor ejemplo de actuación no procedimentalizada de los Poderes Públicos por motivos de urgencia es el instituto de la coacción administrativa directa. Frente al procedimiento normal que debe seguir la Administración ante el incumplimiento de sus decisiones para recurrir a alguno de los medios de ejecución forzosa tasados por la ley, la peculiaridad de la coacción administrativa directa radica en que opera ante una situación de peligro caracterizada por su inminencia, de forma tal que no permite la operatividad del sistema normal de esperar a la adopción de una decisión declarativa previa mediante los cauces procedimentales normales.

La urgencia permite una reacción instantánea de la Administración, destinada en última instancia a la rectificación de las situaciones fácticas que hagan peligrar de manera inminente el orden público o cualquier otro fin esencial para la vida de la comunidad. El Derecho de policía constituye el ámbito paradigmático en el que, dada la naturaleza de los peligros a los que se debe hacer frente, opera la coacción administrativa directa.

B. La requisas como ejemplo de expropiaciones en las que se prescinde absolutamente de todo procedimiento

El art. 8 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19, prevé dos categorías de medidas de necesidad (las requisas y las prestaciones personales obligatorias) de rancio abolengo en el Derecho Público español. Estos dos tipos de medidas tienen una cobertura legal específica en la letra b) del art. 11 LOAES, pero se encuentran también presentes en la actual legislación sanitaria. Y es que tanto el art. 26.1 de la Ley General de Sanidad (1986) como el art. 54 de la Ley General de Salud Pública (2011) prevén la intervención de medios materiales y personales, y, en todo caso, la adopción de cuantas otras medidas se consideren necesarias para atajar la crisis sanitaria. Esta legislación estatal se encuentra replicada en las leyes autonómicas parangonables.

Centrándonos en este momento de manera exclusiva en la técnica jurídica de las requisas, debemos señalar que, como cualquier otra actuación “ordinaria” de la Administración, la expropiación forzosa requiere, en circunstancias normales, seguir un procedimiento preconfigurado. Ahora bien, en circunstancias extraordinarias, puede ser imposible no sólo respetar este procedimiento administrativo ordinario, sino cualquier otro tipo de formalidad (incluso las más reducidas establecidas por el procedimiento expropiatorio de urgencia), que impida a la Administración hacerse de manera inmediata con la propiedad o con el uso temporal de un bien para hacer frente a una catástrofe consumada o a un peligro inminente. Éste es el campo de juego de las requisas, que siguen estando reguladas de manera general por la Ley de Expropiación Forzosa de 16 de diciembre de 1954 (LEF).

Una requisa consiste, por tanto, en una privación singular de bienes y de derechos que se realiza sin mediar ningún procedimiento expropiatorio (esto es, ni el ordinario, ni el urgente), por concurrir un supuesto de extraordinaria y urgente necesidad (o emergencia). Esta privación singular, que se extiende a “todo tipo de bienes” (englobando, por tanto, los muebles, pero también los inmuebles), puede afectar al derecho de propiedad en su integridad, pero también a alguna de sus facultades (por ejemplo, la posesión temporal).

La legislación sobre expropiación forzosa contempla dos tipos de requisas: las civiles (art. 120 LEF) y las de naturaleza militar (arts. 101 a 107 LEF). Las requisas civiles se perfilan a través de los siguientes elementos: en primer término, sirven para hacer frente a “graves razones de orden o seguridad públicos, epidemias, inundaciones u otras calamidades”; en segundo término, la Administración, ante estas situaciones, hará lo necesario para superarlas, “sin las formalidades que para los diversos tipos de expropiación exige esta Ley [LEF]”; y, en tercer término, los particulares que sufran las requisas tendrán derecho a indemnización, pero, en este tipo de supuestos, primero se producirá la ocupación del bien y con posterioridad se determinará el justiprecio y se procederá a su pago. Por su parte, la amplitud de las requisas militares (esto es, aquellas practicadas por las autoridades militares) varía muy considerablemente de encontrarnos ante situaciones ordinarias o en tiempos de guerra y, en todo caso, también deben compensarse mediante el correspondiente justiprecio, que se determinará y se pagará con posterioridad a la ocupación o toma de posesión del bien o del derecho.

