Marcos Vaquer Caballería

La codificación del procedimiento administrativo en España

 09/06/2016
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La codificación legal del procedimiento administrativo empezó en España hace ya más de un siglo en un contexto en el que no estaba todavía clara la noción misma del procedimiento, que se debatía entre una óptica procesalista y otra administrativista que acabaría imponiéndose. El artículo analiza estos orígenes y la evolución legislativa posterior, hasta llegar a la Ley de Procedimiento Administrativo Común de 2015 y concluye identificando algunos retos de futuro para la regulación procedimental.

Marcos Vaquer Caballería es Catedrático de Derecho administrativo en la Universidad Carlos III de Madrid

El artículo se publicó en el número 42 de la Revista General de Derecho Administrativo (Iustel, mayo 2016)

En 2015 se ha promulgado una nueva ley -la cuarta ya a lo largo de más de un siglo- que pretende codificar un régimen común de los procedimientos administrativos. Es una buena ocasión para volver sobre el fundamento y el alcance de esta codificación, que nos permite extraer algunas conclusiones sobre los avances hechos, pero también sobre sus carencias y desfallecimientos. La historia de esta evolución legal se ha contado ya (por todos, González Navarro, 2009), pero conviene revisarla justamente ahora y a la luz del debate conceptual sobre la noción misma de procedimiento y el sentido de su regulación, un debate que ya fue mantenido a lo largo de la primera etapa estudiada pero que aporta algunas claves explicativas de la evolución seguida que pesan todavía sobre nuestro Derecho vigente y lastran su necesaria innovación, a la que se dedican las últimas páginas de este estudio.

1. LA CONCEPCIÓN DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO, ENTRE EL PROCESO Y EL ACTO

La ocupación del legislador español por el procedimiento administrativo empezó centrándose en el control de la actividad jurídica de la Administración. Una vez establecido el control contencioso-administrativo(1), resultaba lógico extender la legislación procesal “aguas arriba”, regulando los recursos administrativos o económico-administrativos previos al proceso judicial. Y puestos a establecer garantías formales en el funcionamiento del poder público, el siguiente paso lógico era ampliar la perspectiva a todos los procedimientos donde los particulares solicitasen algo o pudieran ver afectados sus derechos, desde donde se extendería finalmente a los aspectos formales de toda la actividad jurídica de la Administración, cualquiera que fuera su objeto. Ahora bien, estas distintas concepciones del procedimiento administrativo, que acabo de exponer como lógicamente sucesivas y progresivamente amplias, en realidad convivieron o todo lo más se sucedieron muy aceleradamente, dificultando su comprensión histórica.

La primera concepción tenía una fuerte orientación procesalista, mientras que la última apuntaba a la autonomía del Derecho administrativo, que debía ser no sólo sustantivo sino también formal. Buen testimonio de estos oscilantes comienzos nos lo ofrecen las primeras leyes procedimentales de nuestra historia: de un lado, la Ley de bases para el procedimiento en las reclamaciones económico-administrativas de 1881 y, del otro, sólo ocho años después, la ley de bases del procedimiento administrativo de 1889. En efecto, la Ley de 1881 seguía la lógica procesal vertical de ordenar coherentemente los aspectos formales de las fases sucesivas de los conflictos jurídicos en materia económico-administrativa, como acredita su base 4ª: “El procedimiento administrativo en las cuestiones del ramo de Hacienda tendrá tres instancias: las dos primeras gubernativas, la tercera contencioso-administrativa”. De hecho, el mismo día que el Proyecto de esta Ley, el Ministro de Hacienda presentaba otro reformando el procedimiento contencioso-administrativo en los asuntos del ramo de Hacienda(2). En cambio, la Ley de 1889 adoptó una perspectiva horizontal o transversal, centrada en regular el procedimiento estrictamente administrativo o gubernativo para todos los Ministerios y dejando de lado el contencioso-administrativo, por aquel entonces ya regido por la Ley Santamaría de Paredes de 13 de septiembre de 1888.

La explicación de este cambio de perspectiva hay que buscarla en la fluctuante conceptuación del procedimiento administrativo que hacía la doctrina hasta mediados del siglo XX. Veámoslo a través de algunos ejemplos destacados.

El Letrado del Consejo de Estado José María Villar y Romero publicaba en 1948 la segunda edición de su Derecho procesal administrativo, en el que incluía sin solución de continuidad al procedimiento administrativo y el contencioso-administrativo. Para justificar esta aproximación, exponía Villar que la visión parcial e inexacta de los procesalistas según la cual “sólo cuando existe una actuación de los Tribunales de la jurisdicción ordinaria se puede denominar proceso a la sucesión coordenada de actos estatales que tienden a la conservación del orden jurídico () se explica a causa de que el Derecho procesal judicial y el Derecho administrativo se han elevado al rango de disciplinas científicas en edades muy distintas: el primero fue ya elaborado por los juristas romanos, mientras que el Derecho administrativo no toma el carácter de verdadera Ciencia jurídica hasta el siglo XIX, y aun en nuestros días se halla en plena formación. Además –y, consecuencia, en parte, de lo anterior- hasta época muy reciente no se consideraba que pudieran existir relaciones jurídicas entre la Administración y los particulares”. Para el autor, por el contrario, no se puede “negar el rango de verdadero proceso al conjunto de actuaciones mediante las cuales la Administración dicta sus resoluciones, especialmente en cuanto éstas afectan a derechos de los particulares”, por lo que “el proceso administrativo no es más que una especie del proceso en general”. Esta aproximación procesalista del autor excluye a “los procedimientos (administrativos) de índole discrecional o de carácter técnico” o de gestión y se ocupa sólo de los que denomina “procesos jurídicos administrativos (sancionadores, propiamente administrativos en vía de mera petición o reclamación, propiamente administrativos en vía de recurso)” (Villar y Romero, 1948: 7-10).

A su vez, el Catedrático y Magistrado del Supremo Sabino Álvarez-Gendín (1958: 175) volvía todavía una década después a la acepción más restrictiva: “Se habla de procedimiento administrativo en dos sentidos: en sentido lato, se refiere a los trámites y formalidades exigidas para la realización de un acto administrativo, es decir, a la fuerza jurídica de la Administración para perseguir la gestión o buena marcha de la Administración, de oficio o a instancia o petición de un ciudadano; en sentido restringido, es el conjunto de reclamaciones del particular ante la Administración por lesión de derechos o de intereses del particular, denominándose también jurisdicción administrativa”, siendo este sentido restringido el que ocupó sus reflexiones.

Por el contrario, Santamaría de Paredes ya prefería a finales del siglo XIX a la concepción amplia del procedimiento administrativo o gubernativo cuando afirmaba (1898: 752) que “el procedimiento administrativo surge del carácter de la Administración como Poder ejecutivo del Estado, por cuanto necesita guardar ciertos trámites y observar cierto ritmo en el desenvolvimiento de sus funciones”, por lo que consiste en una serie de trámites con los que prepara sus resoluciones para que sean acertadas y justas.

Santamaría de Paredes dedicó al procedimiento administrativo la tercera y última parte de su Curso de Derecho administrativo(3), donde ya lo diferenciaba netamente tanto del procedimiento judicial en general como del contencioso-administrativo en particular: En cuanto a lo primero, “toda la función de los jueces y tribunales, se reduce a juzgar; sólo existen para eso, y cuando juzgan, se mantienen a distancia de las partes contendientes, (). Por el contrario, la jurisdiccia de Paredes, 3).e tropieza, la obediencia"stamente las dificultades cacia de las partes contendientes, colocadas frente a frentón que la Administración ejerce, es a modo de medio para realizar los servicios públicos; cuando en casos concretos dice lo que debe hacerse en la aplicación de las leyes administrativas, no es para dar la razón a los unos o a los otros, sino para ejecutar y cumplir, mostrándose como superior que manda y resuelve justamente las dificultades de detalle con que tropieza, la obediencia”. Y en cuanto a lo segundo, “dentro de la legislación anterior (), el procedimiento contencioso-administrativo es una segunda parte del administrativo, llamándose entonces a la primera procedimiento gubernativo. Pero según la nueva ley de 13 de septiembre de 1888, el recurso contencioso-administrativo, se substancia y resuelve ante Tribunales especiales con independencia de la administración, siendo por su naturaleza, no un acto de administrar, sino un conflicto de derecho entre el Poder ejecutivo del estado y el particular. Por lo cual, puede ya reservarse la denominación de procedimiento administrativo para expresar lo que viene llamándose vía gubernativa” (Santamaría de Paredes, 1898: 752-753; las cursivas en el original).

También Royo Villanova (1949: 55) definía medio siglo después el procedimiento en su acepción actual, como “la serie de actuaciones que ha de realizar, en el conjunto de formalidades y trámites que debe observar la Administración pública para dictar sus acuerdos o resoluciones. El procedimiento es la vía, el camino que ha de seguir la Administración para llegar a una meta: el acto administrativo”. Royo Villanova no negaba “la analogía procesal” entre la función administrativa y la judicial (ibídem: 58), pero también advertía las diferencias entre ambas, que eran de fines (“el Derecho es para la Administración un medio, un límite, no un fin” puesto que su fin es “el mejor funcionamiento de los servicios públicos”: 57) así como de estatuto jurídico (“la Administración viene a ser al mismo tiempo Juez y parte”: 58). Además, y siguiendo a Spiegel, Royo sostenía que el proceso civil y penal “pertenece a la patología”, mientras que la actividad administrativa corresponde “a la fisiología de la vida jurídica” (62). A partir de estas premisas, la consecuencia debía de ser la unidad del Derecho administrativo, resultado de la comunión entre las normas sustantivas y las formales: “debe haber una íntima relación entre el procedimiento y la materia objeto del mismo”, pues “el procedimiento, para ser útil, ha de acomodarse a los fines, a la función” (62).

Royo también explicaba la misma tesis de forma histórica: “el procedimiento administrativo surgió a influjos del procedimiento judicial. Es un efecto de la tendencia del Estado de Derecho a asemejar la Administración a la Justicia. El primer paso consistió en crear un Derecho administrativo material, un Derecho sustantivo de la Administración (). El segundo paso fue crear un Derecho procesal administrativo parecido al judicial, un Derecho adjetivo de la Administración con el fin de proporcionar a los particulares que acuden a las autoridades administrativas en defensa de sus derechos, las mismas garantías, la misma seguridad que ofrece el Derecho procesal judicial a los que acuden a los Tribunales en defensa de su derecho. () No obstante esa tendencia a dar forma judicial a la actividad administrativa, hoy día se procura alejar en lo posible la administración de la jurisdicción, lo que se consigue mediante un procedimiento adaptado a las necesidades de la Administración. Esta última tendencia obedece a una comprensión más exacta de la distinta naturaleza de la Administración y de la Justicia; de la posición y caracteres del Derecho administrativo dentro del ordenamiento jurídico” (63-64).

Tanto Santamaría de Paredes como Royo Villanova, Catedráticos de Derecho administrativo, estaban lógicamente concernidos por la autonomía e identidad de esta disciplina académica. Sus concepciones vinculan procedimiento y acto y, en consecuencia, Derecho administrativo formal y sustantivo favoreciendo la cabal unidad del Derecho administrativo y la progresiva ampliación del objeto del procedimiento administrativo a las diversas funciones de la Administración. Las de Villar y Romero y Álvarez-Gendín, por el contrario, vinculan procedimiento y proceso, favoreciendo una visión global o continua del Derecho formal o procesal(4). Las primeras se impusieron históricamente en España(5), como lo han hecho también en la mayoría de países.

Sin embargo, la ampliación del ámbito del procedimiento desde los recursos hasta toda la actividad jurídica de la administración no borró esta impronta original de carácter procesalista y, por ende, garantista que después, bajo la égida del Estado social, iría completándose con la perspectiva complementaria de la eficacia de la Administración, como se verá en estas páginas. Y es que la aparente universalidad de estas concepciones del procedimiento no es tal. Royo ya no tiene una concepción estrictamente procesalista del procedimiento administrativo, pero sí garantista (su estudio se titulaba, precisamente, “el procedimiento administrativo como garantía jurídica”), por lo que tiene en común, por ejemplo, con Villar y Romero el centrarse en los procedimientos en los que se dirime algún derecho de un interesado y marginar, por contra, los procedimientos técnicos o de gestión de los servicios públicos.

Este sesgo se aprecia mejor en un estudio de Gascón y Marín publicado conjuntamente con el de Royo en el número 48 de la Revista de Estudios Políticos (1949), que se abre afirmando que “con exactitud indica Merkl que en el fondo toda administración es procedimiento administrativo, y que los actos administrativos se presentan como meros productos de aquél”, para matizar de inmediato “pero no todo el actuar de la Administración puede considerarse jurídicamente como procedimiento administrativo, como un proceso constituido por una serie de actos que tienden fundamentalmente a proteger un derecho, (). El modo de proceder de la Administración puede tener como finalidad realizar prácticamente los servicios públicos, atender a la realización de fines de interés general. Al relacionarse la Administración con los particulares surge otro aspecto del proceso administrativo, considerado como modo jurídico de actuación administrativa, cual forma jurídica a la que debe sujetarse la Administración para que sus actos surjan efectos jurídicos, apareciendo el procedimiento como garantía de los derechos e intereses de los particulares” (Gascón y Marín, 1949: 11).

Como se ve, las visiones que podemos denominar administrativistas no ignoran el género común de todo Derecho formal o procesal lato sensu, pero ponen el acento en la diferencia específica del procedimiento administrativo. Éste es el rasgo esencial que las diferencia de las procesalistas, pero distan a su vez de ser coincidentes entre sí: de la concepción del procedimiento administrativo como forma de expresión del poder ejecutivo de Santamaría de Paredes pasamos a la apreciación del procedimiento como garantía de los ciudadanos frente a la Administración de Royo o de Gascón.

