Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid
No conozco estudios enjundiosos que lo demuestren de un modo inequívoco, y más bien me parece que tal objeción, en alguna medida, es políticamente interesada o trata de responder a las protestas de algunos operadores económicos que, al desarrollar su actividad, se encuentran con más reguladores y poderes de decisión de los que existían en el Estado centralista. Hay más requisitos que cumplir y, sobre todo, más normas a tener en cuenta. Pero ello no comporta siempre y necesariamente que el mercado estatal esté rebosando de estorbos, ni que se hayan constituido espacios económicos en los que la competencia entre empresas y sus relaciones con los poderes públicos tengan características muy diferenciadas.
No obstante, la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado, ha asumido la reclamación y la ha dado por buena sin más. Asegura su preámbulo que la fragmentación subsiste en el mercado español, y de tan grave punto de partida arranca para argumentar sobre la necesidad de eliminar este coste. Sostiene el preámbulo de la nueva ley que esta fragmentación del mercado nacional dificulta la competencia efectiva e impide aprovechar las economías de escala que ofrece operar en un mercado de mayores dimensiones, lo que desincentiva la inversión y, en definitiva, reduce la productividad, la competitividad, el crecimiento económico y el empleo, con el importante coste económico que supone en términos de prosperidad, empleo y bienestar de los ciudadanos.
Esta nueva ley, dictada, como dice su título, para garantía de la unidad de mercado, pretende darle la vuelta a este estado de cosas y restituir el orden económico deseado donde sean realizables todos los beneficios que expresa el párrafo que acabo de transcribir.
El método que ha de seguirse para alcanzar tan laudable empeño es puntilloso y se desarrolla entre múltiples equilibrios:
La ley nueva establece principios y normas básicas, pero con pleno respeto a las competencias de las Comunidades Autónomas y de las Entidades Locales. La inspiración de esos principios y normas se toma de la experiencia recabada durante el proceso de transposición de la Directiva 2006/123/CE (la Directiva de Servicios y la legislación interna que la ha acogido, sobre las que tanto hemos escrito los administrativistas; con estupor, por cierto, casi siempre) y especialmente de un principio central: el principio de eficacia nacional de los medios de intervención administrativa. Quiere decir, aunque el enunciado es claro, que es la legislación del Estado la que decide, de forma general, si han de anteponerse controles administrativos al ejercicio de actividades económicas por sujetos y empresas privadas, y de qué clase, y con qué límites. También es materia de regulación unitaria estatal el régimen de las funciones de control y vigilancia de las actividades privadas relevantes que puedan afectar a intereses que las administraciones públicas tienen la misión de proteger.
Ese principio de eficacia nacional no se queda, sin embargo, en la aplicación de normas comunes, sino que impone también el reconocimiento de efectos extraterritoriales a las decisiones o actos administrativos adoptados en ejecución de las mismas. El preámbulo lo explica así: con esta ley se dota de eficacia en todo el territorio nacional a las decisiones tomadas por la autoridad competente de origen basadas en un criterio de confianza mutua, y se aplican principios comunes como el principio de eficacia en todo el territorio nacional de las actuaciones administrativas en la libre iniciativa económica, lo que implica el reconocimiento implícito de actuaciones de las autoridades competentes de otras Administraciones públicas (los subrayados son míos).
Esto no es equivalente a uniformar los ordenamientos jurídicos puesto que el preámbulo recuerda que el Tribunal Constitucional ha dicho muchas veces que unidad no significa uniformidad, y que el Estado de las autonomías implica diversidad.
De modo que ese reconocimiento de eficacia nacional a las normas y actos administrativos en las materias que la ley regula se hace sin perjuicio de las competencias que en cada caso correspondan al Estado, las comunidades autónomas y las entidades locales. Y como la Ley, en fin, no pretende alterar el orden de las competencias, para lograr sus fines y conseguir la aplicación uniforme de los anteriores principios, se acoge a un modelo de refuerzo de la cooperación entre el Estado, las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales. Para hacer efectiva esta cooperación no le parece al legislador que sea preciso inventar mucho, sino que se inclina por el aprovechamiento de las estructuras de cooperación existentes, a las que solo añade un Consejo para la Unidad de Mercado, de nueva creación, al que encarga la cooperación administrativa para el seguimiento de la aplicación de esta ley.
