Ricardo Rivero Ortega
Ricardo Rivero Ortega es Catedrático de Derecho administrativo en la Universidad de Salamanca
El artículo se publicó en el número 55 de la Revista General de Derecho Administrativo (Iustel, octubre 2020)
I. LA CRISIS COVID-19 Y EL OBJETIVO DE REDUCIR LOS CONTAGIOS: CUESTIONES LEGALES CANDENTES
La Organización Mundial de la Salud declaró la alerta internacional sobre el SARS- CoV-2 el 31 de enero de 2020. Los servicios de salud en España comenzaron a desplegar protocolos de seguimiento de casos entre finales de febrero y principios de marzo. El primer paciente reconocido en territorio español fue un turista alemán, diagnosticado en Canarias (31 de enero), pero no se detectan otros en la Península hasta el 24 de febrero (Cataluña, Madrid, Valencia). A cada una de estas personas se le preguntó en su momento por sus contactos más cercanos (convivientes) para aplicar medidas muy necesarias: realización de pruebas PCR y recomendaciones de cuarentena(1).
El cambio de perspectiva a lo largo de la crisis, en cuanto al número de posibles contagiados por un caso positivo, ha sido notable. La extraordinaria difusión del virus y las graves consecuencias de la enfermedad, que llevaron los sistemas sanitarios al borde del colapso, han forzado un realismo total. Los tests selectivos han sido sustituidos por cribados masivos (desaconsejados hasta fechas recientes, como también lo fueron en un principio las mascarillas), y las recomendaciones de limitar el contacto social a los más próximos se han endurecido, declarando confinamientos temporales de núcleos de población completos (grandes ciudades incluidas), barrios o zonas básicas de salud. Esto es así porque una vez se descontrola la transmisión comunitaria, el crecimiento es exponencial, volviendo la curva a subir como lo hizo en las peores semanas de los meses de marzo y abril.
Las medidas más drásticas de reducción de la movilidad y por tanto de las libertades ex post, tras la detección del contagio, plantean inconvenientes de todo tipo. Por un lado, dañan gravemente la economía, como se ha sufrido con intensidad en sectores productivos importantes (el turismo, de forma muy destacada). Además, se ha abierto un debate sobre la legalidad y legitimidad de aplicar restricciones genéricas sobre la base de la vigente normativa sanitaria, lo que ha llevado en muchos casos a requerir la autorización judicial (el caso de los confinamientos de Pedrajas de San Esteban, Iscar o Aranda de Duero en Castilla y León; y luego de otros muchos municipios en Castilla-La Mancha, Madrid). La efectividad de tal modo de proceder es discutida en términos de coste/beneficio y de proporcionalidad(2).
Un pronunciamiento emitido por un Juzgado de lo Contencioso-administrativo en Madrid, por ejemplo, generó confusión sobre la vigencia de prohibiciones que afectaban a los ciudadanos en general, a sectores concretos (el ocio nocturno) y, al fin, a la protección de la salud. Las autoridades autonómicas pidieron una aclaración al juez, que se limitó a hacer declaraciones a los medios. La falta de formalidad de la técnica normativa en los distintos niveles, la inexperiencia sobre la articulación institucional de las decisiones y circunstancias como la expuesta ponen de manifiesto la urgencia de claridad normativa.
La sociedad necesita, además, intervenciones menos indiscriminadas y al tiempo pragmáticas. La limitación de la movilidad en poblaciones completas estigmatiza su nombre y produce perjuicios de largo alcance. Todas las personas sujetas a restricciones experimentan perjuicios diversos, a menudo después de haber cumplido todas las normas, habiendo adoptado sus propias cautelas y sin tener contacto alguno con la enfermedad. La identificación precisa de los lugares de los casos y las personas afectadas es imprescindible para evitar el deterioro de la situación. Por eso necesitamos los rastreadores.
La figura del rastreador ha estado en el centro de varias polémicas sobre la reacción ante la crisis COVID, al ser reconocida como una de las herramientas principales de prevención de nuevos contagios(3). Las diferencias entre políticas públicas de las comunidades autónomas (Andalucía y Castilla y León, con un buen número por habitantes; frente a Madrid, con pocos al principio, por ejemplo) suscitan una serie de dudas sobre las mejores opciones en lo relativo al "rastreo". El número de personas ocupadas con esta tarea está creciendo, así que resulta conveniente despejar varios interrogantes sobre su estatuto, la naturaleza de la recogida de datos que se les encomienda y la obligación de colaboración de las personas con las que contactan. Al fin, estamos ante una muestra de actividad administrativa de control, siquiera informativo, de vigilancia para prevenir riesgos y daños sobre la salud de todos(4).
Los medios de comunicación se han hecho eco de los datos cuantitativos de los distintos sistemas sanitarios; también han descrito en reportajes especiales el perfil de quienes asumen esta tarea de “rastreo” (si son o no profesionales sanitarios, si pueden ser voluntarios, la eventual participación de militares, sus características, las condiciones de desarrollo de su trabajo). La complementariedad entre estos servicios y las apps de vigilancia, recién estrenadas en nuestro país, ha sido menos subrayada, aunque pronto se mostrarán muchas de sus implicaciones: ¿se trata de soluciones institucionales intercambiables?; ¿se complementan en la labor de control?; ¿qué ventajas e inconvenientes plantea la automatización de las funciones de vigilancia epidemiológica frente a la realización de la tarea por personas, capaces de recopilar información mucho más detallada sobre el modo de producirse los contactos, el origen de los rebrotes y las características de las personas afectadas?¿Debería el Ministerio de Sanidad establecer protocolos comunes en materia de rastreo, y centralizar en una base de datos la información recopilada, para la mejor inteligencia de la crisis?
Al fin, tanto los rastreadores, que preguntan a quienes reciben un diagnóstico positivo, como las aplicaciones de inteligencia artificial, persiguen un mismo objetivo: identificar todos los potenciales vectores de transmisión. Las personas y las tecnologías se organizan como recursos para la vigilancia epidemiológica, una función pública clásica que ha recobrado en el contexto de la pandemia una importancia inusitada, tras años de muy escasa atención por parte de la doctrina, mucho más centrada en las cuestiones relativas a los derechos de los pacientes, la asistencia sanitaria individual, que en las cuestiones de interés colectivo(5).
La salud pública pasa a ser de nuevo en este difícil contexto una prioridad absoluta, como lo fue en las primeras disposiciones de nuestro Derecho histórico: la Ley General de Sanidad de 1855, la Instrucción General de Sanidad pública de 1904, y la Ley de Bases de Sanidad Nacional de 1944(6). La comprensión de la protección de la salud de todos como función pública nos devuelve a tareas básicas y clásicas del Estado, para las que el Ordenamiento estaba preparado y, tal vez, ya no lo esté tanto, porque se han llegado a cuestionar incluso las obligaciones de vacunación por parte de movimientos que habían adquirido cierto apogeo antes de la pandemia(7).
Una relativa obsolescencia de nuestra regulación de la salud colectiva obliga ahora a concretar conceptos elementales: qué es una función pública, las obligaciones que derivan de las potestades; quién debe ejercer esas prerrogativas exorbitantes; o la eventual sustitución del control humano por los dispositivos de inteligencia artificial. Cuestiones todas estas candentes en plena reacción administrativa frente a la posible segunda oleada de la enfermedad COVID-19.
Otros temas no serán objeto de análisis detenido en este trabajo por exceder su ámbito disciplinar, pero son relevantes. Así, la tipificación penal de las conductas de desobediencia a las indicaciones de las autoridades sanitarias, de vulneración de las recomendaciones de cuarentena y otros comportamientos irresponsables no es sencilla, por la supresión de figuras delictivas que serían hoy muy apropiadas (el contagio de enfermedades infecciosas)(8).
II. LA VIGILANCIA EPIDEMIOLOGICA COMO FUNCIÓN PÚBLICA: NATURALEZA, COMPETENCIAS Y RÉGIMEN JURÍDICO
Las funciones estatales de vigilancia se han incrementado en las sociedades contemporáneas. Los motivos de esta tendencia son nuestra mayor sensibilidad al riesgo y el crecimiento de la complejidad, derivado de las tecnologías y la globalización(9). La seguridad ha sido uno de los motivos principales de la expansión de los mecanismos de control, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001 (y otros posteriores). Ahora la salud se convierte también en razón poderosa de despliegue de tecnologías de recogida y almacenamiento de información(10).
El reconocimiento de un derecho fundamental a la salud, junto al despliegue decidido de un sistema sanitario público, supone atribuir las principales responsabilidades de protección a los poderes administrativos, en sus distintos niveles(11). Las prestaciones incluidas en este derecho son múltiples, no agotándose en la atención hospitalaria o el suministro de medicamentos. El derecho tiene como correlato la obligación de las autoridades sanitarias de disponer todos aquellos recursos y medios que sean precisos para evitar daños graves a su contenido esencial, vinculado con la vida y la integridad física de las personas(12).
La vigilancia sanitaria es una de acciones clave en este sentido. Los países desarrollados la han organizado, bajo distintas denominaciones: La veille sanitaire en Francia; epidemiologische Überwachung (Alemania); epidemiological surveillance (en Inglaterra). En todos sus sistemas sanitarios se considera una función pública, al reunir las características propias de este concepto, definido por SANTI ROMANO en sus Fragmentos de un Diccionario Jurídico, cuando explica las potestades funcionales por su condición vicarial, esto es, su ejercicio en beneficio de terceros(13).
El artículo 8 de la Ley General de Sanidad considera como “actividad fundamental del sistema sanitarioun sistema organizado de información sanitaria, vigilancia y acción epidemiológica”. Las enfermedades infecciosas han sido una de las amenazas más graves para la humanidad a lo largo de la historia(14), aunque durante las últimas décadas la vacunación, las medidas de higiene, la mejora de las condiciones de vida y el acceso universal a los servicios de salud han reducido la atención sobre las mismas. La actitud vigilante del sistema sanitario, en gran medida, sigue siendo clave para evitar la reaparición de enfermedades consideradas erradicadas. También lo es, como comprobamos ahora, para reaccionar mejor ante una pandemia(15).