Conforme a esta última concepción garantista –que todavía no hemos terminado de superar hoy en día, como se verá al final de este estudio- la actividad administrativa de gestión de los servicios públicos y, más generalmente, de servicio al interés general no es jurídica, ni por tanto tiene porqué ser formal: es “material” o “de gestión”. Sólo cuando se afecta a derechos e intereses de los particulares estamos ante actuación jurídica y, por ende, ante un procedimiento administrativo necesitado de formalización. Lo que es tanto como presumir que la gestión de los servicios públicos no afecta a los derechos e intereses legítimos de sus usuarios –lo que creo completamente insostenible hoy, en un Estado social cuajado de derechos subjetivos de prestación- y decir que la regulación del procedimiento no persigue la satisfacción del interés general, sino la garantía de los intereses particulares afectados, cuando debería procurar ambas cosas de consuno.

2. LAS INFLUENCIAS FORÁNEAS

Para comprender mejor este debate entre procesalismo y administrativismo –como ocurre, en general, con la mayoría de posiciones tomadas por la dogmática de nuestro Derecho administrativo- conviene rastrear sus influencias externas. Descubrimos entonces que el procesalismo tiene su mayor apoyatura en la tradición jurídica francesa, mientras que el administrativismo se abre paso de la mano de algunas aportaciones austriacas y, en menor medida, italianas.

En efecto, no parece que en esta materia desplegaran con tanta fuerza la tradición francesa ni la alemana su habitual influjo histórico sobre el Derecho administrativo español. Y es que ni Francia ni Alemania estuvieron en la vanguardia de la regulación del procedimiento administrativo, por causas distintas: la primera, por su orientación procesalista, la segunda, por su tradición burocrática menos garantista. Según quienes se han ocupado de ello, en la primera mitad del siglo XX la ciencia francesa trataba las cuestiones de procedimiento administrativo “únicamente como un conjunto de instrumentos puramente técnicos –actos materiales- y no jurídicos (medidas de preparación)” y “el punto de vista del control jurisdiccional de la Administración era el dominante principal de todo el Derecho administrativo por completo” (Langrod, 1948: 550)(6). Mientras que en Alemania la “tradicional minimización del procedimiento administrativo” obedece más bien al modelo prusiano de Estado -que descansa en el principio monárquico- y de administración -genuinamente burocrática e inspirada en el principio de eficacia-, que hace que la administración sea “una de las más ordenancistas del mundo”, pero “el ordenancismo del sistema prusiano-alemán tiende exclusivamente a la eficacia”(7), mientras que “cuando la doctrina moderna habla de procedimiento administrativo, se refiere a algo completamente distinto” cuya esencia “no es la eficacia de la Administración, sino la garantía de los ciudadanos” (Nieto, 1960: 76-78), como en efecto hemos comprobado que ocurría en la primera mitad del siglo XX, con las citas de la literatura histórica hechas en el apartado anterior(8). Pese a discurrir por caminos lógicos distintos, al final la reserva alemana confluía con la francesa: según nos cuenta Nieto (1960: 82) por cita de Bettermann(9), los derechos ciudadanos “se encuentran suficientemente garantizados con la institución del procedimiento contencioso-administrativo, que hace superflua la procesalización de la Administración”(10).

¿Entonces, en qué fuentes teóricas bebió la juridificación del procedimiento administrativo? Ante todo, creo que no debemos minusvalorar sino más bien reivindicar la genuina originalidad española de la Ley de bases de 1889 o de la concepción del procedimiento de Santamaría de Paredes, ambas muy avanzadas para su tiempo. Una vez esto ha sido destacado, tampoco podemos ignorar que los estudios de Royo Villanova, Gascón y Marín y Ballbé sobre el procedimiento administrativo tienen en común la referencia a Adolf Merkl: de hecho, hemos visto que el segundo de ellos incluso abre su trabajo citándolo. Merkl, discípulo de Kelsen y miembro destacado de la escuela jurídica vienesa, había publicado en 1923 su obra Die Lehre von der Rechtskraft, entwickelt aus dem Rechtsbegriff. Eine rechtstheoretische Untersuchung, que inspiró directamente la Ley austriaca de procedimiento administrativo de 1925, y vio traducir al español en 1935 su Allgemeines Verwaltungsrecht de 1927 (dedicado “amistosamente” a Hans Kelsen y cuya traducción fue revisada precisamente por Recaredo Fernández de Velasco y Segismundo Royo; vid. Mercedes Fuertes, 1998: 420, 423-424).

Para Merkl, administrar es un obrar humano y en todo obrar se distingue un fieri y un factum, un camino y una meta, en nuestro caso un procedimiento y un acto administrativo. Así que “en el fondo, toda administración es procedimiento administrativo, y los actos administrativos se nos presentan como meros productos del procedimiento administrativo” (Merkl, 1935: 278-279).

En segundo lugar, conviene recalcar que para el autor austriaco la regulación del procedimiento administrativo es un caso particular del Derecho procesal, puesto que ya no es un Derecho procesal judicial sino administrativo, porque “la exigencia actual es la del mayor distanciamiento posible de la administración respecto de la justicia, lo cual se consigue con la implantación o mantenimiento de un derecho procesal administrativo adaptado a las necesidades especiales de la administración y, por lo mismo, diferenciado necesaria y profundamente del derecho procesal judicial”. “El motivo político legislativo para la elaboración de un derecho procesal administrativo es el empeño de proporcionar a los hombres que obtienen su derecho en cada caso particular a través de las autoridades administrativas, las mismas garantías de juridicidad o, lo que es lo mismo, la misma aplicación justa del derecho administrativo material, o, en fórmula más breve aunque menos exacta, la misma seguridad de las relaciones jurídicas que ofrece el derecho procesal judicial a todos aquellos a quienes se les declara o establece el derecho –por la vía judicial-, es decir, en el juicio, fundamentalmente. La necesidad de observar ciertas formas, tales como las que establece el derecho administrativo formal, se considera con razón una garantía de que el contenido se adapta a la norma” (Merkl, 1935: 279-285, la cursiva en el original).

La huella de estas opiniones sobre algunas de la doctrina española reproducidas en el apartado anterior se aprecia fácilmente. La aportación de Merkl fue “decisiva” (García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, 2015: 445) para la consolidación dogmática y legislativa del procedimiento administrativo tal y como hoy lo entendemos, tanto en Austria y centroeuropa como también en España. Porque lejos de considerar al procedimiento como un proceso meramente material o técnico del que cabe abstraer a su resultado, esto es, el acto resolutorio definitivo, lo trata como el proceso jurídico de formación del acto, al que nos presenta como “mero producto” suyo. Luego si el acto definitivo es relevante jurídicamente, no puede no serlo el procedimiento conducente a su dictado. Y aunque Merkl ciñe esta teoría solamente a “cuando el camino que conduce a un acto estatal no se halla a la libre elección del órgano competente para el acto, sino que está previsto jurídicamente”, su construcción sirvió de base, como sabemos, para regular el procedimiento de forma general, lo que a su vez nos daría pie a acabar considerando al procedimiento como un elemento reglado y, por ende, controlable judicialmente de todo acto, también de los discrecionales (art. 53.1 LRJPAC). En efecto, la juridificación del procedimiento nos ha servido, después, para erigirlo en uno de los cánones para racionalizar y controlar la discrecionalidad(11), pues precisamente allí donde la legislación sustantiva menos alcanza a predeterminar el resultado de su ejecución es donde más relevancia jurídica adquiere la legislación formal. Tanto más importa el camino cuanto más incierto sea el destino.

También interesa destacar aquí que Ballbé (1947: 13, 39) y Royo (1949: 56) citan asimismo al que el segundo califica como “un libro muy interesante de Aldo M. Sandulli sobre Il procedimento amministrativo” editado en 1940(12). La sorpresa del español parece pareja a su interés por el italiano: “El autor no estudia el procedimiento como garantía jurídica, sino como el desarrollo de la función administrativa, como su aspecto dinámico”, perspectiva que, sin embargo, finalmente desecha el español porque “como se ve, la obra tiene mucho más interés para el estudio de la teoría de los actos administrativos que para las garantías jurídicas de los administrados”. He aquí de nuevo la aproximación garantista al procedimiento, todavía remisa a completarse con la perspectiva funcional y complementaria de la eficacia administrativa.

3. LA EVOLUCIÓN LEGISLATIVA SOBRE PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO

Las cuatro leyes generales que en la materia nos sirven como grandes hitos para exponer la evolución legislativa sobre el procedimiento administrativo(13):

3.1. La Ley de bases de 19 de octubre de 1889

Antes de entrar en el análisis de la Ley de Bases de 1889, conviene recordar que tuvo un precedente en la mejor expresión positiva de la primera concepción del procedimiento –centrada en los procedimientos de recurso y vinculada al proceso al que abría su desestimación-, la Ley de 31 de diciembre de 1881, “determinando las bases á que habrá de someterse toda reclamación de parte en los asuntos del ramo de Hacienda, que tenga por objeto la demanda de un derecho sobre que la Administración haya de resolver”, esto es, las bases del procedimiento de las reclamaciones económico-administrativas, cuyo Proyecto de Ley presentaba el Ministro de Hacienda, Juan Francisco Camacho(14), a las Cortes el 24 de octubre de 1881.

La defensa que hizo el Ministro de Hacienda del Proyecto de Ley de las reclamaciones económico-administrativas es muy expresiva tanto de la situación existente como también de la orientación del legislador. En cuanto a lo primero, “con efecto, es tal la confusión que hoy existe, que no es posible determinar, sino en muy contados casos, el tiempo de que dispone el administrado para hacer uso de un derecho; no está fijado, sino en contadísimas reclamaciones, la forma en que debe hacerse; no está preceptuado cuándo se han de presentar los justificantes de lo pretendido, y se carece de disposiciones que determinen con fijeza los plazos para presentar y ampliar las pruebas. Así es que el interesado, una vez hecha la reclamación, no vuelve a tener conocimiento del expediente, sino por las notificaciones de las providencias, desconociendo las pruebas que la Administración aduce al expediente, e ignorando las alegaciones que contra las suyas utilizan los auxiliares de la Administración. De modo que en el sistema actual el interesado marcha completamente a oscuras en el procedimiento; y si alguna vez obtiene poca o mucha luz, suele conseguirla por la atención del funcionario o por medios que la ley y la moral reprueban”.

Ante esta situación en la que “realmente no existen verdaderas leyes de garantía, sino prácticas inspiradas en el criterio de los funcionarios”, propone el Ministro que “si los derechos de los ciudadanos han de estar debidamente garantizados, y si estos han de contar, como es justo, con la seguridad de ser fielmente atendidos cuando los ejercitan, preciso es que en la ley del procedimiento, en la ley adjetiva, encuentren la garantía necesaria de que será una verdad aquel ejercicio que las leyes sustantivas les reconocen; pues de otro modo el derecho podrá tenerse, pero no ejercitarse, y el derecho sin ejercicio deja de ser tal derecho en la vida de la realidad. De aquí el que a toda ley sustantiva siga la adjetiva que la dé vida real; de aquí el constante propósito de todos los tiempos, de las situaciones todas, de hacer leyes de procedimientos en las que el ciudadano adquiera la confianza de que, cuando trate de hacer valer sus derechos, tiene una norma fija a que atenerse en sus reclamaciones, norma de que no puede prescindir la autoridad ante la cual demande”. La afirmación de la ley procedimental como dimensión formal pero necesaria del Estado de Derecho se hace aquí palmaria.

A su vez, la Ley de 19 de octubre de 1889 fue el primer cuerpo regulador del procedimiento administrativo en su sentido más amplio y actual.

Bajo la Regencia de la Reina María Cristina y siendo Sagasta el Presidente del Consejo de Ministros (durante un largo periodo que duró desde 1885 a 1890, lo que entonces era excepcional), Gumersindo de Azcárate presentó en las Cortes una proposición de Ley que se convertiría en “la primera Ley del mundo sobre el procedimiento administrativo” (García de Enterría, en Leguina Villa y Sánchez Morón, 1993: 11), pues fue aprobada y promulgada en 1889, el mismo año que el Código civil y uno después que la Ley contencioso-administrativa de Santamaría de Paredes. Como recordaría setenta años después Laureano López Rodó en su discurso de presentación de la LPA de 1958 ante las Cortes: “No es escaso el valor que entonces tenía aquella ley. Piénsese que se adelantó en casi cuarenta años a la austriaca de 1925, considerada como fuente de todas las de los países centroeuropeos () Pues bien, toda esa serie de leyes extranjeras muy posteriores no suponen ningún avance sustancial respecto de la nuestra de 1889”.

La exposición de motivos de la Proposición de Ley cuyo primer firmante era Gumersindo de Azcárate era bien expresiva de la voluntad regeneracionista que la animaba: “Tiene el Poder legislativo su procedimiento señalado en la Constitución y en los Reglamentos de las Cámaras; lo tiene el Poder Judicial en las leyes de enjuiciamiento civil y criminal; pero el Poder ejecutivo bien puede decirse que carece de él, pues no merece tal nombre el heterogéneo, incompleto y vicioso que si por excepción establecen las leyes y reglamentos con relación a determinadas ramas de la administración, es por lo general fruto de precedentes y obra de la rutina, sin fijeza, sin garantía y sin sanción”. Carencia ésta que originaba, según los Diputados proponentes, importantes males característicos de la época, “pues no cabe duda que el gravísimo mal del caciquismo, por todos reconocido, aunque por nadie perseguido, tiene como fuentes principales la falta de una ley de empleados y la falta de un procedimiento administrativo”,(15) lo que es una afirmación muy precoz del procedimiento administrativo como instrumento jurídico para prevenir y controlar la arbitrariedad del poder ejecutivo.

La Ley de 1889 sentó 18 bases bastante escuetas y remitió el resto de la regulación de los procedimientos administrativos a su desarrollo mediante los reglamentos que debían aprobar y publicar cada uno de los Ministerios “para todas las dependencias centrales, provinciales y locales del mismo”. Así pues, la ley supuso un importante avance codificador pero era todavía expresión de “un Derecho procedimental embrionario” (López Menudo en Barnes, coord., 1993: 116) y dejaba un amplio margen para la dispersión regulatoria entre los departamentos de la administración.

