José María Serrano Sanz
José María Serrano Sanz es Catedrático de la Universidad de Zaragoza y Académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
El artículo se publicó en el número 69 de la revista EL CRONISTA del Estado Social y Democrático de Derecho (Iustel, mayo 2017)
En los últimos tiempos se ha intensificado en España el debate sobre la conveniencia de organizar la gestión del servicio urbano de agua a través de la prestación directa por los municipios o contando con empresas privadas en alguna de las modalidades que ofrecen los regímenes de colaboración público-privado. La nueva distribución del poder político local tras las elecciones municipales y autonómicas de 2015, por otra parte, ha abierto la posibilidad de que el debate no quede circunscrito a un plano meramente teórico, sino que tenga consecuencias en la realidad. De manera que hacer luz sobre la cuestión es ahora particularmente pertinente.
A modo de introducción, comenzaremos por explicar en breves pinceladas la situación del sector en la España de hoy. Una situación cuyos antecedentes hay que buscar en la segunda mitad del siglo diecinueve, cuando comienza la historia del suministro domiciliario de agua en las ciudades españolas. En ese momento son empresas privadas quienes la protagonizan casi en exclusiva y consiguen que poco a poco se extienda a una buena parte de las ciudades españolas.
Tras la guerra civil llega el predominio de lo público, que en España es más acusado que en otros países, debido a la naturaleza muy intervencionista del franquismo. Esa etapa se caracterizó, además, por severas dificultades en el sector. Primero, la aparición de la inflación entraba en contradicción con la arraigada tendencia a congelar las tarifas y penalizó a las empresas privadas. Después, el constante aumento de la demanda, por los procesos de urbanización y el crecimiento económico, se enfrentaba a una limitada capacidad financiera de los ayuntamientos para acometer obras de infraestructura caras. Al final la calidad se resintió porque apenas había competencia, al haber quedado el servicio en manos de los municipios y éstos mostraron escaso interés por la innovación tecnológica.
El final del franquismo dio lugar a un doble cambio en los servicios de suministro de agua. Por un lado, surgió una nueva política regulatoria, influida por factores tecnológicos, con la que se pretendió cubrir aspectos esenciales del abastecimiento como la ubicuidad, instantaneidad e inmediatez. En ese contexto, la seguridad sanitaria y la rentabilidad pasaron a ser considerados conceptos básicos en la gestión del sistema. Por otro lado, apareció una corriente liberalizadora, común a la que se vivió en los demás países, pero que tuvo aquí acentos propios. Fue más temprana, porque comenzó al final del régimen, y más intensa, para corregir el extremo intervencionismo de partida. Incluyó, por supuesto, la privatización de empresas públicas, que alcanzó a la producción o gestión de servicios públicos locales, entre los cuales figura el saneamiento y la distribución de agua.
El marco normativo que establece el régimen actual del suministro urbano de agua en España está definido por la Ley 7/1985, de 2 de abril, de Bases de Régimen Local y el Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de Julio, por el que se aprueba el Texto refundido de la Ley de Aguas. En los artículos 25 y 26 de la Ley de Bases de Régimen Local, se explicita que los gobiernos locales son los responsables de la toma de decisiones en lo que respecta al abastecimiento de agua dentro de sus términos municipales.
Ello no implica que el servicio deba gestionarse desde el ayuntamiento, ya que los gobiernos locales tienen potestad para decidir si estos servicios son gestionados de forma directa o indirecta. La gestión directa puede ser a través del ayuntamiento, de un organismo autónomo local o de una sociedad mercantil cuyo capital social pertenezca íntegramente al ayuntamiento (empresa pública). Por su parte, la gestión indirecta puede adoptar la forma de concesión a una empresa completamente privada, de sociedad mercantil cuyo capital social pertenezca parcialmente al Ayuntamiento –empresa mixta–, o de gestión mediante concierto o arrendamiento.
Teniendo en cuenta que en España hay más de ocho mil municipios que pueden decidir sobre el abastecimiento de agua en su término municipal, resulta que una de las características de la gestión del servicio es la atomización de la toma decisiones, y, como consecuencia de lo anterior, otra es la heterogeneidad de sistemas y formas de gestión.