Si he acertado a resumir bien los propósitos de la ley, comprenderá el lector que es una norma de gran envergadura la que las Cortes Generales nos han obsequiado siguiendo las pautas de un proyecto gubernamental que, como ocurre siempre en las épocas en las que dominan las mayorías absolutas en el Parlamento, sentó pautas inamovibles.
Y es importante no solo por la dificultad de su empeño y los equilibrios que dice haber asumido, sino también por lo que el legislador espera conseguir con ella. Concluye a este propósito la exposición de motivos de la Ley: Esta reforma constituye un elemento central del objetivo del establecimiento de un entorno económico y regulatorio que favorezca el emprendimiento, la expansión empresarial, la actividad económica y la inversión, en beneficio de los destinatarios de bienes y servicios, operadores económicos y de los consumidores y usuarios. Nada más ni nada menos. Es emocionante constatar que hay regidores públicos que creen con tanta sinceridad aparente (no puedo creer en la hipótesis de un legislador cínico) en la virtud taumatúrgica de la ley, capaz de resolver con sus solos enunciados todos los males de la economía y asegurar la prosperidad.
El libro que tan gustosamente prologo a petición de su incitadora y coordinadora, la profesora María José Alonso, ha asumido la difícil tarea de ayudar al legislador a hacer realidad sus ensoñaciones.
Los juristas de nuestro tiempo hemos asumido con mucha frecuencia esta tarea de ayudar con nuestros comentarios a la realización de las leyes. Antes, en los tiempos dorados de la codificación, los juristas se limitaban a comentar los grandes textos normativos, los que han formado en cada época el armazón fundamental del ordenamiento. Al desarrollar la glosa, los autores sistematizaban y consolidaban las interpretaciones y conocimientos existentes, y contribuían a la aplicación segura de textos nobles, bien pensados y duraderos. En la actualidad la tarea del comentarista es bastante diferente. Nos situamos en el tráfago de las leyes de última generación, efímeras, poco meditadas, rebosantes de torpezas y confeccionadas con acusada mala técnica, para tratar de salvarlas del naufragio y ayudar a que se cumplan en la medida de lo posible los designios del legislador.
Ni que decir tiene que el mérito de los comentaristas de nuestro tiempo es extraordinario y debería ser objeto de reconocimientos y recompensas mucho más explícitos. El esfuerzo es aún más meritorio si se tiene en cuenta que el declinar de los libros monográficos de Derecho es manifiesto, y la práctica de estudiar por apuntes electrónicos ha salido de las aulas universitarias y se ha adueñado también de los promotores de los proyectos de ley más enjundiosos.
A muchas leyes administrativas esenciales de la época preconstitucional se les pueden poner al lado los nombres de juristas de autoridad reconocida que participaron en su elaboración. Lo mismo siguió ocurriendo durante muchos años en la etapa constitucional. Y se notaba su buen criterio técnico, fueran o no discutibles los contenidos de las normas. Hubo una quiebra notoria en esta buena costumbre con la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las administraciones públicas y procedimiento administrativo común, cuyo proyecto se reservó con todo empeño el Secretario de Estado de Administraciones Públicas de la época, inspector de trabajo, del que tampoco se conocían antecedentes de dedicación al estudio del Derecho Administrativo. Los administrativistas protestamos mucho entonces al sentirnos desplazados de participar en una ley central para los asuntos de nuestra disciplina. Se llamó finalmente a un grupo de nosotros para contarnos el proyecto después de acabado (como ha ocurrido ahora con el Informe CORA sobre la reforma administrativa), pero sus autores mantuvieron las insensatas novedades que habían ideado, entre las cuales la famosa implantación del régimen del acto presunto, que desplazaba la regulación tradicional del silencio administrativo que tuvo que ser repuesta en cuanto que hubo ocasión de abandonar aquella ocurrencia.
No sabemos muy bien quién inspira algunas de las novedades con que el legislador nos obsequia en estos últimos tiempos. Si fuesen profesores y especialistas en la cuestión, deberían presentarse para que les invitemos a escribir en nuestras revistas, oír sus explicaciones en seminarios, y debatir con ellos sus iniciativas antes de que pasen a los textos legales y tengamos que soportarlas inapelablemente.
