Rafael Jiménez Asensio

Instituciones de garantía de la transparencia

 09/06/2017
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En este texto me referiré a algunas regulaciones legales que se ocupan de los órganos de garantía de la transparencia. Una aproximación a un estudio que requeriría una mayor extensión y un tratamiento más detenido. Pero es un primer trabajo comparado, que en sí mismo ya nos desvelará muchas imperfecciones que muestran esas pretendidas instituciones de garantía de la transparencia, que ya proliferan por doquier.[…]

Rafael Jiménez Asensio es Consultor Institucional y Catedrático de Universidad acr. en la Universidad Pompeu Fabra (www.rafaeljimenezasensio.com).

El artículo se publicó en el número 68 de la revista El Cronista (Iustel, abril 2017)

“Si la imparcialidad es una cualidad y no un estatus, no puede ser instituida por un procedimiento simple (como la elección) o por reglas fijas (como las que rigen la independencia). Se la debe construir y validar permanentemente. La legitimidad por la imparcialidad debe ser, pues, incesantemente conquistada” (Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática, Paidós, 2010, p. 138)

En este texto (*) me referiré a algunas regulaciones legales que se ocupan de los órganos de garantía de la transparencia. Una aproximación a un estudio que requeriría una mayor extensión y un tratamiento más detenido. Pero es un primer trabajo comparado, que en sí mismo ya nos desvelará muchas imperfecciones que muestran esas pretendidas instituciones de garantía de la transparencia, que ya proliferan por doquier.

No obstante, este breve análisis “comparado” (o de benchmarking “interno”) solo se ocupa de la situación existente en España, dada la proliferación de marcos normativos reguladores del fenómeno de la transparencia. También se trata de la configuración generalizada de órganos de resolución de reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública a los que, en algunos casos, se les anuda el ejercicio complementario de determinadas funciones ligadas con la transparencia en un sentido más amplio.

No pretendo, por tanto, llevar a cabo en estas páginas ningún análisis de todos y cada uno de los marcos normativos ni de los modelos institucionales que en las diferentes instancias políticas (Estado; Comunidades Autónomas o, incluso, Diputaciones Forales o entes locales) se han puesto en marcha en materia de transparencia. Lo cierto es que, a día de hoy, aunque el mapa normativo no está aún completo, se han multiplicado –como recordaron en su día en algunos comentarios Miguel Ángel Blanes y Concepción Campos Acuña- los marcos reguladores de la transparencia en los diferentes ámbitos territoriales. Se ha pasado, por tanto, de no tener ley reguladora en materia de transparencia, a una auténtica inflación de disposiciones reguladoras sobre tal cuestión.

En efecto, de una absoluta anomia normativa anterior, en poco más de tres años disponemos de un amplio (y todavía incompleto) abanico de normas que nos deja entrever lo que se ha calificado como “moda de la transparencia”(1). Es verdad que ese desarrollo normativo ha venido estimulado por la aprobación y plena efectividad de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, que atendiendo a su carácter y estructura exigía un despliegue normativo ulterior por parte de los diferentes niveles de gobierno.

Esta Ley es, en efecto, la norma básica en la materia, y está articulada como una suerte de estándar mínimo de transparencia de obligado cumplimiento para las administraciones públicas, entidades vinculadas y dependientes de estas, contratistas y concesionarios, entidades receptoras de ayudas y subvenciones (a partir de determinadas cantidades o porcentajes), partidos políticos, sindicatos y asociaciones de empresarios, en cuanto instancias receptoras, asimismo, de dinero público(2).

Es cierto que, dado el retraso que se imprimió a la elaboración y aprobación definitiva de la ley estatal, algunas Comunidades Autónomas se adelantaron en la aprobación de marcos reguladores de la transparencia. Estas primeras experiencias normativas (al menos, algunas de ellas) encajan con dificultades obvias en el modelo matriz diseñado por el legislador básico(3). Pero fue a partir de la publicación de la ley estatal y del período de gracia que se abrió con el aplazamiento de la efectividad de las obligaciones de transparencia que en aquella se recogían (a dos años como máximo desde la publicación de la citada ley(4)), cuando la proliferación de las leyes autonómicas sobre la materia comenzó a hacerse una realidad.

No es menos cierto que todavía algunas Comunidades Autónomas no han procedido a aprobar sus respectivas leyes de transparencia, pero son casos aislados. La generalidad de los territorios autonómicos dispone de marcos normativos de carácter legal que regulan la transparencia y, asimismo, prevén sistemas institucionales de garantía, en los términos que seguidamente se exponen.

Para llevar a cabo un análisis de estas cuestiones, tratadas por lo demás en otros muchos trabajos dedicados a la transparencia desde diferentes enfoques, encuadraré el estudio de tal materia en tres grandes bloques:

En primer lugar, dedicaré unas concisas reflexiones generales al marco normativo estatal de la transparencia, que servirán para situar después a los diferentes modelos autonómicos.

En segundo plano, me ocuparé de describir, también en grandes líneas, cuáles son los rasgos definitorios de las regulaciones autonómicas sobre esta materia.

Y, en tercer lugar, centraré el análisis en el modelo institucional de garantías en materia de transparencia que se alumbra en cada marco normativo, donde las situaciones son muy variopintas y nos dan como resultado un sistema institucional de geometría variable de lo que es la garantía de la transparencia en el Estado español.

RASGOS GENERALES DE LA LEY BÁSICA DE TRANSPARENCIA

Sobre la Ley 19/2013, ya he ido desgranando algún comentario y ciertas críticas a lo largo de este estudio. Ese marco legal venía a cubrir un vacío para el cual –dada la enorme tardanza en su aprobación- no había justificación objetiva alguna. Y tal vacío no es culpa de ningún gobierno en concreto, más bien de todos; así como de la generalidad de unas fuerzas políticas poco o nada sensibles frente a este fenómeno. Algunas leyes autonómicas se anticiparon al cuadro normativo básico, pero con más voluntad que acierto. Sin duda la ley estatal fue tardía, probablemente poco ambiciosa; y, además, plantea algunas dudas efectivas sobre su aplicabilidad. Su objeto es ampliamente conocido: la transparencia de la actividad pública; el derecho de acceso a la información pública; así como las obligaciones de buen gobierno. La confusión conceptual de planos y de jerarquía de objetos ya ha sido tratada, así como el evanescente y hasta cierto punto superfluo título II de buen gobierno, que ha empañado o contaminado asimismo algunas regulaciones de las Comunidades Autónomas(5).

En todo caso, su ámbito de aplicación era amplio y razonable. Realmente, es una ley de transparencia de las Administraciones Públicas y de las entidades de su sector público; por lo que su radio de acción particular se extiende principalmente al Ejecutivo, aunque también se despliegue sobre la actividad administrativa de determinados órganos constitucionales o de autoridades independientes. En este punto no plantea especiales problemas (aunque algunos sí que se suscitan), pero más cuestiones polémicas se pueden generar en lo que afecta a la escueta e imprecisa regulación de “otros sujetos obligados” en materia de publicidad activa, donde se extienden (con poca o ninguna precisión) las obligaciones de transparencia a entidades y empresas privadas siempre que sean receptoras de fondos públicos a partir de una determinada cuantía o porcentaje. También –aunque sin ningún sistema de seguimiento efectivo- extiende las obligaciones de publicidad activa a los partidos políticos, sindicatos y asociaciones de empresarios. Estas últimas obligaciones de transparencia-publicidad activa son, en cualquier caso, obligaciones de naturaleza instrumental que deben ser entendidas en su recto alcance; puesto que la Ley tiene por objeto “la transparencia de la actividad pública” y sus destinatarios objetivos primarios son las administraciones públicas y entidades dependientes o vinculadas. No obstante, se les somete a ese elenco de obligaciones de publicidad activa. El problema es, en efecto, cómo controlar su cumplimiento y por quién.

No cabe eludir las conexiones entre recepción de fondos públicos y los casos de corrupción; pero podría haber sido más explícito el legislador al regular estas materias. Las lagunas en esa regulación son obvias, tanto en lo que concierne a entidades privadas como por lo que respecta a la transparencia de los partidos, sindicatos y asociaciones de empresarios; puesto que, por un lado, en muchos casos no se sabe hasta dónde alcanzan realmente tales obligaciones de transparencia; y, por otro, bueno sería haber atribuido algún tipo de mecanismo efectivo de seguimiento, fiscalización y control (y, en su defecto, si se diera el caso, sancionador), facultando el ejercicio de tales atribuciones al órgano de garantía de la transparencia (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno o institución propia de las comunidades autónomas).

La Ley básica establece un estándar mínimo de obligaciones de transparencia, que se puede ver superado, en su caso, por las regulaciones autonómicas que al respecto se hayan aprobado en su desarrollo. Ese estándar mínimo opera particularmente en lo que a publicidad activa respecta, pero no solo. Es, como se verá, lo que han hecho las diferentes leyes autonómicas. Todas, sin excepción, han multiplicado, en efecto, alegremente las exigencias de publicidad activa, para demostrar (al menos formalmente) que sus administraciones públicas o entidades de su sector público eran más transparentes que las demás. La carrera de la transparencia ha sido enloquecida, pero solo en cuanto a sus manifestaciones formales. Habrá que hacer con el tiempo un sereno balance de las consecuencias efectivas de esa multiplicación a veces desordenada de (auto) obligaciones de publicidad activa; esto es, ¿cómo se están cumpliendo?, ¿con qué intensidad?, ¿con qué calidad? Y sobre todo ¿con qué efectos o consecuencias?

En cualquier caso, ese estándar mínimo es de obligado cumplimiento a partir de la plena aplicabilidad o efectividad de la Ley; es decir, desde el 10 de diciembre de 2014 para la Administración General del Estado, entes de su sector público y órganos constitucionales. Y a partir del 10 de diciembre de 2015 para Comunidades Autónomas y entes locales, así como para las entidades de su sector público u órganos estatutarios.