La privatización total o parcial del servicio se puede hacer por un cierto número de años, tras un concurso público de carácter competitivo. En cuanto al modo de adjudicación, se contemplan el procedimiento abierto (en virtud del cual cualquier empresa interesada puede presentar una propuesta) y el restringido (cuando únicamente pueden optar al concurso empresas previamente seleccionadas por la administración municipal). Lo normal es que los municipios opten por el procedimiento abierto, vía con la que se espera una mayor competencia entre las empresas.
El gobierno local debe hacer público el proceso de licitación anunciándolo en el Boletín Oficial de la Provincia. Este anuncio incluye la entidad contratante, el objeto del contrato, las condiciones técnicas y económicas y los criterios de evaluación; al mismo tiempo, detalla los compromisos que el adjudicatario tendrá que cumplir después de firmar el contrato. Los licitadores deben presentar su propuesta técnica y económica en un sobre cerrado. El contrato se adjudica a la oferta que haga la propuesta más ventajosa, teniendo en cuenta su valor económico y una serie de criterios adicionales. Si así lo estima, el contratista puede declarar desierto el acto de resolución de la licitación pública.
En cuanto a la duración de la relación contractual, la normativa prevé un límite máximo de 50 años en aquellos casos en los que la contratación contemple no solo la prestación del servicio, sino también la construcción de infraestructuras. Si la privatización solo implica la prestación del servicio el límite es de 25 años. Hoy en día, suele optarse por plazos inferiores a los 25 años y financiación pública de las infraestructuras. En los pliegos de condiciones, los gobiernos locales pueden contemplar la posibilidad de renovación del contrato por un número limitado de años, transcurrido un período inicial. Se intenta así conciliar más fácilmente los intereses de ambas partes. El gobierno local retiene un mayor poder de control al comprometer cortos períodos de tiempo, y la empresa sabe que podrá alargar la vida del contrato y rentabilizar su negocio, si cumple adecuadamente. Pero esto exige también lealtad de parte de las autoridades, para que las empresas puedan confiar en una respuesta adecuada si han cumplido.
Desde la década de los años noventa, sobre todo, diversos municipios españoles han optado por privatizar la gestión del servicio de distribución de aguas, a través de empresas completamente privadas y empresas mixtas. Aunque subsistían unas pocas concesiones históricas a empresas privadas, que habían resistido el embate del franquismo, aparecieron muchas más desde ese momento. Las decisiones tomadas por los gobiernos locales en los años siguientes fueron determinantes para configurar el actual estado de la participación privada en el sector. Según cálculos recientes, la empresa privada participa en la gestión del servicio urbano de agua, aproximadamente, en el 23% de los municipios en España, aunque suelen ser municipios de tamaño más elevado que la media y por eso engloban el 55% de la población. Estas cifras sitúan a España entre los países que tienen una presencia significativa de empresas privadas en la gestión del suministro urbano de agua.
EL CONTEXTO DEL ACTUAL DEBATE
Una crisis económica de envergadura que se prolonga en el tiempo, acaba siendo interpretada por la sociedad que la padece en clave de fracaso de las políticas y las instituciones vigentes al comienzo de la misma. Esa interpretación genera una dinámica de cambio por la que, de manera natural, se cuestionan muchas de las ideas y las instituciones dominantes en la situación anterior. Si la crisis se convierte en muy intensa suele producirse un movimiento pendular en la percepción colectiva de cuáles son las mejores formas de organización social. En particular, y en lo que a la economía se refiere, sobre el papel que deben jugar, respectivamente, la iniciativa privada y el sector público en la toma de las decisiones económicas. Si al comienzo de la misma dominaba lo público, se abre camino la idea de que era un error confiar en tal sistema como motor de la actividad económica y debe tenderse a primar el papel de lo privado y viceversa.