El artículo 18 de la Ley General de Sanidad incluye la vigilancia sanitaria entre las actuaciones del sistema salud a cargo de las Administraciones públicas. Al igual que en otros sectores de actividad, esa vigilancia es una de las tareas estatales por excelencia para garantizar la seguridad y el bienestar de la población. La observación atenta de lo que ocurre, para reaccionar tempranamente ante posibles amenazas, ha de ser organizada desde soluciones de acción colectiva institucionalizada. Aunque algunas iniciativas privadas o centros de investigación puedan colaborar en la misma, lo cierto es que la recopilación de información, su gestión sistemática a lo largo del tiempo y transmisión a las instancias con competencias decisorias se perfila como una tarea preferiblemente en mano pública.
Aceptado este carácter público, la siguiente cuestión a despejar es el reparto de tareas entre los diferentes niveles administrativos nacionales, teniendo en cuenta por supuesto que también intervienen organismos internacionales (la OMS) y autoridades europeas con funciones de coordinación(16). El Estado debe tener desde luego un papel clave, como centro del sistema interno. Nuestra vigente Ley General de Sanidad no resalta esas competencias de la Administración del Estado, con menciones tangenciales sobre otras áreas “sin menoscabo de las competencias de las Comunidades Autónomas”, se incluye en el artículo 40, “los servicios de vigilancia y análisis epidemiológico de las zoonosis, así la coordinación”.
Cabe recordar que las zoonosis son las enfermedades que se transmiten puntualmente de los animales al ser humano, el origen indicado del SARS-CoV-2.
La Ley General de Salud pública es la principal norma de referencia en lo relativo a la vigilancia, pues dedica un capítulo completo de su Título II a este “conjunto de actividades”, que no califica como función, pero si incluye “sistemas de alerta precoz y respuesta rápida para la detección y evaluación de incidentes, riesgos, síndromes, enfermedades y otras situaciones que pueden suponer una amenaza para la salud de la población” (apartado tercero del artículo 12). La utilización del plural “sistemas”, en lugar de su versión integrada, apunta ya la aceptación de un conjunto de actores, a partir de la asunción de la competencia sanitaria por parte de las Comunidades autónomas. Al menos Estado y autonomías se reconocen como cotitulares de la función pública de vigilancia epidemiológica, sin excluir tampoco a las autoridades locales.
La articulación de la vigilancia es por tanto función compartida por los tres niveles administrativos territoriales: la Administración General del Estado, las comunidades autónomas y la Administración local (artículo 13). La cohesión y calidad de este ejercicio conjunto se atribuye al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. También se prevé la creación de la Red de Vigilancia de la Salud pública.
El Real Decreto 2210/1995, de 28 de diciembre, creó la red nacional de vigilancia epidemiológica, cuyos cometidos institucionales se evidencian cruciales hoy: permite la recogida y el análisis de la información epidemiológica con el fin de poder detectar problemas, valorar los cambios en el tiempo y en el espacio, contribuir a la aplicación de medidas de control individual y colectivo de los problemas que supongan riesgo para la salud e incidencia e interés nacional o internacional y difundir la información a sus niveles operativos competentes” (artículo 1)
Sus funciones se enumeran en el artículo 2: “1. Identificación de los problemas de salud de interés supracomunitario en términos de epidemia, endemia y riesgo; 2. Participación en el control individual y colectivo de los problemas de salud de interés supracomunitario, garantizando, de forma precisa el enlace entre la vigilancia y toma de decisiones para prevención y control por parte de las autoridades sanitarias competentes; 3. Realización del análisis epidemiológico dirigido a identificar los cambios en las tendencias de los problemas mencionados”.
La recogida y difusión de información es la tarea principal, pues, de esta Red, integrada por el Ministerio de Sanidad y las consejerías correspondientes de las comunidades autónomas. El artículo 6 del Real Decreto relaciona las tareas que corresponden al Ministerio de Sanidad (velar para que se cumplan las normas básicas, asegurando la homogeneidad de criterios; coordinará las acciones e intercambio de información; propiciar el cumplimiento de las obligaciones sanitarias internacionales; difundir la información procedente de la Red, formulando las recomendaciones oportunas). El artículo 7 señala que las Comunidades Autónomas “desarrollarán esta normativa de forma que se garantice la capacidad funcional de estas actividades en todos sus niveles administrativos y se asegure el envío al Ministeriode la información epidemiológica establecida, con la periodicidad y desagregación que en cada caso se establezca”.
Esta referencia es importante, porque atribuye claramente a las comunidades autónomas la competencia y desarrollo de la normativa sobre vigilancia epidemiológica. Los ejecutivos autonómicos lo han hecho con la aprobación de decretos, como el 51/1997, de 29 de abril, de la red de vigilancia epidemiológica de Castilla-La Mancha, el Decreto 69/2006, por el que se regula la Red de vigilancia epidemiológica de Castilla y León, el Decreto 165/1998, de 24 de septiembre, por el que se crea la Red Canaria de Vigilancia epidemiológica ; el Decreto 312/1996, de 24 de diciembre, por el que se crea el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de la Comunidad Autónoma del País Vasco Estas normas organizativas de desarrollo ponen de manifiesto la condición de la Red de Vigilancia Epidemiológica como una red de redes, es decir, un conjunto de sistemas de vigilancia que deben ser coordinados por el Ministerio de Sanidad, como quizás por primera vez en el grado que estamos viendo se produce ahora, demostrando la importancia de las funciones de coordinación de la Administración del Estado(17).
La actualización del sistema de vigilancia epidemiológica a las circunstancias presentes aún está pendiente en su plano normativo. Algunas comunidades autónomas han avanzado por la vía del Decreto-Ley sus reformas: es el caso de Cataluña, por ejemplo, o Andalucía, mediante el Decreto-Ley 22/2020, de 1 de septiembre, por el que se establecen con carácter extraordinario y urgente medidas ante la situación generada por el Coronavirus. El artículo 1 de esta norma modifica la Ley de Salud Pública de Andalucía en su régimen del Sistema de Vigilancia de la Salud. También se refuerza el Sistema Integral de Alerta en Salud Pública, detallando las funciones del Consejo de Alertas de Salud Pública de Alto Impacto.
El Código sobre vigilancia epidemiológica publicado por el Boletín Oficial del Estado no recopila ninguna de estas normas autonómicas de desarrollo, incluyendo en cambio junto a las leyes sanitarias un buen número de reglamentos y órdenes del Ministerio de Sanidad sobre enfermedades transmisibles concretas, además de otras disposiciones orgánicas, sobre sanidad exterior, etc.
Relaciono algunas de las normas recopiladas, además de las de rango legal: Real Decreto 1131/2003, de 5 de septiembre, por el que se crea el Comité ejecutivo nacional para la prevención, el control y el seguimiento de la evolución epidemiológica del virus de la gripe; Real Decreto 2121/1978, de 22 de agosto, sobre la lucha antituberculosa; Orden de 24 de octubre de 1978 sobre lucha antituberculosa; Orden 1496/2003, de 4 de junio, en relación con la declaración obligatoria y urgente del Síndrome Respiratorio Agudo Severo; Orden 3270/2006, en relación con la salmonelosis de transmisión alimentaria; Orden de 21 de febrero de 2001, sobre encefalopatías espongiformes transmisibles humanas; Real Decreto 1940/2004, de 27 de septiembre, sobre la vigilancia de las zoonosis y los agentes zoonóficos ; Orden del Ministerio de Defensa 3385/2009, de 10 de diciembre, de declaración obligatoria en el ámbito de las Fuerzas Armadas .(18)
A estas disposiciones se suman las Órdenes de 11 de mayo de 2020, de medidas de vigilancia epidemiológica por SARS-CoV-2 durante la fase de transición a la nueva normalidad y el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19. Una verdadera codificación en modo de Código COVID-19 ayudaría a las autoridades sanitarias en el momento de aplicar las medidas de control que serán clave en los próximos meses.
Otras cuestiones reguladas en el Real Decreto de 1995 nos interesan en apartados siguientes, así por ejemplo la declaración obligatoria de enfermedades (que corresponde a los médicos en ejercicio, del sector público y del privado), establecida en el artículo 9, que se remite al anexo I del Real Decreto; la periodicidad de la comunicación de casos, los canales de informaciónEstas previsiones han sido superadas por la pandemia de COVID-19, a partir de la declaración del estado de alarma y sus normas de comunicación diaria de casos al Ministerio.
El Real Decreto-Ley 21/2020, en su artículo 22 completa esta regulación de forma expresa, bajo el rótulo “Declaración obligatoria de COVID-19: El COVID-19, enfermedad producida por el virus SARS-CoV-2 es una enfermedad de declaración obligatoria urgente, a efectos de lo previsto en el Real Decreto 2210/1995, de 28 de diciembre, por el que se rea la red nacional de vigilancia epidemiológica ”.
La definición de lo que se considera un “brote o situación epidémica” se encuentra en los artículos 15 al 21 del Real Decreto de 1995. Estas previsiones tampoco se corresponden con las aplicadas a la actual crisis sanitaria, pues “el incremento significativamente elevado de casos en relación a los valores esperados” no es el concepto que se está utilizando para identificar los rebrotes, ni puede tampoco utilizarse como criterio “la aparición de una enfermedad en una zona hasta entonces libre de ella”. Por supuesto sí tienen plena vigencia las obligaciones de información de las comunidades autónomas al Estado
Los artículos 22 a 25 de la misma norma reglamentaria sobre vigilancia epidemiológica se ocupan de la información microbiológica, más detallada y compleja que la simple detección de la enfermedad. El papel de los laboratorios y servicios de microbiología es importante en esta red, debiendo ser seleccionados por los órganos competentes de las comunidades autónomas. La regulación general se completa con la referencia a los sistemas centinela.
Esta norma reglamentaria pone de manifiesto las insuficiencias de la regulación sanitaria actual para la crisis COVID-19. Sus contenidos demuestran además una preocupación muy especial por el VIH, comprensible por las fechas de su aprobación. Nadie pensaba en una pandemia como la de COVID cuando fue dictado. Ya durante el estado de alarma hubo que aplicar medidas de trazabiiidad extraordinarias, algunas de las cuales han perdido su vigencia, pero facilitarían las labores de rastreo (en las que nos detendremos a continuación).