Digo que supuso un avance codificador porque, pese a su concisión (toda la ley cupo en una sola página de la Gaceta de Madrid), las bases legales aprobadas en 1889 ya fijaban algunos criterios normativos nada desdeñables con el objetivo de sentar unas garantías mínimas a los particulares que mantuvieran relaciones jurídicas con la administración, cualquiera que fuera su objeto y forma de iniciación. Tan es así que en aquel texto legal ya pueden reconocerse in nuce muchos elementos del que ha sido el régimen jurídico del procedimiento hasta nuestros días. En efecto, por ejemplo:

- Las solicitudes y demás escritos dirigidos a la administración debían asentarse en el registro general y el interesado podía exigir “recibo en que se exprese el asunto, número de entrada y fecha de su presentación” (base 1ª).

- Se previó el trámite de informe y se fijó plazo máximo para su evacuación de acuerdo con el estado de las comunicaciones de entonces (base 5ª: un mes con carácter general, dos para las Islas Canarias, cuatro a las Antillas y ocho para Filipinas, descontándose el tiempo empleado en estos casos especiales del cómputo del plazo máximo para terminar el procedimiento).

- Se garantizó el trámite de audiencia a los interesados, para que alegasen y presentasen documentos o justificaciones por un plazo no inferior a diez días ni superior a treinta, una vez “instruidos y preparados los expedientes para su resolución” (base 10ª).

- Se fijó el plazo máximo para resolver en vía administrativa en un año (base 8ª) y se estableció el deber de notificar al interesado dentro del plazo máximo de quince días “las providencias que pongan término en cualquier instancia a un expediente” (base 11ª).

- Se diferenció entre “los casos en que la resolución administrativa cause estado, y los en que haya lugar al recurso de alzada” (base 12ª, la cursiva en el original) -cuya determinación, sin embargo, se remitía a cada reglamento departamental- y se arbitró el recurso de queja contra los actos de trámite “en cualquiera estado del expediente, si no se diera curso a sus reclamaciones o se tramitasen con infracción de los reglamentos” (base 14ª).

- Se tipificó como falta disciplinaria la infracción de los reglamentos de procedimiento, pudiéndose llegar a corregirla con la separación del servicio en caso de reiterada reincidencia (base 16ª).

Sin embargo, “la principal objeción que pudiera hacerse es la de la falta de unidad. Al ser la de 1889 una Ley de bases, el desarrollo reglamentario ulterior a cargo de los distintos Ministerios había conducido paradójicamente a soluciones tan contradictorias entre sí, que difícilmente se hubiese reconocido el origen común” (Garrido Falla, 1958: 47). En efecto, el proceso de desarrollo reglamentario de la Ley de 1889 fue lento, prolijo y dispar, pues se prolongó a lo largo de todo el periodo de vigencia de la ley y fue sofisticando progresivamente sus resultados: desde el Real Decreto de 17 de abril de 1890 para el Ministerio de Estado (al que hoy denominamos de Asuntos Exteriores), compuesto de 24 breves artículos, hasta el Decreto de 7 de septiembre de 1954 para el de Industria, dotado de 113 artículos.

Pero además de la dispersión, esta larga serie reglamentaria testimonia la progresiva afirmación del régimen jurídico de la organización y el funcionamiento de la administración. Aspectos instrumentales o formales, en suma, de su régimen jurídico que justamente entonces empiezan a recibir una incipiente pero progresiva atención técnico-legislativa.

Contra lo que pudiera pensarse, los Reglamentos ministeriales no utilizaron la habilitación legal para hacer un desarrollo adaptado a las especialidades ratione materiae de los diversos tipos de procedimientos de su competencia -que se contendrían más bien en las leyes sectoriales correspondientes- sino que hicieron un desarrollo general y abstracto del procedimiento en sus respectivos ministerios, adaptado todo lo más a su estructura orgánica también en ellos ordenada. Organización y procedimiento iban, pues, ya de la mano en estos Reglamentos.

Entre los más destacados por su calidad técnica pueden citarse el Reglamento sobre organización y procedimiento administrativo de la Subsecretaría del Ministerio de Gracia y Justicia de 9 de julio de 1917 y el del Ministerio de la Gobernación de 31 de enero de 1947. Ambos eran muy precisos y prolijos (el de Justicia contenía 375 artículos, el de Gobernación 185) y ambos se ocuparon primero de la organización y luego del procedimiento, empezando el tratamiento de éste por las cuestiones de competencia (lógicamente, pues la competencia es el nexo lógico entre la organización y el funcionamiento). Además, en los dos se aprecia todavía de forma nítida la huella procesalista(16), pero también una vocación creciente de generalidad que cristalizó en la definición que el segundo ya hacía del expediente como “el conjunto de actuaciones que sirvan de antecedente y fundamento a toda resolución administrativa que no implique ejercicio de la potestad de ordenanza y no suponga, por tanto, el establecimiento de disposiciones de observancia general” (art. 46).

En el haber de este sistema se encuentra, sin duda, su temprana y progresiva sofisticación, que alumbró soluciones jurídicas –muchas de las cuales todavía perduran- para buena parte de los problemas que suscita la actividad administrativa directamente incisiva en los derechos de los particulares. Pero en el debe hay que apuntar tanto su creciente formalismo como también su falta de unidad y coherencia. En cuanto a lo primero, el manierismo formalista y las rigideces a las que abocaba eran ya muy evidentes en el Reglamento de la Subsecretaría de Gracia y Justicia, por ejemplo(17). El pretendido garantismo degeneraba manifiestamente en “el formalismo ciego que a menudo ha caracterizado al Derecho administrativo español” (Oriol Mir en Mir, Hofman, Schneider y Ziller, dirs., 2015: 30)(18). Y en cuanto al segundo defecto apuntado, los reglamentos de procedimiento regulaban de forma dispar, por ejemplo, la legitimación activa, el silencio de la Administración o los recursos administrativos. La diversidad de soluciones reglamentarias para problemas jurídicos que, por su misma formalidad, son generales y comunes llevó a la doctrina de la época a reclamar un código de procedimiento administrativo, pues “la diversidad de materias sobre que versan las reclamaciones o peticiones formuladas por los particulares no debe llevar a la variedad de plazo, de denominaciones y naturaleza de recursos que se advierten en los Reglamentos” (Gascón y Marín, 1949: 39).

3.2. La Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de julio de 1958

Ese código llegó con la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958(19). En el Estado social de 1958 ya no bastaba el incipiente régimen jurídico-administrativo ideado para el Estado liberal de 1898. En las palabras de López Rodó(20), referidas al tiempo en que se había promulgado la primera ley: “No se había producido todavía el desastre colonial. Eran ocho los Departamentos ministeriales –Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Hacienda, Marina, Gobernación, Fomento y Ultramar- cuya sola enumeración basta para subrayar la práctica ausencia de acción administrativa en materias económicas, sociales y laborales. () Bien claramente se advierte el abismo que nos separa de la Administración de entonces”. En la doctrina científica se apuntaba en la misma línea: “Aumentada la actividad de la Administración en la época contemporánea, la extensión de su actuación económico-social requiere la extensión y ampliación del régimen jurídico. Si la vida impone éste y la Administración es acción, es vida, la Administración debe estar sometida a un régimen jurídico, base actual de desarrollo del Derecho administrativo, (), caracterizada por la expresión alemana Rechtstaat” (Gascón y Marín, 1950: 501) (21).

La construcción de este nuevo “Estado de Derecho administrativo” en ausencia de una Constitución democrática estaba empezando. La Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 fue uno de los últimos hitos de una década técnicamente prodigiosa para el Derecho administrativo español como fue la de los años 50 del siglo XX, que se inauguraría con la fundación de la Revista de Administración Pública, en torno a la cual se aglutinó una destacada generación de especialistas. La innovación científica, en un círculo virtuoso de retroalimentación teórico-práctica, impulsó también la renovación del Derecho positivo: como es bien sabido, de esa década datan la Ley de Régimen Local de 1950 (y sus seis reglamentos de desarrollo, el último de los cuales fue el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955), la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, la Ley sobre la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, la Ley de Régimen Jurídico de la Administración Pública de 1957 y las Leyes de Procedimiento Administrativo y de Régimen Jurídico de las Entidades Estatales Autónomas de 1958. A las que podríamos sumar otras sectoriales pero igualmente emblemáticas, como la Ley del Suelo de 1956.

Algunas de estas disposiciones todavía están vigentes, las demás marcaron la evolución legislativa subsiguiente en la materia, todas estuvieron informadas por un “elevado aliento técnico y doctrinal” gracias a contar “en primera fila con la doctrina científica”, cosa que entonces se afirmaba con orgullo y ahora recordamos con nostalgia. Su misma secuencia en el tiempo “debe considerarse ya como un indicio revelador de que nos encontramos en un momento en que se dispone de la técnica y la acometividad necesarias para lograr una revisión a fondo de nuestro Ordenamiento jurídico-administrativo” (Garrido Falla, 1958: 45).

Dentro de este imponente conjunto, la ley de 1958 supuso otro importante paso adelante en el proceso codificador del procedimiento administrativo, pero tampoco lo culminó(22). Puede por ello decirse que la Ley combinó “unidad y diversidad del procedimiento” (Clavero Arévalo, 1959: 311). En cuanto a lo primero, “la Ley atiende, en primer lugar, a un criterio de unidad”, rezaba su preámbulo después de recordar las demandas doctrinales de codificación de la dispersión entonces vigente. Y, en efecto, unificó en un régimen jurídico general los procedimientos de los distintos ministerios e incorporó los regímenes especiales de los procedimientos aprobatorios de disposiciones generales, sancionadores y de las reclamaciones previas a las acciones civiles y laborales.

Con esta vocación de unidad, la LPA de 1958 positivizó definitivamente la concepción que aquí hemos llamado administrativista del procedimiento, que lucía claramente en su preámbulo y en su estructura sistemática. Veamos:

El preámbulo era concluyente sobre la concepción del procedimiento en su sentido amplio, como forma de la actuación administrativa: “El procedimiento administrativo es el cauce formal de la serie de actos en que se concreta la actuación administrativa para la realización de un fin”. En consecuencia, “aun cuando la ley conserva la denominación tradicional, comprende, además del procedimiento administrativo en sentido estricto, el régimen jurídico de los actos, así como otros aspectos de la acción administrativa que con él guardan relación”. Esta concepción conducía naturalmente a superar el formalismo ciego con una perspectiva innovadora, más funcional, flexible y autónoma del régimen legal del procedimiento administrativo: “La Ley ha huido, por ello, de la ordenación rígida y formalista de un procedimiento unitario en el que se den todas aquellas actuaciones, integradas como fases del mismo, y en consecuencia, no regula la iniciación, ordenación, instrucción y terminación como fases o momentos preceptivos de un procedimiento, sino como tipos de actuaciones que podrán darse o no en cada caso, según la naturaleza y exigencias propias del procedimiento de que se trate. De este modo, la preclusión, piedra angular de los formalistas procedimientos judiciales, queda reducida al mínimo, dotándose al procedimiento administrativo de la agilidad y eficacia que demanda la Administración moderna”.

En consecuencia, la estructura de la ley llamada de “procedimiento” y separada de las llamadas de “régimen jurídico” volvía a dedicar, no obstante, su título I a la organización administrativa, pues ya nos consta que organización y funcionamiento están inescindiblemente unidos por el nexo de la competencia. El título II se ocupaba del otro elemento subjetivo típico de la relación procedimental: los interesados. Su título III se dedicaba por fin a la “actuación administrativa”, dentro de la cual distinguía unas “normas generales” previas a las dedicadas a los “actos en general” y a sus aspectos temporales y formales. Todo ello, antes de ordenar stricto sensu el procedimiento administrativo en su título IV entendido como el proceso lógico de toma de decisiones administrativas, regulado de forma abstracta y general, pero sólo típica (en el sentido antes descrito en el preámbulo), desde su iniciación hasta su ejecución, y distinta de los procedimientos para la eventual revisión de los actos en vía administrativa (título V) y a los procedimientos especiales (título VI). En suma, una ley formal de la administración completa y sistemática, reguladora de su funcionamiento en un sentido bastante amplio e integrador. Y por tanto, una ley formal pero ya no tan formalista, sino más funcional(23).

En todo caso, la vocación de unidad de la ley no impidió que tuviera un carácter meramente supletorio tanto respecto de los regímenes especiales que, por razón de su materia, se declararan vigentes por el Gobierno (art. 1.2 y disp. final 1ª.3) así como también respecto del procedimiento administrativo de las corporaciones locales y de los organismos autónomos (art. 1.4). Sólo en materia de silencio y de recursos administrativo llevó el legislador a sus últimas consecuencias el criterio de unidad invocado (art. 1.3), por entender que esos regímenes eran por completo independientes de por quién o a qué se aplicasen, lo que fue inmediatamente destacado como un “auténtico acierto” (Clavero Arévalo, 1959: 325).

Se entiende, así y de un lado, que los 146 artículos de la Ley fueran capaces de “sustituir los 1.159 artículos y bases que suman las dos leyes, once reglamentos y un Real Decreto” hasta entonces vigentes y entonces derogadas expresamente, como afirmó un López Rodó orgulloso de esta “poda de nuestra legislación” en su discurso ante las Cortes. Pero, de otro lado, el Decreto de 10 de octubre de 1958 aprobado por el Gobierno en cumplimiento del mandato de la disposición final 1ª.3 de la Ley señaló como procedimientos especiales subsistentes (en el sentido de que “difieren en los contenidos en la Ley” atendida la peculiaridad de la materia a que se aplican, según el preámbulo) hasta 27 tipos distintos, entre los cuales estaban los de expropiación forzosa, los de contratación administrativa, los de los órganos colegiados, diversos procedimientos disciplinarios y sancionadores, los de gracia, los de los registros jurídicos, los de nacionalidad y extranjería, etc.