C. La contratación de emergencia

La Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público (LCSP), establece los términos de la tramitación de emergencia de los expedientes de contratación (junto a la tramitación normal u ordinaria y a la de urgencia). Esta tramitación de emergencia está prevista para el caso de que la Administración “tenga que actuar de manera inmediata a causa de acontecimientos catastróficos, de situaciones que supongan grave peligro o de necesidades que afecten a la defensa nacional”. En concreto, el art. 120 de esta Ley permite que el órgano de contratación, “sin obligación de tramitar expediente de contratación”, pueda proceder a “ordenar la ejecución de lo necesario para remediar el acontecimiento producido o satisfacer la necesidad sobrevenida, o contratar libremente su objeto, en todo o en parte, sin sujetarse a los requisitos formales establecidos en la presente Ley”.

A esta tramitación de emergencia quedó sujeta, durante la declaración del estado de alarma de 14 de marzo de 2020, la contratación, por ejemplo, de material médico y de EPIS para el personal sanitario, así como todos aquellos contratos celebrados por la Administración General del Estado o sus organismos públicos y entidades de Derecho público que tuvieran como fin atender las necesidades derivadas de la protección de las personas y otras medidas adoptadas por el Consejo de Ministros para hacer frente al Covid-19 (así se dispone en el art. 16.2 del Real Decreto-ley 7/2020, de 12 de marzo, por el que se adoptan medidas para responder al impacto económico del Covid-19, según la redacción dada al mismo por el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo).

4. La suspensión y la interrupción de los términos y de los plazos procedimentales

Para garantizar la seguridad jurídica y no perjudicar los derechos e intereses de los ciudadanos, otras de las medidas que se pueden adoptar ante situaciones de necesidad son tanto la de suspender temporalmente como la de interrumpir los términos y los plazos procedimentales. Se trata, realmente, de dos técnicas jurídicas bien diferenciadas que inciden sobre el normal transcurso del tiempo en el desarrollo ordinario de un procedimiento, afectando a los términos y a los plazos para la cumplimentación de sus trámites.

Sus efectos y sus consecuencias son, asimismo, distintos. Efectivamente, la suspensión de un procedimiento implica que el mismo se detiene, se paraliza el tiempo en un momento determinado, debido al surgimiento de algún obstáculo o causa legal, reanudándose de nuevo cuando estas circunstancias desaparecen en el mismo estado en el que quedó cuando se produjo la suspensión. Por el contrario, la interrupción de un procedimiento supone cortar el transcurso normal del tiempo como consecuencia de un acto interruptivo, quedando sin efecto el tiempo del plazo hasta entonces transcurrido y volviendo a contarse desde cero en toda su extensión en el momento que vuelve la normalidad.

La interrupción o la suspensión pueden incidir o referirse a las dos formas en que puede expresarse el tiempo en el procedimiento, esto es, en los términos o en los plazos. El término es la fecha cierta en la que concluye un plazo o en la que debe llevarse a cabo una determinada actuación procedimental, el señalamiento de un determinado día; el plazo, por su parte, es un lapso temporal, el periodo de tiempo dentro del cual debe realizarse una actuación procedimental. En consecuencia, si lo que se acuerda es la suspensión de los términos y de los plazos el efecto que producirá sobre el devenir ordinario del procedimiento será la paralización de su cómputo y su reanudación una vez que desaparezca la incidencia que motivó la suspensión, de tal manera que volverá a retomarse el cómputo de los días que restan desde que se produjo la suspensión. La interrupción de los términos y plazos, sin embargo, corta de pleno el tiempo transcurrido, cesa su transcurso, por lo que el efecto inmediato que conlleva es el reinicio de su cómputo o, en términos más expresivos, implica empezar desde cero.