Dicho de otro modo, si no hay ley autonómica se aplica la ley estatal; si hay antinomia entre ley autonómica y ley estatal se aplica esta última, así como en el caso de anomia de la ley autonómica en una materia y regulación de esta en la ley estatal; mientras que la preferencia aplicativa de la ley autonómica es clara cuando añade un plus de transparencia como obligación efectiva (acortar plazos o incrementar el estándar de garantías). También se han producido algunos casos en que, existiendo ley autonómica, al menos temporalmente se sigue aplicando la ley estatal. Son aquellos casos en que las disposiciones temporales de aplicabilidad efectiva de aquella se han diferido en el tiempo. Es algo más común de lo que se piensa. No obstante, la complejidad de los problemas aplicativos puede ser notable; aunque nadie parece rasgarse las vestiduras por tales incumplimientos, que están ayunos, por lo común, de sanciones efectivas o de cualquier tipo de consecuencias efectivas. La retórica de la transparencia envuelve cualquier discurso y, paradójicamente, oculta la realidad.

Los principios de publicidad activa y las obligaciones de ese carácter son, por tanto, aplicables a todas las entidades recogidas en el ámbito de aplicación de la Ley, tanto directa como indirectamente. Ciertamente, la definición que lleva a cabo el legislador de esas obligaciones de publicidad activa está pensada en clave de la Administración General del Estado (o, incluso, de las comunidades autónomas), pero su adaptación a otro tipo de entidades o instituciones, plantea más problemas. Eso ocurre, especialmente, con el ámbito local de gobierno; pero se puede trasladar a otras instituciones públicas que no tienen el carácter de administraciones públicas. También a las asociaciones de municipios. Más grave, como decía, es la traslación a las entidades privadas, cuya lógica de funcionamiento dista mucho de asimilarse a la del sector público. Pero, sobre esto, nada más cabe añadir a lo ya expuesto en páginas precedentes.

Por su parte, el derecho de acceso a la información pública es regulado en su régimen jurídico por el legislador básico (lo que no ha impedido diferenciaciones notables en el plano de las regulaciones autonómicas). No es momento de analizar el régimen jurídico de este derecho de acceso a la información pública ni el procedimiento administrativo que lo sustenta, tarea que ya ha sido hecha por numerosos trabajos que se han ocupado de esta materia(6). En líneas generales, se puede afirmar que en este punto la regulación básica es razonable, dado que establece una configuración amplia del derecho, una activación del mismo sin especiales exigencias formales (aunque su efectividad depende, en algunos casos, de cómo se articule la solicitud por medios electrónicos), con unas causas de inadmisión tasadas (algunas ciertamente amplias, pero que se deberán interpretar restrictivamente), unos límites materiales también previamente tasados (e igualmente de alcance excepcional en su invocación) y un complejo sistema de ponderación cuando la información solicitada contenga datos personales; quizás esta última regulación (“inspirada” directamente por un Informe de la Agencia Española de Protección de Datos) sea uno de los puntos más críticos y de más complejo deslinde de la regulación propuesta. Las tensiones entre ambos derechos (protección de datos personales y acceso a la información pública) es, sin duda, uno de los campos de fricción de esa normativa; pues el segundo (acceso a la información pública) llega cuando el primero (protección de datos personales) ya acreditaba un amplio recorrido de garantía trazado por la AEPD y las agencias homólogas de algunas Comunidades Autónomas. Tal vez en el primero (protección de datos) se fue muy lejos y eso puede cortocircuitar o limitar la expansión del segundo (acceso a la información pública). Pero, a pesar de los ímprobos esfuerzos de unas agencias de protección de datos no ayunas de cierto fundamentalismo en la materia, por muchos empeños que se pongan la época de la protección de datos está seriamente amenazada por el Big Data.

En la ley básica estatal, la tipificación de una genérica infracción de incumplimiento reiterado de la publicidad activa se considera como falta grave, pero sin sanción alguna que avale tal infracción. No deja de ser sorprendente que el título II de la Ley 19/2013 recoja un amplio elenco de disposiciones sancionadoras y ninguna de ellas se refiera, paradójicamente, al objeto principal del texto legal: la transparencia(7). En cuanto al órgano de garantía (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno) me remito a lo que se dirá en su momento; pero basta con indicar que su competencia dudosamente alcanza (salvo convenio al efecto en el caso de las comunidades autónomas) a las reclamaciones que se planteen frente a otras instituciones estatales que no sean la Administración General del Estado (o las entidades de su sector público).

La Ley básica estatal no desarrolla, sin embargo, otras dimensiones de la transparencia que han sido puestas de relieve en las páginas precedentes de este estudio. Algo incidentalmente trata de la reutilización de datos (pero nada propiamente del Open Data), tampoco nada incluye en relación con la transparencia colaborativa y sus conexiones con la participación ciudadana (a través de los portales de transparencia o páginas Web). La transparencia intra-organizativa es absolutamente ignorada, no incluyendo siquiera el fomento o promoción de programas formativos, ni de las relaciones estrechas de la transparencia –salvo alguna referencia incidental- con la administración electrónica (solo cuando trata del principio de interoperabilidad o las referencias tangenciales a las solicitudes electrónicas del derecho de acceso a la información pública). Y, en fin, la ley estatal no afronta el importante problema de los grupos de interés (lobbies) y sus inevitables conexiones con la transparencia, aspectos que Transparencia Internacional España y la propia doctrina académica –como se ha visto- han puesto de relieve. Todas estas lagunas, y algunas más, se deberían subsanar en una futura y necesaria revisión del marco regulador básico de la transparencia.

LÍNEAS GENERALES DE LAS REGULACIONES AUTONÓMICAS SOBRE LA TRANSPARENCIA

La legislación autonómica en materia de transparencia es, cuando menos, variopinta. Cabía presumir que se produciría un mínimo de homogeneidad, partiendo de que la legislación básica ya establecía una estructura normativa de la materia, pero tal enfoque homogéneo no se ha producido. En primer lugar, porque la ley estatal se equivocó radicalmente al incluir el “pegote” del buen gobierno con la regulación de la transparencia; lo que ha conllevado a que muchas comunidades autónomas con criterios razonables hayan huido de ese impreciso e incoherente modelo estatal. En segundo lugar, debido a que el tratamiento conceptual sobre la transparencia no ha sido (ni sigue siendo) muy preciso. En unos casos, los menos, se vincula con la Gobernanza, en otros con el buen gobierno y los hay que con el gobierno abierto. Hay leyes autonómicas que solo regulan la transparencia (las menos)(8), si bien esa opción a mi juicio es la más apropiada; salvo que se quiera insertar la transparencia en una regulación general y omnicomprensiva de la Buena Gobernanza. Pero lo normal es que, sin embargo, las diferentes leyes autonómicas inserten esa normativa de transparencia dentro de un enunciado más genérico en el que incorporan a veces el buen gobierno (siguiendo nominalmente el modelo estatal)(9), otras la participación ciudadana (como algo estrechamente relacionado con la transparencia)(10) y en otros casos siguen a pies juntillas el enunciado de la ley básica estatal, diferenciando entre transparencia y derecho de acceso a la información pública (algo que conceptualmente no debería hacerse) y sumando el discutido concepto de buen gobierno; aunque, como se ha visto, el alcance que se le da a esta última noción es cualquier cosa menos uniforme, lo que es una manifestación viva de la confusión conceptual latente que inunda todo este marco normativo. De todo hay, como en botica.

También hay un caso en el que se aúna en el enunciado normativo transparencia y protección de datos, como es el caso de la ley andaluza(11), que basa tal suma -conforme recoge la exposición de motivos- en la pretendida “interconexión entre ambas materias”. No obstante, esa suma de dos ángulos distintos que tratan, por un lado, de la protección de datos personales (dimensión protectora o garantista) y, por otro, de un conjunto de herramientas (también de un derecho como es el de acceso a la información pública) de participación y de control del poder o de la actuación de la actividad pública como es la transparencia, puede ofrecer algunos puntos de interés siempre y cuando la transparencia no termine siendo trasladada a una posición vicarial por la fortaleza intrínseca del derecho fundamental a la protección de datos. De hecho, en el caso citado, la asunción plena de las atribuciones en materia de protección de datos no se ha producido aún(12). En todo caso, puede ser recomendable sumar la protección de datos a un órgano o institución de garantía de la transparencia ya existente, pero tengo muchas más dudas de que ese proceso sea operativo (y refuerce la transparencia) cuando se produce en sentido inverso: esto es, cuando a una autoridad independiente en materia de protección de datos ya existente se le suman las competencias de transparencia, ya que estas quedarán afectadas por la competencia principalmente ejercida (en términos además muy exigentes y en algunos casos poco proporcionados) en materia de protección de datos. La transparencia en este caso podría quedar devorada por la protección de datos y ser, así, prácticamente anulada o parcialmente desactivada.

Lo que sí se advierte, salvo algún caso singular como el citado, es que el objeto de regulación central de tales leyes es la transparencia, mientras que el resto de denominaciones (sea el buen gobierno o la participación ciudadana) se transforman en algo adjetivo o vicarial. Sin duda, ello viene alimentado por la apuesta que implica la transparencia como pretendida herramienta regeneradora de una política que hacía aguas (en lo que a corrupción respecta) por doquier. Se olvida, sin embargo, que la transparencia es un medio o instrumento. Nada más. Probablemente también nada menos. Pero su sustantividad material si se confronta con la ética pública o con la integridad institucional, es inexistente; o cuando menos muy escasa; resulta ser un complemento de esta. Más conexiones tiene, como se ha visto, con la participación ciudadana (otro medio o vehículo vinculado con la toma de decisiones o con los procedimientos de elaboración de normas). También pueden establecerse vínculos razonables –tal como se ha dicho- con la rendición de cuentas, que debería ser la finalidad de la transparencia: apoderar a la ciudadanía para que pueda ejercer ese control democrático de naturaleza horizontal (o “vertical ascendente”) sobre el poder político; mejor dicho, de la actuación de las administraciones públicas. Pero este problema excede con mucho del modesto objetivo de estas páginas.