¿Quid de los procedimientos no derogados expresamente ni señalados como vigentes en tanto que especiales? Entonces como ahora, la regulación de muchos procedimientos se contiene en disposiciones sustantivas, es decir, en la legislación reguladora de cada materia o sector de actividad administrativa. En estos casos no incluidos en el Decreto de 1958, se entendió que no se trataba ya de procedimientos “especiales” a los efectos de la disposición final 1ª.3 de la Ley porque su singularidad no venía requerida por la peculiaridad de la materia, de modo que no debían ser tratados como lex specialis sino como lex anterior. Por ello y para diferenciarlos de los “procedimientos especiales”, los llamaremos aquí “procedimientos sectoriales”.

Parece que la intención fue derogar muchos de ellos, como se refleja en el discurso ya citado de López Rodó, que aludió a “las múltiples disposiciones cuya derogación expresa habrá de decretar el Gobierno en el plazo de tres meses”. Pero el Decreto de 10 de octubre de 1958 no hizo tal cosa y la Orden de 22 de octubre se inclinó por interpretar que “la entrada en vigor de la ley determinará la aplicación de sus preceptos a todos los procedimientos no consignados expresamente” en aquél, mandando revisar “en el plazo de un año, con arreglo a criterios de economía, celeridad y eficacia, los trámites específicos de los distintos tipos de expedientes que puedan considerarse como desarrollo de la Ley de Procedimiento Administrativo”. Se impuso, pues, la interpretación según la cual estos regímenes sectoriales eran compatibles con el régimen general formal y flexible de la Ley de 1958, o al menos adaptables a él, lo que determinó “la vigencia de infinidad de procedimientos administrativos, al margen de la nueva Ley, cuyos preceptos se encuentran dispersos en la inmensa legislación administrativa de carácter sustantivo que, no obstante este carácter, regula los procedimientos propios de la materia” (Clavero Arévalo, 1959: 323).

Más allá de la incompleta ampliación de su ámbito de aplicación, la Ley de 1958 introdujo importantes novedades en el procedimiento administrativo, orientadas por un “notable intento de simplificación y aceleración de la actividad administrativa” (Garrido Falla, 1958: 51), plasmado por ejemplo en la abreviación a seis meses del plazo máximo dado a la administración para resolver (incluida la denuncia de la mora: art. 94), o en su acogimiento del criterio general -ya introducido en alguno de los últimos reglamentos ministeriales de procedimiento del periodo anterior, como el de la Gobernación de 31 de enero de 1947 (art. 116), y acogido dos años antes por la Ley de la Jurisdicción- del silencio administrativo ante el incumplimiento de dicho plazo, silencio que estableció como negativo (salvo en los casos establecidos por la ley, como eran los de las autorizaciones no discrecionales para el ejercicio de derechos subjetivos o los actos de fiscalización de órganos superiores sobre los inferiores, donde el silencio era positivo: art. 95)(24).

Tales novedades apuntan a una ley tuitiva de los derechos procedimentales de los interesados y, sin embargo, la ley tampoco descuidó otros aspectos dirigidos a preservar la eficacia de la Administración, como fue la novedosa y completa regulación de la ejecución forzosa de sus actos (arts. 100 a 108) por medios que siguen hoy rigiendo. Porque, como también dijera López Rodó en su discurso de defensa del Proyecto de Ley, “la suprema aspiración de un país no consiste ya en tener una Administración inofensiva, frenada por complicadas normas procesales. Nadie quiere ahora una Administración inocua, sino idónea, rápida y eficaz.” La Ley de 1958 estableció, pues, un nuevo equilibrio entre la garantía de los derechos de los interesados y la eficacia de la Administración.

3.3. La Constitución de 1978 y la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, sobre Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común

A partir de la promulgación y entrada en vigor de la Constitución de 1978, el régimen jurídico de las Administraciones públicas y su procedimiento de actuación debía adaptarse a los postulados del nuevo Estado autonómico, social y democrático de Derecho.

La Constitución de 1978 innovó el régimen jurídico del procedimiento administrativo tanto en el plano dogmático como en el organizativo. En cuanto a lo primero y por lo que interesa a los efectos de este estudio, la Constitución (1º) asumió la plasticidad del concepto de procedimiento administrativo (acogiendo al menos dos tipos de procedimiento, los de elaboración de disposiciones administrativas y los de producción de actos administrativos: art. 105), (2º) cerró el paso a las históricas exenciones procedimentales de las potestades discrecionales, al imponer el concepto amplio de procedimiento como forma reglada de la actuación administrativa en general (“la ley regulará el procedimiento administrativo a través del cual deben producirse los actos administrativos”: art. 105 c)(25) y también (3º) cerró el paso a la concepción procesalista del procedimiento administrativo, al reservar en exclusiva a los jueces y tribunales del poder judicial “la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado” (art. 117.3), de manera que sólo los órganos judiciales pueden juzgar y a los administrativos les corresponde servir con objetividad al interés general (art. 103.1). Ambas misiones son diferentes, si bien constituyen especificaciones funcionales complementarias de la misión general de todos los poderes públicos de promover la efectividad de la libertad y la igualdad de los individuos y los grupos en los que se integran (art. 9.2), de donde se sigue que, en términos constitucionales, no hay incompatibilidad sino complementariedad y síntesis entre garantías de los ciudadanos y eficacia de la Administración. Pues bien, dentro de este marco constitucional podemos seguir evocando la noción primigenia de proceso para reivindicar la comunidad de todo el Derecho formal e incluso extraer consecuencias interpretativas de ella (mediante la integración de lagunas por analogía, por ejemplo), pero ya no sostener que la Administración ejerce una función jurisdiccional o que instruye procesos en un sentido técnico estricto.

En el plano organizativo, la Constitución ha reservado al Estado la competencia sobre “el procedimiento administrativo común, sin perjuicio de las especialidades derivadas de la organización propia de las Comunidades Autónomas” de conformidad con lo dispuesto en el artículo 149.1.18ª lo que, a propósito de la distribución las competencias en la materia, confirma la vinculación lógica entre procedimiento y organización dentro del funcionamiento de las Administraciones públicas.

A partir de ahí, la codificación legal del procedimiento quedaba orientada (a dar cumplimiento a los fines generales del art. 103), emplazada (por la reserva de ley y los requerimientos típicos del 105) y repartida (entre legislador estatal y autonómico de acuerdo con lo previsto en el 149.1.18ª).

Anticipada en el ámbito local con la Ley reguladora de las Bases del Régimen Local de 1985, la operación de adaptación a este marco constitucional culminó formalmente con la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común. A diferencia de sus dos precedentes estudiados en los apartados anteriores, la Ley 30/1992 opera en un ordenamiento jurídico fuertemente descentralizado, en el que acabamos de constatar que al Estado ya sólo le cabe establecer el “procedimiento administrativo común”.

En ejercicio de esta competencia, la Ley 30/1992 ha dado otro importante paso adelante en el proceso codificador del procedimiento administrativo al incluir en su ámbito subjetivo de aplicación plena y directa tanto a las entidades locales, como también a las entidades de Derecho público instrumentales de la administración en la medida en que ejerzan potestades administrativas (art. 2). Incorporados estos entes al régimen común, desaparecía por fin la prevalencia de los regímenes especiales ratione personae, pero no los establecidos ratione materiae (en materias tales como contratación pública, o gestión tributaria y de ingresos de Derecho público, por ejemplo), lo cual tampoco ha de sorprendernos pues “una ley de procedimiento administrativo, por definición, mira al procedimiento en sus aspectos abstractos y formales”, lo que hace “poco menos que imposible” que alcance la unidad procedimental, ya que abundan los “procedimientos de gestión [que] están determinados y condicionados por la materia administrativa concreta que por ellos discurre” (Clavero Arévalo, 1959: 328).

Ahora bien y como ya he precisado a propósito de la LPA de 1958, no cabe entender como régimen especial, capaz de desplazar la aplicación de la ley general, a cualquier regla procedimental sectorial. Bien al contrario, en este sentido técnico y estricto sólo pueden entenderse como procedimientos especiales los expresamente señalados como tales por requerirlo la peculiaridad de la relación jurídica en ellos trabada. Esta condición procedimental especial se la atribuye el ordenamiento positivo actual a los contratos del sector público (arts. 19.2 y 20.2 TRLCSP), las subvenciones (art. 5 LGS)(26), los procedimientos tributarios (disp. adic. 5ª LRJPAC), los procedimientos disciplinarios (disp. adic. 8ª LRJPAC), los procedimientos recaudatorios y sancionadores de la seguridad social (disp. adic. 7ª LRJPAC y 25ª del Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social(27)) y los procedimientos sancionadores en materia de tráfico (art. 70.1 del Texto Articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por RDLeg. 339/1990, de 2 de marzo).

Los demás procedimientos sectoriales podrán dotarse de normas propias, sin duda, pero en el marco de las dictadas por el Estado en ejercicio de su competencia exclusiva sobre “procedimiento administrativo común”, donde “común” no puede confundirse con “general”, porque “común no es lo contrario a especial (lo contrario a la especialidad es cabalmente la generalidad), sino más bien a lo peculiar o particular” (Parejo Alfonso en Leguina Villa y Sánchez Morón, 1993: 29(28)). Así que lo común podrá ser general o especial, pero debe ser necesariamente abstracto y no particular. Por ello mismo y pese a la equívoca fórmula utilizada en el art. 149.1.18ª CE, debemos entender que el Estado no tiene competencia para establecer o regular un “procedimiento administrativo común” entendido como un solo procedimiento-tipo, sino más bien un régimen o disciplina común del procedimiento administrativo, esto es, un conjunto de principios y reglas comunes a todos ellos aunque no necesariamente uniformes, por lo que pueden ser generales o especiales, según ha quedado expuesto. Es decir, que la legislación común sobre procedimiento administrativo puede combinar normas generales sobre actuaciones típicas del procedimiento con otras especiales sobre tipos de procedimientos(29), al modo en que lo hacía ya la LPA de 1958.

Según la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional “desde la STC 227/1988, de 27 de noviembre, FJ 32 (reiterada luego, entre otras, en las SSTC 98/2001, de 5 de abril, FJ 8, y 130/2013, de 4 de junio, FJ 7), ya dijimos que <<[e]l adjetivo "común" que la Constitución utiliza lleva a entender que lo que el precepto constitucional ha querido reservar en exclusiva al Estado es la determinación de los principios o normas que, por un lado, definen la estructura general del iter procedimental que ha de seguirse para la realización de la actividad jurídica de la Administración y, por otro, prescriben la forma de elaboración, los requisitos de validez y eficacia, los modos de revisión y los medios de ejecución de los actos administrativos, incluyendo señaladamente las garantías generales de los particulares en el seno del procedimiento. Ahora bien, sin perjuicio del obligado respeto a esos principios y reglas del "procedimiento administrativo común", que en la actualidad se encuentran en las Leyes generales sobre la materia –lo que garantiza un tratamiento asimismo común de los administrados ante todas las Administraciones públicas, como exige el propio art. 149.1.18–, coexisten numerosas reglas especiales de procedimiento aplicables a la realización de cada tipo de actividad administrativa ratione materiae. La Constitución no reserva en exclusiva al Estado la regulación de estos procedimientos administrativos especiales. Antes bien, hay que entender que ésta es una competencia conexa a las que, respectivamente, el Estado o las Comunidades Autónomas ostentan para la regulación del régimen sustantivo de cada actividad o servicio de la Administración. Así lo impone la lógica de la acción administrativa, dado que el procedimiento no es sino la forma de llevarla a cabo conforme a Derecho. En consecuencia, cuando la competencia legislativa sobre una materia ha sido atribuida a una Comunidad Autónoma, a ésta cumple también la aprobación de las normas de procedimiento administrativo destinadas a ejecutarla, si bien deberán respetarse en todo caso las reglas del procedimiento establecidas en la legislación del Estado dentro del ámbito de sus competencias>>.” (STC 166/2014, de 22 de octubre, F.J. 4º). En mi opinión, parte de esta doctrina es perfectamente asumible, pero otra parte requiere algún matiz.

El art. 149.1.18ª CE es uno de los pocos casos en los que la Constitución explicita la finalidad de la atribución al Estado de una determinada competencia, finalidad que es la de garantizar a los ciudadanos un tratamiento común ante todas las Administraciones públicas, de donde se sigue que la atribución estatal tiene una finalidad eminentemente garantista. Si todo el régimen jurídico de la Administración pivota entre dos polos, como son la eficacia de la Administración y los derechos de los ciudadanos, la competencia estatal tiene por objeto la determinación de un marco general desde este segundo polo, lo cual tiene lógica: los requerimientos de la eficacia de la Administración varían según sea el objeto de su acción, ratione materiae, y por tanto su ordenación deberá hacerse distintamente según la materia, porque es de forma sectorial o particular como mejor pueden arbitrarse las potestades y los medios idóneos. Por el contrario, sí cabe establecer un marco común y, por ende, abstracto de las garantías de los ciudadanos ante o frente a la acción de las Administraciones públicas.

Esto no significa que quepa escindir o aislar la eficacia administrativa y los derechos ciudadanos frente a la Administración, como fines de su régimen jurídico. Como polos que son, funcionan de forma interactiva. Los derechos de los ciudadanos configuran límites, modos y condiciones en la capacidad de obrar de la Administración, señaladamente en sus potestades. Luego es claro que, al regular el “procedimiento administrativo común”, el Estado incide sobre la eficacia administrativa, sólo que debe hacerlo con la finalidad de garantizar a los ciudadanos un tratamiento común.