La Orden del Ministerio de Sanidad 11 de mayo de 2020, de medidas de vigilancia epidemiológica de la infección de SARS-Cov-2 durante la transición a la nueva normalidad ofrece una regulación mucho más adaptada a la crisis actual, pero su proyección sobre la “desescalada” requería su sustitución por otra norma más sostenido en el tiempo. La vigencia de su artículo 2 parece de sentido común, al establecer la declaración obligatoria de COVID-19 “El COVID-19, enfermedad producida por el virus SARS-CoV-2, es una enfermedad de declaración obligatoria urgente”. Ya hemos visto que el Real Decreto-Ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 suple esa referencia en su artículo 22, pero quizás convendría darle plena estabilidad a esta regulación, incluso elevar de rango varias de las previsiones sobre vigilancia epidemiológica, en el sentido que después apuntaré sobre el deber de colaboración y las obligaciones de las personas afectadas para evitar contagios.
Nuestra normativa es incompleta e inadecuada, aunque se ha disparado una auténtica ametralladora de disposiciones en los boletines, con medidas puntuales y repetitivas sobre sectores concretos, redundantes en muchos casos (obligación de uso de mascarillas, distancias sociales mínimas, aforos), dejando huecos en aspectos esenciales hasta el día de hoy. No existe un deber concreto de comunicación individual del diagnóstico positivo por parte del afectado, ni mucho menos cabe por supuesto la divulgación pública de esa información, al tratarse de datos superprotegidos por su afección a la intimidad. Cabría preguntarse si esta interpretación restrictiva, tan diferente de la seguida por países que han logrado controlar el contagio (el caso de China, por ejemplo) podrá mantenerse sin otras alternativas efectivas, que pasarían por un sistema complementario de rastreo humano y aplicaciones eficientes de inteligencia artificial. Veremos si esto es posible en la respuesta a la segunda ola de la pandemia.
En la primera ola, tan trágica, nuestras leyes no estaban preparadas para esta situación, ni eran apropiados los planes previos contra una pandemia de gripe, como demuestra la simple lectura del aprobado en el año 2005. Este documento es revelador en sus contenidos: Recuerda las grandes pandemias del siglo XX, incluyendo las más recientes. En este siglo, afirma el documento, estaríamos más preparados, porque “La OMS manifiesta que el esfuerzo conjunto de todos los países y sus sistemas de vigilancia epidemiológica permitirán detectar con rapidez la aparición de una nueva cepa pandémica e iniciar de un modo inmediato todos los planes de actuación y contingencia, permitiendo organizar una adecuada respuesta internacional que permita hacer frente, sin demasiadas pérdidas, a esta amenaza”. Obviamente esta coordinación internacional no funcionó de manera efectiva.
En este plan llama también la atención la nula referencia al distanciamiento social, a los EPis o al uso de mascarillas para prevenir los contagios. Entre las medidas para prevenir la extensión de la enfermedad en la población sí se incluyen el aislamiento domiciliario voluntario, restricciones locales en la movilidad de las personas, cierre de colegios y otros centros de enseñanza y restricción de grandes reuniones, actos públicos, reuniones internacionales en territorio nacional”.
La reacción sanitaria sobre patrones inadecuados está en el origen de muchos errores e imprevisiones. El más reciente, la consideración de “estacionalidad” del virus, pensando que reproduciría el comportamiento de la gripe común y daría una tregua en verano, para rebrotar en otoño (alrededor del mes de octubre). Esta presuposición no fundada podría explicar el relajo estival de algunas autoridades sanitarias.
Hoy sabemos que la estrategia efectiva debe incluir la distancia social, cribados poblacionales con tests, uso obligatorio de mascarillas y una búsqueda activa mediante el análisis de las aguas residuales, que puede servir para localizar zonas en las que se están produciendo incrementos de presencia del virus, tendencia que aconsejaría avisar y concienciar a la población, para evitar situaciones peores con el tiempo. También estamos convencidos de la importancia del rastreo, la trazabilidad y la gestión efectiva, rápida y completa de la información sobre el surgimiento de los brotes, para poder controlarlos a tiempo. Para ello, tal vez necesitemos reconsiderar la actividad de rastreo, dándole el carácter de potestad, no sólo de mera actividad informativa.
III. EL RASTREO: ¿POTESTAD O ACTIVIDAD INFORMATIVA?
El control efectivo, en fin, es muy importante, así que en particular lo es la labor de rastreo (tracking, ), que consiste en la identificación de las personas que han estado en contacto con quien ha recibido un diagnóstico positivo de la enfermedad. El protocolo mínimo a seguir por los rastreadores incluye la formulación de un cuestionario para poder avisar a todas, prevenirlas sobre la necesidad de adoptar medidas de precaución y evitar nuevos contagios. La cuestión a despejar es si las personas avisadas tienen un deber claro de colaborar, correlativo a su derecho a la protección de la salud. El equilibro entre los derechos individuales y el interés público se pondrá a prueba en esta labor, así que conviene despejar el grado de rigor de la misma.
Este tipo de tarea requiere además una cierta competencia técnica, pues puede y debe servir también para comprender mucho mejor los medios de expansión del virus: dónde, cuándo y cómo se producen los contagios. El lugar posibilita la adopción de medidas acotadas territorialmente, el momento permite ponderar los ritmos de crecimiento de la epidemia; el modo facilita la comprensión de la forma de transmitirse, los riesgos asociados a la conducta y por tanto las medidas de limitación que deberán adoptarse proporcionalmente.
La diferencia entre las potestades administrativas y la actividad material radica en la existencia de un deber de colaborar en las primeras, ausente en las segundas. La Administración ejerce potestades cuando los destinatarios de esta acción no pueden resistirse a sus reclamos sin cometer una infracción, que suele estar tipificada (el incumplimiento del deber de colaborar). Cuando se produce una actividad material de simple recogida de información, no aportar esos datos no es necesariamente una infracción, sino un comportamiento poco cívico que no ha sido claramente tipificado en una norma jurídica.
Entonces, la cuestión clave es si existe o no un deber de colaborar con los rastreadores. La respuesta también dependerá de quienes sean los rastreadores, porque es muy distinto que estemos ante autoridad sanitaria (funcionarios investidos de esa condición) o colaboradores simples de la Administración, privados incluso, sin la condición de autoridad propia de quien ejerce potestades.
El apartado siguiente se detendrá en este punto, ante la variedad de soluciones planteadas: desde los voluntarios a los servicios de atención primaria; del sistema público a las mutuas privadas. Un reciente ofrecimiento del Presidente del Gobierno a las comunidades autónomas, tras el Consejo de Ministros celebrado el 25 de agosto de 2020, incluye la posibilidad de sumar militares a las labores de rastreo. Este perfil maximizaría la condición pública y la gravedad de la tarea, aunque en sí mismo no cambia la situación legal sobre el deber (u obligación) de colaborar con los rastreadores.
El Real Decreto-Ley 21/2020, que no añade nada en este punto, sí ha refrendado la obligación de colaborar con la autoridad sanitaria, predicado de las organizaciones públicas y privadas, aunque estas últimas no muy bien identificadas, en la línea que avanzó la Orden citada del Ministerio de Sanidad para el período de desescalada: “1. Se establece la obligación de facilitar a la autoridad de salud pública competente todos los datos necesarios para el seguimiento y la vigilancia epidemiológica del COVID-19 que sean requeridos por esta, en el formato adecuado y de forma diligente, incluidos en su caso, los datos necesarios para la identificación personal. 2. La obligación establecida en el apartado anterior es de aplicación conjunta a las administraciones públicas, así como a cualquier centro, órgano o agencia dependiente de estas y a cualquier otra entidad pública o privada cuya actividad tenga implicaciones en la identificación, diagnóstico”
Esta previsión se completa en el artículo 26, que regula la Provisión de información esencial para la trazabilidad de contactos. De nuevo estos datos los tienen que comunicar las organizaciones, no así las personas individuales conforme al precepto: “Los establecimientos, medios de transporte o cualquier otro lugar, centro o entidad pública o privada en los que las autoridades sanitarias identifiquen la necesidad de realizar trazabilidad de contactos, tendrán la obligación de facilitar a las autoridades sanitarias la información de la que dispongan o que les sea solicitada relativa a la identificación y datos de contacto de las personas potencialmente afectadas”.
La Ley General de Salud Pública, 33/2011, de 4 de octubre, incluye entre los deberes de los ciudadanos uno genérico de colaboración, en su artículo 8 : “Los ciudadanos facilitarán el desarrollo de actuaciones de salud pública y se abstendrán de realizar conductas que dificulten, impidan o falseen su ejecución”. Este deber se completa con uno más concreto de comunicación, en el artículo 9 : “1. Las personas que conozcan hechos, datos o circunstancias que pudieran constituir riesgo o peligro grave para la salud de la población lo pondrán en conocimiento de las autoridades sanitarias, que velarán por la protección debida a los datos de carácter personal. 2. Lo dispuesto en el apartado anterior se entiende sin perjuicio de las obligaciones de comunicación e información que las leyes imponen a los profesionales sanitarios”.
Este deber genérico no viene acompañado de ninguna tipificación específica de su incumplimiento, ni de una regulación más detallada sobre sus consecuencias. Tampoco hay previsiones sobre tal obligación en una Ley anterior, la 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Esta norma, como otras muchas autonómicas sobre derechos y deberes de los pacientes, se encuentran hipertrofiadas en sus apartados de derechos (incluyendo la confidencialidad), pero dedican mucha menos atención a las obligaciones.
La inclusión de tales derechos en los estatutos de autonomía de última generación agudiza esta tendencia, general en el Ordenamiento español, en la línea de desmerecer las obligaciones. Tantos derechos, en contraste con los deberes, pueden producir una cultura poco favorable al cumplimiento en condiciones como las que estamos viviendo, además de multiplicar las redundancias de forma innecesaria, como la interpretación constitucional de los catálogos de derechos en las normas institucionales básicas de las comunidades autónomas sugiere.