La multiplicación de regulaciones normativas sobre la transparencia introduce un notable factor de confusión en esta materia, aunque es un tributo inevitable de la forma territorial del Estado. Es normal que las leyes autonómicas definan su ámbito de aplicación y extiendan el mismo a las entidades locales. Los problemas pueden surgir en aquellos casos en que, en función de los recursos públicos recibidos (ayudas o subvenciones) por parte de las entidades autonómicas y locales, se extiende (como se ha visto con notable imprecisión) la aplicación de las obligaciones de publicidad activa a entidades privadas. Obviamente, tales entidades solo se verán obligadas a cumplir esas exigencias de publicidad activa (por lo demás, también indeterminadas) cuando sean receptoras de fondos provenientes de entidades públicas del territorio respectivo (o, en su defecto, en los términos regulados en la legislación estatal básica). Pero nadie ha previsto los supuestos de percepción múltiple de ayudas o subvenciones procedentes de diferentes administraciones públicas, que superan en su conjunto las cuantías y porcentajes establecidos en la ley básica. Tampoco nada se ha previsto, salvo excepciones puntuales, sobre su seguimiento y control, especialmente (aunque no solo) en aquellos casos en que esa recepción de fondos tiene procedencia pública múltiple y supera las cuantías o porcentajes establecidos por la legislación básica. Igualmente, parece querer tratarse igual a aquellas ayudas o subvenciones cuyos receptores son entidades privadas (por ejemplo, asociaciones culturales o deportivas o de otro carácter) con las que puedan percibir en concepto de ayudas las empresas privadas. Probablemente habría que diferenciar esos planos y actuar con criterios de proporcionalidad, así como finalistas, cuando de extender las obligaciones de transparencia establecidas para el sector público al sector privado se trata. Otro tanto puede Los escasos estudios doctrinales que se han elaborado sobre estas materias, aun aportando algo de luz en algunas cuestiones, siguen dejando en la sombra innumerables puntos o aspectos críticos, que afectan directamente a la actividad empresarial o asociativa, en su caso(13).

La redefinición del ámbito de aplicación de la Ley en términos distintos a los establecidos en la legislación básica es una opción por la que se han inclinado algunas Comunidades Autónomas (véase, por ejemplo, el caso de la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de Cataluña). Esa operación puede ser discutible en algunos casos, sobre todo en aquellos en que la conexión finalista de la Ley (transparencia de la actividad pública) y el ámbito de aplicación no están perfectamente articulados; pero se parte de la vis atractiva que tiene la prestación de un servicio público (o, en algún caso, servicios de interés general), así como de la procedencia de los recursos públicos, para vincular estrechamente (o pretender hacerlo) a entidades o empresas de naturaleza privada en el cumplimiento de obligaciones de publicidad activa. Algo que también se debe diferenciar de la obligación de proveer información por parte de contratistas y concesionarios de servicios públicos. Son dos dimensiones diferentes del problema. Falta una reflexión en profundidad sobre este tema, pues hay demasiadas cuestiones que se dan por definitivas, cuando los problemas que se pueden plantear (también desde un punto de vista conceptual) no son menores. Es verdad que la recepción de ayudas o subvenciones por entidades privadas, empresas, partidos, sindicatos o asociaciones de empresarios, se justifican de forma finalista en el uso (o mal uso) que se puede hacer de tales fondos públicos con la finalidad de evitar que aniden prácticas de corrupción. Pero no lo es menos que, tal como vengo insistiendo, las leyes deberían ser más precisas sobre cuáles son realmente las obligaciones de transparencia (o de suministro de información pública) que deben proveer tales entidades, cuál ha de ser el sistema de seguimiento y control (así como por quiénes se ha de ejercer) y, en definitiva, qué consecuencias se derivarán de tales incumplimientos. Una reforma legal debería aclarar muchas de estas cuestiones, aunque algunas leyes autonómicas –como decíamos- se adentran en determinados aspectos regulatorios de esta cuestión, pero que ahora no pueden analizarse.

Sin embargo, no plantea inicialmente muchos problemas conceptuales la mayor densificación de obligaciones de publicidad activa de la que han hecho gala la práctica totalidad de las leyes autonómicas aprobadas hasta la fecha. Muy libres son los Parlamentos autonómicos de multiplicar por diez las obligaciones de transparencia que deben cumplir las administraciones y entidades de su sector público, así como aquellas otras instituciones y entidades a las que extiendan su ámbito de aplicación. Pero en todo ello hay una falsa opción, puesto que se han aprobado muchas de estas leyes para inmediatamente incumplirlas o cumplirlas a medias. Se publicita una “transparencia diez” como objeto de la Ley y se cumple menos de la mitad, en no pocos casos. Ello se observa con particular crudeza en la extensión de las obligaciones de transparencia contenidas en las leyes autonómicas a las entidades locales, no diferenciando ni tamaño ni capacidad de gestión ni si disponen o no de recursos efectivos para cumplir tales exigencias. Solo la Ley vasca de instituciones locales y de forma más incisiva aun la ley valenciana (aunque no distingue por tamaño de municipios), han llevado a cabo un ejercicio de realismo en este sentido(14). Los legisladores autonómicos han incurrido en el mismo vicio del legislador estatal: solo han pensado en su propia Administración Pública y en su sector público cuando han regulado tales normas de transparencia. Del nivel local de gobierno ni se han acordado. Tampoco han pensado en la presencia de la sensibilidad local cuando de la provisión de los miembros de esos órganos de garantía se trata; menos aún de las entidades privadas o de las empresas receptoras de ayudas o subvenciones. Pretenden aplicar uniformemente unos altos estándares de transparencia cuando ello es prácticamente imposible o, al menos, tales exigencias se pueden transformar en una primera (y probablemente larga) etapa como un mero brindis al sol.

Sobre el derecho de acceso a la información pública cabía presumir que los legisladores autonómicos en nada modificarían el régimen jurídico básico estatal, salvo algunas cuestiones relativas a temas procedimentales o aspectos complementarios. No ha sido así. Hay regulaciones que recogen alteraciones sustantivas de la regulación básica, tales como el carácter del silencio administrativo, que es negativo en la legislación básica y en algunos casos se estima como positivo (con los innegables problemas que ello puede comportar)(15). En otros supuestos se han redefinido las causas de inadmisión, los límites materiales del ejercicio del derecho de acceso a la información pública o, incluso, algunos de los elementos de ponderación cuando se pueda producir una colisión potencial entre el derecho de acceso a la información pública y la protección de datos personales. Habrá que estar a lo que decidan en su día los tribunales de justicia, pues ninguna de estas leyes de transparencia ha sido objeto de recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (sin perjuicio de que se pueda elevar, puntualmente, alguna cuestión de inconstitucionalidad; o que se llegue a plantear, en su caso, un recurso de amparo en relación con una hipotética vulneración del derecho a la protección de datos personales).

En lo que afecta a la inserción en las leyes autonómicas de otras dimensiones de la transparencia, se dan casos en que tales regulaciones han sido más completas que la estatal a la hora de establecer vínculos o conexiones con otros ámbitos propios de la Buena Gobernanza. Ya hemos visto cómo algunas leyes se enuncian de manera plural, combinando la transparencia con la participación ciudadana, el buen gobierno o el gobierno abierto. Hay alguna ley, como la catalana, que va más lejos, a pesar del enunciado de la misma que es muy convencional (o, si se prefiere, que reproduce el enunciado de la regulación estatal).

En efecto, en la ley catalana –pero no solo en esta- se lleva a cabo una regulación (diferenciada y equívoca) entre transparencia y derecho de acceso a la información pública, si bien es la primera normativa que en el ámbito del Estado regula los grupos de interés en el marco de una política de transparencia, lo que es un considerable paso adelante. Iniciativa a la que se han sumado otras comunidades autónomas, la más reciente es la Ley de Castilla la Mancha. También parte la regulación catalana de una noción de buen gobierno más precisa y acertada que la existente en la regulación estatal (donde incluye la obligación de elaborar códigos de conducta, cartas de servicio e incorpora el principio de mejor regulación) y prevé asimismo algunos principios relacionados con el gobierno abierto (especialmente, en materia de participación ciudadana).

Hay algo más de insistencia en la legislación autonómica (desigual, como es obvio) en los temas de apertura de datos y de reutilización de los mismos. Este aspecto cabe considerarlo como una suerte de dimensión de la transparencia, aunque con singularidad propia. La apertura de datos no pasa de ser, en estos momentos, más que un mero principio rector. Tampoco se prevén obligaciones específicas y garantías al respecto.

La medida de fomento e impuso de la transparencia, como una suerte de dimensión intra-organizativa, se prevén asimismo en algunas leyes autonómicas(16). Particularmente incisiva en este punto es la regulación andaluza, aunque la ley catalana prevé algunas herramientas de este carácter. Pero esta importante dimensión de la transparencia (que conlleva un cambio cultural organizativo) sigue estando prácticamente ausente en las leyes o en las disposiciones normativas de desarrollo de estas. Habrá que esperar la implantación efectiva de la Administración electrónica para que emerja con fuerza la que tal vez será la dimensión dominante en los próximos años si se quiere caminar hacia una transparencia efectiva, en los términos antes enunciados.