Según reza el art. 149.1.18ª CE, el Estado tiene reservada la competencia sobre “las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas y del régimen estatutario de los funcionarios que, en todo caso, garantizarán a los administrados un tratamiento común ante ellas; el procedimiento administrativo común, sin perjuicio de las especialidades derivadas de la organización propia de las Comunidades Autónomas; legislación sobre expropiación forzosa; legislación básica sobre contratos y concesiones administrativas y el sistema de responsabilidad de todas las Administraciones públicas” (la cursiva es mía). Aunque la precisión finalista sobre el “tratamiento común” de los administrados aparezca en el primero de los incisos, parece lógico entender que inspira a toda la materia del ordinal 18 º. Varios argumentos conducen a esta conclusión: (1º) que se hayan agrupado diversas materias jurídico-administrativas abstractas en un solo ordinal, (2º) que todos los demás incisos estén materialmente comprendidos el primero, porque son partes del “régimen jurídico de las Administraciones públicas”, (3º) la reiteración del adjetivo “común” y (4º) que donde más extensiva sea la competencia estatal sea en materia de expropiación forzosa y de responsabilidad patrimonial, esto es, donde la acción administrativa es ablativa o gravosa por naturaleza y, en consecuencia, más necesario parece un régimen común de garantías.(30)

Parece, pues, que la voluntad constitucional es la de reservar al legislador estatal la regulación de unas garantías comunes de todos los ciudadanos en sus relaciones jurídicas con todas las Administraciones, que disciplinen situaciones tales como el deber de la administración de resolver y las consecuencias jurídicas de su incumplimiento o los derechos de los interesados a comparecer y ser oídos o a recurrir. El <<procedimiento administrativo común>> es “esa estructura general del iter procedimental a que deben ajustarse todas las Administraciones públicas en todos sus procedimientos” (SSTC 227/1988 y 166/2014, cit., F.J. 5º a).

De suyo, la característica de “común” de la regulación reservada en exclusiva al Estado demanda la abstracción formal o, lo que es lo mismo, excluye la determinación o particularización ratione materiae. Si así es, puede entenderse que esta disciplina común diferencie algunos regímenes objetivamente peculiares, como el sancionador o de responsabilidad patrimonial dentro de la LRJPAC, o el contractual o el reglamentario fuera de ella, porque en todos ellos se traba una relación jurídica singular. Su disciplina estatal sigue constituyendo un régimen procedimental común, aunque ya no sea general sino especial, pero esta especialidad no es meramente material sino genuinamente funcional, por lo que su regulación no deja de ser abstracta (las relaciones contractuales, subvencionales o de responsabilidad operan en muy diversas materias o sectores de actividad). Pero dejar fuera del régimen común, como hemos visto que ha hecho el legislador, a otros procedimientos como los sancionadores en materia de tráfico o de seguridad social -donde la particularidad no radica en la relación jurídica procedimental, sino meramente en la importancia o autonomía de la materia- no es constitucional porque defrauda el sentido mismo de la expresión “procedimiento administrativo común”.

Las normas sobre procedimiento administrativo común (rectius: normas comunes sobre procedimiento administrativo) no deben ser necesariamente comunes a todos los procedimientos administrativos, pero sí deben ser comunes a todos los procedimientos de la misma categoría o tipo, esto es, en los que la relación jurídico-administrativa se traba, estructura y desarrolla de forma similar.

Así pues, puede haber un régimen común diferenciado sobre el procedimiento reglamentario(31), el sancionador, el de contratación o de subvención. Así lo ha expresado el Tribunal Constitución para las subvenciones: “Esta forma de actividad propia de cualquier Administración pública puede requerir, por sus peculiaridades -que derivan fundamentalmente del hecho de que es también una importante forma de gasto público-, una regulación singular común tanto de su iter procedimental como de otros aspectos (requisitos de validez, de eficacia) que, de acuerdo con la doctrina constitucional, se incardinan en el concepto de procedimiento administrativo común; regulación singular que no ofrece la actual configuración normativa del procedimiento administrativo recogida en la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones públicas y del procedimiento administrativo común. () La Ley 38/2003 aborda la regulación de un procedimiento administrativo común singular en función de la forma de actividad administrativa; no regula un procedimiento administrativo especial ratione materiae” (STC 130/2013, de 4 de junio, F.J. 8º).

Ahora bien, el Alto Tribunal también ha aceptado en alguna ocasión que “en virtud del art. 149.1.18 CE, el Estado establezca normas comunes de procedimiento específicas para procedimientos administrativos ratione materiae, como, por ejemplo, el procedimiento de elaboración de los planes urbanísticos [STC 61/1997, FJ 25 c)], lo que indica que la competencia del Estado en materia de procedimiento administrativo común no se detiene, única y exclusivamente, en la regulación de la institución desde una perspectiva meramente abstracta y desvinculada de los procedimientos especiales” (STC 130/2013, cit., F.J. 8º). En mi opinión, esta última doctrina debe matizarse para no defraudar la idea de lo común (que puede ser especial, pero no específico o particular) ni mutar la competencia sobre procedimiento administrativo común en una eventual competencia básica sobre procedimiento administrativo, que no es lo que la Constitución establece. Esta competencia no es básica, sino plena aunque limitada funcionalmente a lo común en el sentido expuesto, por lo que la legislación dictada en su ejercicio no es susceptible de ser desarrollada, sino más bien adaptada o particularizada ratione materiae por el legislador sectorial. Esto supuesto, si el Estado algo puede decir sobre el procedimiento de aprobación de los planes es porque se trata de un tipo singular y mixto de instrumento administrativo –entre la norma y el acto- que puede requerir un tratamiento común especial(32) y no porque pueda dictar normas sedicentemente comunes sobre todos los diversos procedimientos sectoriales ratione materiae.

En suma, en nuestro marco constitucional y legal del procedimiento administrativo, existe una disciplina común del procedimiento que puede coexistir con otras especiales pero igualmente comunes, ya sea dentro (procedimiento sancionador o de responsabilidad patrimonial) o fuera (procedimiento de contratación o de aprobación de disposiciones generales) de la propia LRJPAC. Pero, por lo demás, todos los procedimientos sectoriales deben acomodarse en mi opinión a esta disciplina común, que no es completa ni uniforme(33), de modo que sus reglas particulares podrán completarla y particularizarla (por ejemplo, fijando los plazos dentro de los mínimos o máximos comunes, o determinado la forma de iniciación del procedimiento y qué trámites preceptivos deben componer la instrucción en cada caso) pero no desplazarla(34).

No es éste el lugar para hacer un análisis general de la regulación que la Ley 30/1992 hace del “procedimiento administrativo común”, sus avances y defectos han sido ya sobradamente discutidos por la doctrina(35). Pero sí interesa destacar, a los efectos de este estudio, que la Ley refleja un equilibrio ponderado entre garantías de los ciudadanos y eficacia de la Administración, pero en otros aspectos no ha logrado superar por completo el sesgo tradicional de nuestra legislación histórica del procedimiento. Me refiero al esquema lineal y bipolar Administración-interesado basado en el paradigma de la contraposición de intereses entre ambos, que ha llevado al legislador a orillar otras posibles configuraciones de la relación jurídica procedimental, como son la relación interadministrativa, la relación público-privada colaborativa, la relación en la que concurren varios intereses divergentes y la actuación material, gestora o técnica de la Administración.

“El modelo –dominado por la idea de la situación de tensión entre la libertad del individuo y las concretas intervenciones en ella del poder estatal- sigue siendo útil hoy, pero, sin duda, ya no es adecuado para la explicación de una parte sustancial de la actividad administrativa del Estado moderno”. En nuestro Estado autonómico, social y democrático de Derecho: (1º) la Administración prestacional y reguladora (o garante de las prestaciones, si acogemos este concepto) eclipsa a la de intervención, (2º) no desaparece el acto administrativo pero junto a él es preciso explicar la actuación material de la Administración (actos sanitarios, educativos, etc.) y los negocios jurídicos bilaterales con los que vincula a terceros (empresas, tercer sector) a la gestión de las prestaciones, (3º) junto a la Administración directa jerárquica se sitúan nuevas formas organizativas en el sector público empresarial y fundacional, y (4º) la protección del ciudadano no sólo descansa en sus derechos reaccionales, sino que adopta instituciones de supervisión y tutela (Rodríguez de Santiago, 2007: 60-62 y 91-94).

Sin embargo, nuestra legislación del procedimiento administrativo sigue enraizada en la concepción esquemática de la relación jurídico-administrativa como contraposición bipolar entre un individuo a quo (el solicitante en los procedimientos iniciados a instancia de parte) o ad quem (el destinatario de la resolución en los procedimientos iniciados de oficio) y la Administración pública. Como ya ha advertido Parejo (en Barnes, ed., 2008: 442), este esquema desconoce que dicha relación es habitualmente más compleja, que puede consistir en relaciones de colaboración y no de confrontación de intereses (por ejemplo, los convenios de colaboración) y que suele afectar a más sujetos (personados o no en el procedimiento) e intereses que hay que ponderar y que pueden estar contrapuestos entre sí. Pensemos en las relaciones interadministrativas tan propias de un Estado compuesto como el nuestro (por ejemplo, cuando una Administración pública solicita algo de otra -como la autorización o la concesión de una actividad o la adscripción o enajenación de un bien- no está ejerciendo un derecho subjetivo sino una competencia al servicio del interés general) o aquellas en las que los sujetos privados afectados por un procedimiento tienen intereses contrapuestos entre sí (por ejemplo, los de los competidores del solicitante en un mismo mercado o de sus vecinos en torno a un mismo inmueble o actividad). Dos ejemplos de lo que digo son los pares de conceptos de “acto favorable/desfavorable” (¿para quién?) o de “silencio positivo/negativo” (¿para quién?) que sigue utilizando nuestra legislación con pretensión de validez general (arts. 43, 44, 103 y 105 LRJPAC) pese a que su aplicación es problemática fuera del esquema bipolar antes descrito (Vaquer, 2014: 2018-2019).

3.4. La Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas

Ninguna de las carencias que acabo de exponer de la ley anterior se corrigen en la nueva ley, tautológicamente titulada de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Aunque, como veremos, se observan avances parciales en algunos aspectos y también retrocesos en otros.

Las principales novedades de la nueva Ley de procedimiento son la generalización del funcionamiento electrónico y una nueva sistemática. El legislador ha optado por reunir en un solo texto los preceptos sobre procedimiento administrativo antes dispersos en tres cuerpos legales: la LRJPAC (procedimientos ejecutivos en soporte papel), la ley sobre acceso electrónico a los servicios públicos (procedimientos electrónicos) y la ley del gobierno (procedimientos normativos: legislativos y reglamentarios)(36). Sin embargo, este avance codificador se hace a costa de separar nueva e innecesariamente las leyes de régimen jurídico y de procedimiento administrativo, como estuvieron hasta 1992.

Según el preámbulo de la nueva Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, “con ello, se aborda una reforma integral de la organización y funcionamiento de las Administraciones articulada en dos ejes fundamentales: la ordenación de las relaciones ad extra de las Administraciones con los ciudadanos y empresas, y la regulación ad intra del funcionamiento interno de cada Administración y de las relaciones entre ellas” que son objeto, respectivamente, de la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y la de Régimen Jurídico del Sector Público. Esta separación la justifica el legislador con un argumento histórico: “tradicionalmente, las reglas reguladoras de los aspectos orgánicos del poder ejecutivo estaban separadas de las que disciplinaban los procedimientos”.

Como hemos visto más arriba, este supuesto fundamento histórico debe ser matizado: primero, porque los reglamentos ejecutivos de la ley de bases de 1889 reunían de forma tan estrecha como natural la organización y el procedimiento. Y segundo porque, aunque sea cierto que su escisión se produjo en 1958 hasta su reunión en 1992, parece que ello obedeció a razones “puramente coyunturales” (González Navarro, 1981: 411) y no dogmáticas. De hecho, cuando el Gobierno presentó el Proyecto de la Ley de Procedimiento de 1958, Garrido Falla lo saludó como “uno de los proyectos más importantes de nuestro Derecho administrativo”, pero también se permitió sugerir que “si el legislador se decide, además, a refundirlo en su día con la Ley de Régimen Jurídico, podremos asegurar que la parte general del Derecho administrativo estará, en lo fundamental, codificada en España” (Garrido Falla, 1958: 54).

Y es que volver a separar organización y procedimiento, o funcionamiento ad intra y relaciones ad extra, resulta muy problemático. Mejor habría sido mantener codificado en un solo cuerpo legal el régimen general de organización y funcionamiento de las Administraciones públicas. Cuatro ejemplos bastan para demostrarlo. En primer lugar, el nuevo par de leyes introduce una desconcertante hipertrofia de principios legales de funcionamiento de las Administraciones públicas (arts. 3, 4, 81 y 140 LRJSP, arts. 71.1, 72.1, 75.4 y 129 LPAC)(37). Además, los principios de la potestad sancionadora o de la responsabilidad patrimonial –pese a tratarse de relaciones ad extra- van a estar en la ley de Régimen Jurídico (arts. 25 a 37), mientras que las reglas especiales sobre sus respectivos procedimientos se dispersan por la Ley de Procedimiento Administrativo Común (arts. 63 a 65, 67, 81, 85 y 90 a 92). En tercer lugar, el régimen jurídico de los actos administrativos (unilaterales) y de los convenios impulsadores o finalizadores de los procedimientos va a estar en la Ley de Procedimiento Administrativo Común (arts. 34 a 52, 86 y 88), mientras que el de los restantes convenios administrativos (ya sean interadministrativos o con sujetos privados, es decir, ad intra o ad extra) se contendrá en la ley de Régimen Jurídico (arts. 47 a 53). Por último, es evidente que muchas reglas organizativas surten efectos jurídicos ad extra, por lo que la Ley de Régimen Jurídico está trufada de alusiones y afecciones a los requisitos y la validez de los actos (arts. 6.2, 9.4, 13.2) y al procedimiento administrativo (arts. 9.5, 10.2, 14.1, 14.3, 24.1, 33.4, 36.4, etc.) y a la inversa.

Por otra parte, retrocede también la nueva ley de procedimiento al definir su ámbito de aplicación, ya que recupera las especialidades ratione personae, ahora a favor de las universidades (art. 2.2.c) y las corporaciones de Derecho público (art. 2.4), y no sólo mantiene sino que incluso aumenta las especialidades ratione materiae (disp. adic. 1ª). En efecto, la ley parece confundir la legislación meramente sectorial, capaz de complementarla y concretar sus determinaciones, con la estrictamente especial, capaz de desplazar su aplicación: De un lado, dispone una lista cerrada de regímenes especiales ratione materiae (tributario y aduanero, seguridad social y desempleo, tráfico, extranjería y asilo) respecto de los que se declara supletoria sin más; de otro lado, habilita a las que llama “leyes especiales por razón de la materia” y que parecen ser cualesquiera leyes sectoriales, a “que no exijan alguno de los trámites previstos en esta Ley o regulen trámites adicionales o distintos” (disp. adicional 1ª) siempre que los justifiquen “atendiendo a la singularidad de la materia o a los fines perseguidos” (art. 129.4), lo que es una peculiar forma de permitirles apartarse también del régimen común y, por tanto, una defraudación de su función constitucional, tal y como ha sido descrita más arriba(38).