Así, la economía liberal de finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, que había sido una reacción frente a la rigidez del mundo mercantilista, perdió buena parte de su aureola y su prestigio en los años treinta, durante la gran depresión, con motivo de las dificultades encontradas para salir del atolladero. Una economía más intervenida fue la consecuencia de esa crisis y en todos los países de occidente se abrió camino tras la segunda guerra mundial. Unos decenios más adelante, los problemas para superar la crisis de los años setenta fueron interpretadas en esos mismos países como resultado de las rigideces que había impuesto un sector público con presencia creciente en la economía durante los decenios anteriores. La lista de defectos parecía interminable: una hacienda pública que se acercaba o superaba en muchos países la mitad de la renta nacional amenazaba con quitar estímulos al esfuerzo individual, unas regulaciones cada vez más estrictas limitaban la capacidad de crecimiento de las empresas, mientras se habían multiplicado empresas públicas que ofrecían síntomas claros de ineficiencia y, por último, los políticos y burócratas perseguían a menudo sus propios intereses, en lugar de un supuesto interés general. En suma, el modelo de un intervencionismo económico intenso, generalizado tras la segunda guerra mundial, presentaba síntomas de agotamiento claros.
Ese fue el clima que propició un cambio de la filosofía dominante en la ciencia económica ya en los años setenta. Poco después, a partir de comienzos de los ochenta, las nuevas ideas se trasladaron a las propias políticas económicas. Un viento liberalizador y privatizador se extendió por occidente y esa corriente se vio reforzada a finales del decenio, cuando la caída del muro amplificó, a ojos de la opinión universal, las debilidades estructurales de las economías fuertemente intervenidas. Los mismos países socialistas desaparecieron como tales o, casi sin excepción, se transformaron en economías mucho más abiertas. En los países occidentales llegó la hora de la privatización de empresas públicas, la desregulación y la contención del crecimiento de las haciendas públicas, aunque apenas llegara a reducirse su tamaño. El proceso tuvo también una vertiente de liberalización de las relaciones comerciales y financieras internacionales, que hizo posible la denominada globalización.
La reciente e intensa crisis económica internacional ha vuelto a situar en un primer plano los debates sobre la superioridad de la dirección pública o la gestión privada de la economía. Y, como era de prever, el viento dominante ha cambiado de dirección. La idea, ampliamente compartida, de que un exceso de desregulación en la economía financiera estuvo en el origen de la crisis, ha sido trasladada miméticamente a todos los ámbitos de la actividad económica y ha deteriorado la confianza en los mercados como mecanismos eficientes de asignación de recursos. Una segunda idea que ha emergido poderosamente de la crisis es que se ha producido en tiempos recientes un aumento de la desigualdad, sobre todo en los países ricos, que ha llevado al hundimiento de sus clases medias. La globalización y la actuación sin frenos del mercado serían los responsables, a ojos de muchos, de ese aumento de la desigualdad, que se habría visto profundamente agravada por la crisis.
Como consecuencia de todo ello se ha abierto paso en la opinión la creencia de que la solución de uno y otro problema, crisis y desigualdad, reclama un mayor peso de lo público en la economía. De repente empiezan a parecer indiscutibles de nuevo las virtudes de lo público en la gestión de la economía y poco importantes las limitaciones que resultaban evidentes hace unos decenios, mientras, por el contrario, resulta fácil acentuar los defectos de la gestión privada y cuestionar sus méritos. Cuando se confía en el crecimiento como bálsamo social, la eficiencia se coloca en el centro de las prioridades y entonces el sector privado toma el protagonismo, mientras, cuando la igualdad es el problema, la balanza tiende a inclinarse del lado de lo público.
La primera respuesta a las crisis acostumbra a ser defensiva, por el temor y la inseguridad que provocan, y por eso el proteccionismo y el intervencionismo suelen ser sus ejes. La percepción social de la inseguridad y la conveniencia de una estrategia defensiva como respuesta primaria son el caldo de cultivo ideal para movimientos políticos de tipo populista, que enfatizarán la necesidad de una prioridad absoluta de lo público y tratarán de relegar las cuestiones relacionadas con la eficiencia. Esto no es privativo de los movimientos de izquierdas, pues se está viendo igualmente presente en los populismos de derechas, incluso en Estados Unidos. En otras palabras, la crisis reciente ha dado claramente impulso a un movimiento pendular de sentido contrario al que se inició tras la crisis económica de los años setenta del siglo pasado.