MODELOS INSTITUCIONALES DE ÓRGANOS DE GARANTÍA DE LA TRANSPARENCIA

Introducción

Desde los primeros momentos, los diferentes trabajos que se han ocupado de la transparencia han hecho hincapié en la necesidad de garantizar la efectividad de la transparencia en el sector público por medio de la conformación de instituciones u órganos independientes del poder político y, más concretamente, de la Administración Pública. Los diferentes estudios de los profesores Manuel Villoria o Emilio Guichot, por solo traer a colación dos ejemplos representativos, han insistido una y otra vez en esta característica. La aplicabilidad efectiva de la transparencia requiere una correcta articulación de órganos o instituciones de garantía; es decir, que estén imbuidos por los principios de independencia, imparcialidad y especialización. Sobre ello insistiré después.

Sin embargo, los problemas comienzan a multiplicarse cuando se trata de perfilar en una ley concreta cuáles son los rasgos caracterizadores de esa autonomía funcional o (mejor dicho) la independencia que cabe predicar de tan importantes piezas institucionales de garantía de la transparencia.

En realidad, son tres las cuestiones básicas a las que esos marcos normativos reguladores de la transparencia deben dar respuesta en este caso: a) ¿Qué estructura adoptan tales instituciones u órganos?; b) ¿Cómo se componen y de qué forma se eligen sus miembros?, y c) ¿Qué funciones o atribuciones tienen asignadas?

La estructura tiene que ver con la naturaleza del órgano o de la institución, no tanto en su denominación formal (órgano o autoridad dotada de independencia o autonomía funcional) como en su sentido material (¿realmente se configura como una autoridad u órgano dotado de esa independencia que se predica?: algo a lo que no se puede dar respuesta cabal, sino tras conocer el resto de respuestas a las cuestiones básicas planteadas). Pero la estructura también tiene que ver –aspecto de indudable importancia- con el modo de organización interna que tiene esa institución u órgano: ¿se articula en torno a un órgano unipersonal o colegiado?; ¿dispone de estructuras diferenciadas con competencias distintas según los casos?; ¿hay presencia, directa o indirecta, de los partidos políticos, grupos parlamentarios o del gobierno en la composición de tales órganos?

La variable de la composición nos conduce a los procedimientos (algo ligado con la garantía de independencia e imparcialidad) y exigencias (cuestión vinculada con la especialización) requeridos para el nombramiento de los miembros de estos órganos o instituciones de garantía: ¿quién los nombra y a través de qué procedimiento?; ¿el nombramiento es por el Parlamento o por el Ejecutivo?; ¿de quién proceden las propuestas de nombramiento?; ¿con qué mayorías, en el caso de que la elección sea parlamentaria?; ¿qué exigencias o competencias se requieren de la persona o personas para su designación o nombramiento?; ¿rinden cuentas ante las instituciones que promovieron su elección o nombramiento? Sin duda, las respuestas que se den a estas preguntas marcarán decididamente el carácter o naturaleza del órgano o institución de garantía en torno a su independencia.

Y, en fin, el análisis de las atribuciones o funciones del órgano o institución de garantía es también muy relevante para conocer su papel institucional efectivo. Pues un primer problema surge en torno a si el ámbito funcional de la institución es monotemático o de “monocultivo” (esto es, se ocupa solo de la resolución de las reclamaciones en materia de derecho de acceso a la información pública; que es la única exigencia legal de la norma básica) o de carácter multifuncional, abarcando también a todos los aspectos relacionados con la transparencia. Las preguntas aquí también son muchas: ¿el órgano de garantía que resuelve las reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública se conforma con un carácter “integral” que abarca todas las cuestiones relacionadas, directa o indirectamente, con la transparencia?; ¿es recomendable diseccionar órganos de garantía que atiendan solo las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública e instituciones u órganos que promuevan el resto de los aspectos de la transparencia?; ¿debe la política de transparencia encomendarse a los órganos ejecutivos y circunscribir solo la supervisión, vigilancia y control a los órganos e instituciones de garantía?

Al no pretender realizar un estudio monográfico sobre la cuestión, seré muy escueto en el planteamiento y desenlace, lo que obviamente me hará perder los innumerables matices que un tema de esta naturaleza presenta. Pero, en este caso, prefiero la brevedad (con los sacrificios que comporta) a realizar ahora un estudio comparativo de cierta exhaustividad, que dejo para mejor momento. Me interesa, por tanto, definir cuáles son las líneas de tendencia que se están abriendo en esta importante materia, no tanto los detalles.

Veamos, por tanto, qué soluciones ha dado el legislador, tanto estatal como autonómico, a las cuestiones enunciadas.

El modelo estatal de CTBG

No se pretende llevar a cabo en estos momentos ningún análisis exhaustivo de tal institución, que por lo demás es una tarea que ya ha sido hecha por algunos estudios académicos(17). La idea de estas líneas es simplemente dibujar las notas características de esta institución u órgano de garantía de la transparencia, tal como aparece diseñado por la Ley 19/2013, con la finalidad después de poder contrastar ese modelo institucional con los que han ido apareciendo en el ámbito autonómico.

En primer lugar, cabe afirmar que la Ley 19/2013 dedica el título III a la regulación del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. En estos momentos, tras la derogación de la Ley 6/1997 de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado por la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público, esa institución se encuadraría dentro de la tipología de entidades del sector público institucional denominadas como autoridades independientes. Y se trata de comprobar si esa pretendida independencia se cumple, para después valorar si la imparcialidad y la especialización, también se acreditan.

Sus fines están perfectamente descritos en el artículo 34 de la Ley 19/2013, desplegando su actividad en una serie de ámbitos que tienden, en principio, a calificar a la institución de garantía con un ámbito funcional integral en materia de transparencia, puesto que despliega sus tareas sobre los siguientes campos: a) promover la transparencia de la actividad pública; b) velar por el cumplimiento de las obligaciones de publicidad activa; c) salvaguardar el ejercicio del derecho de acceso a la información pública; y d) garantizar la observancia de las disposiciones de buen gobierno. No obstante, en este último terreno, a tenor de la indefinición de la Ley, el despliegue de sus atribuciones se puede considerar como residual, cuando no meramente decorativo. Convendría saber si esa competencia de “instar procedimientos sancionadores” se ha ejercido en algún caso. Todo apunta a que no. Y más todavía, no creo que nadie la haya promovido ni el Consejo haya adoptado impulso alguno en esa materia. Lo mejor que se podría hacer con ese título II de la Ley 19/2013, es derogarlo.

El legislador ha optado por un modelo institucional (u órgano “complejo”) conformado a su vez por dos órganos, uno que es dominante (la Presidencia), con carácter unipersonal, y otro colegiado (la Comisión de Transparencia), con funciones más adjetivas, pero con presencia de actores políticos en su seno (un diputado un y senador). Este último aspecto tendrá una pésima influencia para los modelos autonómicos que se configuren. Como bien puntualizan Orduña Prada y Sánchez Saudinós, la Comisión es “un órgano de composición mixta y de carácter consultivo”. El órgano dominante de la institución es la Presidencia.

La Presidencia dispone de una independencia funcional, que se ve avalada por el sistema de nombramiento y por el (relativo) blindaje frente a ceses marcados por la discrecionalidad (aun así el cese puede ser activado por el Ministerio que propuso a la persona en casos de incumplimiento grave de sus obligaciones). Este órgano unipersonal no recibe instrucciones de ninguna otra instancia, como predica el propio Estatuto del Consejo de Transparencia. Y sus funciones, como se decía anteriormente, son las más importantes de la institución, siendo residuales o adjetivas las atribuidas a la Comisión.

Lo más relevante de esta institución, con la finalidad de salvaguardar la independencia de la institución, es el sistema de nombramiento de la persona titular de la presidencia. El nombramiento se formaliza por Real Decreto. A tal efecto, la propuesta de nombramiento (lo cual empaña inicialmente la independencia del órgano) procede del (actualmente denominado) titular del Ministerio de Hacienda y Función Pública, si bien debe ser avalada por la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión competente del Congreso de los Diputados en una comparecencia previa planteada al efecto. Tal como se ha dicho, en el proceso de designación de la persona que ejercerá la presidencia de la institución, hay una “intensa y extensa intervención del poder ejecutivo”(18).

Las comparecencias parlamentarias para la provisión de esos cargos son meramente anecdóticas, pues por lo común (al menos hasta la fecha) se convierten en meros actos de aclamación de los candidatos propuestos. Eso se agrava, como fue el caso, cuando la persona propuesta lo es por un Gobierno con mayoría absoluta. No obstante, en la actuación concreta de la institución, dada la relativa independencia que da el ser una autoridad independiente, puede la persona titular de la institución distanciarse en el ejercicio de sus funciones (mediante una actuación imparcial) de quiénes promovieron su nombramiento. Lo que, dicho sea de paso, es lo que está ocurriendo en este primer mandato del Consejo. Algo que dignifica la institución. Por definición, quien ejercer este tipo de funciones de garantía de la transparencia no puede ser “amigo del poder”.

En cuanto a los requisitos o exigencias para el nombramiento de la persona, solo se exige (criterios francamente endebles, de los que tomarán buena nota los legisladores autonómicos). Así solo se requiere que la persona propuesta tenga “reconocido prestigio y competencia profesional”. Nada nuevo, pues se siguen predicando los vagos principios antes recogidos para el nombramiento de altos cargos por la ya derogada LOFAGE (Ley 6/1997) y hoy en día plasmados en la Ley 3/2015, de 31 de marzo, del estatuto del alto cargo.

Notas sobre los modelos autonómicos de instituciones de garantía de la transparencia

Un análisis detenido de los marcos normativos que tratan los órganos e instituciones de garantía de la transparencia en las Comunidades Autónomas rápidamente nos advierte de la inmensa pluralidad de modelos existentes, la confusa traslación de los esquemas institucionales propios de una agencia o institución independiente a tales realidades, así como la multiplicación o explosión orgánico-institucional que la legislación de transparencia ha supuesto en la mayor parte (salvo excepciones) de las Comunidades Autónomas. Llama la atención que una normativa que se dicta después del Informe CORA, termine por reproducir buena parte de los vicios institucionales que en este se predicaban.