De paso, la ley también confunde el principio de competencia (que reserva al Estado la legislación sobre “procedimiento administrativo común”, del que no debiera poder apartarse el legislador autonómico) con el de jerarquía normativa, de forma que “solo mediante ley” –cabe entender que estatal o autonómica- “podrán incluirse trámites adicionales o distintos a los contemplados en esta ley. Reglamentariamente podrán establecerse especialidades del procedimiento referidas a los órganos competentes, plazos propios del concreto procedimiento por razón de la materia, formas de iniciación y terminación, publicación e informes a recabar” (art. 1.2).

En suma, parece que el legislador no ha entendido qué competencia está ejerciendo. Se agrava de esta forma el incumplimiento, por parte del Estado, de su función constitucional de establecer un marco común del procedimiento administrativo que garantice a los ciudadanos un trato común por parte de todas las Administraciones públicas. Si en la recuperación de las especialidades ratione personae volvemos a 1958, en relación con las especialidades ratione materiae volvemos a 1889. En aquel entonces, configurar unas escuetas bases comunes para una amplia y variada carta de procedimientos sui generis fue una conquista de vanguardia, ahora es todo lo contrario: una peligrosa regresión en un Estado social y autonómico, es decir, mucho más complejo.

No es éste el lugar para analizar pormenorizadamente la nueva Ley pero sí para concluir, desde la perspectiva histórica de la codificación del procedimiento administrativo, que da un paso adelante y dos pasos atrás.

4. Algunos retos de futuro

La reflexión sobre el futuro del procedimiento administrativo ofrece muchas facetas que desbordan el objeto de este estudio (influencia del Derecho europeo, legitimidad democrática y participación ciudadana, transparencia, eficiencia, etc.). Desde la concreta perspectiva de análisis aquí adoptada, que es la del proceso histórico de su codificación y, por tanto, la de la evolución de su concepción que se refleja en el ámbito subjetivo y objetivo de aplicación de su régimen jurídico, pueden extraerse dos conclusiones de todo lo expuesto. La primera es que necesitamos reconstruir la “comunidad” del procedimiento administrativo devolviendo a la disciplina común a algunos entes y sectores indebidamente separados de ella. Y la segunda, que también necesitamos seguir ampliando el espectro funcional de la regulación procedimental, porque “una ley de procedimiento debe ocuparse de lo que la Administración hace en toda su amplia variedad, y no solo de una de sus formas, el acto administrativo y las disposiciones de carácter general” (Baño León, 2015: 1), pero “las leyes generales de procedimiento ya no son representativas de la actividad administrativa contemporánea” (Barnes en Barnes, ed., 2008: 20).

En efecto, para profundizar en una concepción funcional del procedimiento capaz de abarcar las formas típicas de las diversas actuaciones de la Administración, hay que seguir avanzando por el camino de abstracción y flexibilidad emprendido hace décadas por el legislador y acabar con las inercias de rígido formalismo que persisten. El procedimiento administrativo actual no puede seguir representándose gráficamente como una línea recta entre dos puntos (Administración-interesado). Su imagen característica actual sería más bien poliédrica, donde cada vértice es un sujeto, cada arista una relación y cada cara (un polígono irregular con un número diverso de lados) representa un tipo de procedimiento. A este respecto, pueden destacarse cinco tipos procedimentales que constituyen otras tantas carencias o deficiencias de nuestra legislación común, como son: (1º) los procedimientos interadministrativos, (2º) los procedimientos de colaboración público-privada, (3º) los procedimientos con concurrencia de interesados contrapuestos, (4º) la concurrencia de procedimientos con un mismo objeto pero diversos órganos competentes y (5º) los procedimientos de la actividad material, técnica o gestora.

(1º) Como no podría ser de otro modo, las relaciones interadministrativas ya reciben cierto tratamiento en nuestra legislación administrativa que, sin embargo, se ha centrado en las relaciones de colaboración en las que se comparten o mancomunan competencias, y en las relaciones de control. Pero ocurre muchas veces que una administración debe interesar o promover la actividad de otra o requiere de ella para ejercer sus propias competencias: la administración estatal o autonómica que solicita una licencia de obras a un ayuntamiento, el ayuntamiento que solicita una concesión de aguas a una confederación hidrográfica para prestar su servicio de abastecimiento a la población, o que participa en el procedimiento de decisión sobre la forma de gestión de dicho servicio, cuya prestación ha puesto la ley bajo la coordinación provincial y la resolución del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, etc. Se traba entonces una relación interadministrativa en la que una competencia es requisito para el ejercicio de otra ajena, lo que debería merecer un tratamiento diferenciado del general que reciben los interesados en el procedimiento porque la Administración interesada no sirve a un interés particular, sino general, y no ejerce un derecho subjetivo, sino una competencia.

Uno de estos problemas asoma incidentalmente en la nueva Ley de Procedimiento Administrativo Común, cuando manda suspender el procedimiento mientras la administración requiere a otra la anulación o revisión de un acto de ésta “que constituya la base para el que la primera haya de dictar en el ámbito de sus competencias” [art. 22.2.a) LPAC], pero ello, lejos de resolver la cuestión, más bien nos da testimonio de la carencia de un tratamiento legal global.

(2º) El procedimiento de los convenios de colaboración público-privada era hasta ahora otra laguna(39), salvo por la escueta e indeterminada regulación de la terminación convencional del procedimiento administrativo del art. 88 LRJPAC. Merecería, en mi opinión, un régimen común particular al igual que ya lo tienen el procedimiento subvencionador y el de contratación del sector público.

La nueva Ley de Régimen Jurídico del Sector Público introduce (arts. 47 a 53) un nuevo ry de caidad ntías procedimentalks, los interesados en su procedimiento de redaccio con sujetos privados) se contendrl van a estaégimen legal básico de los convenios, sean interadministrativos o con privados, que ciertamente contribuye a integrar esta laguna e incluye alguna precisión formal, pero apenas se ocupa de las garantías procedimentales (por ejemplo, de publicidad y de participación de los ciudadanos o, cuando menos, de los interesados en el procedimiento de redacción y celebración del convenio), lo que contrasta, por ejemplo, con la atención que dedican a los procedimientos correspondientes las leyes de contratos y de subvenciones.

(3º) El carácter favorable o desfavorable de los actos administrativos condiciona aspectos de su régimen jurídico tan importantes como los efectos del incumplimiento del deber de la Administración de resolver y notificar dentro de plazo o la revisión de oficio. Y sin embargo, como ya he señalado más arriba, cada día es más común que comparezcan en un procedimiento varios sujetos, en defensa de intereses que pueden ser dispares o incluso rivales o contradictorios entre sí, de forma que lo que es favorable a unos es desfavorable para otros, sobre todo desde que la legitimación ad causam se abrió al interés legítimo, un concepto inclusivo de intereses tales como los vecinales o los competitivos. Y aun cuando no participen en el procedimiento o no adquieran por hacerlo la condición de interesados (por ejemplo, quienes participan en un trámite de consulta, audiencia o información públicas), sus intereses pueden verse afectados por la resolución.

Esta concurrencia no sólo se da en los procedimientos ya configurados legalmente de forma competitiva (contratos, concesiones demaniales, subvenciones, oposiciones), sino que también puede darse en muchos otros (licencias de obras o de actividad, sanciones impuestas a uno o varios operadores de un mismo sector, cualesquiera procedimientos de autorización de número limitado, expropiación con beneficiario privado, concesión de gratificaciones extraordinarias a funcionarios, etc.). La doctrina advirtió prontamente la existencia de procedimientos que calificó como “arbitrales” o “triangulares” por dirimirse entre dos intereses particulares contrapuestos(40) y más recientemente ha llamado la atención sobre aquéllos en los que se adjudican derechos o recursos limitados en número, en los que pueden comparecer múltiples interesados(41). Pues bien, parece que la regulación general del procedimiento y de su revisión -ya sea de oficio o mediante recurso- debería abrirse a estas configuraciones variables, que escapan al esquema clásico de la contraposición de intereses entre Administración e interesado y emplazan a la Administración a resolver en presencia de intereses particulares contrapuestos, en una relación que no es lineal sino poligonal.

(4º) Una hipótesis simétrica de la anterior es aquélla en la que un interesado tiene que solicitar que se le habilite para hacer algo a varios órganos de una Administración o a varias administraciones distintas. Como ya nos consta(42), la Ley de 1958 afrontó con gallardía el problema dentro de la Administración del Estado, aunque no tanto como su proyecto pretendía y su preámbulo afirmaba cuando se refirió al “esencial propósito” de “poner fin a la multiplicidad de expedientes que hasta ahora, en ocasiones, se exigían para resolver completamente un mismo asunto”, conforme al principio de “la unidad de la Administración, cuyas declaraciones de voluntad frente a los administrados han de ser siempre únicas si en definitiva se trata de una misma y única actuación”.

Este sano criterio y la regla del artículo 39 en la que se materializó se han perdido después, cuando el problema, además, se ha agravado con la complejidad y la fragmentación competenciales de un Estado social y autonómico, en el que la iniciación de una actividad puede requerir dos o tres actos administrativos habilitantes diversos pero concurrentes ya que, asegún sean los bienes afectados y el uso que quiera dárseles, cabe una combinación variable entre calificación urbanística y/o licencia de obras, licencia de apertura o autorización sectorial, autorización ambiental, autorización de patrimonio cultural y autorización o concesión demanial. La integración del ejercicio de las diversas competencias en un procedimiento único, donde una sola solicitud recibiese una sola resolución (aunque ésta tuviese que venir precedida de los informes preceptivos –y, en su caso, vinculantes- de otros órganos) sin duda complicaría la existencia administrativa pero facilitaría la de ciudadanos y empresas.

Ya sabemos que la competencia actúa como rótula entre organización y procedimiento. La competencia es criterio legitimador de uno de los sujetos de la relación (la Administración actuante) como el interés lo es de otros, pero eso no implica que deba erigirse como el criterio de individuación procedimental (a cada competencia, un procedimiento). Tal criterio autorreferencial encaja mal con el carácter vicario de la Administración al servicio de fines que le son heterónomos. Como se ha insistido más atrás, la forma debe atender a la función y adaptarse a ella. No es respecto de la competencia, sino de la función administrativa que el procedimiento es instrumental. Si el procedimiento es el cauce formal de la actuación administrativa y ésta debe orientarse a satisfacer con objetividad el interés general y promover la efectividad de los derechos subjetivos (arts. 103.1 y 9.2 CE), el procedimiento ha de ordenarse para procurar el resultado o el efecto esperado de dicha actuación.(43) Cuando la ley manda terminar normalmente al procedimiento con una resolución, no se refiere a cualquier acto, sino justamente a uno que resuelva el problema o asunto planteado. Luego el asunto a resolver debe ser el criterio de individuación procedimental (como acreditan las reglas sobre acumulación –art. 73 LRJPAC- y sobre contenido de la resolución –art. 89-) y debe procurarse reunir en un mismo procedimiento la resolución de los asuntos sustancialmente idénticos o conexos, integrando todas las cuestiones de ellos derivados, aunque varios sean los interesados o varias las Administraciones competentes.

El Derecho ambiental nos ofrece algunos ejemplos de integración procedimental, como la evaluación ambiental o la autorización ambiental integrada. Elevarla a la categoría de criterio procedimental común sería consecuente con la evolución hacia una concepción menos formalista y más funcional del procedimiento y favorecería la eficacia de la Administración mediante la ponderación integrada de todos los intereses generales en juego. Así debería hacerse desde luego cuando se trate de integrar procedimientos de la competencia de una misma Administración territorial, y tampoco deberíamos renunciar a procurar extenderlo a los restantes en los que, si no la integración plena, debería asegurarse al menos su articulación coordinada.

(5º) Por último, los procedimientos de la actividad material, técnica o de gestión también siguen huérfanos de regulación común, pese a que sabemos que esa actividad es jurídica (desde luego, despliega efectos jurídicos o antijurídicos imputables a la administración: pensemos en la responsabilidad patrimonial por actos médicos) y el legislador sectorial ya se está ocupando de su formalización. Dicha formalización -en tanto que regula la forma de la actividad misma de que aquí se trata- contradice la artificiosa teoría según la cual no sería imputable a la Administración esta actividad, sino sólo su resultado. En efecto, por ejemplo, la legislación de suelo regula la tramitación de los procedimientos y las competencias para la aprobación de proyectos de urbanización o la celebración de convenios de gestión urbanística con propietarios o promotores inmobiliarios; los procedimientos de recaudación ya tienen una prolija regulación en las legislaciones tributaria y de la seguridad social, como la tienen los procedimientos de gasto público en la Ley General Presupuestaria y, en particular, los procedimientos de gestión, justificación y reintegro en la legislación de subvenciones; los procedimientos de gestión de bienes la tienen en la legislación patrimonial; el procedimiento estadístico (recogida, conservación y destrucción de datos, publicación de resultados, etc.) en la ley de la función estadística pública; el procedimiento de los tratamientos sanitarios (por ejemplo, el otorgamiento de consentimiento informado por los pacientes o sus familiares) en la legislación sanitaria(44); la calificación de los exámenes o la adjudicación y supervisión de prácticas académicas externas en la normativa universitaria, etc.