Los movimientos de ese tipo tienen el peligro de desequilibrar las reglas de juego y llevarlas de un extremo al otro, más allá de lo que sería razonable. Del mismo modo que ahora se ve claro que fue desproporcionada la desregulación pasada en el sistema financiero, como respuesta a los excesivos controles anteriores, no debería volverse hoy a un estatismo trasnochado y, en sus versiones extremas, completamente fracasado. Calcular el punto de equilibrio entre iniciativa privada y acción pública, que sea socialmente más beneficioso, debe hacerse sector a sector, y no sólo con doctrinarios criterios generales. Es necesario preservar lo que de útil tiene la iniciativa privada en el funcionamiento adecuado del sistema económico y, al mismo tiempo, dejar claro el espacio propio de los poderes públicos. Pero conviene no olvidar que la empresa privada ha demostrado, en general, a lo largo de los últimos siglos una mayor capacidad para gestionar más eficientemente la mayor parte de actividades económicas. Y, desde luego, la eficiencia en la combinación de los recursos disponibles es la garantía de un progresivo aumento en el nivel de vida de la población.
Es importante, por ese motivo, examinar cuidadosamente aquellos casos en los que se quiere desplazar a la empresa privada en beneficio de la gestión pública, antes de proceder sumariamente por motivos doctrinales, a menudo escasamente justificados por la experiencia. Es lo que puede ocurrir en España con los servicios públicos municipales, de triunfar las tendencias a que se hacía referencia al principio.
ARGUMENTOS DESDE LA TEORÍA
La corriente principal de la ciencia económica se vertebró en la segunda mitad del siglo veinte, cuando se desarrolló la llamada síntesis neoclásico- keynesiana. En ella el sistema más eficiente para la asignación de recursos es el mercado, pero se admite que éste no siempre puede funcionar en condiciones óptimas, bien sea por la existencia de estructuras de mercado distintas de la competencia perfecta, por la aparición de externalidades o debido a la presencia de los llamados bienes públicos. A estas situaciones se les llamó fallos de mercado y se pensó que los poderes públicos podían corregirlos; era la justificación moderna del intervencionismo, desde la perspectiva de la economía ortodoxa.
En esa concepción de la política económica se consideraba a los poderes públicos como agentes impersonales que trataban de alcanzar el bien común, atendiendo las recomendaciones técnicamente más solventes de asesores neutrales y sin que aparecieran interferencias decisivas en el proceso político. Los poderes públicos iban a corregir así limpiamente los fallos del mercado cuando existiesen.
Sin embargo, poco a poco se abrió camino la idea de que nada garantiza que frente a los fallos del mercado el gobierno acierte sistemáticamente. Se llegó entonces a acuñar la expresión fallos del gobierno, como contrapartida, y a considerar que no debe haber presunción de que los poderes públicos tengan asegurada la capacidad de enmendar los fallos ajenos. Podrían llegar incluso a agravarlos o a crear problemas donde no los había.
Para empezar, los poderes públicos no son entidades impersonales en busca del bien común, sino simplemente la suma de políticos y funcionarios, que son los agentes que en realidad actúan. Unos y otros pueden tener intereses propios, que interferirán en el proceso sesgando las decisiones en su beneficio. Por otro lado, en el mismo proceso de toma de decisiones es posible que aparezcan grupos de intereses especiales que traten de conseguirlos, manipulando a los otros agentes o a la opinión pública. En ese caso la intervención pública puede generar costes adicionales, como resultado de la concesión de ventajas o privilegios a particulares.
Fue Schumpeter quien primero introdujo la idea de que los individuos pueden guiarse en la actividad política por los mismos principios con los que operan en los mercados, es decir, tratando de maximizar sus propios intereses particulares. Pero ha sido la escuela de la elección pública quien ha formalizado la existencia en las democracias de un mercado de las decisiones políticas, en el que concurren, por el lado de la oferta, políticos y funcionarios y, desde la demanda, votantes y grupos de intereses especiales. Cada uno de estos participantes en el mercado tiene sus propios objetivos, pues el contexto institucional no tiene porqué alterar los supuestos de comportamiento individualista y racional que suelen guiar a las personas.