Cabe, así, concluir que “las comunidades autónomas han llevado a cabo una heterogénea regulación de la figura análoga al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno estatal”; de lo que cabe deducir que “no existe un único modelo institucional, sino que, por el contrario, se pueden discernir tantos modelos como leyes autonómicas en materia de transparencia se han aprobado”(19).

Probablemente no haya solución a este problema, aunque algunas Comunidades Autónomas han sido más contenidas en esa explosión institucional y han utilizado, siquiera sea parcialmente, instituciones ya existentes frente a la creación de otras nuevas; frecuentemente las relacionadas con la defensa de los derechos de los ciudadanos(20). Está también el supuesto singular, ya comentado, del Consejo de Transparencia y Protección de Datos de Andalucía, que aún no ha desarrollado, sin embargo, las competencias en ese último aspecto (protección de datos), tal como se ha expuesto anteriormente. No obstante, está por ver que, teniendo en cuenta la especialización necesaria que este ámbito material de la transparencia requiere, tal exigencia se pueda cumplir por instituciones llamadas a realizar otro tipo de cometidos funcionales. La suma de atribuciones de transparencia y protección de datos ofrece aspectos de interés y no pocas dudas en su efectividad, depende de cómo se haga y quién desarrolle tales funciones. Cabe insistir sobre lo ya expuesto: si a una autoridad de protección de datos ya existente se le suman las atribuciones en materia de transparencia, cabe presumir que estas últimas se desdibujarán en los contornos de un derecho fuertemente interpretado con carácter defensivo (la protección de datos). Otra cosa distinta es que se sumen las competencias en materia de protección de datos a una agencia de transparencia ya existente, en la que la tradición institucional haya llevado a cabo una interpretación firme del derecho de acceso a la información pública y de otras dimensiones de la transparencia: el equilibrio en este caso, tal vez pudiera conseguirse.

Más coherente es el modelo –por cierto, muy poco transitado en las leyes autonómicas- de reenvío de las competencias en materia de resolución de reclamaciones en el ámbito del derecho de acceso a la información pública al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. La paradoja que se está produciendo es que los convenios suscritos en su día entre la Administración General del Estado y las Comunidades Autónomas han sido considerados como una suerte de “solución puente”, pues cuando estas últimas aprueban sus leyes desapoderan radicalmente al Consejo estatal de tales atribuciones confiriéndolas a órganos propios(21).

En cualquier caso, debe ponerse de relieve un factor ya enunciado: todavía el mapa institucional autonómico de la transparencia no está completo. Hay Comunidades Autónomas con leyes anteriores a la normativa básica, alguna claramente inadaptadas en lo que se refiere al marco normativo básico vigente (como es el caso de la Ley balear), otra inadaptada relativamente (como sucede en el ejemplo extremeño) y alguna que se ha adaptado de forma más reciente (como es el caso de la Ley foral navarra).

Junto a ello tenemos otras Comunidades Autónomas que aún no disponen de Ley de transparencia. En algún caso se está tramitando el proyecto de ley en sede parlamentaria, mientras que en otros se está aún en fase de anteproyecto o de elaboración del texto. Con diferencias que no vienen al caso son los supuestos –cuando esto se escribe- de las Comunidades Autónomas de Cantabria, de Madrid, del País Vasco o del Principado de Asturias.

Y luego están todas aquellas comunidades autónomas que sí disponen de Ley de transparencia, tal como se ha visto con denominaciones diversas, ámbitos regulatorios diferentes y sistemas institucionales de lo más variopinto; pero cuyo denominador común es que regulan –con mayor o menor intensidad- la materia de la transparencia, al menos en sus dimensiones más transitadas (publicidad activa y derecho de acceso a la información pública). La mayor parte de ellas prevén expresamente órganos o instituciones de garantía de la transparencia o, cuando menos, órganos de resolución de reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública, si bien en algunos casos reenvían esas competencias –de acuerdo con lo que prevé la disposición adicional cuarta de la Ley 19/2013- al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno(22).

Todas las leyes autonómicas, sin excepción, siguiendo la estela del legislador básico, inciden nominalmente en el carácter independiente o en la autonomía funcional del órgano o institución de garantía de la transparencia. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos ese estatuto de independencia es muy cuestionable o, incluso, el trazado legal lo desmiente. Pero esto es algo que se advertirá plenamente con el análisis de la composición y el sistema de nombramiento. Las instituciones con más autonomía funcional o independencia frente al Ejecutivo son aquellas que tienen estatuto de autoridad independiente. El caso más representativo es el canario, donde su vinculación al Parlamento es más estrecha(23). También el andaluz(24) y, en cierta medida, el catalán (a pesar de ser un órgano “monocultivo”)(25), aunque en este caso el carácter colegiado del órgano (5 miembros en la actualidad) permite “repartos de sillas” entre las distintas fuerzas políticas. Está comprobado empíricamente que cuando los nombramientos parlamentarios se producen por cupos o son varios puestos los que hay que cubrir, ello permite un “pasteleo” notable (y, en algunos casos, indecente), entre las distintas fuerzas políticas. Un nombramiento individual concita menos posibilidades de llevar a cabo esas malas prácticas, por la imposibilidad de reparto de cuotas(26).

Hay casos, por el contrario, en los que la dependencia del Ejecutivo es muy intensa. Son “modelos de transición” hasta que se aprueben sus respectivas leyes, como es el del País Vasco, cuyos miembros de la Comisión de Reclamaciones se eligen por el Gobierno y la preside un alto cargo(27); o el singular ejemplo de las Illes Balears, con una Comisión de Reclamaciones compuesta por miembros de la Abogacía de la Comunidad Autónoma elegidos por sorteo(28).

Las estructuras de estos órganos de garantía son, por lo común, complejas. Hay varios modelos de vertebración de esas instituciones de garantía, que esquemáticamente se pueden sintetizar del siguiente modo:

Algunas Comunidades Autónomas siguen el esquema estructural dual impuesto para el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del Estado (esto es, con una presidencia y una comisión). En estos casos, se configura una autoridad unipersonal que se plasma en la Presidencia, con amplias atribuciones funcionales de carácter ejecutivo o resolutivo, a la que le acompaña de ordinario una Comisión de Transparencia con cometidos funcionales menos intensos y que tienen que ver con el asesoramiento, informe, propuesta, etc. No hay, en cualquier caso, modelos iguales, pero el sistema institucional andaluz encaja plenamente en ese modelo patrón, así como los proyectos o anteproyectos vasco (al menos el de la pasada legislatura) y asturiano, van en esa dirección. En cualquier caso, el modelo andaluz añade un elemento adicional en nada menor: prevé la posibilidad de que, también en materia de transparencia publicidad activa, los ciudadanos y entidades presenten denuncias ante el Consejo(29). Algo no frecuente en otros modelos.

Existe un modelo atípico, pero de fuerte garantía de independencia funcional, que es el canario, donde se opta por la figura de un Comisionado de Transparencia y Acceso a la Información Pública, con autonomía reforzada y que, por tanto, se sustenta en una autoridad de carácter unipersonal. En cualquier caso, tanto en el modelo anterior como en este resulta obvio señalar –como así se ha puesto de relieve en el caso del CTBG- que tales órganos unipersonales reforzados necesitan para el cumplimiento de sus responsabilidades un complejo orgánico y funcionarial amplio y cualificado con el fin de poder cumplir cabalmente las funciones que les son asignadas. Es muy fácil desactivar funcionalmente a tales órganos de garantía no atribuyéndoles estructuras materiales y personales adecuadas.

Un modelo estructural atípico es por el que apostó la Ley catalana de transparencia. Por un lado, configuró finalmente un órgano colegiado de garantía compuesto de cinco miembros con dedicación exclusiva (y con retribuciones asimiladas a director general), que proyecta sus funciones sobre un ámbito específico (como es el de acceso a la información pública). Pero, por otro, atribuyó las funciones de transparencia-publicidad activa a cada estructura de gobierno, si bien con un papel determinante de la Generalidad de Cataluña (que gestiona un portal de transparencia común), y, en fin, diseñó un complejo sistema institucional de seguimiento, supervisión y control de la transparencia por medio de un amplio número de instituciones dedicadas a esa finalidad (Sindic de Greuges, Oficina Antifraude, Sindicatura de Cuentas, Autoridad Catalana de Protección de Datos, etc.), añadiendo a todo ello un duro régimen sancionador aplicable a infracciones sobre la transparencia cometidas por altos cargos y empleados públicos; régimen de sanciones que, dicho sea de paso, no está siendo aplicado, pues si lo fuera la transparencia se convertiría fácilmente en un arma política de alto contenido demagógico. El modelo catalán, por tanto, es “altamente difuso” en cuanto a instituciones de garantía de la transparencia respecta; lo que confronta con otros modelos “más concentrados”.

Hay, por otra parte, un modelo también bastante extendido, aunque con matizaciones múltiples, que se asienta en unos órganos o instituciones de garantía configuradas como “colegio”, donde encuentran asiento, por lo común, las distintas sensibilidades políticas de la Cámara (o son estas fuerzas quienes promueven determinados miembros, generalmente afines ideológicamente a sus intereses de partido; en este caso, el “pasteleo” político es objetivamente más fácil), representantes de otras instituciones autonómicas, de los entes locales, de las universidad o de otro tipo de intereses. Abunda este modelo. Se trata de un modelo en el que, por lo común, los miembros del colegio no perciben retribuciones (en algunos casos de ningún tipo). No es fácil que nadie se dedique “por afición” a controlar efectivamente al poder, menos aun si es nombrado como “amigo” de este. Al menos, no dispondrá de tiempo ni de recursos para hacerlo. Muchos de estos órganos colegiados (algunos de ellos son auténticas asambleas) no disponen de recursos técnicos ni apoyos materiales efectivos, lo cual es tanto como matar prematuramente la institución de garantía. No es fácil que las funciones de garantía y control de la transparencia se puedan llevar a cabo por un colegio de tales características. Hay también modelos mixtos, de perfiles confusos. Es hartamente discutible que este modelo “colegiado” garantice plenamente la autonomía e independencia funcional del órgano, puesto que la influencia de los partidos políticos, cuando no del gobierno de turno, se muestra muchas veces como determinante. Es una forma más de prolongar la lucha partidista a las instituciones de control y supervisión que, dada la presencia de múltiples sensibilidades, su funcionamiento se puede obturar o, incluso, alcanzar pactos espurios de no agresión que en nada garantizan la transparencia en su recto sentido.