Un ejemplo de referencia puede ser la Ley 51/2010, de 24 de junio, sobre derechos y deberes en materia de salud de Castilla la Mancha. Esta norma dedica muchos más artículos a los derechos que a las obligaciones, pero al menos establece límites al respeto de la autonomía de la voluntad de los pacientes en su artículo 16 (“El respeto a las decisiones adoptadas sobre la propia salud no podrá en ningún caso suponer la adopción de medidas contrarias al ordenamiento jurídico, a los derechos de terceras personas y a la buena práctica clínica”) y un Título II sobre deberes que merece ser leído.
Así, el artículo 44 enuncia un deber de respeto a las personas, el 45 advierte del adecuado uso de los recursos sanitarios, y el 46 enuncia los Deberes en relación con la propia salud cuando afecte a terceras personas: “Todas las personas tienen el deber de responsabilizarse de su salud y de las decisiones sobre la misma cuando puedan derivarse riesgos o perjuicios para la salud de terceros. 2. Todas las personas deben cumplir las prescripciones de naturaleza sanitaria que, con carácter general, se establezcan para toda la población, con el fin de prevenir riesgos para la salud, así como la específicas determinadas por los servicios sanitarios”. Y más explícito aún a los efectos que nos interesan es el 47, dedicado a la Colaboración con las autoridades sanitarias: “1. Todas las personas tienen el deber de cooperar con las autoridades sanitarias en la prevención de enfermedades, especialmente cuando sea por razones de interés público. 2. Todas las personas tienen la obligación de facilitar los datos referentes a su estado de salud que sean necesarios para el proceso asistencial o por razones de interés general debidamente motivadas. 3. Todas las personas tienen la obligación de colaborar en la sostenibilidad del Sistema Sanitario de Castilla-La Mancha de conformidad con lo dispuesto en la legislación vigente”.
Otras leyes autonómicas son mucho más parcas en la previsión de estas obligaciones. Se omiten en la Ley 3/2009, de 11 de mayo, de los derechos y deberes de los usuarios del sistema sanitario de la Región de Murcia ; y en la Ley 6/2002, de 15 de abril, de Salud de Aragón. La Ley 8/2003, de 8 de abril, sobre derechos y deberes de las personas en relación con la salud es particularmente explícita en un tema tan importante ahora como la vigilancia epidemiológica, y también incluye un Título sobre deberes (el VI), con un elocuente precepto sobre la “Lealtad y veracidad en la aportación de datos” (artículo 47), que suma el deber de colaborar con su obtención “especialmente cuando sean necesarios por razones de interés público o con motivo de la asistencia sanitaria, con los límites que exige el respeto al derecho a la intimidad y la confidencialidad de los datos personales”
Ora por la vía de la legislación básica estatal – Ley General de Sanidad – o por la de la normativa autonómica, es inequívoca la formulación del deber de colaboración con las autoridades sanitarias(19). Cuestión distinta es que no se concrete mucho más su alcance, ni se tipifique con suficiente claridad las implicaciones sancionadoras de su incumplimiento, una necesidad acuciante en las circunstancias presentes, pues buena parte de la labor de rastreo podría verse boicoteada si las personas encuestadas se negaran a suministrar información o lo hicieran de forma inexacta o incompleta. El modo en el que se formulen las preguntas y se explique la posición jurídica en la que se encuentran no será baladí tampoco.
Una verdadera potestad requiere la concurrencia del deber de soportar su ejercicio, así como la sanción si se produce una resistencia al mismo. La penalidad a imponer ha de ser de naturaleza administrativa, en mi opinión, pues la concurrencia de una conducta que pudiera constituir un delito (de peligro abstracto, o de daño efectivo, en los casos más graves) será infrecuente. Además, la eliminación del delito de propagación maliciosa de enfermedades remite al catálogo genérico de delitos de lesiones estas conductas, que raramente estará motivadas por el dolo, y sí en cambio a menudo por la mera negligencia(20).
La lectura de algunas leyes de sanidad podrían hacernos pensar que parte del deber de colaborar es también transmitir información sobre quienes estarían en situación similar de riesgo de contagio, pero sólo una regulación mucho más explícita, que pudiera ser comunicada en su protocolo por los rastreadores, rodearía de las características auténticas de potestad a lo que ahora es una actividad material de recogida de información acompañada de un cierto “deber”, más de contenido moral (por la imprecisión ante las consecuencias de su eventual incumplimiento). Esta debilidad del control no es baladí, en absoluto, y puede frustrar la esencial trazabilidad requerida para saber dónde, cómo, cuándo y por qué intervenir para cortar la cadena de contagios.
La declaración obligatoria de enfermedades en el Real Decreto que regula la Red nacional de vigilancia epidemiológica no se proyecta de manera tan específica sobre el COVID-19 como sí lo hace la Orden del Ministerio de Sanidad de mayo de 2020, a la que antes nos hemos referido, aunque su proyección para la “desescalada” suscita posibles dudas de vigencia normativa. El Real Decreto Ley 20/21 despeja estas dudas, pero sólo sobre las organizaciones públicas y privadas y los profesionales sanitarios, no en concreto sobre las personas contagiadas, con diagnóstico positivo o los “casos sospechosos”.
La declaración obligatoria de COVID-19 se proyecta de acuerdo con el artículo 3 de esta Orden Ministerial (cuyo rango es en sí mismo un problema): “al conjunto de las Administraciones públicas, así como a cualquier centro, órgano o agencia dependiente de estas y a cualquier otra entidad pública o privada cuya actividad tenga implicaciones en la identificación, diagnósticos, seguimiento o manejo de los casos COVID-19”.
Estos sujetos son los incluidos en el ámbito de obligación de la declaración obligatoria y el resto del contenido de una orden pensada para un período transitorio. Así, conforme establece el artículo 4: “Los sujetos mencionados en el artículo anterior están obligados a facilitar a la autoridad de salud pública competente todos los datos necesarios para el seguimiento la vigilancia epidemiológica del COVID-19 que le sean requeridos por esta, en el formato adecuado y en el tiempo oportuno, incluidos los datos necesarios para identificar de forma inequívoca a los ciudadanos”.
La obligación de identificar de forma inequívoca a los ciudadanos infectados por el virus suscita la necesidad de establecer controles o sistemas que garanticen cierta trazabilidad en las organizaciones sujetas al ámbito de aplicación de esta Orden, cuya vigencia ya he dicho puede cuestionarse por referirse a un período transitorio (la llamada desescalada), aunque ha sido recuperada por el Real Decreto-Ley 20/21. Muchas instituciones (y empresas) articularon modelos de declaración responsable y establecieron deberes de comunicación para gestionar el riesgo en el acceso a sus instalaciones. Su esfuerzo no ha servido de mucho, porque no parece que la intervención preventiva se considerara suficiente, o permitiera diferenciar entre locales cumplidores y otros menos escrupulosos.
Este tipo de mecanismos podrían seguir desplegándose como alternativa a otras limitaciones más drásticas. La hostelería y el ocio nocturno – tan restringido por medidas muy estrictas – establecieron exigencias de identificación de las personas que accedían a sus establecimientos. Tales controles no han debido ser considerados suficientes por las autoridades reguladoras de las comunidades autónomas, que han preferido prohibir antes de comprobar si estos medios funcionaban. Esto a pesar de que algunas de las soluciones ensayadas por la iniciativa empresarial dan lecciones y ejemplo sobre cómo proceder a otras organizaciones (por ejemplo, recurriendo a la utilización de códigos QR para la trazabilidad y el control de aforos en los establecimientos).
Desde el punto de vista de los derechos fundamentales, algunas interpretaciones extremas podrían llegar a discutir la existencia de una obligación absoluta de compartir información en estos casos. Si llegara a imponerse tal interpretación, cabría aún sustituir la obligación estricta por una "carga", a saber, un requisito para poder disfrutar de ciertos derechos, aunque sería complicado limitar el acceso a prestaciones (sanitarias, por ejemplo) bajo esta condición. Además, forzar con desincentivos la voluntad de someterse a pruebas, a cuarentenas, o a la descarga de la aplicación de control podría también propiciar comportamientos irresponsables de boicot, que pueden ocurrir, dada la existencia de grupos (minoritarios) negacionistas de la enfermedad.
La situación normativa actual aproxima más la posición jurídica de la persona que ha de colaborar con la autoridad sanitaria como sujeta a un deber (recomendación de orden ético o moral) que a una obligación. Esta distinción conceptual entre obligaciones y deberes es clásica en el Derecho público(21), aunque otras tesis diferencian obligaciones y deberes dependiendo si la exigencia de actuar en un modo determinado resulta de una relación correspondiente al derecho subjetivo de otra persona (estas serían las obligaciones) o resulten de la norma, en lugar de una relación o negocio jurídico concreto (estos serían los deberes)(22).
¿Por qué considero que la regulación actual no garantizar la obligatoriedad total de la colaboración? Una primera razón es la falta de precisión sobre los datos concretos que deberían ser aportados, que deberían corresponderse con las preguntas a formular en el protocolo que sigan los rastreadores (nombres de los contactos, direcciones, lugar y momento en el que se produce la interacción social, etc). La clarificación de estos datos es relevante, porque podría entenderse que forman parte de la intimidad de las personas (con quien hemos estado, cuándo y para qué, nada menos).
El ejemplo de los datos tributarios, que son los más estudiados y regulados en los análisis jurídicos sobre el deber de colaboración, nos despeja cualquier duda sobre la necesidad de concreción y la manera de llevarla a cabo, con listas que permitan despejar de antemano el alcance de la información y suministrar, con todas las garantías de confidencialidad y sigilo en su gestión, por supuesto.
Una segunda razón para considerar como un deber, más que obligación, el suministro de información, se refiere a las consecuencias para el caso en que una persona rechace colaborar con el rastreador. ¿Qué sucede entonces? Sería conveniente incorporar a la legislación sanitaria (General de Sanidad, Ley de Salud pública, Real Decreto-Ley 20/21, en fin, cualquier otra norma de rango legal) una tipificación muy específica de esta falta de colaboración, como sucede en otros ámbitos donde negarse a participar en un procedimiento de control es sancionable en sí mismo.