Es más, el contexto institucional público tiene algunas características que pueden facilitar la búsqueda de intereses propios, pues en las agencias públicas la falta de competencia en precios implica que el control de costes no es necesario para su supervivencia. Los agentes de estas organizaciones tienen pocos incentivos para comportarse eficientemente y gozan de gran discrecionalidad, lo que tiende a generar situaciones de ineficiencia y sobreproducción.
Cuatro han sido las razones que se han argumentado para explicar esta tendencia a la ineficiencia en la gestión pública. Primero, la existencia de costes de transacción en los procesos administrativos que son más elevados que en los procesos de mercado, porque los derechos de propiedad no están claramente identificados (Coase, 1937). Segundo, la existencia de una doble relación de agencia, entre electores y políticos y entre políticos y funcionarios. La relación de agencia establece la existencia de una separación entre propiedad y control, donde el principal (elector, en un caso, y político en el otro) cede un amplio poder discrecional al agente (político, en el primer caso, y funcionario en el segundo) perdiendo así capacidad de supervisión y permitiendo que el agente persiga con pocas restricciones sus propios intereses. El agente se ha independizado del principal y la confusión de objetivos y falta de supervisión son fuentes de ineficiencia. Tercero, la falta de competencia en la actuación del sector público, siendo que en economía se considera a la competencia una condición imprescindible para lograr la eficiencia, por su efecto de disciplina sobre las conductas de los agentes, mientras el sector público actúa en régimen de monopolio no atacable (Baumol, Panzar y Willig, 1982). Cuarto, las limitaciones que tiene el sector público para llevar a cabo una política de personal que provea un adecuado sistema de incentivos, dadas las peculiaridades de la relación funcionarial (Stiglitz, 1993).
Por todas estas razones se ha insistido en que la introducción de competencia, por medio de la gestión privada logrará mayores niveles de eficiencia, al dimensionar mejor la provisión de servicios públicos y abaratar sus costes. Incluso en aquellos casos en que se trate de mercados con estructura de monopolios naturales, como ocurre con la provisión del suministro domiciliario de agua. Cuando no pueda establecerse competencia en el mercado, debe establecerse competencia por el mercado a través de la licitación, porque esto obligará a las empresas a fijar condiciones próximas a las de libre competencia (Demsetz, 1968). De modo que la solución a los fallos del gobierno consistiría en la promoción de procesos de privatización, gestión privada e introducción de competencia en servicios públicos como el suministro de agua.
Una visión alternativa es la que defiende para este tipo de servicios públicos la opción de las empresas mixtas, que busca trascender la dicotomía entre gestión directa e indirecta. Se defiende la privatización parcial como una fórmula intermedia que reduce los costes de gestión, en comparación con la gestión pública, y disminuye los costes de transacción y monitorización de la gestión privada.
En definitiva, la mayor o menor validez de los argumentos expuestos encontrará una respuesta –afirmativa o negativa– a través del análisis empírico, teniendo presentes el momento histórico y el contexto donde se realice.
LOS ESTUDIOS EMPÍRICOS
La conclusión de los trabajos teóricos, según se acaba de mostrar, es que los argumentos a favor de una gestión privada del suministro urbano de agua son consistentes, porque las empresas privadas tienen, en general, una mayor capacidad para lograr la eficiencia en la asignación de los recursos. Pero tratándose de un servicio público y un sector donde el suministro en red configura monopolios naturales, un funcionamiento adecuado de estos mercados exige que las autoridades públicas cumplan su parte del papel. Para ello deben regular acertadamente los límites en que la empresa privada se debe mover, a través del concurso para la concesión, y posteriormente vigilar su cumplimiento. No cabe olvidar que ellas tienen la responsabilidad y el control. Es decir, desde una perspectiva teórica, los mejores resultados se obtendrán si funciona adecuadamente la colaboración público-privada. Con ella se puede conseguir lo mejor de los dos mundos, la eficiencia privada y el marco de actuación público en representación de los intereses generales.