Una variante de este modelo últimamente citado es aquella en la que el nombramiento del "colegio" (miembros del órgano) tiene fuerte impronta gubernamental o procedente del Ejecutivo. Hay algunos casos. Por lo común, eso se produce en instituciones de garantía de "transición" a la espera de que se apruebe su ley definitiva. O también en supuestos en que los miembros de la Comisión son técnicos de la Administración que deben cumplir determinadas exigencias. Como son los supuestos, diferentes entre sí, de la Comunidad Autónoma del País Vasco o de las Illes Balears. Hay casos en que también se garantiza la presencia gubernamental en alguno de sus órganos de garantía (caso gallego). Muchas comunidades autónomas atribuyen expresamente la política de transparencia al Ejecutivo y, asimismo, la evaluación de aquella; otras crean órganos mixtos. Con diferencias entre ellos (que las hay), los modelos de órgano de transparencia con fuerte presencia del ejecutivo no ofrecen garantías de imparcialidad, salvo que sus miembros sean funcionarios y se les exija el cumplimiento de determinados requisitos (por ejemplo, experiencia, especialización y que no se provean entre funcionarios de libre designación).

También se ha visto cómo hay modelos que apuestan por no multiplicar la realidad institucional y atribuir esas funciones sea a una institución autonómica ya existente, sea al propio Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del Estado. En este último caso la garantía de independencia del modelo está salvaguardada, pero exclusivamente en lo que tiene que ver con las funciones “monocultivo” (reclamaciones) no así con el resto de roles que debe cumplir una institución de garantía de la transparencia.

En lo que afecta a la composición y sistema de nombramiento de los miembros de tales órganos o instituciones de garantía, tales cuestiones están estrechamente vinculadas con el carácter complejo, unipersonal o colegiado del órgano. En efecto, cuando la institución se conforma con un carácter complejo, a imagen y semejanza del modelo establecido por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, la designación de la persona que ostentará la presidencia se lleva a cabo por el Parlamento por mayoría cualificada (por ejemplo, por mayoría absoluta en el caso de Andalucía), lo que obliga normalmente a pactar entre las distintas fuerzas políticas este tipo de designaciones. Hay, sin embargo, algunos casos en los que las mayorías exigidas son más fuertes: así en Canarias se exige una mayoría de 3/5, porcentaje que también se requiere en Castilla-La Mancha para elegir en primera vuelta al Presidente y a los dos Adjuntos (al ser en este caso tres en el reparto, la pauta habitual será que los partidos pacten sus propias cuotas; con lo cual la independencia e imparcialidad del órgano se verán normalmente afectadas).

Cuando se trata de órganos colegiados también el protagonismo del Parlamento suele ser importante, aunque en algunos casos no es determinante. Ya se acaba de citar el caso de Castilla-La Mancha, pero lo mismo cabe decir de la designación de los miembros de la Comisión de Garantías del Derecho de Acceso a la Información Pública (GAIP) de Cataluña. En este caso, al ser cinco los miembros, los grupos parlamentarios (si bien no todos entraron en el reparto) pactaron cinco nombres. La influencia política en el proceso de designación no implica necesariamente que ella se proyecte luego sobre el funcionamiento de la institución, pero algo nos dice sobre la naturaleza material y no solo formal del órgano. Ya he advertido reiteradas veces que cuando el órgano es colegiado y las propuestas son por la totalidad de los miembros integrantes, los “acuerdos” entre las distintas fuerzas políticas presentes en el Parlamento conducen a repartos de “sillas” siempre marcados por afinidades ideológicas. Un mal endémico de este país, que nadie sabe cómo corregir.

En aquellos casos en que las Comunidades Autónomas se han inclinado por órganos de garantía colegiados (Consejos o Comisiones de Transparencia), también el Parlamento tiene un papel de relieve en esa composición, puesto que normalmente son los grupos parlamentarios los que proponen diferentes miembros (en algunos casos se propone uno por grupo, por lo que la politización del órgano, al menos en el reparto de cuotas, es manifiesta). En general, todos aquellos modelos que han ido hacia la colegiación del órgano de garantías pecan de ese mismo mal: lo hemos visto en el caso de Castilla-La Mancha y Cataluña, pero el problema se reitera luego en Aragón, en la Comunidad Foral de Navarra tras la reciente reforma de 2016, en la Región de Murcia (cuyo Consejo de Transparencia es multitudinario) o en la Comunidad Valenciana. En este último caso se ha ido a un modelo claramente atípico, puesto que –como antes se decía- el Consejo de Transparencia se compone de dos órganos colegiados: la Comisión Ejecutiva y la Comisión Consultiva. Lo determinante de la composición de la Comisión Ejecutiva es que está constituida por un número de miembros igual al número de grupos parlamentarios con representación en el Parlamento; lo que permite lógicamente una colonización política intensiva del órgano o, al menos, que cada uno de las personas designadas comparta afinidad ideológica con quien lo promueve(30).

Se puede afirmar que todos estos modelos, aunque también garantizan la presencia de otros órganos estatutarios o autonómicos, así como de las entidades locales y universidades, tienen una penetración importante de la política y casan mal con su naturaleza independiente que debe predicarse de los mismos; aparte de que la funcionalidad de un órgano colegiado para desarrollar determinadas tareas eminentemente resolutorias o ejecutivas siempre puede ponerse en entredicho por la escasa idoneidad que los órganos colegiados tienen para el cumplimiento de tales misiones.

Un modelo singular es, sin duda, el gallego: dispone de una Comisión de Transparencia con presencia relevante de miembros procedentes del Ejecutivo, aunque con vocales también de otras instituciones y de la representación local. Si los órganos colegiados con presencia de miembros designados por los grupos parlamentarios ofrecen escasas garantías de independencia funcional y de imparcialidad para salvaguardar la transparencia, menos aún se puede predicar esa garantía de unos órganos con alguna presencia del Ejecutivo, algo que (si bien como un modelo transitorio o temporal) también se da en el caso del Gobierno Vasco. Diferente es el caso de las Illes Balears, así como el de la Diputación Foral de Bizkaia, puesto que en ambos casos se ha ido a un modelo de composición profesional entre funcionarios, aunque sesgado hacia el campo exclusivamente jurídico, lo cual tampoco es necesario salvo que el órgano se limite exclusivamente en sus funciones a resolver las reclamaciones administrativas contra la denegación tácita o presunta del derecho de acceso a la información pública. En este último caso, resulta apropiada la exigencia de conocimientos jurídicos de los miembros de la Comisión. En cualquier caso, es importante que si se proveen esos puestos entre funcionarios se exija acreditar un mínimo de competencias profesionales en la materia (especialización) y no recaigan yales nombramientos, en ningún caso, entre funcionarios cuyo sistema de provisión sea la libre designación.

Menos incisivas son las leyes autonómicas en cuanto a exigencias o requisitos que deben acreditar las personas que serán nombradas como miembros de tales órganos de garantías. Normalmente se acude a conceptos jurídicos excesivamente abiertos en los que se predica que el nombramiento debe recaer en “persona de prestigio” con “competencia y experiencia”, que es tanto como no decir nada. En algunos casos se requiere de ciertos miembros que sean juristas o técnicos en gestión documental y se exigen determinados años de experiencia (como en Cataluña). Pero, realmente, el tipo de exigencias y competencias requeridas para formar parte de tales órganos son exageradamente vagas, lo que permite nombramientos de personas que no tienen por qué acreditar ninguna especialización o conocimiento específico sobre una materia tan amplia y singular como es la transparencia (por cierto, con muy escasos especialistas en un país que, hasta fechas recientes, prácticamente nadie trabajaba o estudiaba estos temas). El amateurismo se puede imponer como regla en este tipo de procesos de nombramiento, con los riesgos que ello conlleva. Da igual quién sea el nombrado con tal de que sea alguien que acredite ser algo. Y no es un juego de palabras.

Y en cuanto a los cometidos funcionales, tal como decía, nos encontramos con órganos de garantía “monocultivo” (que conocen solo de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública), con otros que tienen un campo funcional más vasto, mientras que los menos son los que acumulan todas las funciones o atribuciones que, directa o indirectamente, se derivan de la transparencia. Y ello tiene algunas implicaciones importantes. Veamos.

La transparencia debe ser conceptualizada como una idea integral, que abarca –como se ha expuesto- un buen número de dimensiones. El legislador básico, así como buena parte de los legisladores autonómicos, han reducido la transparencia a dos de sus dimensiones más visibles: la publicidad activa y el derecho de acceso a la información pública. Pero ello solo es parte del problema.

En cualquier caso, esa limitación conceptual es aún más seria en el caso del diseño de los órganos de garantía, puesto que –tal vez como consecuencia del planteamiento de la ley básica en torno a las comisiones de reclamaciones del derecho de acceso a la información pública- en buena parte de los casos se ha entendido la garantía de la transparencia únicamente limitada a ese concreto ámbito. Así, se han creado órganos de garantía cuya función exclusiva es la de resolver tales reclamaciones, lo que ha conducido a la configuración de lo que aquí denomino como “órganos monocultivo”, que al fin y a la postre empequeñecen la transparencia o, cuando menos, la fragmentan o reducen a una sola dimensión, mientras que en el resto de los casos la ausencia de tales órganos de garantía “integrales” conlleva que la Administración pública (al fin y a la postre, el Ejecutivo) sigan teniendo un papel estelar en el resto de dimensiones de la transparencia, principalmente en todo lo que implica fomento, seguimiento y control de esas políticas.