He oído decir que a veces son las grandes consultoras multinacionales las que proveen de información a los autores de estas normas nuevas. Ello explicaría que se utilicen modelos regulatorios procedentes, a veces, de Estados que no tienen ningún parangón posible con el nuestro, sea histórico, político, cultural o económico; ni dimensiones o población semejantes. Por ejemplo, la concentración de la función regulatoria de diversos sectores en la Comisión Nacional de la Competencia y los Mercados procede de descartar las soluciones alemana y francesa, entre otras, y elegir la noruega, según explicó la memoria del proyecto de ley; es decir que se seleccionó como modelo un país que, como es notorio, tiene pocas similitudes con el nuestro en cuanto a población y problemas económicos. Otro ejemplo: la solución acogida en el proyecto de ley de reforma de la Ley de Propiedad intelectual, que empieza a debatir ahora el Congreso de los Diputados, de que la remuneración equitativa por copia privada se pague con cargo a los Presupuestos generales del Estado, además de inconcebible (a quién se le puede ocurrir, en una época de crisis económica en la que se predica austeridad, que el Estado cargue con una compensación que es fácilmente endosable al mercado), no existe en ningún país de la Unión Europea y parece seguir el modelo turco.
Los juristas tradicionales tomábamos los ejemplos comparados de Francia, que siempre ha sido nuestro modelo administrativo, o, si no, de Italia o Alemania. Más recientemente, desde que nuestra Constitución orientó hacia el federalismo la organización del Estado y nos dotó de una larga lista de derechos fundamentales, adoptamos también algunas soluciones procedentes de Estados Unidos. Pero estamos abandonando ahora estas culturas jurídicas, y traemos soluciones de cualquier parte.
Todas las anteriores consideraciones las traigo a este prólogo, que debería ceñirse a presentar el libro de la profesora María José Alonso y colaboradores, porque creo que no es mala ocasión la ley que comentan para ponerlas sobre el tapete.
Estamos asumiendo, sin contestar, textos normativos relevantes hechos a toda prisa, apoyados en las urgencias impuestas por la crisis económica o por la necesidad de arreglar defectos en la organización y funcionamiento de nuestro Estado, que contienen regulaciones improcedentes e inviables en las que, por lo que dicen sus exposiciones de motivos, se espera apoyar nuestro inmediato progreso. Y no hay una posibilidad entre mil de que el bienestar pueda depender de textos tan poco valiosos.
Aplicaré estas graves aseveraciones al problema de la unidad de mercado en general, para hacer algunas consideraciones concretas sobre el pésimo uso de las técnicas de que se vale la ley.
¿Realmente no existe unidad de mercado en España? ¿Es muy grave y manifiesta la fragmentación del mercado, como sugiere el preámbulo de la ley 20/2013, de 9 de diciembre? ¿Un profesional necesita cumplir requisitos especiales para trabajar libremente en territorios distintos de aquel en que radica su establecimiento principal? ¿Mercancías producidas en Andalucía tienen difícil acceso a Cataluña, o viceversa? ¿El régimen financiero es distinto para las empresas en cada una de las comunidades autónomas? ¿Son diferentes las reglas de la libre competencia? ¿La relación entre las empresas públicas y privadas tiene que tener en cuenta privilegios económicos distintos dependiendo del territorio que se considere? ¿Imponen los poderes públicos barreras insalvables para la entrada en los mercados locales? ¿Se ha consentido el ejercicio de las competencias de los poderes públicos en términos que suponen obstáculos a los principios de libre circulación que consagra el artículo 139 de la Constitución? ¿Contiene, en su caso, la nueva Ley, disposiciones con fuerza bastante para acabar con tantas desviaciones?
A mi juicio no puede decirse seriamente que no exista unidad económica en el Estado español y que su mercado esté fragmentado en tantas piezas como comunidades autónomas. Tal afirmación es exagerada, y aunque se use con frecuencia coloquialmente (o a efectos retóricos en algunos escritos), el legislador no debería asumir tal aseveración como de probada certeza. Creo, más bien, que se parte de una afirmación apodíctica, la fragmentación del mercado, para montar a partir de ella una regulación que posiblemente sea del gusto de algunos grupos políticos o empresariales pero de dudosa necesidad y utilidad.