La existencia de una situación excepcional puede exigir la paralización de todos aquellos trámites procedimentales que deben realizarse en los periodos de tiempo legalmente determinados. Y ello, fundamentalmente, porque muy probablemente los ciudadanos carecerán, como consecuencia de esa situación excepcional, de los medios o recursos necesarios para cumplir en plazo la realización de las conductas que la norma procedimental precise. Por tanto, para no agravar la carga que el cumplimiento de un plazo implica para el ciudadano o, incluso, para no someterlos a cargas de difícil cumplimiento, la necesidad en sus diversas variantes puede permitir la suspensión y la interrupción de los plazos en situaciones extraordinarias, y su prórroga una vez que se ha verificado la vuelta a la normalidad.

Es ésta la medida estelar de respuesta desde la perspectiva procedimental que, ante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el coronavirus, se previó para afrontar la situación excepcional derivada de la declaración del estado de alarma en relación con la actividad del sector público. El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19, determinó un amplio abanico de medidas de necesidad entre las que se encontraba, precisamente, la suspensión de los plazos administrativos. Concretamente, la suspensión automática de todos los plazos en los procedimientos administrativos (del mismo modo que se suspendían los plazos procesales en el ámbito de la Administración de Justicia y los plazos de prescripción y caducidad de derechos y acciones ejecutables ante las Administraciones públicas) se recogía en la disposición adicional tercera del citado Real Decreto de emergencia constitucional, rubricada “Suspensión de plazos administrativos”. El tenor de esta disposición adicional había que leerlo conforme a la modificación realizada por el Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, que procedía a dar una nueva redacción al apartado 4 y añadía dos apartados nuevos –el 5 y el 6-.

Esta disposición adicional tercera suspendía con carácter general la tramitación de los procedimientos administrativos de las entidades del sector público. Esta suspensión generalizada de los procedimientos administrativos podía, no obstante, ser levantada motivadamente para la continuación de aquellos procedimientos administrativos que viniesen referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que fuesen indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios. Se preveía, asimismo, la continuidad de aquellos procedimientos en los que los interesados renunciasen al beneficio de la suspensión, manifestando su conformidad a que se tramitasen.

IV. LA PARTICIPACIÓN DE LOS ÓRGANOS JUDICIALES EN EL PROCEDIMIENTO DE ADOPCIÓN DE LAS MEDIDAS SANITARIAS GENERALES: UN INSOLITO SISTEMA DE CODECISIÓN ADMINISTRATIVA Y JUDICIAL DECLARADO INCONSTITUCIONAL

1. La inconstitucionalidad de la intervención judicial en el procedimiento de adopción de las medidas sanitarias de carácter general

Salvo durante los períodos temporales en los que el Gobierno de la Nación decidió decretar el estado constitucional de alarma, la base jurídica para hacer frente a la pandemia de la Covid-19, con sus distintas olas, ha sido la cláusula general prevista en el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMESP), que habilita a las autoridades sanitarias para que adopten las medidas “que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. El toque de queda, los confinamientos de poblaciones, las reducciones de los aforos en los lugares de culto, la obligación de exhibir el pasaporte covid o las limitaciones de las aglomeraciones en los lugares públicos y privados, se han adoptado bajo la cobertura de este art. 3 LOMESP con el único requisito de naturaleza sustantiva de que las medidas sanitarias específicas respetasen en cada caso el principio de proporcionalidad.