Los estudios empíricos sobre los procesos de privatización de la gestión del suministro urbano de agua son muy abundantes, tanto en la literatura internacional como en la propiamente española. Aunque no es un tema de larga tradición académica, los trabajos se han multiplicado, con tendencia creciente, a partir de los años setenta. En lo que sigue nos centraremos principalmente en los trabajos sobre la realidad española, puesto que es la más relevante aquí, sin descuidar los estudios internacionales, especialmente cuando se trate de conclusiones generales aplicables a cualquier situación.
Tres han sido los objetivos sobre los que tales estudios se han concentrado principalmente: las razones que han movido a las privatizaciones, las condiciones políticas de los municipios que se han animado a acometerlas y la eficiencia relativa de los resultados obtenidos al gestionar privada o públicamente el servicio de suministro urbano de agua. En otras palabras, cuáles eran los motivos, en qué condiciones políticas se han llevado a cabo privatizaciones y cuáles han sido los resultados últimos de dicha elección.
En relación con la primera de tales cuestiones, las razones de la privatización en la práctica, hay un consenso bastante amplio en la literatura sobre tres motivos que parecen ser los más significativos: los municipios tratan de aprovechar con las privatizaciones los conocimientos técnicos de las empresas privadas que tienen economías de escala en su gestión, intentan reducir costes a través de la gestión privada o bien hacer frente a dificultades financieras.
Las dificultades técnicas de la administración municipal para asumir la gestión del servicio pueden relacionarse con las características del municipio (en grandes ciudades la administración y gestión son complejas y exigentes); con la falta de personal especializado para ofrecer un servicio de calidad (ocurre con frecuencia en municipios pequeños y medianos); con el propio escenario medioambiental (una mala calidad del agua bruta, la escasez del recurso o el origen subterráneo del agua); e incluso con la normativa que establece los estándares de calidad del agua (en España ha sido más exigente con el tiempo, ya que se ha adaptado a la de la Unión Europea, lo que supone aplicar métodos más intensivos de tratamiento del agua para asegurar el cumplimiento de los requisitos impuestos). En todas estas situaciones, con la privatización el gobierno local se beneficia del saber hacer de empresas que tienen la experiencia y los conocimientos técnicos adquiridos durante años en otras áreas geográficas.
La investigación aplicada confirma que hay evidencia de una mayor presencia de la empresa privada en aquellos municipios en los que es peor la calidad del agua en origen y se aplican medios físicos y químicos más intensivos para el tratamiento de las aguas (Carpentier et al., 2006; Chong et al. 2006; Valero, 2015). Asimismo hay una mayor inclinación hacia la privatización en municipios de mayor tamaño y en los que hay una mayor densidad de conexiones a la red. Es la mayor complejidad en la prestación del servicio lo que explica muchas privatizaciones. También se ha señalado que los costes de transacción asociados a la privatización del servicio de aguas son comparativamente menores en los municipios más poblados (Zafra-Gómez et al., 2016).
Una segunda motivación pragmática es la reducción de los costes de prestación del servicio. Esto se ha relacionado frecuentemente con la rigidez del marco de relaciones laborales en la administración, frente a la mayor flexibilidad del mismo en la empresa privada. Así, se ha demostrado que la probabilidad de privatizar el servicio es mayor en los municipios en los que hay una importante estacionalidad de la demanda. En estas circunstancias, las puntas y los valles de la demanda determinan distintos niveles de necesidades de personal y la empresa privada dispone de mayor flexibilidad para ajustar la plantilla a las necesidades de cada momento. Respecto a los salarios, se concluye que cuando los salarios públicos son altos en relación con los privados, la gestión privada se ve como una fuente de ahorro de costes, y, consecuentemente, como un factor determinante de la decisión de privatizar el servicio. En general, las investigaciones sugieren que la empresa privada en el sector del agua es más eficiente que la pública en el uso del factor trabajo (Martínez-Espiñeira et al., 2009; Picazo-Tadeo et al., 2009 a, b; Albalate et al., 2013; Valero, 2015; Suárez-Varela et al., 2016).