Lo que más comúnmente perciben muchos ciudadanos y empresas es la existencia de regulaciones repetidas sobre una misma materia, contenidas en leyes de las diversas comunidades autónomas. Pero estas regulaciones múltiples no implican rupturas de la unidad de mercado sino que son la simple consecuencia de una manera de entender constitucionalmente la organización del Estado, que habilita a las entidades territoriales para producir una legislación que, por razón de la diversidad de su origen, es lógico que también sea parcialmente heterogénea. Aunque a veces sería más exacto referirse a la diversidad más por razón de la abundancia de disposiciones que por la variedad de sus contenidos, que en la práctica suelen ser bastante reiterativos.
Esta legislación particular de cada comunidad autónoma introduce, en ocasiones, exigencias para el desarrollo de actividades que se fundan en razones de seguridad, ambientales, urbanísticas, sanitarias, de protección de los consumidores y usuarios, etc., que, por su naturaleza, son inevitablemente trabas a la actividad empresarial y al libérrimo funcionamiento de los mercados. Pero estas limitaciones son clásicas o tradicionales, no nuevas, ni consecuencia tampoco del Estado de las autonomías. Aun en el Estado administrativo centralista, los ayuntamientos imponían a las empresas la presentación de sus proyectos y restringían la libertad económica por cualquiera de las razones de interés general que antes se han enunciado.
Pero ni antes ni ahora esas intervenciones son evitables, ni implican de por sí fragmentaciones del mercado. El artículo 139.2 de la Constitución no puede interpretarse en el sentido de que considere un obstáculo a la libre circulación la exigencia de autorizaciones previas. Si lo fueran, habría que eliminarlas por completo, sin excepciones y de cualquier sector económico. Y, sin embargo, como prueban las jurisprudencias norteamericana, europea y la invocable de cualquier sistema federal, no son obstáculos contrarios a la libre competencia, o a la libertad de circulación y establecimiento, las verificaciones ordinarias del cumplimiento de la legalidad por los operadores económicos. O, al menos, no lo son siempre e indefectiblemente.
Un exceso de intervención administrativa puede ser criticable. Sobre todo si hay formas de evitarlo sin merma de la precaución y el cuidado de los valores generales antes referidos. Aunque las intervenciones administrativas previas no rompen el mercado, sí pueden retrasar las iniciativas económicas privadas o incluso disuadir de emprenderlas. Por ello son estimables las políticas legislativas que se dirigen a la reducción o eliminación de dichas intervenciones preventivas, tradicionalmente concentradas en las autorizaciones o licencias, y su sustitución por simples comunicaciones, declaraciones responsables o inscripciones en registros que ponen en conocimiento de los órganos administrativos competentes el inicio de una actividad sin tener que esperar su visto bueno. Esta fue la técnica que generalizó, en su ámbito regulado, la Directiva de Servicios de 12 de diciembre de 2006.
Esta misma acción regulatoria y sus consecuencias puede irse ampliando y aplicando a sectores distintos de los contemplados en la Directiva de Servicios. El legislador lo ponderará. También es posible reducir las intervenciones administrativas previas, aun en los casos en que sean inevitables, modulándolas conforme a criterios de proporcionalidad y subsidiariedad.
Dentro de este marco jurídico general, que estoy recordando, han de enmarcarse las disposiciones de la Ley 20/2013, que podemos ahora examinar de modo más particularizado.
El esquema regulatorio de la Ley se apoya en cuatro ideas fundamentales: primera, la ampliación de los supuestos en que el control administrativo de las actividades privadas de carácter económico no podrá ser preventivo ni podrá apoyarse, por tanto, en autorizaciones o licencias. Segunda, la extensión de la eficacia de los actos administrativos, o de las comunicaciones dirigidas a una concreta autoridad, a todo el territorio nacional, aun en el supuesto de que las decisiones provengan de entidades infraestatales. Tercera, el fomento de la cooperación interadministrativa al servicio del cumplimiento de la Ley. Y cuarta, la introducción de un conjunto de garantías administrativas y jurisdiccionales para combatir la actuación de los poderes públicos que se estime contraria a las libertades de establecimiento o circulación.
Todas estas cuestiones han sido estudiadas con minuciosidad en este libro, pero fijaré brevemente mi opinión sobre cada una de ellas para que el lector, si comparte mi criterio, pueda hacerse una composición de lugar sobre lo que podemos esperar de la nueva ley.