El recurso a este tipo de cláusulas generales que permiten a los titulares de los poderes de emergencia la adopción de las medidas necesarias para hacer frente a una crisis extrema no ha sido algo precisamente extraño a lo largo de la historia (son ejemplos bien conocidos de ello tanto la técnica de la dictadura comisoria en Roma como la legislación de plenos poderes adoptada por el Parlamento británico para habilitar al Gobierno de Churchill para hacer frente a las tropas nazis durante la II Guerra Mundial), ni lo es ahora en nuestro vigente Derecho, donde nuestra legislación de régimen local, por ejemplo, atribuye al Alcalde la potestad de “(A)doptar personalmente, y bajo su responsabilidad, en caso de catástrofe o de infortunios públicos o grave riesgo de los mismos, las medidas necesarias y adecuadas dando cuenta inmediata al Pleno” [art. 21.1 m) LBRL].

Lo verdaderamente extraordinario de nuestro Derecho de la salud pública ha sido durante muchos meses de pandemia la insólita decisión de que la adopción por parte de las autoridades sanitarias de medidas carácter general (cuando “impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales”) quedase condicionada desde la perspectiva procedimental a la aprobación de los órganos jurisdiccionales contencioso-administrativos. Los arts. 10.8 y 11.1 i) de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA), tras su modificación por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, imponían la obligación a las autoridades sanitarias de someter las medidas de salud pública que acordasen a la “autorización” o a la “ratificación” por parte de los correspondientes órganos de este orden jurisdiccional (esto es, de las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia –en el caso de las medidas autonómicas- o de la Audiencia Nacional –en el supuesto de las medidas estatales adoptadas por el Ministerio de Sanidad-).

De esta forma, y de acuerdo con las previsiones de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, los órganos judiciales pasaban a codecidir con la Administración sanitaria las medidas necesarias para hacer frente a una crisis de salud pública. En otros términos, el procedimiento para la adopción de las disposiciones generales sanitarias (únicamente de las sanitarias) había dejado de ser un procedimiento administrativo, para convertirse en un procedimiento normativo mixto de naturaleza administrativa y judicial: sin que la Administración sanitaria elaborase el texto del reglamento sanitario y lo publicase no podía haber norma válida y eficaz, pero sin que los correspondientes tribunales la aprobasen definitivamente (autorizándola o ratificándola) tampoco.

Este procedimiento, desde sus mismos orígenes, pareció a buena parte de la doctrina iuspublicista española que no encajaba bien con el principio de separación de poderes, al atribuirse a los jueces y tribunales un poder correglamentador en materia sanitaria, cuando su función constitucional es la de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117 CE), mientras que la del Poder Ejecutivo es la de elaborar las normas reglamentarias de manera general (art. 97 CE), también en el ámbito de la salud pública.

El Tribunal Constitucional ha seguido este parecer inicialmente académico en su STC 70/2022, de 2 junio, fijando la siguiente doctrina jurídica:

“En suma, la autorización judicial de las medidas sanitarias de alcance general prevista en el cuestionado art. 10.8 LJCA, que además no tiene respaldo en ninguna ley sustantiva, provoca una reprochable confusión entre las funciones propias del Poder Ejecutivo y las de los tribunales de justicia, que menoscaba tanto la potestad reglamentaria como la independencia y reserva de jurisdicción del Poder Judicial, contradiciendo así el principio constitucional de separación de poderes, consustancial al Estado social y democrático de Derecho (arts. 1.1, 97, 106.1 y 117 CE)” (FJ 7)(1).

2. La distinción entre las técnicas jurídicas de la autorización y de la ratificación

En todo caso, y aunque nuestro Tribunal Constitucional haya declarado la inconstitucionalidad de la intervención judicial en el procedimiento de adopción de las disposiciones sanitarias de alcance general, creemos que deben hacerse algunas precisiones sobre las técnicas jurídicas de la autorización y de la ratificación judicial, que, en ocasiones, son mal comprendidas. Y es que, en efecto, a pesar de que la legislación contencioso-administrativa utilizaba de forma diferenciada los términos autorización y ratificación para regular la intervención de los órganos jurisdiccionales contencioso-administrativos en el procedimiento de aprobación de las disposiciones sanitarias generales, la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha equiparado los efectos de ambas técnicas desde su Sentencia núm. 719/2021, de 24 de mayo, indicando que las medidas sanitarias carecen de eficacia mientras no sean, o bien autorizadas o bien ratificadas.