Por supuesto, existen ya infracciones previstas en la Ley General de Sanidad, pero su tipificación es muy abierta, aunque pueda ser indicativa. Por ejemplo, es infracción grave: “La resistencia a suministrar datos, facilitar información o prestar colaboración a las autoridades sanitarias” (apartado 5º del artículo 35). La negativa absoluta a facilitar información o prestar colaboración a los servicios de control e inspección es considerada infracción muy grave, tal y como establece el apartado 5º del 35. C). La falta de menciones concretos sobre la labor de rastreo puede dar lugar a equívocos interpretativos que habrán de ser resueltos finalmente por los tribunales, así que sería preferible una regulación más precisa.
Esto podrían hacerlo tanto las comunidades autónomas, algunas de las cuales ya tienen previsiones similares en sus normas, o el Estado, pero urge que lo hagan porque la obligación de colaborar puede requerirse más allá del suministro de información, por ejemplo para asumir condiciones de aislamiento o cuarentena no domiciliaria, en el sentido recomendado por el Documento de Consenso sobre las medidas a aplicar sobre las personas que han sido diagnosticadas o han tenido contacto son relevantes (en la línea de organizar y utilizar las llamadas “arcas”).
Así se pronuncian los expertos en el Documento de Consenso: “Todo aquel paciente que resulte positivo se aislará de manera obligatoria en un “arca” durante 10-14 días, utilizando la ley general de salud pública. Esta medida, por supuesto, dependerá de los parámetros que indique la legislación vigente. En cualquier caso, el aislamiento debería ser efectivo, si no es en un “arca” determinado por ley, si mediante medidas claramente coercitivas administrativas – multas incluidas”(23).
El refuerzo de la obligación de colaborar ha de ir más allá de la información en el rastreo: ¿Qué sucede si las personas son convocas a la realización de una prueba PCR y no acuden? Esto ya ha ocurrido en la Comunidad de Madrid, con una asistencia de en torno al 50% de quienes fueron avisados. Aunque es posible que las vacaciones estivales expliquen en parte esta cifra, también el temor a un posible positivo, con las consecuencias preventivas (cuarentenas) y sus repercusiones sobre el trabajo y la libertad de movimiento sea parte de la motivación.
Las autoridades sanitarias no debieran conformarse con estos resultados, que afectan a la efectividad de sus intervenciones preventivas. El recurso a medios alternativos para incentivar las conductas apropiadas – así, por ejemplo, el Nudge – podría ensayarse, con periódicos recordatorios de la importancia de colaborar para evitar la expansión de la enfermedad, pero las sanciones ayudan también a la efectividad de las normas(24).
Una solución dura, de tipo sancionador, sería imprescindible en la circunstancia más grave y no infrecuente de vulneración de la cuarentena. En esta línea avanza claramente el Decreto-Ley 7/2020, de 23 de julio, aprobado por la Junta de Castilla y León, que tipifica este incumplimiento como infracción grave, castigada con una multa entre 3000 y 60000 euros. Igualmente, el Decreto Ley 30/2020, de 4 de agosto, por el que se establece en Cataluña el régimen sancionador específico por el incumplimiento de las medidas de prevención y contención sanitarias para hacer frente a la crisis sanitaria provocada por la COVID-19.
Dadas estas normas, otra labor a realizar por los rastreadores sería la comprobación periódica del cumplimiento de las condiciones de aislamiento de quienes fueran diagnosticados como positivos. Las alternativas para hacerlo son varias, pero la más simple es la llamada telefónica, combinada con la geolocalización. Un número de teléfono fijo (sin desvío de llamadas) puede cumplir ese cometido. También un número móvil cuya ubicación sea trazable. Los controles domiciliarios aleatorios han sido utilizados en otros países, como Singapur, que ha recurrido a la geolocalización(25)
Este tipo de seguimientos no están del todo amparados por una normativa de rango legal que establezca de forma inequívoca la obligación de colaborar. Tampoco se exponen con suficiente claridad las consecuencias de la vulneración de la cuarentena, que pueden ir desde la exigencia de responsabilidades penales (más remota) a sanciones administrativas conforme a los preceptos antes expuestos de las leyes de salud pública y los más recientes decretos-leyes autonómicos.
La respuesta penal es más compleja debido a la supresión del delito de propagación maliciosa de enfermedades(26). La alternativa que nos ofrece el Código Penal es el delito de lesiones, en su caso, si hay un contagio por incumplimiento de las medidas de cuarentena, por ejemplo, tal y como alguna responsable sanitaria ha advertido en declaraciones a medios de comunicación.
Una vez incluimos en el “rastreo” estas funciones de control ex post, tras la identificación de las personas, para velar por el cumplimiento de las medidas de cuarentena, su perfil adquiere una relevancia mayor. Una labor de estas características se aproxima mucho más a las potestades administrativas que a la actividad material. El ejercicio de autoridad es evidente cuando se llama a un domicilio particular para saber si una persona está actuando o no correctamente, en una conducta que afecta a la salud de la colectividad. El rastreo debe ser regulado como una potestad, conclusión de la que se derivan numerosas consecuencias jurídicas, de rango normativo, de garantías y sobre el perfil de las personas llamadas a realizar esta importante tarea.
La infracción del deber de colaborar debería tipificarse en la misma línea que se han tipificado los incumplimientos de otros deberes. La omisión u ocultamiento de información puede acrecentar sobremanera los riesgos de contagio, favoreciendo la transmisión comunitaria descontrolada. Esta regulación debería plantearse a nivel básico, de la legislación del Estado, porque la secuencia de disposiciones autonómicas genera distorsiones, confusiones, problemas de rango o provisionalidad y asimetrías indeseables en el contexto actual. Al fin, además, la imposición de un deber de colaboración que afecta a la autodeterminación informativa merecería un rango normativo superior al de disposiciones dictadas por el poder ejecutivo, en ocasiones sin ni siquiera alcanzar el rango legal, ni ser confirmados por los correspondientes parlamentos autonómicos. Téngase presente que no todos los estatutos de autonomía contemplan del mismo modo la posibilidad de dictado de decretos-leyes, y además esta figura normativa no puede alcanzar la regulación de los derechos fundamentales y las libertades públicas tal y como establece el límite constitucional del artículo 86.
Así, el sábado 29 de agosto de 2020, el Diario Oficial de Galicia publicó un Protocolo de actuación de la Consejería de Sanidad en materia de salud pública, sobre las obligaciones de cuarentena y los procedimientos sancionadores en caso de incumplimiento. Esta disposición señala un deber de colaboración ciudadana para denunciar (llamando a un número de teléfono) el incumplimiento de la cuarentena. También prevé la denuncia por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Las personas diagnosticadas deben identificar sus contactos estrechos. La tipificación detallada de las infracciones por no colaborar o incumplir, junto a las sanciones correspondientes, son recogidos en la misma disposición, cuya objeción posible es tanto de rango normativo como de afección a derechos fundamentales y libertades públicas. Estamos ante un ejemplo de la necesidad de una regulación básica de rango legal, al menos.
IV. EL PERFIL DEL RASTREADOR: DE LA RESERVA A LOS SANITARIOS A LA COLABORACIÓN DE LOS PARTICULARES
Las últimas semanas hemos presenciado muchos debates sobre los rastreadores, en gran medida afectados por la controversia política. El Presidente del Gobierno ha ofrecido militares a las comunidades autónomas (y varias han aceptado esa dotación adicional de medios). La Comunidad de Madrid solicitó primero voluntarios (de la Universidad Complutense) y luego contrató con una empresa. Otras autonomías están recurriendo a profesionales sanitarios, aunque parece haber problemas por la cortedad de las bolsas de empleo, o críticas por las condiciones precarizadas de trabajo. Este ruido de fondo no parece el contexto ideal para realizar una tarea tan importante como la que he caracterizado en el apartado anterior, que necesitamos esté bien organizada.
El Documento de Consenso sobre las posibilidades de optimización de la estrategia, firmado por un número importante de expertos independientes, se pronuncia a favor del incremento del número de rastreadores, con indicaciones sobre sus características: “Nos parece necesario el refuerzo de los rastreadores, que deben ser personas contratadas de forma independiente de atención primaria y que recibirán la formación que se considere apropiada para la realización de sus funciones
El número de rastreadores debe ser al menos de 1 cada 4000-5000 habitantes, distribuidos de forma heterogénea”.
Una recomendación técnica e independiente como esta merece ser atendida, pues apunta en la dirección correcta de ubicar las labores de rastreo junto a la red de atención primaria, desde donde también se gestiona, por su proximidad, la vigilancia epidemiológica a pie de obra. También apunta hacia la necesidad de una formación específica, “apropiada”, que debe incluir tanto la explicación de los protocolos a seguir como la guía sobre la forma de actuar ante situaciones múltiples que se les presentarán. La supervisión de este grupo clave de “detectives del COVID-19” es un aspecto también relevante, aunque no mencionado por este documento.
La profesionalización es una exigencia elemental, porque esta actividad no puede gestionarse de modo espontáneo o “voluntario”, en mi opinión. La crisis COVID-19 ha despertado vocaciones y capacidades ocultas en la población española: muchos hemos aplaudido o cantado desde nuestros balcones y ventanas; hemos fabricado mascarillas y pantallas; los videos y memes han sido muy ingeniosos (o no tanto); siempre la solidaridad merece ser recordada. Algunas personas, preocupadas por los incumplimientos, desarrollaron también hábitos policiales, detectivescos incluso, asomándose a la terraza para regar con agua a corredores incontinentes, censurar a quien no se quedaba en casa y, a veces, sin distinguir justos de pecadores.
Estas reflexiones vienen al caso porque el llamamiento a sumar “voluntarios”, no profesionales, para las tareas de rastreo, está a mi modo de ver cargado de muchos riesgos y condiciones impropias para el ejercicio de una actividad que he calificado como quasi potestad administrativa. Gran parte de las exigencias a los rastreadores serán más difíciles de cumplir si se reclutan personas de buena voluntad, pero no profesionalizadas.
Las funciones de control se reservan al Estado para racionalizar su ejercicio, reducir los conflictos entre particulares ante el riesgo de malentendidos y excesos. Si el poder público cumple con eficacia su papel vigilante, no es necesario que otros espontáneos se empoderen para hacerlo. Conviene recordarlo ahora, cuando la preocupación social por el incremento de los contagios anima medidas efectivas. Algún Ayuntamiento ha advertido que policías de paisano vigilarán el cumplimiento de las prohibiciones sanitarias. Los medios de comunicación difunden imágenes de las fuerzas y cuerpos de seguridad deteniendo a personas sin mascarilla, y en algún barrio se han llegado a organizar patrullas vecinales para evitar los incumplimientos de las cuarentenas. No creo que este tipo de alternativas de movilización privada sean la solución institucional adecuada para organizar las labores de rastreo o control del cumplimiento de prevención(27).