1º) La retirada de las intervenciones administrativas previas sobre la actividad económica de particulares y empresas se considera en la Ley 20/2013 como si fuera una panacea que traerá resultados inverosímiles explicitados en los párrafos de su preámbulo que he reproducido al principio. Frente a ese entusiasmo he de insistir en que las autorizaciones previas no atentan contra la unidad de mercado necesariamente. Pueden condicionar la libre circulación y establecimiento, pero lo hacen por causas legítimas de interés general. Lo que resulta reprobable no es el recurso a la técnica autorizatoria sino la lentitud con que la aplican las administraciones responsables.
Pero si las autorizaciones se imponen legislativamente, de modo proporcionado y por razones justificadas de interés general, poco podrá decirse frente a ellas. Por tanto, resulta del todo improcedente considerar que las autorizaciones administrativas previas son antiguallas ridículas cuando, en verdad, constituyen procedimientos de control del cumplimiento de la legalidad difícilmente sustituibles.
Son, además, inquietantes las leyes nuevas que, como la 20/2013, despojan a las administraciones públicas de instrumentos de control preventivo y nada dicen respecto del régimen y la práctica de las verificaciones sucesivas o inspecciones a posteriori, que seguirán siendo imprescindible para comprobar que la actividad económica privada se adecúa a la legalidad. Si es que creemos que la ley debe ser aplicada, claro está, y que la misión de hacer respetar la legalidad corresponde a las Administraciones públicas.
Se ha convertido en costumbre que estas leyes, que desapoderan a las administraciones de sus potestades de control tradicionales, no se preocupen de regular las alternativas a las mismas, por más que sea imprescindible ya que mientras está muy practicado y debatido el régimen jurídico de las autorizaciones, apenas sabemos nada, y hemos utilizado poco en la práctica las fórmulas de puesta en conocimiento de la administración que han venido a sustituirlas. No sabemos siquiera con seguridad si nuestras administraciones, considerando sus tradiciones y medios, podrán emplearlas eficazmente.
Por último, en cuanto a este punto de la eliminación de las intervenciones previas, me parece constitucionalmente incorrecto que lo disponga con carácter general una ley del Estado. De los títulos constitucionales que invoca la Ley 20/2013 (artículo 149.1.1ª, 6ª, 13ª y 18ª), ninguno es suficiente conforme a la jurisprudencia constitucional que los ha interpretado (no puedo pararme a desmenuzarla, pero remito al volumen III de Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público general -Madrid, Iustel, 2009, donde está estudiada). El más próximo a la cuestión es el consignado en el artículo 149.1.18ª, que permite al Estado establecer las bases del régimen jurídico de las administraciones públicas. Este título justifica que pueda regularse en una ley del Estado el régimen jurídico general de las autorizaciones administrativas, por ejemplo, pero no permite al Estado decidir ni cuándo ha de utilizarse esta técnica, ni imponerla o desecharla totalmente en supuestos en que corresponde a las comunidades autónomas la regulación sustantiva de actividades sometidas a control administrativo. Me parece perfectamente obvia esta conclusión, que puede ilustrarse, como he dicho, con muchos ejemplos jurisprudenciales, que la Ley 20/2013 no ha tenido en cuenta.
Aunque la Comunidad Europea haya acordado, en el ámbito concreto de los servicios, la eliminación ordinaria de las autorizaciones previas, y esta regulación sea vinculante para los estados miembros, carece el Estado español de potestades para hacer lo propio en otros sectores en los que sus competencias son las que establece la Constitución, y son distintas de las que los Tratados confieren a las instituciones comunitarias.
La conclusión es que la eliminación de las intervenciones previas tiene que ser decidida, en los sectores y materias de su competencia, por las propias comunidades autónomas, y no de modo genérico, mediante una ley estatal.
2º) La eficacia nacional de los actos de control administrativo es aún cuestión más delicada y, a mi juicio, peor resuelta que la anterior.
La eficacia extraterritorial de una decisión, adoptada, por ejemplo, por una comunidad autónoma, solo puede organizarse para que su aplicación sea efectiva en el territorio de otra entidad administrativa, sobre la base de su reconocimiento por ésta. El preámbulo de la Ley dice, con poca reflexión, que este efecto extraterritorial es consecuencia de la confianza mutua y supone el reconocimiento implícito de decisiones adoptadas por otras administraciones públicas. ¡Como si bastara la confianza mutua, o el reconocimiento implícito, que el legislador presume, sin ningún fundamento, para dotar de eficacia extraterritorial a una decisión!