No es éste, en nuestra opinión, el sentido que debe darse a estos dos términos. Nos parece que, en realidad, la autorización y la ratificación son dos técnicas jurídicas diferentes. Esta diferencia se aprecia no solo en el momento de efectuarse una u otra (antes o después de publicarse oficialmente la medida), sino que afecta también al momento en el que ganan eficacia las medidas sanitarias. Sin la previa autorización judicial las medidas no pueden ser eficaces; pero sin la ratificación, dichas medidas deben ser eficaces desde que se publican oficialmente y hasta que se produzca la intervención judicial. Si se deniega la ratificación, entonces (y sólo entonces) las medidas sanitarias generales dejarán de tener eficacia. A esto debe añadirse que la Administración que adopta una medida sanitaria no es libre de acudir a la autorización judicial previa o a la ratificación a posteriori. La posibilidad de emplear una u otra técnica depende de la urgencia con la que deba adoptarse y aplicarse la medida. Si la medida sanitaria general puede esperar hasta que se produzca la intervención judicial para entrar en vigor, entonces debe utilizarse siempre la técnica de la autorización previa; si, por el contrario, la urgencia exige que la medida sea eficaz de manera inmediata, entonces habrá que acudir a la ratificación judicial ex post.

V. UNAS BREVES REFLEXIONES FINALES DE NATURALEZA PROPOSITIVA

1. Aunque, ante situaciones de crisis, pueden resultar imprescindibles ciertas modulaciones de las reglas que ordinariamente rigen el procedimiento administrativo con el objetivo último de responder de manera ágil frente a un concreto peligro, para que sea admisible el empleo de estas técnicas se requiere el respeto de algunos límites, que deben ser efectivamente supervisados por los órganos encargados del control jurídico de la Administración

El diseño de los procedimientos administrativos ordinarios tiene, como hemos visto, la doble finalidad de asegurar el mayor respeto por parte de la Administración de los intereses generales de la comunidad, sin desconocer los intereses de los particulares a los que se da voz mediante diferentes trámites a lo largo de su tramitación (como las alegaciones, el trámite de audiencia, etcétera).

Esta doble garantía puede verse disminuida en situaciones de necesidad (y, muy en particular, en situaciones de urgente necesidad -o urgencia- o de extraordinaria y urgente necesidad -o emergencia-), cuando la actuación de la Administración debe ser inmediata, sin que se pueda esperar a la tramitación normal del procedimiento.

La necesidad de actuar de manera inmediata para superar una situación de peligro para un fin esencial de la comunidad justifica, en efecto, dicha disminución de garantías para la defensa correcta del interés general y de los intereses de los particulares. La simplificación del procedimiento ordinario (con la reducción de trámites o del tiempo necesario para realizarlos), su sustitución por otros más ágiles pero con menos garantías, su supresión total cuando la actuación debe ser inmediata o la suspensión e interrupción de los términos y de los plazos son técnicas que afectan, sin duda, a dichas garantías en mayor o menor medida.

Esta disminución de las garantías procedimentales está justificada por la necesidad en sus distintas formas, y es esencial que sólo se recurra a estas técnicas restrictivas cuando exista realmente un supuesto de crisis. Puede ser una tentación abusar de los poderes de necesidad, y es que siempre resulta menos engorroso para la Administración actuar sin seguir los procedimientos ordinarios legalmente establecidos. Por eso, resulta esencial que existan límites efectivos (que vienen propiciados normalmente por la constatación de la propia situación de necesidad y por el respeto del principio de proporcionalidad) y que, finalmente, se instituyan controles jurídicos efectivos, que deben funcionar correctamente para evitar, en la medida de lo posible, los abusos.