Todo esto es legislación formal de una actuación administrativa que, no obstante, seguimos denominando “material” y que sigue al margen de la codificación común. Ciertamente que su diversidad es amplia y que su legislación formal depende de la sustantiva, a la que debe acompañar: como ya se ha advertido, no cabe establecer un “procedimiento administrativo común” y menos aún uno que englobara todas estas actividades, pero eso no debería impedir que a todas les sean aplicables algunos principios y garantías formales comunes. Al fin y al cabo, como hemos constatado aquí, todo el Derecho del procedimiento administrativo se ha ido codificando muy lenta y trabajosamente porque “apenas si es posible formular principios generales válidos para todo el campo del derecho procesal administrativo” (Merkl, 1935: 287). Hemos vencido esta dificultad primero en materia económico-administrativa, después más generalmente para reclamaciones y recursos administrativos, seguidamente hemos ampliado la codificación a todos los procedimientos reglados declarativos, constitutivos o de gravamen de derechos y deberes de los particulares, pese a su diversidad; después también a los discrecionales; quizás ha llegado ya la hora de proyectarla también sobre los procedimientos ejecutivos de tales derechos, como los de gestión de los medios de la Administración y de los servicios públicos o los de supervisión o vigilancia sobre los servicios privados de interés general. Por mucha que sea la diversidad de la actividad administrativa, el estatuto jurídico de la Administración no debiera renunciar a destilar unos principios y reglas formales comunes y consecuentes con su carácter de poder público, pues modus operandi sequitur modum essendi.(45)

En realidad, el legislador de las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas y el procedimiento administrativo común ya había empezado a dar pie para este paso histórico adicional de abstracción consistente en establecer también un marco formal para cualesquiera actuaciones jurídicas de la administración, aunque no adoptaran las formas de un procedimiento administrativo en el sentido tradicional, al regular “la actuación administrativa” (Tít. III LPA) o “la actividad de las Administraciones públicas” (Tít. IV LRJPAC) como un género dentro del cual se incluyen como especies “los actos” y “los procedimientos”, lo que da pie a interpretar algunas de las reglas generales (derechos de los ciudadanos, lenguas de las comunicaciones, soportes documentales, etc.) como de m(derechos de los ciudadanos, lenguae mas de las reglas generales podjo las formas de un procedimiento administrativo en el sentiás amplio espectro aplicativo.

El nuevo par de leyes de régimen jurídico y de procedimiento nos da nuevas bases para mantener esta interpretación. En efecto, cuando la primera proclama los principios de racionalización y de agilidad no sólo de los procedimientos administrativos sino también de “las actividades materiales de gestión” [art. 3.1.d) LRJSP] parece apuntar que la nueva legislación formal va a ocuparse de ambos tipos de actividades. En el mismo sentido apunta la ley de procedimiento cuando profundiza en la diferencia entre “actividad” en general (Tít. II LPAC) y “acto” (Tít. III) y “procedimiento” (Tít. IV) en particular, por ejemplo diferenciando los derechos de todas las personas en sus relaciones con las Administraciones (art. 13) de los derechos de los interesados en un procedimiento stricto sensu (art. 53). Y su preámbulo, cuando define al procedimiento como “el conjunto ordenado de trámites y actuaciones formalmente realizadas, según el cauce legalmente previsto, para dictar un acto administrativo o expresar la voluntad de la Administración” (la cursiva es mía) parece querer sugerir –aunque sea de forma imprecisa- que el procedimiento también ordena la producción de actuaciones administrativas que no se plasman en una resolución.

Deberíamos seguir avanzando con mayor determinación en este sentido. Tenemos sentado que la Administración tiene un plazo máximo para resolver sobre el reconocimiento o concesión de un derecho que le solicitamos y ya sabemos a qué atenernos si lo incumple: podremos dar por estimada nuestra solicitud y ejercer dicho derecho o, alternativamente, darla por desestimada y recurrir. Y ello con abstracción de qué derecho y sector material de actividad se trate. Sin embargo, todavía no hemos establecido una disciplina común similar y paralela de la forma en que la Administración debe ejecutar (cuando son públicas) o exigir (cuando son privadas y tiene potestad para ello) las prestaciones a que tenemos derecho: ni plazos máximos, ni consecuencias jurídicas de su incumplimiento(46). Por ahora, nos hemos limitado a abrir una vía procesal de recurso contra su inactividad (art. 29 LJCA), lo que no es poco, pero tampoco en mi opinión suficiente.

La legislación sobre procedimiento administrativo común sigue anclada en el tipo de Estado liberal de Derecho y está pendiente la tarea de su cabal adaptación al Estado social de Derecho proclamado en nuestra Constitución. En él, debería ampliarse el concepto del procedimiento administrativo desde la noción actual de sucesión lógica de actos encaminados a una resolución administrativa, hasta abarcar –global, aunque también diversamente- la forma de toda la actuación administrativa jurídicamente relevante. Procedimiento, en su sentido más amplio y cabal, debería ser cómo procede la Administración: tanto cuando dice el Derecho como cuando lo cumple, lo ejecuta o lo lleva a efecto.

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NOTAS:

(1). Configurado el control contencioso-administrativo por la Ley de 2 de abril de 1845, dos reglamentos ordenaron sus procedimientos: los Reglamentos sobre el modo de proceder los Consejos Provinciales y el Consejo Real en los negocios contenciosos de la Administración, aprobados respectivamente por Reales Decretos de 12 de octubre de 1845 y 30 de diciembre de 1846. Ya existe una amplia literatura sobre los orígenes del contencioso-administrativo, que no son objeto de este trabajo.

(2). Apéndices vigesimotercero y vigesimocuarto al núm. 29 del Diario de las Sesiones de Cortes de 1881. En el segundo de ellos, referido a la ley contencioso-administrativa, justifica el Ministro su sincronización con el otro “con igual tendencia y con análogos principios, para que la armonía exista”.

(3). Santamaría de Paredes fue uno de los primeros tratadistas del tema, que todavía no figuraba en los tratados y manuales de los moderados de mediados del siglo XIX como Colmeiro o Posada Herrera.

(4). Una posición procesalista singular fue la defendida por Ballbé, quien partía, como Villar y Romero, de la noción amplia de proceso para sostener que hay un proceso administrativo al igual que hay uno judicial, pero discrepaba de éste último tanto en el fundamento como en las consecuencias de esta tesis. En cuanto a lo primero, para Ballbé la premisa en la que descansa el concepto de proceso administrativo no es que la administración también ejerza una función jurisdiccional (“función administrativa y función jurisdiccional son términos que recíprocamente se excluyen”, Ballbé, 1947: 16-17) sino que “el proceso es patrimonio de la función pública y común, por tanto, a sus especies” (ídem: 14). Y en cuanto a lo segundo, propuso como criterio diferenciador entre proceso y procedimiento la posición de los sujetos pasivos de la función: “el proceso se distingue esencialmente del procedimiento por la nota, constitutiva y propia de aquella institución, de que el sujeto o sujetos pasivos de la función pública de la que se fijen los datos según los cuales ha de ejercerse han de tener derecho a participar en la formación de la serie o sucesión de actos que lo integran” (ídem: 41-42). Sin perjuicio de la sutileza de esta concepción y de su interés histórico y dogmático, apenas ha tenido eco en la evolución seguida por el legislador, la jurisprudencia o la doctrina, con la notable salvedad de González Navarro (2009: 395-416), quien la ha reivindicado hasta nuestros días.

(5). En la doctrina científica, por todos, puede recordarse la posición de García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández (2015: 445-446) según la cual “entre proceso judicial y proceso administrativo existen sí semejanzas indudables, dada la pertenencia de ambas instituciones a un tronco común, pero hay, también, profundas diferencias como consecuencia necesaria de la diversa naturaleza de los fines a que una y otra sirven y, sobre todo, de la diversa posición y carácter de los órganos cuya actividad disciplinan” lo que aboca a la “caracterización del procedimiento administrativo como institución jurídica de perfiles propios”. Por el contrario, González Navarro sigue defendiendo la existencia de un proceso administrativo, cauce de la función jurisdiccional que, en su opinión, realiza la Administración (1981: 431-434, 2009: 395-416). Una posición ecléctica, que trata de forma dual a la naturaleza jurídica del procedimiento administrativo como “cauce formal de la función administrativa” y como “presupuesto, objeto y efecto del proceso administrativo”, puede verse en González Pérez, 2002: 76-79.

(6). Análogamente, Jean-Pierre Ferrier (en Barnes, coord., 1993: 355-356) nos explica que el Derecho administrativo francés tiene un origen pretoriano y “el juez se ha ocupado más del procedimiento administrativo contencioso (recurso administrativo) e, inspirándose en éste, ha establecido las normas necesarias, y sólo éstas, para el procedimiento no contencioso de modo que la mayor parte de las normas de procedimiento no están contenidas en ninguna ley o reglamento resultando indispensable acudir a la jurisprudencia para conocerlas”. Pese a esta histórica resistencia a la codificación del procedimiento, hoy ya existen en Francia disposiciones bastante generales en la materia, como la Loi n° 2000-321 du 12 avril 2000 relative aux droits des citoyens dans leurs relations avec les administrations (en particular, su Título II).

(7). Como consecuencia de este “miedo a que los rigores procedimentales complicaran en exceso el funcionamiento interno de la Administración o impidieran el eficaz funcionamiento de los servicios” (Hans Meyer en Barnes, coord., 1993: 292), el procedimiento no se codificaría en Alemania hasta la Verwaltungsverfahrensgesetz (VwVfG) de 25 de mayo de 1976, que sigue todavía vigente y que se esfuerza insistentemente por acotar su ámbito de aplicación a la actividad de la Administración con efectos externos (tanto en su definición del procedimiento –art. 9: “ die nach außen wirkende Tätigkeit der Behörden ”- como en la de acto administrativo –art. 35: “ und die auf unmittelbare Rechtswirkung nach außen gerichtet ist”-) y por mantener el principio de informalidad (Nichtförmlichkeit des Verwaltungsverfahrens) allí donde las normas no establezcan formas determinadas (art. 10).

(8). Sólo en las últimas décadas -cuando la noción de procedimiento ha superado su original sesgo garantista y ha asumido también una función directiva de la Administración- una corriente doctrinal alemana (por todos, pueden verse en español Schmidt-Assmann, 2003 o Jens-Peter Schneider, en Barnes, ed., 2008) está reivindicando su importancia y funcionalidad dentro de la teoría general del Derecho administrativo.

(9). La cita de Bettermann es de su contribución Das Verwaltungsverfahren a la Conferencia de profesores alemanes de Derecho Público celebrada en 1958, precisamente en Viena (Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer, nº 17).

(10). Baste una comprobación canónica de lo expuesto: como es sabido, el Derecho administrativo alemán de Otto Mayer -que es tan genuinamente alemán como declaradamente francófilo- construye históricamente el Derecho administrativo a partir de la evolución del Estado de policía (Polizeistaat) al Estado de Derecho (Rechtstaat), en el que el Derecho rige al Estado todo y, por ende, también a la administración. “No obstante, es fácil ver que la actividad del Estado no puede circunscribirse a la simple ejecución de las leyes existentes; le es necesario vivir y obrar, aunque no tenga normas para dirigir su actividad; hay en la administración una multitud de cosas que no pueden ser previstas por reglas estrictas que las encadenarían”, lo que le lleva al clásico autor a obviar el procedimiento administrativo pero, en cambio, a ocuparse de inmediato del tema de “la jurisdicción administrativa”, esto es, del debate de la época sobre si deben ser los jueces o la propia administración los garantes del Derecho en materia administrativa (Mayer, 1895-1982: 80-81).

(11). No siempre fue así. Todavía en el Reglamento sobre organización y procedimiento administrativo de la Subsecretaría de Gracia y Justicia de 1917, del que más adelante daré noticia, la potestad discrecional era definida ratione materiae (eran consideradas discrecionales las potestades de orden político o de gobierno, la organizativa y las que no afectasen en modo alguno al reconocimiento o ejercicio de un “derecho administrativo”) a los efectos tanto de eximirla de la vía contenciosa (art. 284.1) como también de liberarla de la disciplina procedimental: “no serán de rigurosa observancia en ellos ni la forma marcada para la formación y curso de los expedientes y manera de dictar los proveídos, ni aun los definitivos , contra los que no se dará recurso alguno ” (art. 327).

(12). La obra de Sandulli es reconocida en Italia como “la primera y fundamental monografía sobre el procedimiento administrativo” (Guido Corso, en Barnes, coord., 1993: 478). A su vez, se apoya fuertemente en la doctrina alemana –como la mayoría de los autores italianos de la época- y cita profusamente a Merkl (Sandulli, 1940: 4, 7, 14, 22, 33, 85, 89, etc.).

(13). Aunque es claro que la historia del Derecho mal se resume como la historia de las leyes, en este estudio no pretendo hacer una historia cabal del procedimiento administrativo en España –lo que requeriría una voluminosa monografía- sino sólo tratar sobre su codificación.

(14). Juan Francisco Camacho y Alcorta fue cuatro veces Ministro de Hacienda, bajo tres reyes distintos y una república. El mandato en el que promovió estos Proyectos de Ley (como también la creación del cuerpo de abogados del Estado) fue en un Gobierno presidido por Sagasta.

(15). Apéndice 7º al núm. 5 del Diario de las Sesiones de Cortes de 1888.

(16). El de Justicia todavía centraba su objeto en las “reclamaciones” y “alzadas” promovidas por los interesados ante la Administración (arts. 96, 98, 145, etc.), aunque también trataba los expedientes incoados de oficio (arts. 147 y ss.) y otras veces se extendía a “todas las exposiciones, instancias, documentos, órdenes, traslados, comunicaciones, expedientes, etc.” (arts. 116, 131, etc.), por lo que oscilaba todavía entre la aproximación procesalista y la administrativista. Cuando trataba de los recursos, se ocupaba tanto de los procedentes “en vía gubernativa” como también “en vía contenciosa”, a la que dedicaba los artículos 282 a 296. El de Gobernación identificaba el interés en un procedimiento con el ejercicio de una pretensión en vía administrativa cuando definía al interesado como a “toda persona natural o jurídica, pública o privada, que ejercitando en nombre propio una pretensión de carácter administrativo dé lugar al oportuno procedimiento” (art. 40, la cursiva es mía).