En Zaragoza, los vecinos vigilaban el cumplimiento de las medidas de cuarentena y confinamiento. Este movimiento es arriesgado y puede propiciar todo tipo de conflictos, inaceptables incluso en la interpretación más expansiva del deber genérico de colaborar en la Ley 39/2015, prevista en el artículo 18 : “Las personas colaborarán con la Administración en los términos previstos en la Ley que en cada caso resulte aplicable, y a falta de previsión expresa, facilitarán a la Administración los informes, inspecciones y otros actos de investigación que requieran para el ejercicio de sus competencias, salvo que la revelación de la información solicitada por la Administración atentara contra el honor, la intimidad personal o familiar o supusieran la comunicación de datos confidenciales de terceros de los que tengan conocimiento por la prestación de servicios profesionales de diagnóstico, asesoramiento o defensa, sin perjuicio de lo dispuesto en la legislación en materia de blanqueo de capitales y financiación de actividades terroristas. 2. Los interesados en un procedimiento que conozcan datos que permitan identificar a otros interesados que no hayan comparecido en él tienen el deber de proporcionárselos a la Administración actuante”.
Otra referencia de la Ley de Procedimiento administrativo común también nos ayuda a pronunciarnos sobre la posibilidad de “privatizar” las labores de rastreo, si llegaran a asimilarse a la actividad material propia de un estado de “preprocedimiento”(28). El artículo 55 de la Ley 39/2015 establece en su apartado segundo que “Las actuaciones previas serán realizadas por los órganos que tengan atribuidas funciones de investigación, averiguación e inspección en la materia y, en defecto de éstos, por la persona u órgano administrativo que se determine por el órgano competente para la iniciación o resolución del procedimiento”. Repárese en la expresión “persona”, que no excluye ni la participación de personal laboral o estatutario, ni la de sujetos privados colaboradores con la Administración (personas físicas o jurídicas). La redacción es la más amplia de todas las posibles, y probablemente no es irreflexiva, sino bien deliberada para permitir la participación del sector privado en las labores de recopilación de información y, por tanto, también de control.
Al igual que en una lectura extrema del artículo 18, podría concluirse por tanto que la Administración puede recurrir a particulares para recoger información. De hecho, algunos ayuntamientos ya han contratado detectives privados para comprobar el cumplimiento de ordenanzas de menor importancia en su término municipal (de recogida de residuos caninos, por ejemplo). Así que no resultaría extraño que se aceptara la interpretación de que cabe la colaboración de empresas o sujetos privados.
La participación de entidades privadas en la realización de tareas próximas al control administrativo no es en modo alguno una novedad en nuestro instrumental institucional. Al contrario, es cada vez más frecuente, pero plantea toda una serie de exigencias para garantizar la realización de esta tarea en las condiciones apropiadas. Así, por ejemplo, la regulación del deber de sigilo profesional de los rastreadores particulares o de empresas, su eventual condición cualificada (profesionales sanitarios o personas formadas ad hoc para la tarea) y, sobre todo, la supervisión o el “control sobre el control” (vigilancia sobre el vigilante).
Es importante dejar esto claro, porque la externalización mediante contrato con empresas de las labores de rastreo es una de las opciones seguidas por los responsables de salud de algunas comunidades autónomas. En el caso concreto de la Comunidad de Madrid, la adjudicación de esta tarea a una clínica privada suscitó cierta polémica, tanto por el procedimiento como por las distintas opciones que se barajaron antes, que incluían también el recurso a voluntarios de las universidades.
Todas estas cuestiones debieran quizás haber sido despejadas por una normativa estatal o recomendaciones más precisas del Ministerio de Sanidad, a partir de las facultades y responsabilidades de coordinación que le corresponden, más en un contexto de crisis sanitaria como el actual. Estas funciones ordenadoras habrían de alcanzar, desde mi punto de vista: la caracterización de la tarea, la definición de los perfiles, los protocolos a seguir, el deber de sigilo y la gestión ulterior de la información, incluyendo la relativa a los eventuales incumplimientos detectados.
Un protocolo aprobado por el Ministerio de Sanidad, con la participación y la experiencia de los subsistemas de vigilancia de todas las comunidades autónomas, ayudaría a centralizar las preguntas y ordenar el tratamiento de las respuestas. Este formulario de recogida de información para identificar con mayor claridad los lugares y los modos de transmisión de la enfermedad, los patrones que se pudieran repetir en muchos casos. Sería un instrumento muy útil, en fin, para comprender mucho mejor como se expande (o no) el virus y la enfermedad que lleva asociada.
La información y los datos a los que van a acceder los rastreadores los convertirán en verdaderos expertos en COVID-19, sin la presión propia de quienes se encuentran realizando las tareas asistenciales. Una racionalización bien pensada de la gestión informativa habría de ser concebida como aproximación inteligente a las formas de contagio: quién, dónde, cuándo, cómo y por qué, justo lo que necesitamos saber ahora, tanto como en los meses de marzo y abril.
Una formación coordinada sería igualmente recomendable. Los conocimientos previos de las personas seleccionadas importan, pero aún son más relevantes las instrucciones que asimilen sobre la mejor forma de explicar a los destinatarios de sus llamadas la importancia y gravedad de atender sus recomendaciones. Una capacidad comunicativa suficiente, la comprensión de las implicaciones sanitarias, legales y humanas de la tarea, pericia en la gestión de las herramientas informáticas para recopilar la información, discernimiento de la gravedad de las situaciones. Todo esto es muy importante.
En fin, el perfil humano y profesional de los rastreadores es pues fundamental, aunque su labor se verá complementada por la utilización de herramientas de tipo tecnológico, a las que me referiré en el apartado siguiente, dedicado a las apps de rastreo y, en concreto, a la aplicación RADAR COVID, generada por el Gobierno de España y puesta a prueba en el mes de agosto.
V. LAS APPS DE RASTREO: UN EJEMPLO DE AUTOMATIZACIÓN DE LAS FUNCIONES PÚBLICS (¿OBLIGATORIAS O VOLUNTARIAS?)
En la mayor parte de la Unión Europea, Estados Unidos y otros países, la función de rastreo se está realizando a través de las nuevas tecnologías. El número de contagios y las dimensiones humanas y territoriales dificultarían sobremanera un seguimiento personal, caso por caso, aunque por supuesto también se está utilizando el rastreo con grupos de profesionales en estos modelos comparados(29).
La automatización de las funciones públicas es una tendencia de nuestro tiempo, remarcada por muchos estudios. Las nuevas tecnologías, bien empleadas, ofrecen unas posibilidades de eficacia, eficiencia y efectividad superiores a las que ofrece un trabajo humano rutinario. También plantean estas herramientas dudas, desde el punto de vista de la protección de la intimidad y los posibles abusos, así que deben preverse garantías(30).
El Boletín Oficial del Estado publicó el 28 de marzo la norma que permitía la utilización de los dispositivos móviles de los ciudadanos para recopilar datos con fines estadísticos y sanitarios. Allí se encuentra la Orden del Ministerio de Sanidad por la que se encomienda a la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial del Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital el desarrollo de diversas actuaciones para la gestión de la crisis sanitaria (Desarrollo de soluciones tecnológicas y aplicaciones móviles para la recopilación de datos con el fin de mejorar la eficiencia operativa de los servicios sanitarios, así como la mejor atención y accesibilidad por parte de los ciudadano, y Data COVID-19, sistema de estudio de la movilidad aplicada a la crisis sanitaria).
Esta herramienta recurría a la geolocalización de manera limitada. El Data COVID-19 garantizaba la anonimización y la protección de datos. El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, amparaba estos usos, pero ahora la pérdida de vigencia del Real Decreto 463/2020 limita aún más las aplicaciones de geolocalización, lo que hace pensar que tal vez en septiembre pueda ser uno de los argumentos para reactivar el instrumento constitucional de excepción, si la situación de descontrola aún más, tal y como está sucediendo en algunas comunidades autónomas (Aragón, Cataluña, Madrid).
RADAR COVID es la app oficial de rastreo de contactos en España. El programa piloto de prueba en La Gomera ofreció resultados prometedores, que se cuantifican en el doble de capacidad de rastreo mediante personas. No se especifica si cualitativamente también mejora el acceso a información, pues es difícil sólo mediante el aviso de contacto saber quién y cómo ha sido contagiado, el contexto y el momento preciso. Quizás tenga mucho más alcance, pero no queda claro si es tan precisa. Por otro lado, un ensayo tan acotado territorialmente (en una pequeña isla) puede no ser significativo.
Su necesidad es en todo caso evidente, no en vano los gobiernos europeos ya han puesto en marcha aplicaciones semejantes. La Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial asemeja esta herramienta a las utilizadas en Alemania o Italia. Se ha diseñado en colaboración con Google y Apple y es descargable en móviles Android y iPhone. La API de rastreos notifica la exposición al virus, por los contactos. El criterio que se sigue es la proximidad a menos de dos metros de distancia, por un período superior a 15 minutos.
Otra de las utilidades de la aplicación es la posibilidad que ofrece de comunicar un diagnóstico propio positivo, un ejemplo de colaboración que se considera imprescindible para el buen funcionamiento del sistema. De hecho, esta participación directa de los afectados es la que permite reacciones de comportamiento responsable en cadena. Alguien recibe un diagnóstico positivo, lo comparte en la aplicación y otras personas con las que tuvo proximidad reciben un aviso anonimizado de esa circunstancia, para que adopten las precauciones correspondientes, limitando al máximo sus contactos y solicitando la correspondiente prueba PCR.