Hay otros problemas jurídicos más importantes implicados en esta operación de eliminación de los límites territoriales de la eficacia de las decisiones administrativas. Considérese que dichos límites están consignados en los estatutos de autonomía, y que sus disposiciones no están disponibles para el legislador estatal ordinario. Desde un punto de vista del reparto de competencias, el reconocimiento forzoso de una decisión adoptada por un poder no habilitado en el territorio en el que se pretende extender la eficacia de aquélla, implicaría una renuncia a la propia competencia. Es jurídicamente posible que un ente territorial acepte asumir el contenido de una decisión de un poder público que no es competente en su territorio. Pero, para que sea válida esta decisión y no suponga una renuncia irregular de la propia competencia, tiene que formalizarse mediante una norma o acto que acuerde tener como propia la decisión de la otra entidad administrativa. En tal caso, la entidad administrativa que recibe en su territorio un acto administrativo de procedencia externa no renuncia a su competencia sobre la materia a que el acto se refiere, sino que produce ella misma un acto administrativo que se rellena por remisión a una manifestación de voluntad externa. El acto administrativo se completa mediante esta operación de remisión o reenvío.
Por estas razones, una ley del Estado no puede imponer el reconocimiento mutuo de resoluciones o normas entre entidades públicas territoriales inferiores. Es necesaria la aceptación de las mismas porque, de no ser así, la Ley estaría sustituyendo o imposibilitando el ejercicio de sus atribuciones por las Administraciones competentes.
Además, el automatismo con que se ha regulado el reconocimiento mutuo (basado, insisto, en una confianza mutua o reconocimiento implícito que no han sido manifestados por las entidades afectadas) es por completo impracticable aunque estimáramos adecuadas las previsiones de la ley. Por ejemplo: es posible que, aplicando criterios establecidos en la propia Ley 20/2013, algunas Comunidades autónomas mantengan regímenes de autorización por razones imperiosas de interés general, mientras que otras los hayan suprimido; siempre será necesario acreditar, ante las autoridades de control de destino, los títulos habilitantes de origen, lo que puede permitir la reintroducción de trabas administrativas; habría que determinar las consecuencias de las anulaciones y revocaciones de títulos habilitantes, etc.
3º) El impulso de la cooperación administrativa. La nueva ley estima que la cooperación será decisiva para su aplicación, y de esto no cabe duda alguna. Ha de concretarse especialmente en fomentar una cultura administrativa favorable a los postulados en que la ley se asienta, para que cada una de las comunidades autónomas, y entes locales en su caso, los acojan en su propia legislación. Me parece indiscutible, por ello, el artículo 9 de la Ley, que carga sobre las autoridades competentes la obligación de garantizar que sus disposiciones y actos se acomoden a los principios de no discriminación, cooperación y confianza mutua, necesidad y proporcionalidad de sus actuaciones, eficacia en todo el territorio nacional de las mismas, simplificación de cargas y transparencias.
Todo ello es correcto. Pero se verá que también es la prueba última de lo que vengo sosteniendo: la eficacia de la regulación establecida en la nueva ley solo se alcanzará si la legislación autonómica recoge los principios y reglas en que se inspira. Pero esta legislación autonómica no puede ser sustituida por regulaciones imperativas establecidas en la ley estatal.
4º) y último: Los denominados en la Ley 20/2013 mecanismos de protección de los operadores económicos en el ámbito de la libertad de establecimiento y de la libre circulación, que regula su capítulo VII.
Son de dos clases: administrativos y contenciosos. Y aunque pretenden cierta originalidad, se corresponden con la familia de garantías más tradicionales de nuestro sistema administrativo, compuesto de reclamaciones y recursos en vía administrativa, y de acciones judiciales en vía contencioso-administrativa.
Lo que tiene de particular la regulación de la Ley 20/2013 es, en cuanto a las reclamaciones administrativas, que trata de concentrarlas todas en el Consejo para la Unidad de Mercado para que, desde allí, se distribuyan a los organismos competentes para resolver. Esta peculiar reclamación es alternativa a los recursos administrativos ordinarios, a los que pueden seguirse acogiendo los interesados que decidan prescindir de aquélla.