Nadie debe poner en duda que la transparencia sea una política que deba ser impulsada por el Ejecutivo. Pero si se quiere implantar realmente ese impulso ejecutivo debe ser acompañado de la atribución de competencias del mismo carácter, así como de seguimiento y control, por parte de órganos de garantía configurados de modo independiente, con un funcionamiento imparcial y con personas que acrediten especialización funcional. Si no hay contrapesos es obvio que el poder tiene a excederse en el ejercicio de sus funciones o, en este caso, a cumplir sus obligaciones “con la boca pequeña”. Tiene que haber un actor institucional externo, así como una razonable presión ciudadana –como reconocía hace casi un siglo el filósofo Alain- para que el poder cumpla con sus exigencias legales. No lo hará normalmente motu proprio.

Sin embargo, estos órganos “monocultivo” no son la tónica general del panorama institucional de la transparencia, al menos en su proyección futura. Esa tendencia a la existencia de órganos monocultivo se ha dado en aquellos casos en que no se ha aprobado aún la ley y, sobre todo, en los que se encarga de tales cometidos al Comisión de Transparencia y Buen Gobierno (en estos momentos en las comunidades autónomas de Cantabria, Comunidad de Madrid o Principado de Asturias). Pero también en otros supuestos marcados por la transitoriedad, esto es, mientras se aprueba el modelo definitivo por ley (como son los ejemplos de las Illes Balears y del País Vasco); aunque también hay casos puntuales donde la decisión del legislador de la transparencia camina decididamente por esa vía (los supuestos ya citados de Extremadura o La Rioja, por ejemplo). En cualquier caso, cabe presumir que esa tendencia a la configuración de órganos monocultivo, salvo en el singular caso catalán ya expuesto, no será la tónica dominante conforme se aprueben las leyes que faltan en materia de transparencia, donde en algunas de ellas ya se apuesta por configurar órganos de garantía con vocación funcional más amplia (como es el reciente caso de Castilla-La Mancha o los proyectos aprobados en su día en el País Vasco y en el Principado de Asturias).

En efecto, una tendencia que parece advertirse con más o menos presencia en diferentes Comunidades Autónomas es la de constituir órganos de garantía de la transparencia que, junto con la específica función de resolver las reclamaciones en materia de derecho de acceso a la información pública, suman a esas competencias otras de carácter genérico, como son las de emisión de informes sobre proyectos normativos en la materia, elaboración de criterios o resolución de consultas varias. Se trata de un modelo “mixto”, que no alcanza a la totalidad de los ámbitos sobre los que se extiende la transparencia; pero que permite un mayor cometido funcional del órgano, que va más allá de la limitada atribución de resolución de las reclamaciones. Este modelo se combina, por lo común, con la retención de responsabilidades sobre la transparencia en manos del Ejecutivo; aunque esto debe ser visto como una cuestión normal, si bien esas atribuciones ejecutivas –como vengo señalando- deben cohonestarse con una sistema de seguimiento y control externo, propio de un órgano de garantía de la transparencia dotado de independencia funcional e imparcialidad.

Es verdad, asimismo, que siguiendo la estela marcada por el legislador básico estatal o, en su caso, mediante la configuración de modelos institucionales propios, en algunas Comunidades Autónomas se ha ido hacia la constitución de instituciones u órganos de garantía con una vocación marcadamente “integral”; esto es, que pretenden abarcar todos y cada uno de los ámbitos de la transparencia, al menos los que tienen que ver con la publicidad activa y el derecho de acceso a la información pública. En mi opinión, este es el modelo más efectivo de implantación de la transparencia, puesto que gira en torno a una institución de garantía independiente, imparcial y especializada, pero además con cometidos funcionales integrales o de carácter holístico en lo que al ámbito de la transparencia se refiere.

En efecto, el modelo más perfeccionado de institución de garantía de la transparencia a escala autonómica es, tal como se ha dicho, el Comisionado para la Transparencia y el Derecho de Acceso a la Información Pública de la Comunidad Autónoma de Canarias, pues tanto desde el punto de vista funcional como en la naturaleza o estatuto de independencia del órgano se salvaguarda perfectamente esa configuración institucional de Agencia independiente frente al Ejecutivo o al resto de las Administraciones Públicas. También ofrecen garantías de independencia (al menos en cuanto al procedimiento de designación comporta) el modelo andaluz y (del proyecto de ley anterior) vasco, así como el caso asturiano (asimismo en fase de proyecto). Sin embargo, es muy importante que estos modelos de autonomía funcional fuerte vengan acompañados de unas exigencias de especialización intensas de las personas designadas, puesto que el desarrollo posterior del órgano (funcionalmente hablando) dependerá mucho de esos criterios y del apoyo técnico que la institución tenga. Las agencias o instituciones de transparencia que funcionan bien son aquellas que han elegido profesionales acreditados como responsables de tales instituciones. Ya lo dijo Emerson, las instituciones son las personas.

No obstante, y este es un peligro generalizado al que no se ha encontrado solución cabal, tales modelos de órganos de garantía pueden pecar de dejar de lado las sensibilidades propias de otras administraciones territoriales en su conformación institucional. Bien es cierto que ello se intenta subsanar mediante la configuración de Comisiones de transparencia como órganos asesores en la que se da entrada a los representantes de las entidades locales; pero los datos empíricos avalan que, al menos en materia de reclamaciones por el ejercicio del derecho de acceso a la información pública, un buen número de tales expedientes tiene raíz local, por lo que no sería inoportuno a todas luces que tales entidades pudieran disponer de algún grado de participación en los procesos de designación de las personas que componen el órgano o, en su caso, tener incluso la posibilidad de proponer algún Adjunto que pueda resolver (o participar en la resolución) de los asuntos locales en materia de transparencia y de acceso a la información pública.

Efectivamente, donde hay órganos colegiados normalmente se da entrada a la representación local en la constitución de aquellos, pero suele ser una representación simbólica y escasamente efectiva, salvo en el caso de la Comunidad Foral de Navarra donde en cuyo Consejo de Transparencia tienen asiento tres representantes de la Federación Navarra de Municipios y Concejos. Un caso excepcional, sin duda.

De todos modos, cabe abogar porque las Comunidades Autónomas tras estas plurales y diferenciadas experiencias institucionales vayan extrayendo las correspondientes lecciones y caminen decididamente hacia la constitución –mediante la oportuna y necesaria reforma de sus respectivos marcos normativos- de instituciones u órganos de garantía de transparencia con una marcada independencia en relación con las diferentes administraciones públicas y con los actores políticos o parlamentarios (lo que debería implicar no incorporar miembros de los grupos parlamentarios ni siquiera propuestos por estos mediante el denostado sistemas de cuotas); por tanto, que estos órganos de garantía se configuren como instituciones en las que esté siempre presente la principio de especialización funcional acreditada de quienes compongan tales órganos, así como se diseñen con una vocación integral (superando el actual “monocultivo”) en lo que a competencias relativas con la transparencia respecta, tanto en las tareas de impulso, fomento, formación, seguimiento, control, evaluación y, en su caso, dispongan incluso la facultad de instar la incoación de las responsabilidades (tanto políticas como funcionariales) derivadas de su incumplimiento.

La situación actual, sin embargo, dista mucho de ese escenario dibujado a grandes rasgos: los modelos de instituciones y órganos de garantía de la transparencia son muy débiles en cuanto a las exigencias o competencias que deben acreditar quienes serán designados, ofrecen por lo común flancos evidentes a la colonización política o a la influencia de los partidos en los procesos de designación y tienen, en un buen número, diseños institucionales equivocados o escasamente efectivos.

Con esos mimbres, la transparencia efectiva está aún muy lejos de lograrse. No deja de ser un pío deseo o un sueño inalcanzable. Cambiar ese estado de cosas, una vez que se han aprobado tales marcos normativos no será fácil. Las dificultades que tiene aprobar leyes en sistemas parlamentarios fragmentados, como son los que actualmente imperan en España, son más que evidentes. Pero cabe llegar sobre este tema a acuerdos transversales, si es que realmente las fuerzas políticas están por la transparencia efectiva y no por la transparencia a autoengaño o mentirosa. Pues si no se camina por este sendero, ello será un obstáculo que probablemente termine por arruinar la implantación de un proceso de transparencia que solo puede alcanzarse de modo real cuando se articulen sistemas institucionales de garantía basados “de verdad” en criterios de independencia, imparcialidad y especialización. Lo demás es retórica. O transparencia “opaca”. Algo, incluso, peor.

NOTAS:

(*). El presente trabajo forma parte de un estudio titulado Integridad y Transparencia, pendiente de publicación.

(1). Politikon, La urna rota, cit., p. 179.

(2). Un análisis de la Ley y de todo el proceso se puede encontrar en E. De La Nuez, Transparencia y Buen Gobierno, La Ley, 2014.

(3). Se trata, primero, de la Ley de las Illes Balears 4/2011, de 31 de marzo, de la buena administración y del buen gobierno, que, entre otras muchas cosas, regula determinados aspectos tangenciales de la transparencia, como son la transparencia en la gestión y de la transparencia en la acción de gobierno. Se trata, de las leyes anteriores, posiblemente la más inadaptada al marco normativo básico de la transparencia. Muy temprana también fue la Ley Foral 11/2012, de 21 de junio, muy detallada en materia de publicidad activa y menos incisiva en otros aspectos. No obstante, el contenido de esta Ley del Parlamento Foral de Navarra fue objeto de una profunda adecuación normativa por medio de la Ley 5/2016, donde, entre otras cosas, regula por ejemplo el órgano de garantía (Consejo de Transparencia de Navarra). Y, en la misma línea, cabe traer a colación la Ley de la Comunidad Autónoma de Extremadura 4/2013, de 21 de mayo, de Gobierno Abierto de Extremadura, que también se asienta en un modelo anterior a la Ley 19/2013, aunque incorpora –dado un cierto paralelismo temporal en la tramitación- alguna de las ideas que en esta se proyectaron (por ejemplo, no configurar un órgano de garantía y prever que la resolución de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública se harían mediante convenio con la Administración General del Estado por el órgano o institución que al efecto se conformara definitivamente (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno).