Las Comunidades autónomas han asumido esta aplicación, lo cual tiene perfecto sentido para propiciar la interoperabilidad. Aun no se han impulsado campañas masivas de adhesión a la misma, pero se difundirán en otoño, probablemente. El porcentaje de población convencido para incorporarse es una de las claves de su éxito (o fracaso). Todavía no tenemos datos, pero puede pronosticarse que habrá un sector no insignificante de personas que decidan no hacerlo, bien por razones tecnológicas, por desconfianza, o para evitar las consecuencias de una notificación que les generará incomodidad.
Una alternativa podría ser plantear el uso de la aplicación como una obligación (o una carga). ¿Podría imponer esto una Ley? A mi juicio, el legislador básico podría imponer esta obligación mediante una reforma de la Ley General de Salud pública, al incorporar al capítulo de deberes de los ciudadanos, junto a los deberes de colaboración y comunicación a los que ya me he referido, obligaciones de tipo tecnológico. El derecho a la protección de la salud de todos, en una situación como la actual, justifica de manera suficiente y en términos de proporcionalidad el diseño de este régimen como carga u obligación, desde mi punto de vista.
En mi opinión, más allá de la decisión legislativa, también cabría imponer este deber por la vía de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas especiales en materia de salud pública, cuyos artículos segundo y tercero prevén medidas de control, tanto sobre grupos de personas en general, como sobre los enfermos y “de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos”. Son previsiones muy abstractas y escuetas, y resulta extraño que no se aprovechara la modificación de 11 de marzo de 2020 para incorporar un detalle mayor sobre estas medidas de control.
Por supuesto, en todo caso ya estamos ante un deber, en el sentido moral, y también cabría integrarlo como parte de un deber de colaboración genérico, pero se enfrentaría a los mismos problemas expuestos en relación al suministro de información a los rastreadores. La falta de precisión en el detalle de los datos a aportar, el alcance de la obligación, sus eventuales consecuencias sancionadoras, etc.
Más allá del conjunto de los ciudadanos, ¿podrían recomendarlo o imponerlo determinadas empresas o establecimientos? El Real Decreto-Ley 21/2020, que ya hemos citado, establece la obligación de organizaciones públicas y privadas de organizar una trazabilidad de las presencias en sus centros. Esto es clave, por ejemplo, en las empresas de transporte, pero también en otros lugares donde se producen flujos constantes de personas, de diversas procedencias. ¿Podrían sustituir esa trazabilidad por el requerimiento de la aplicación?
Los profesionales sanitarios se encuentran sin duda en una posición peculiar, pues su exposición constante en lugares por donde transitan enfermos requiere la adopción de otras medidas de prevención (equipos de protección individual). Aunque su ejemplo es conveniente y por tanto también pueden descargarse la aplicación. En este caso, sin embargo, la exposición constante en el ámbito sanitario y hospitalario podría traducirse en alertas seguidas, y no expresivas de una situación de mayor riesgo. Los sanitarios necesitan, en cambio, pruebas PCRs periódicas, así como por supuesto EPis y todas las medidas de prevención posible.
Pensemos también en las visitas a las residencias de la tercera edad. La gravísima situación vivida en estos centros, por la condición más vulnerable de las personas ancianas, podría servir para justificar, en clave de proporcionalidad, la exigencia de la aplicación. ¿Habrían de descargarla en sus móviles todos los trabajadores, como una obligación, o una carga? ¿Puede exigirse como requisito para las visitas? Parece razonable que precisamente en estos lugares se adopten cautelas extraordinarias.
¿Y los centros educativos? El riesgo de contagio en espacios cerrados donde se reúnen grupos numerosos de personas preocupa sobremanera a las autoridades sanitarias. Aunque los niños y jóvenes no se encuentran entre los colectivos más vulnerables, sí son vectores potenciales de transmisión, así que cabría pedirles que utilizaran de forma general el RADAR-COVID. También cabría afectar ciertas posibilidades de movilidad dentro del centro a la descarga de la aplicación, fuera del servicio público básico (convirtiendo entonces en una carga, no una obligación, el uso del dispositivo), así, por ejemplo, para acceder a las instalaciones deportivas.
Una imposición del uso de RADAR-COVID para ámbitos determinados ayudaría a prevenir, excluyendo el acceso a las personas alertadas, pero no contribuye a identificar a quienes están en una situación más crítica, con un diagnóstico positivo, pues la ananomización parece estar garantizada por la alteración frecuente de códigos aleatorios que identifican sin datos personales a quienes son motitorizados por sus propios teléfonos. La autoridad sanitaria es la responsable de la gestión de esos datos. Ningún dato del usuario es compartido con otros usuarios.
¿En qué medida es sostenible este sistema? Nos llaman a casa para alertarnos de que somos contacto estrecho. Entonces preguntamos por quién ha sido diagnosticado. ¿Tenemos derecho a recibir esa información? En modo alguno, así que el RADAR COVID tiene ventajas, pero también inconvenientes. ¿Y si volviéramos al estado de alarma? Entonces se pueden imponer prestaciones personales obligatorias, incluso la de comunicar el diagnóstico a los contactos estrechos, o la de exigir descargar esta aplicación; pero mejor sería evitar el estado de alarma utilizando los medios efectivos de rastreo.
Una anonimización total del uso de la aplicación puede producir más inconvenientes que ventajas, si confiamos en que nos alertará y no lo hace, si alguien propicia usos espurios o de boicot y no hay forma de controlarlo. A mi modo de ver, ni estamos ante la única fórmula constitucionalmente aceptable, ni nuestra legislación impone esta solución como la necesaria. Así, la Ley 41/2002 modula los derechos de intimidad en caso de enfermedades infecto-contagiosas. El derecho a no ser informado, por ejemplo, decae cuando existen riesgos para terceros. Tampoco cabe rechazar el tratamiento (la cuarentena), cuando se ponga en riesgo la salud de terceros(31).
Por supuesto, cabe limitar derechos y libertades por razones sanitarias. Varios convenios internacionales suscritos por España amparan esta posibilidad, así que se puede interpretar la Constitución conforme a la cláusula de apertura del artículo 10.2 en tal sentido(32). En estos casos, se podría llegar a acordar un ingreso coactivo, informando a la autoridad judicial de acuerdo con los establecido en la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso administrativa.
Otros países llevan utilizando este tipo de aplicaciones hace meses. China, donde se originó la enfermedad, la impuso con carácter obligatorio – sin cortapisas de derechos fundamentales, por su régimen autoritario - Corea del Sur o Singapur también disponen de estos dispositivos. Las buenas prácticas comparadas son siempre recomendables para responder ante situaciones de incertidumbre, según la literatura especializada(33). La comparativa internacional de la respuesta jurídica ante la COVID y las “decisiones trágicas” en este contexto regulatorio son muy recomendables(34)
La realización de los derechos en España ha sido objeto de un esfuerzo legislativo, jurisprudencial y legislativo extraordinarios. Nuestra Democracia presenta notables índices de calidad gracias a este respeto considerable de las libertades, de las previsiones constitucionales, del papel de los jueces como garantes de la posición jurídica de los ciudadanos. Desde la convicción de ese valor, también es tiempo de reivindicar los deberes y las obligaciones, menos atendidos por la literatura jurídica porque siempre es mucho más simpático abogar por los derechos que recordar las obligaciones(35)
Por supuesto, creo que España debe atender en todas las medidas que adopten los poderes públicos a las Recomendaciones sobre intimidad y protección de datos de la Unión Europea(36) y a las Recomendaciones del Consejo de Europa de abril de 2020 sobre el respeto de la Democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos en la aplicación de las medidas contra la pandemia, conforme a la cláusula de apertura del artículo 10.2 de nuestra Norma Fundamental(37).
También las Naciones Unidas han publicado su informe, poniendo énfasis en la protección del derecho a la vida, pero pidiendo también atención a otros principios: la prohibición de discriminación; la participación y la transparencia; el respeto a las personas (el virus es el problema, no la gente); la colaboración internacional(38).
Las medidas de control sanitario que han sido expuestas en esta contribución están vinculadas a una situación excepcional, de emergencia inusitada. Por ello, debería evitarse la tentación de extenderlas en el futuro, pues algunas de las predicciones más distópicas sobre la era postcrisis COVID-19 apuntan a su generalización. Las apps de rastreo se normalizarían, según estas visiones, como lo harían también las herramientas de interactuación educativa on line, o el teletrabajo(39).
El carácter optativo de la sujeción a esta tecnología ha sido recomendado por el grupo de expertos: “La inclusión de nuevas tecnologías debe utilizarse como apoyo en el rastreo de posibles brotes. En todo caso, la utilización de estas por la ciudadanía debería ser optativa, aunque de habrían de reforzar los mensajes en redes y medios de la importancia de su utilización”(40).
En una de sus comparecencias del mes de agosto, el portavoz del centro de coordinación de la pandemia, Doctor Fernando Simón, pidió a los influencers con más llegada entre la población joven su colaboración para apoyar las medidas preventivas. Este tipo de mensajes podrían incluir también el uso de RADAR-COVID, pero puede que se encuentren con una resistencia a los mecanismos de trazabilidad, abriendo el debate sobre el control público de las personas y las redes.
Por supuesto, la protección de la salud justifica muchas intervenciones, sobre todo de carácter preventivo, pero la diferencia principal entre nuestro modelo de sociedad y la de otros países que no han reparado al exigir obligaciones extremas a las personas (el caso de China, por ejemplo) radica en el escrúpulo en cuanto a los medios. La protección de la intimidad, las cortapisas a una acción estatal no moderada, la garantía del respeto de las personas y los derechos humanos. Nada de esto debería desaparecer ni durante ni tras la pandemia(41).
La defensa de los derechos, sin embargo, no debe amparar comportamientos insolidarios y dañinos de los demás. El debate sobre RADAR COVID se podría proyectar también sobre las próximas campañas de vacunación: ¿se puede imponer la vacuna la población?; ¿Cabe exigir la vacunación a colectivos determinados? Pensemos de nuevo en los ámbitos donde la transmisión y el contagio han sido más acusados, con graves daños para la salud: residencias de la tercera edad y hospitales. ¿Deben vacunarse los profesionales sanitarios?; ¿cabría exigir esta precaución a los residentes o a los trabajadores para evitar perjudicar a los colectivos más vulnerables?; ¿en qué medida la autodisposición sobre el propio cuerpo permite abstenerse de la vacunación?; ¿podría tener consecuencias de tipo profesional, o podría excluirse a una persona de un espacio concreto por no haberse vacunado, entendiendo que estamos ante una carga?