Otra vía para reducir costes, en el caso de los municipios pequeños, son las fórmulas de asociacionismo, como la creación de consorcios y mancomunidades, para aprovechar las economías de escala del sector. Sin embargo, suele tratarse de un paso previo a la cesión del servicio a una empresa privada, pues los estudios confirman que las distintas fórmulas de asociacionismo están ligadas a la externalización del servicio. Por eso se ha obtenido una relación significativa entre pertenencia a un consorcio o mancomunidad y la gestión privada (González-Gómez y Guardiola, 2009; García-Valiñas et al. 2013).
El tercer motivo que aparece detrás de un gran número de privatizaciones del servicio, es conseguir una mejora en la situación financiera del municipio. Las dificultades financieras provocadas por el exceso de gasto, la falta de autonomía y las limitaciones al endeudamiento de los ayuntamientos, les pueden conducir a privatizar servicios municipales, como el del suministro de agua, para financiar otros gastos. Cuando se privatiza la gestión, la concesionaria paga al municipio un canon y la legislación española no impide que el canon alivie el déficit presupuestario, en lugar de destinarse a la mejora de las infraestructuras del servicio. De ahí que la privatización puede convertirse en una vía fácil de obtención de recursos para el municipio, como se ha comprobado en estudios para España (Bakker, 2002; Soler, 2003).
Por otro lado, la probabilidad de privatizar el servicio aumenta con el déficit público local y en particular cuando la crisis financiera municipal es superior al año. En los diferentes estudios se concluye que una menor solvencia financiera del municipio y una reducción en las transferencias de otras administraciones incrementan la probabilidad de privatizar el servicio (Zafra-Gómez et al., 2016). Desde esta perspectiva, muchos autores sostienen que la crisis económica actual y las dificultades presupuestarias de los ayuntamientos, que aún se mantendrán largo tiempo, debieran suponer un nuevo impulso a favor de las privatizaciones (Hall y Lobina, 2012).
El segundo tema sobre el que se han realizado numerosos estudios empíricos, decíamos, es el del entorno político que acompaña a las privatizaciones. Aunque muchos autores han sostenido que los motivos ideológicos eran secundarios respecto a las necesidades objetivas, a la hora de tomar la decisión de privatizar o no el servicio, la cuestión ha adquirido otra perspectiva tras los cambios políticos producidos en España desde 2015.
La ideología de los partidos que gobiernan una entidad local puede asociarse con las posiciones sobre la privatización de los servicios municipales. Los partidos conservadores deberían ser, a priori, más proclives a las tesis privatizadoras, mientras cabe esperar que los partidos de izquierda pongan más énfasis en la necesidad de mantener la provisión pública del servicio. Sin embargo, en el ámbito de los gobiernos locales españoles hay escasa evidencia para corroborar ese apriorismo y los resultados ponen de manifiesto que no han existido diferencias significativas entre los gobiernos presididos por el PSOE y el PP en su decisión de privatizar el servicio, aunque en los presididos por IU si era significativamente menor la probabilidad de privatizar el servicio (González-Gómez et al., 2011).
También se ha intentado ver si hay relación entre la complejidad en la gobernabilidad del municipio debida a la fragmentación política y la privatización del servicio, aunque los resultados no son concluyentes. Tan solo parece claro que en escenarios poco estables, los gobiernos serán menos proclives a la privatización del suministro de agua, mientras los gobiernos en mayoría, que no necesitan el apoyo de otro partido, se sentirán con mayor autoridad para privatizar la gestión (Picazo-Tadeo et al., 2012).
Otra consideración relevante sobre el contexto político es la existencia de grupos de interés que pueden afectar a las decisiones políticas, como la presencia de un peso elevado del empleo público en relación al total o un grado muy alto de asociacionismo de los empleados públicos. Como cabe esperar la tendencia privatizadora será menor en ambos casos y así ha sido contrastado (Miranda, 1994; Dijkgraaf et al. 2003).