La vía contencioso administrativa aporta las siguientes novedades: la Ley legitima a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia para interponer recursos contencioso administrativos contra disposiciones de carácter general, actos, actuaciones, inactividades o vías de hecho que considere contrarios a la libertad de establecimiento o a la libre circulación, procedentes de cualquier autoridad competente.
Es un contencioso, por tanto, de legalidad y especializado porque las pretensiones se dirigen a la eliminación de las vulneraciones de la libertad de circulación y establecimiento. Además es un contencioso que puede sustanciarse sin la presencia de los interesados directos, o incluso de los interesados legítimos. La Ley regula esa legitimación particular de la CNMC en su artículo 27; reconoce la acción popular (que parece que ha de ser ejercida a través de la CNMC) en la disposición adicional 5ª, y añade un nuevo capítulo a la Ley reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa creando un nuevo recurso que denomina procedimiento para la garantía de la unidad del mercado, en el que tiene legitimación la CNMC. Los nuevos artículos 127 bis, ter y quáter de la LJCA regulan el procedimiento. No cambia el plazo de dos meses, que es el general para interponer el recurso, pero se reducen los plazos para la remisión del expediente, formulación de la demanda y contestación y celebración, en su caso, de la prueba.
Aunque la parte recurrente es siempre la CNMC, también puede solicitar su intervención como recurrente durante la tramitación del procedimiento (con la especialidad, respecto del procedimiento ordinario, de que esa intervención como parte demandante se puede solicitar aun después de transcurrido el plazo para interponer el recurso) cualquier interesado.
La sentencia, según el artículo 127 ter, apartado 6, estimará el recurso cuando la disposición, la actuación o el acto incurrieran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico que afecte a la libertad de establecimiento o de circulación, incluida la desviación de poder.
La compatibilidad de este contencioso-administrativo especializado con el contencioso-administrativo ordinario, la atribución de la legitimación a la CNMC, la preferencia evidente de la Ley por el nuevo tipo de reclamaciones en perjuicio de las tradicionales, plantea innumerables problemas que están estudiados con el detalle necesario en el comentario correspondiente incluido en este volumen. Pueden plantearse dudas serias sobre la necesidad de estas innovaciones considerando que las vulneraciones de las libertades de establecimiento y circulación afectan a lo dispuesto en el artículo 139.2 de la Constitución, al Derecho Comunitario y a diversas normas de la legislación estatal y autonómica, y podrían ser contrarrestadas utilizando los recursos que ya ponía a disposición de los interesados nuestro ordenamiento jurídico. La Ley termina incurriendo en un exceso de burocratización que, paradójicamente, es lo que trata de combatir al añadir procedimientos nuevos y organismos intervinientes para garantizar derechos y libertades que ya tenían su propio sistema de protección. Habrá que evaluar las ventajas e inconvenientes cuando tengamos más experiencia de la práctica de estos nuevos recursos.
Llegará a ser objeto de sabrosos comentarios la utilización por la Ley de un órgano regulador, como es la CNMC, dotada de prerrogativas de poder público, y por tanto con potestades para dictar actos administrativos ejecutivos y ejecutables forzosamente, para que actúe como modesto recurrente contra acuerdos, actos, inactividades y vías de hecho que, de habérsele habilitado competencias bastantes, podría haber combatido mucho más directa y eficazmente.
La Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado, rebosa de buenas intenciones, que están formuladas casi siempre con muy deficiente técnica. Más aún, maneja instituciones jurídicas esenciales con una falta de criterio digna de la más severa crítica. Ninguna de sus determinaciones podrá llevarse a cabo si las comunidades autónomas, en las materias de su competencia, no las acogen en los términos precisos que he expresado en estas páginas. En este sentido, lo mejor que puede decirse de la Ley 20/2013 es que fija un modelo estimable (en cuanto a su desiderátum de reducir las intervenciones administrativas e incrementar el reconocimiento mutuo de regulaciones) que debería ser traducido a la legislación autonómica.
Y antes de concluir, mi enhorabuena más sincera a la directora y colaboradores de esta obra colectiva, cuyo trabajo exegético va a ser de mucha utilidad para que los propósitos de la Ley puedan ser llevados a buen término. Y sus aplicadores puedan entenderla mejor.
Prólogo a la obra "Comentario a la Ley de Garantía de la Unidad de Mercado", dirigida por María José Alonso
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