(17). La lentitud en la resolución efectiva de los asuntos regulados en este Reglamento se observa fácilmente si se tiene presente que el plazo para la terminación de un expediente en vía gubernativa era de un año (art. 218), que podía además suspenderse por tiempo indefinido “por razones excepcionales de interés público” (art. 219), y que el recurso de alzada contra su resolución tenía efectos suspensivos (art. 306).

(18). Contra el que veremos que intentó reaccionar el legislador de 1958. La jurisprudencia, por su parte, venía desde antiguo proclamando el carácter funcional y no meramente ritual del procedimiento: “el procedimiento administrativo no es una nuda forma, un simple rito, sino, ante todo y sobre todo, una garantía, tanto para que la Administración pueda resolver con la debida calma, y con acierto, como para que los particulares puedan intentar compensar, al defenderse en condiciones eficientes, las prerrogativas de aquélla; razones estas reiteradamente tenidas en cuenta y proclamadas por la jurisprudencia: SS. 31 diciembre 1932, 23 febrero 1949, 25 abril 1950, 10 marzo 1960, 21 febrero 1962, 2 julio 1976” y 6 febrero 1979, por la que cito.

(19). En las palabras de su defensa por Laureano López Rodó ante las Cortes, “un verdadero Código administrativo, que regula no sólo el procedimiento en sentido estricto, sino también los principios generales de organización y actuación, el régimen de los actos administrativos y la situación de los interesados en el expediente”.

(20). Laureano López Rodó fue uno de los Procuradores en Cortes que integró la ponencia que informó el Proyecto de Ley de 1958, de la que también formó parte Segismundo Royo Villanova. Diario Oficial de las Cortes Españolas, nº 597, de 4 de julio de 1958, pág. 12373. Como secretario que era además de la Comisión de Leyes Fundamentales y Presidencia del Gobierno, le correspondió a López Rodó defender el dictamen de dicha Comisión ante el Pleno, con el discurso por el que cito, que se encuentra en DOCE, nº 601, de 15 de julio de 1958, págs. 12441 y ss.

(21). Parece que la cláusula del Rechtstaat inspiró el pensamiento jurídico-administrativo de Gascón y Marín pero no tanto su pensamiento jurídico-político, pues fue uno de los miembros de la Comisión sobre la Ilegitimidad de Poderes Actuantes en 18 de julio de 1936 creada por Orden del Ministro del Interior Serrano Suñer, de 21 de diciembre de 1938, con el encargo de “demostrar al mundo, en forma incontrovertible y documentada, nuestra tesis acusatoria contra los sedicentes poderes legítimos” (BOE nº 175, de 22-12-1938), que cumplió con su Dictamen hecho público en 1939.

(22). La importante reforma legal introdujo, por otra parte, una dualidad con la de régimen jurídico que de algún modo defraudaba el propósito codificador que la inspiraba. De ahí que Garrido Falla (1958: 54) sugiriera prontamente que “si el legislador se decide, además, a refundirlo en su día con la Ley de Régimen Jurídico, podremos asegurar que la parte general del Derecho administrativo estará, en lo fundamental, codificada en España”.

(23). Así lo acredita, por ejemplo, el tratamiento de los defectos formales en el régimen de invalidez de los actos de los artículos 47 y 48 LPA, que han reproducido las leyes sucesivas. Sobre esta base, la jurisprudencia afirmó el principio espiritualista o antiformalista de nuestro Derecho administrativo (por todas, SSTS de 8 de junio de 1982 y 7 de febrero de 1992).

(24). Como recuerda Garrido Falla (1958: 52), el Proyecto contenía en su artículo 75 (que puede consultarse en el Diario Oficial de las Cortes Españolas, nº 590, 2 de junio de 1958, pág. 12260) otra norma “generosa, al tiempo que ambiciosa” que la Ley recogió finalmente en su art. 39, si bien que circunscrita ya sólo a las autorizaciones y concesiones, como era el deber de agrupar en un solo expediente las solicitudes de los interesados, aun cuando su resolución afectase a las competencias de varios órganos u organismos administrativos, de forma que la competencia más específica atraía para sí la instrucción y resolución del procedimiento, pero también la obligación de recabar los informes o las autorizaciones que fueren precisos de otros órganos o departamentos. Decía así el primer apartado del precepto: “Cuando se trate de autorizaciones o concesiones en las que, no obstante referirse a un solo asunto u objeto, hayan de intervenir con facultades decisorias dos o más Departamentos ministeriales o varios Centros directivos de un Ministerio, se instruirá un solo expediente y se dictará una resolución única”.

(25). Como ha afirmado el Tribunal Supremo, “el procedimiento administrativo no es sólo una exigencia legal recogida en el artículo 40 de la Ley de Procedimiento Administrativo, sino al mismo tiempo una imposición constitucional prevista en el artículo 105.c de la Constitución Española, de donde deriva el carácter de orden público de las normas que lo regulan, así como la posibilidad de declarar de oficio la nulidad de las decisiones administrativas que incumplen la totalidad o los más elementales trámites del procedimiento.” (STS de 7 de marzo de 1988).

(26). Aunque la Ley General de Subvenciones se atribuye prevalencia sobre “las restantes normas de derecho administrativo” (art. 5), más que desplazar la aplicación de la LRJPAC particulariza sus principios y reglas, de los que parte y a los que remite constantemente (arts. 23.2, 42, 67, etc.).

(27). Aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio. Los procedimientos recaudatorios se regulan en sus artículos 18 y ss. Los sancionadores, en el Texto Refundido de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social (RDLeg. 5/2000, de 4 de agosto), cuyo artículo 51.2 declara la aplicación “subsidiaria” de las disposiciones de la LRJPAC.

(28). Análogamente, López Menudo (en Barnes, coord., 1993: 143), si bien este autor también contempla otras posibles acepciones de la noción de Derecho común aplicadas al Derecho civil.

(29). En la doctrina, alemana, Schmidt-Assmann (2003: 360-362) ha defendido la categoría de los procedimientos tipo como un nivel de abstracción intermedio y, por tanto, un puente entre la teoría general del procedimiento y los distintos sectores de la actividad administrativa.

(30). La doctrina del Tribunal Constitucional ratifica esta interpretación. Tanto en el inciso reproducido más atrás, en el que utiliza el “tratamiento común” como canon teleológico de la competencia sobre “procedimiento administrativo común”, como también en su jurisprudencia acerca de la competencia estatal sobre expropiación forzosa, según la cual el deslinde competencial es éste: “las garantías expropiatorias en manos del Estado, de un lado, y la definición de la causa de expropiar reservada al que ostente la competencia material, de otro”, por lo que “el Estado se halla legitimado, ex art. 149.1.18, para establecer ciertas garantías expropiatorias con carácter de mínimo, sin perjuicio de que las Comunidades Autónomas puedan instrumentar las normas especificas del procedimiento que sean proporcionadas a la singularidad de la clase de expropiación de que se trate. Dichas reglas garantizadoras mínimas () vienen a coincidir, sustancialmente, con las contenidas en el procedimiento general o común de la expropiación forzosa contenido en la L.E.F. y en su Reglamento ejecutivo, por lo que () encuentra cobertura en el título competencial del art. 149.1.18. C.E.” (STC 61/1997, de 20 de marzo, FF.JJ. 29º y 30º, las cursivas son mías).

(31). La STC 15/1989, de 25 de enero, excluyó en su día al procedimiento reglamentario de la noción de procedimiento administrativo común por entender que se trata de “un procedimiento administrativo especial” a disposición de cada legislador respecto de sus normas sustantivas, lo que fue objeto de una crítica generalizada (por todos, puede verse Ponce Solé, 2001: 550-551) y merecida, pues confunde común con general.

(32). Al planeamiento territorial y urbanístico como un procedimiento tipo se ha referido ya Barnes (2008: 25). Con razón ha criticado Baño León (2015: 6) “la ignorancia de las peculiaridades de una figura que no es reductible a la disposición de carácter general o al acto administrativo”, proponiendo que “el papel central del plan en el Derecho ambiental y en el urbanístico justificaría que una ley de procedimiento se ocupara de los rasgos esenciales de esta figura y de las peculiaridades de su régimen jurídico”.

(33). Como objeto que es de una competencia reservada al Estado, la noción de procedimiento administrativo común se inspira en el principio constitucional de unidad, que no significa uniformidad puesto que debe conciliarse con el principio de autonomía y con la compleja diversidad de fines de los poderes públicos del Estado social.

(34). En las palabras del preámbulo de la LRJPAC: “esta regulación no agota las competencias estatales o autonómicas de establecer procedimientos ratione materiae que deberán respetar, en todo caso, estas garantías”.

(35). Como es bien sabido, la Ley recibió severas críticas doctrinales que influyeron en su reforma parcial por la Ley 4/1999, de 13 de enero (por todos, puede verse Garrido Falla, 1999).

(36). En relación con estos últimos, la Ley del Gobierno no tenía en absoluto la pretensión de establecer una disciplina común de los procedimientos normativos, sino referida sólo al Estado (y meramente supletoria para los demás entes territoriales, en consecuencia), que sí tiene la nueva LPAC (disp. final 1ª) aunque trate más de la potestad que del procedimiento, al que apenas dedica estrictamente su artículo 133, dejando lo demás a aquélla.

(37). El enunciado de los nuevos principios (servicio objetivo a los ciudadanos, simplicidad, claridad y proximidad a los ciudadanos, etc.) parecería orientar un nuevo impulso garantista del ciudadano, pero a ellos les siguen muchas reglas (deberes generales de colaboración y de comunicación electrónica con la Administración, amplísima habilitación de ésta para adoptar medidas provisionales, ampliación de los supuestos para suspender el plazo para resolver y normalización de la prerrogativa para ampliarlo, secuenciación de diversos trámites tras el de audiencia, etc.) que han dado pie a algunas voces autorizadas a observar un empeoramiento neto sustancial de la posición jurídica de los ciudadanos (Santamaría Pastor, 2015: 4; Baño León, 2015: 8).

(38). Porque “la expresión <<procedimiento administrativo común>>, interpretada en el contexto del artículo 149 de la Constitución cobra una acepción unívoca en el sentido de derecho directamente aplicable, , excluyendo a radice, por tanto, la idea de supletoriedad” (López Menudo en Barnes, coord., 1993: 148, las cursivas en el original), axioma del que cabría sólo excluir la posible inserción de reglas supletorias meramente integradoras y, por tanto, accesorias de lo común, dirigidas a evitar que el legislador sectorial pueda sabotear su eficacia prevalente por omisión, como ocurre por ejemplo con la fijación de un plazo máximo supletorio para el cumplimiento de la obligación común de dictar y notificar una resolución que ponga fin al procedimiento.

(39). Germán Fernández Farreres (2012: 137-140) ya había advertido de que la configuración de los convenios de colaboración de la Administración con personas físicas o jurídicas sujetas al Derecho privado –que la ley de contratos caracteriza de forma muy genérica y somera para excluirlos de su ámbito de aplicación y que con frecuencia se usan para canalizar subvenciones al margen de los procedimientos previstos por la legislación de éstas- resulta insuficiente, sobre todo si tenemos presente el amplio recurso que de ellos se hace en la práctica.

(40). Para García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández (2015: 454), se trata de procedimientos “de matiz arbitral” que se asemejan más al proceso, mientras que González Navarro (1981: 431-436) los denomina “triangulares” y sostiene que “estos procedimientos administrativos –por lo menos éstos- son verdaderos y propios procesos”. En mi opinión, en ellos la Administración ni juzga ni arbitra entre intereses particulares, sino que los considera, los pondera o los compone dentro de su función resolutoria al servicio objetivo del interés general (de ahí que pueda, por ejemplo, declarar desierto un concurso para la adjudicación de una plaza a la que concurran dos candidatos o más generalmente, según el nuevo art. 93 LPAC, desistir de los procedimientos iniciados de oficio y en los iniciados a solicitud de interesado, incoar de oficio un nuevo procedimiento, según su art. 88.2).

(41). Una sugerente teoría general, que bebe en fuentes dogmáticas alemanas, de la “actividad administrativa de adjudicación de derechos limitados en número”, en Arroyo y Utrilla, dirs., 2015, donde Ferdinand Wollenschläger (151 ss.) propone tratar al procedimiento administrativo de adjudicación como un procedimiento tipo.

(42). Vid supra, nota al pie nº 25.

(43). En la doctrina francesa e italiana se maneja desde hace tiempo el concepto de “operación administrativa compleja” (a la que Forti prefirió denominar “procedimiento administrativo en sentido amplio”) para referirse a las series de actos que concurren en un “resultado administrativo común” (D’Orsogna, 2005).

(44). Hasta el punto de que Rodríguez de Santiago (en Barnes, ed., 2008: 271) ha podido afirmar que “un concepto amplio de procedimiento administrativo es posiblemente la idea teórica más sutil y adecuada para explicar la regulación normativa vigente del desarrollo de la prestación de la asistencia sanitaria”.

(45). Más elocuente aún es la concreta y completa expresión de esta máxima clásica formulada por Tomás de Aquino en la Suma Teológica (Quaestio LXXXIX, art. I): “cum nihil operetur nisi inquantum est actu, modus operandi uniuscuiusque rei sequitur modum essendi ipsius”.

(46). Siguiendo a Schmidt-Assmann (2003: 358), Rodríguez de Santiago (en Barnes, ed., 2008: 272) propone que junto al “<<procedimiento decisorio>>, hay que construir un modelo de <<procedimiento prestacional>>”. Aun coincidiendo en la necesidad por ellos invocada de incluir las actuaciones prestacionales dentro del concepto amplio de procedimiento, es dudoso que ello deba abocar al dualismo que sugieren, pues aunque en este ámbito la actuación administrativa no suele terminar con una resolución -en el sentido convencional del término- sí que resuelve o decide proveer unos medios determinados de un modo particular para un fin de interés general. En tanto que provee, la Administración prestacional también resuelve o decide (no está de más recordar que nuestros predecesores llamaban a las resoluciones administrativas “providencias” o “proveídos”).

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