Por último, también ha sido establecido que los gobiernos municipales tienden más a la privatización cuando en su entorno cercano otros ayuntamientos han cedido la gestión del servicio a una empresa privada. Para el gobierno local la experiencia privatizadora de municipios próximos reduce la incertidumbre y la resistencia ciudadana a cambiar la gestión de los servicios. (Miralles, 2009).
Por último, es necesario referirse a los estudios sobre los resultados de la privatización, es decir, los que tratan de comparar la eficiencia de la gestión pública frente a la privada. Los estudios aquí son muy abundantes y no siempre están bien especificadas las condiciones de partida. A menudo se toma el precio del agua como prueba última de la eficiencia en la gestión. Pero esto presenta dos problemas que pueden invalidar los cálculos. Por una parte, los costes de aprovisionamiento del recurso pueden ser muy diferentes, si se trata de una zona con disponibilidad fácil de agua de buena calidad o de otra donde ocurra lo contrario. Por otra, la contabilidad de costes de los servicios de gestión municipal suele estar mal especificada y encubre con frecuencia pérdidas no reflejadas y transferencias cruzadas desde los presupuestos generales, como la utilización de locales, personal u otros medios, no contabilizados específicamente.
Aun con estos problemas, en un reciente estudio sobre los precios del agua en las ciudades españolas se concluye que la gestión pública o privada no es el determinante principal del precio del agua en las ciudades españolas, sino el acceso y la disponibilidad de recursos hídricos (precipitaciones y altitud) y la estructura urbana (número de edificios y población estacional). Es después de consideradas las condiciones iniciales cuando hay que empezar a medir la eficiencia. En el mismo trabajo se concluía que el agua en España es significativamente más barata que en la mayor parte de los países europeos. No sólo en términos monetarios, sino en relación con el esfuerzo que las familias han de hacer para pagarla, en proporción a su renta. También se establecía, en cambio, que a las familias españolas les costaba un mayor esfuerzo que a las europeas pagar sus facturas de gas y electricidad, los otros dos grandes servicios de red para usos domésticos (Arbués, F. et al. 2017).
Descontados los factores mencionados, los resultados de la mayoría de los trabajos se inclinan por la mayor eficiencia de la gestión privada, con base en tres argumentos que, en el fondo, están claramente relacionados: primero, el saber hacer de empresas con prolongadas y múltiples experiencias en el sector; segundo, el aprovechamiento de las economías de escala que les proporciona a las empresas privadas la gestión de más de una unidad de producción y, tercero, la capacidad que tienen éstas de gestionar de manera más flexible el factor trabajo. De acuerdo con los resultados de estos estudios, la capacidad de los operadores privados para prestar el servicio de modo más eficiente parece claramente establecida.
Pero no sólo se trata de mayor eficiencia. Como se muestra en un trabajo de este mismo número de El Cronista en los municipios donde la gestión del suministro de agua se lleva a cabo por medio de la iniciativa privada, la atención a las familias en riesgo de exclusión es mayor que en las municipalizadas. Aunque existen tarifas especiales para esos hogares en todos los casos, las tarifas son más bajas en los que se gestionan a través de empresas privadas (Sanaú, 2017). También son más cuidadosas con el despilfarro, penalizándolo más, las ciudades en las cuales el sistema de gestión se hace por la vía de empresas privadas (Sanaú, 2017).
Por último, y para concluir volviendo al principio de nuestro trabajo, es necesario referirse brevemente a los procesos de transición. Quienes plantean la alteración de los modelos de prestación de servicios públicos municipales, lo hacen tratando de aprovechar el término de las concesiones legales y no a través de rescates de las mismas, que serían muy onerosos. Esto parece simplificar los procesos de transición entre un régimen y otro, pero no es todo el problema. La alteración del modelo plantea problemas legales, problemas económicos en momentos difíciles para las finanzas públicas y problemas técnicos, que no se pueden obviar, como se detalla en otro trabajo de este mismo número de El Cronista (Arbués, 2017). Por otra parte, queda una última consideración y es que no parece fácil pensar que si el ayuntamiento no ha sido capaz de vigilar a la empresa privada para que prestara el servicio del mejor modo posible, vaya a ser un gestor más eficiente.
REFERENCIAS
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