Este debate nos devuelve a la controversia sobre el llamado “carnet de inmunidad”, una de las medidas que se barajaron en algún momento como técnica de cribado poblacional, utilizada también en procesos de intercambio de información sobre demandas y ofertas de trabajo. La Comunidad de Madrid llegó a insinuar (para luego desmentir) que recurriría a esta herramienta, pero sus efectos discriminatorios cuestionables disuadieron a los responsables partidarios finalmente. Una aproximación escrupulosa a sus implicaciones aconseja desechar este tipo de ideas.
Ahora bien, la fortaleza de una sociedad no sólo se mide por el respeto de sus propios principios, sino por la capacidad de aplicarlos en un modo que garantice la satisfacción de sus necesidades más básicas. La falta de efectividad en el control de los contagios, unida a un daño económico enorme por las medidas de prohibición adoptadas, puede llegar a poner en cuestión la verosimilitud del modelo de Estado para dar las respuestas que piden los ciudadanos. Ese resultado debe evitarse con soluciones equilibradas, prácticas, escrupulosas y sostenibles, a la altura de las circunstancias(42).
NOTAS:
(1). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, “Gobernanza anticipatoria y proactividad administrativa” (pendiente de publicación), Analizo en este artículo las consecuencias de una respuesta tardía y no adecuada, en comparación con las medidas tempranas adoptadas por otros países (Alemania, Finlandia, Nueva Zelanda), que fueron más rápidos y proactivos.
(2). Vid. BARNÉS VÁZQUEZ, Javier, “Un falso dilema”, El País, 14-08-2020. Sobre la problemática jurídica generada por la crisis COVID-19 es muy recomendable la obra dirigida por Vicente ÁLVAREZ GARCÍA, Lecciones jurídicas para la lucha contra una pandemia, Iustel, 2020. así como el número monográfico de El Cronista de El Estado Social y Democrático de Derecho, de marzo de 2020. Y el volumen coordinado por BLANQUER CRIADO (VVAA), Covid-19 y Derecho público (durante el estado de alarma y más allá), Tirant lo Blanch, Valencia, 2020.
(3). En este sentido se ha pronunciado el Documento de Consenso: ¿Es posible optimizar la estrategia en la lucha contra el virus de la Covid-19 en España?, elaborado por un grupo de científicos y expertos de alto nivel nacional e internacional, con el objetivo de mejorar los resultados de la respuesta española ante la crisis sanitaria.
(4). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, El Estado vigilante: consideraciones jurídicas sobre la función inspectora de la Administración, Tecnos, Madrid, 1999.
(5). Vid. CIERCO SIEIRA, “Epidemias y Derecho administrativo. Las posibles respuestas de la Administración en situaciones de grave riesgo sanitario para la población”, Derecho y Salud, Vol.13, núm.2, 2005.
(6). Vid. REBOLLO PUIG, Manuel, “Sanidad preventiva y salud pública en el marco de la actual Administración sanitaria española”, Revista de Estudios de la Administración local y Autonómica, 239, 1988.
(7). Sobre la obligación de vacunarse, al margen de las creencias religiosas y las facultades de los progenitores sobre sus hijos, Vid. COBREROS MENDOZA, Edorta, Los tratamientos médicos obligatorios y el derecho a la salud, IVAP, 1988. La importancia de la vacunación ha sido resaltada por un volumen editado por el servicio de publicaciones de la Universidad de Salamanca, Vacúnate, Ediciones Universidad de Salamanca, 2018.
(8). Vid. VERCHER NOGUERA, Antonio, “Derecho penal, coronavirus y medioambiente”, Diario la Ley, 27/04/2020.
(9). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, El Estado vigilante, Tecnos, Madrid, 1999.
(10). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, “¿Debe la Administración recordarlo todo? Archivos electrónicos y respeto del ser humano, en El Derecho administrativo en perspectiva, 2014.
(11). Vid. MUÑOZ MACHADO, Santiago, La formación y la crisis de los servicios sanitarios públicos, Alianza, 1995.
(12). Vid. LEÓN ALONSO, Marta, La protección constitucional de la salud, La Ley, 2010. PEMÁN GAVÍN, Juan, “El derecho constitucional la protección de la salud: una aproximación de conjunto a la vista de la experiencia de tres décadas de vigencia de la Constitución”, Revista Aragonesa de Administración Pública, núm.34, 2009.
(13). Vid. SANTI ROMANO, Fragmentos de un Diccionario Jurídico, 1947.
(14). Vid. MC NEILL, William, Plagas y pueblos, Siglo XXI, 2016.
(15). Vid. MARTÍNEZ NAVARRO, Ferrán, Manual de vigilancia epidemiológica, Mc Graw Hill, 2004.
(16). Téngase en cuenta la Decisión nº 1082/2013/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de octubre de 2013, sobre las amenazas transfronterizas graves para la salud. Esta decisión establece normas sobre vigilancia epidemiológica de enfermedades transmisibles.
(17). Vid. MUÑOZ MACHADO, Santiago, “La cohesión del sistema nacional de salud”, en XII Congreso de Derecho y Salud, Octubre 2003. BELTRÁN AGUIRRE, Juan Luis, “Coordinación general sanitaria”, Ciudadanía Sanitaria, Volumen 15, 2007.
(18). Vid. BOLETÍN OFICIAL DEL ESTADO, Código de Vigilancia Epidemiológica, Edición actualizada a 6 de agosto de 2020.
(19). Vid. HIDALGO CARBALL, Antonio/GONZÁLEZ PERNIA, Julia, “Deber de colaboración con las administraciones públicas·, en Tratado de Derecho sanitario, 2013.
(20). Vid. ARROYO ZAPATERO, Luis, “La supresión del delito de propagación maliciosa de enfermedades y el debate sobre la posible incriminación de las conductas que comportan riesgo de transmisión del Sida”, en Derecho y Salud, núm.1, 1996.
(21). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, “La obligación de resolver”, en QUINTANA LÓPEZ, Tomás (Dir.), El silencio administrativo. Urbanismo y medio ambiente, Tirant lo Blanch, Valencia, 2001.
(22). Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA y Tomás-Ramón FERNÁNDEZ-RODRÍGUEZ se refieren a la tópica crítica al escaso desarrollo de la teoría de los deberes públicos, Vid. Curso de Derecho administrativo, II, Decimoquinta edición, Cívitas, Madrid, 2017, pags.54, sígs.
(23). Vid. Documento de consenso, cit. pág.11.
(24). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo (Dir.), Innovación en las normas ambientales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2019.
(25). Vid. VASWANI, K, “Coronavirus: The detectives Racing to contain the virus in Singapore”, BBC News, 19 de marzo de 2020.
(26). Vid. ARROYO ZAPATERO, Luis, “La supresión del delito de propagación maliciosa de enfermedades y el debate sobre la posible incriminación de las conductas que comporten riesgo de transmisión del Sida”, Derecho y Salud, Vol.4, 16.
(27). La proliferación de estas iniciativas no se detiene. La vuelta al colegio ha propiciado un movimiento de padres “policías”, organizados para comprobar que se respetan todas las medidas de seguridad. La inspección sanitaria y la educativa sustituidas por grupos de whatsup. Al tiempo.
(28). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, “La estructura del procedimiento administrativo”, en GALLARDO CASTILLO, María Jesús, La nueva Ley 39/2015, de Procedimiento administrativo común, CEMCI, Granada, 2016.
(29). Vid FERRETI, Luca (et alt), “Quantifying SARS-CoV-2 transmission suggest epidemic control wiht digital contact tracing”, Science, 8 mayo 2020.
(30). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, “Gestión pública inteligente, innovación e información: oportunidades y riesgos del Big data administrativo”, Presupuesto y Gasto Público, núm.86, 2017. ROIG, Antoni, Las garantías frente a las decisiones automatizadas, Bosch, Barcelona, 2020.
(31). Vid. RUIZ SÁENZ, Ángela, “Intervenciones obligatorias por riesgo de transmisión de enfermedades contagiosas: interés público versus derechos individuales”, Derecho y Salud, 21, 2011.
(32). Vid. NARVÁEZ RODRÍGUEZ, Antonio, “La limitación de derechos fundamentales por razones sanitarias”, Revista Aranzadi, 6, 2009.
(33). Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, “Gobernanza anticipatoria y proactividad administrativa”, cit,
(34). DE BENEDETO, María, “Regulating in times of tragic choices”, The Regulatory Review, 2020.
(35). Vid. DE ASÍS ROIG, Rafael, Deberes y obligaciones en la Constitución, CEPC, 1991.
(36). Artículo en la National Law Review, Vid. RODRÍGUEZ AYUSO Juan Francisco, Privacidad y Coronavirus, Dykinson 2020.
(37). COUNCIL OF EUROPE, Respecting democracy, rule of law and human rights in the framework of the COVID-19 sanitary crisis. A toolkit for member states, Abril 2020.
(38). UNITED NATIONS, COVID-19 and Human Rights. We are all in this together Abril 2020.
(39). Vid. ALLER, Marta, Lo imprevisible. Todo lo que la tecnología quiere y no puede controlar, Planeta, 2020.
(40). Vid. Documento de Consenso: ¿Es posible optimizar la estrategia en la lucha contra el virus de la COVID-19 en España?, cit.pág.5.
(41). El filósofo coreano residente en Alemania BYUNG-CHUL HAN lo ha advertido, en línea con sus denuncias sobre las agresiones a la intimidad. La utilización de la información con fines diferentes a los que justifican su acopio es un abuso recurrente en nuestras sociedades, así que necesitamos garantías, como sugiero en RIVERO ORTEGA, Ricardo, “Gestión pública inteligente, innovación e información: oportunidades y riesgos del Big Data administrativo”, Presupuesto y Gasto público, núm. 86, 2017.
(42). La sociedad española reclamará rendir cuentas por su gestión a quienes han tomado las decisiones más importantes en este momento tan delicado, Vid. RIVERO ORTEGA, Ricardo, Responsabilidad personal de autoridades y empleados públicos. El antídoto de la arbitrariedad, Iustel, Madrid, 2020.
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