2. Es necesario poner coto al abuso generalizado en el empleo de los (Reales) Decretos-leyes por el Gobierno de la Nación y por los gobiernos autonómicos en situaciones que no tienen nada ni de urgente ni de extraordinario

El caso más visible en nuestro Derecho de abuso de los poderes de necesidad es el referido al empleo indiscriminado de los (Reales) Decretos-leyes. No es sólo un problema, ciertamente, de estos tiempos de pandemia. Este tipo de normas se ha usado de manera verdaderamente desproporcionada por gobiernos de uno u otro signo desde los mismos inicios de la presente etapa constitucional, pero se ha acrecentado su empleo con el paso del tiempo hasta llegar a su momento culminante durante la actual época pandémica. A los tremendos abusos en el ámbito de la Administración General del Estado, se han añadido las Comunidades Autónomas cuyos Estatutos recogen esta fuente del Derecho. El trabajo normativo de los múltiples Parlamentos que existen en nuestro país se ha visto suplantado en una amplísima medida por los correspondientes Poderes Ejecutivos, sin que existan realmente grandes controles frente a estos abusos.

El papel de control de estas normas legales de urgencia por el Tribunal Constitucional ha sido, ciertamente, muy timorato, permitiendo la trivialización del presupuesto habilitante para su adopción. La apreciación de la extraordinaria necesidad, en efecto, ha sido dejada en manos de los diferentes gobiernos que acuden a fórmulas perfectamente estereotipadas para su justificación, y tan sólo, y tímidamente, ha controlado el Alto Tribunal en algunas ocasiones la existencia real de la urgencia para casos ciertamente muy extremos.

En definitiva, quizá habría que pensar en un futuro más o menos próximo en proceder a modificar la Constitución y los Estatutos de Autonomía para precisar cuándo existe “una extraordinaria y urgente necesidad”, circunscribiendo este concepto a situaciones realmente graves e imperiosas, esto es, a lo que los términos “extraordinario” y “urgente” deben conducir. Hasta que eso suceda habría, por un lado, que exigir a los propios gobiernos una cierta contención en el recurso a la legislación de urgencia, aunque esto ciertamente parece una quimera; y, por otro, el Tribunal Constitucional, en su control jurídico, debería exigir que las justificaciones de estas normas realizadas por los gobiernos de turno demuestren la concurrencia real de un supuesto de extraordinaria y urgente necesidad para la adopción de cada norma legal de urgencia. Aunque esto segundo quizá pueda parecer, de manera apriorística, algo menos complejo, es cierto que el papel del Tribunal Constitucional está a día de hoy lejos de ser fácil, ante el poco respeto que desde las filas gubernamentales se tiene a esta Alta Institución y de la campaña de descrédito sembrada sobre sus decisiones desde diversos grupos políticos y numerosos medios de comunicación. Basta para justificar esta afirmación con observar las reacciones de todos ellos en relación con las Sentencias constitucionales dictadas con ocasión de los estados de alarma decretados durante el año 2020 para hacer frente a la Covid-19 –SsTC 148/2021, de 14 de julio, y 183/2021, de 27 de octubre-.

3. La potestad para adoptar disposiciones generales de naturaleza reglamentaria corresponde constitucionalmente al Poder Ejecutivo en todos los ámbitos, sin que la salud pública deba ser una excepción: los órganos judiciales no deben tener la potestad de autorizar o de ratificar las medidas sanitarias de carácter general, sino, exclusivamente, de controlarlas

Durante el año 2020, en lugar de aprobar una ley antipandemias de carácter integral para hacer frente de manera efectiva a la Covid-19, las Cortes Generales prácticamente se limitaron a incorporar a nuestro Derecho una anomalía jurídica tremendamente lesiva del principio de separación de poderes, como era la atribución a los Tribunales contencioso-administrativos de la potestad de autorizar y de ratificar las disposiciones sanitarias de carácter general eventualmente lesivas de los derechos fundamentales (es cierto que antes de la llegada de la pandemia se atribuía a los órganos judiciales esta potestad autorizatoria, pero se hacía con respecto, exclusivamente, a los actos administrativos singulares que obligaban a ciertos tratamientos sanitarios que afectaban individualmente a un sujeto concreto, al igual que también se les confería para autorizar el acceso a un domicilio por parte de los agentes de la Administración, cuando no había una previa autorización por parte de su titular o no concurría un flagrante delito –art. 8.6 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa).

Se convirtió así, con este poder de autorización de las disposiciones generales, a estos órganos judiciales en correglamentadores en materia sanitaria, aunque nuestro Tribunal Constitucional ha puesto fin, tan reciente como afortunadamente, a esta extraordinaria e insólita anomalía jurídica contraria al principio de separación de poderes, así como a numerosos otros grandes principios jurídicos sobre los que se ha construido el funcionamiento de las Administraciones públicas, desde los orígenes mismos del Derecho Administrativo.

Recuérdese, en todo caso, que las crisis no se circunscriben tan sólo a la salud pública, sino que son muy numerosos los comportamientos humanos y las catástrofes naturales que pueden provocarlas (piénsese en los atentados terroristas, en los accidentes químicos o nucleares, en las inundaciones, en las erupciones volcánicas, en los terremotos, etc.). Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido, y razonablemente, extender, para la válida adopción de las disposiciones generales destinadas a hacer frente a estas situaciones, la obligación de que, junto a la Administración, intervengan los jueces en el procedimiento administrativo necesario para su adopción. Tampoco parece muy sensato que las medidas sanitarias de urgencia adoptadas por un gobierno (estatal o autonómico) mediante un Decreto-ley, que pudiesen ser lesivas de un derecho fundamental, deban ser autorizadas o ratificas por el Tribunal Constitucional antes de entrar en vigor.

El papel de elaborar las normas reglamentarias (y, en su caso, los Decretos-leyes) en materia sanitaria debe corresponder en exclusiva al Poder Ejecutivo, mientras que los jueces y tribunales deben tener atribuido su pleno control, pero a posteriori. Estos últimos carecen de la preparación que tienen los órganos administrativos para la adopción de las medidas generales para hacer frente a una crisis de salud pública o de lo que sea, y no es bueno violentar ni el principio de separación de poderes ni la racionalidad administrativa, atribuyendo una potestad a los jueces sobre algo para lo que no están preparados. No es bueno para un sistema jurídico que quiere ser avanzado, en fin, escudarse en los jueces para evitar las responsabilidades de los administradores públicos.

VI. BIBLIOGRAFÍA

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MUÑOZ MACHADO, S. (2015): Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General. T. XII: Actos administrativos y sanciones administrativas, BOE.

NOTAS:

(1). Prosigue este razonamiento de nuestro más Alto Tribunal indicando que: “Esa inconstitucional conmixtión de potestades quebranta también el principio de eficacia de la actuación administrativa (art. 103.1 CE) y limita o dificulta igualmente, como ya se dijo, la exigencia de responsabilidades políticas y jurídicas al Poder Ejecutivo en relación con sus disposiciones sanitarias generales para la protección de la salud pública, en detrimento del principio de responsabilidad de los poderes públicos, consagrado en el art. 9.3 CE. Quiebra, asimismo, como también hemos señalado, los principios constitucionales de publicidad de las normas y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), dado que las resoluciones judiciales que autorizan, en todo o en parte, esas disposiciones generales en materia sanitaria no son publicadas en el diario oficial correspondiente, lo que dificulta el conocimiento por parte de los destinarios de las medidas restrictivas o limitativas de derechos fundamentales a las que quedan sujetos como consecuencia de la autorización judicial de esos reglamentos sanitarios de necesidad” (FJ 7).

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