(4). Disposición final novena de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.

(5). Aunque si se observan las regulaciones autonómicas de aquellas leyes que, junto a la transparencia, recogen también el buen gobierno, se podrá observar que no hay un paralelismo entre la noción de buen gobierno empleada por la Ley 19/2013 y la existente en tales normas autonómicas. Véase, por ejemplo, la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, del Parlamento de Cataluña, con un concepto de buen gobierno algo “alargado” y tal vez más preciso; o la Ley 1/2016, de 18 de enero, de transparencia y buen gobierno de Galicia, en la que la parte de “buen gobierno” la reconduce al régimen jurídico del estatuto de los altos cargos (algo que también hace, en parte, la ley catalana). En esos casos (y en otros más) se observa un concepto de buen gobierno que se pretende identificar con la alta administración o con los altos cargos; una noción ciertamente empobrecida y, como venimos afirmando, no menos vicarial frente al carácter instrumental de la transparencia.

(6). Ver, especialmente, M. Razquin Lizarraga, El derecho de acceso a la información pública. Teoría y práctica, en especial, para las administraciones locales, EUDEL/IVAP, Oñati, 2015. Emilio Guichot (Coordinador): Transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Estudio de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, Tecnos, 2014. Un estudio pionero en este campo fue el J. Masaguer yebra, La transparencia en las administraciones públicas, Bosch, 2013.

(7). Un reciente análisis de las pretendidas (aunque, en mi opinión, muy difíciles de justificar en términos conceptuales) relaciones entre la regulación del título II de la Ley 19/2013, y la transparencia, es el de A. Descalzo González, Revista General de Derecho Administrativo, IUSTEL, enero, 2017. El citado trabajo es, en esencia, un estudio del marco jurídico desde el punto de vista positivo, aunque con algunas incursiones conceptuales; pues se centra en el marco normativo vigente en materia de estatuto del alto cargo, si bien no termina de diferenciar (como no lo hace tampoco de forma correcta la legislación) entre marcos normativos reguladores en la materia (especialmente, leyes) y marcos de autorregulación (que son, como se ha visto antes, los códigos de conducta).

(8). Este es el caso, por ejemplo, de la Ley 1/2014, de 24 de junio, de Transparencia Pública de Andalucía; o de la Norma Foral 1/2016, de 17 de febrero, de Transparencia de Bizkaia; ambos textos regulan solo la transparencia. Por su parte, diferencia entre Transparencia y derecho de acceso a la información pública, la Ley 12/2014, de 26 de diciembre, de Canarias; o la Norma Foral 2/2014, de 6 de febrero, de Gipuzkoa.

(9). Por ejemplo, la Ley 3/2014, de 11 de septiembre, de transparencia y buen gobierno de La Rioja; la Ley 1/2016, de 18 de enero, de transparencia y buen gobierno de Galicia; o la más reciente Ley 4/2016, de 15 de diciembre, de Transparencia y Buen Gobierno de Castilla-La Mancha.

(10). Algunos casos de este tipo de leyes que suman transparencia con participación ciudadana son la Ley 3/2015, de 4 de marzo, de Transparencia y Participación Ciudadana de Castilla y León; la Ley 12/2014, de 10 de diciembre de transparencia y participación ciudadana de la Región de Murcia; o la Ley 8/2015, de 25 de marzo, de transparencia de la actividad pública y participación de Aragón. En esa misma línea iba la Ley de la Comunidad Foral de Navarra antes citada. Una Ley que aúna transparencia, buen gobierno y participación ciudadana es la de la Comunidad Valenciana 2/2015, de 2 de abril.

(11). Ley 1/2014, de 24 de junio, de transparencia pública de Andalucía.

(12). Así se desprende de lo establecido en el Decreto 434/2015, de 29 de septiembre, por el que se aprueban los Estatutos del Consejo de Transparencia y Protección de Datos, en cuya exposición de motivos se indica que en materia de protección de datos se prevé un régimen de asunción gradual”, dado que la Agencia Española de Protección de Datos viene ejerciendo esas atribuciones. Realmente, no se entiende ese “régimen de asunción gradual”, pues la competencia ya está conferida por la propia ley; menos aún se comprende la dicción de la disposición transitoria tercera de ese Decreto, cuando condiciona la asunción de tales competencias en materia de protección de datos a la “conformidad con lo que establezcan las disposiciones necesarias para su asunción”. No deja de ser un razonamiento circular, salvo que se condicione a la asignación de recursos necesarios para la puesta en marcha de tales atribuciones, pero eso no es un condicionamiento normativo, sino material.

(13). Ver, al respecto, el artículo de J. M. Fernández Luque, titulado “La legislación autonómica sobre transparencia: obligaciones de las empresas” (Transparency Internacional España). No obstante el contenido de este trabajo es meramente descriptivo y no se adentra apenas en las cuestiones aquí formuladas. Más incisivo, desde un punto de vista de contenidos, es el Informe titulado Consecuencias legales y económicas de la Ley de Transparencia para empresas privadas que producen servicios públicos o que tienen contratos con el sector público”, elaborado por José Manuel Anoedo Barreiro, para Transparencia Internacional España, pero tampoco acaba de aclarar las cuestiones abiertas que se suscitan en el texto. Ambos se pueden hallar en la página Web de Transparencia Internacional España. De este mismo autor, una síntesis del informe citado puede encontrarse en el artículo “Consecuencias legales y económicas de la Ley 19/2013 para las empresas privadas”, Revista Internacional de Transparencia e Integridad núm. 1, TI España, http://revistainternacionaltransparencia.org/numero-i/

(14). Ver disposición transitoria quinta de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de Instituciones Locales de Euskadi, donde se escalona temporalmente la aplicación de las obligaciones de transparencia en función del tamaño de la entidad local. Ver, asimismo, el artículo 8.4 de la Ley 2/2015, de 2 de abril, de Transparencia y Buen Gobierno, que al efecto expone lo siguiente: “Las entidades que forman la Administración local de la Comunitat Valenciana sujetarán sus obligaciones de publicidad activa a lo establecido en los artículos 6, 7 y 8 de la Ley 19/2013, y a las normas y ordenanzas que ellas mismas aprueben en uso de su autonomía”.

(15). Véanse, por ejemplo, los casos (entre otros) de la Ley 8/2015 de Aragón (artículo 31.2); 19/2104, de Cataluña (artículo 35); y Ley 2/2015, de la Comunidad Valenciana (artículo 17.3)

(16). Ver, por ejemplo, el caso de la Ley 1/2014 (Título IV: “Fomento de la Transparencia”) de la Ley de Transparencia de la Actividad Pública de Andalucía.

(17). Ver, entre otros muchos, E. Guichot, “El Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, en Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, cit., pp. 331 y ss.; M. A. Sendín García, “El Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, Revista Jurídica de Castilla y León, núm. 33, 2014. Un trabajo más reciente, muy bien documentado, es el de E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, texto pendiente de publicación, cedido gentilmente por lo autores.

(18). E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, cit. Como dicen estos mismos autores, “el legislador estatal ha configurado legalmente al Consejo como un órgano de marcado carácter presidencialista”.

(19). E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, cit.

(20). El caso más evidente es el de Castilla y León, que encarga de tales funciones al Procurador del Común, una suerte de defensor del pueblo autonómico (artículo 11 de la Ley 3/2015, de 4 de marzo, de Transparencia y Participación Ciudadana de Castilla y León). Un modelo con ciertas similitudes, pero también con diferencias marcadas, es el de Galicia, donde las funciones de un órgano de garantía integral se distribuyen entre el Valedor do Pobo (que lleva a cabo funciones de asesoramiento, consultas e informe) y una Comisión de Transparencia, que preside el propio Valedor do Pobo, pero con presencia de representantes gubernamentales, con funciones de resolución de las reclamaciones en materia de derecho de acceso a la información pública (artículos 31 y 32 de la Ley 1/2016, de transparencia y buen gobierno).

(21). Véase reciente caso de Castilla-La Mancha que, tras suscribir un convenio con el CTBG para tramitar y resolver tales reclamaciones, la Ley 4/2016, de transparencia y bueno gobierno prevé la creación de un Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (artículo 61 y ss.), compuesto de una Comisión Ejecutiva y otra Consultiva. La Comisión Ejecutiva conocerá de las reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública (que se pondrá en marcha en el plazo de seis meses desde la entrada en vigor de la ley).

(22). Como es el caso, por ejemplo, de la Comunidad Autónoma de La Rioja o de la Comunidad de Extremadura, que en sus respectivas leyes reguladoras de “la transparencia” prevén expresamente que será el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno el que conocerá de tales reclamaciones artículo 16 de la Ley 3/2014, de transparencia y buen gobierno de La Rioja; y artículo 43 de la Ley 4/2013, de Gobierno Abierto de Extremadura; aunque en este último caso el carácter de la atribución es potestativo). Son, sin embargo, excepciones en un panorama que se inclina por reproducir instituciones de todo carácter y de diferente trazado para garantizar la transparencia, tal como se ha visto.

(23). Ver artículos 58 y ss. de la Ley 12/2016, de 26 de diciembre, de Transparencia y Acceso a la Información Pública, donde se regula la figura del Comisionado de Transparencia; vinculada estrechamente con la Cámara y cuyo nombramiento (también el cese por incumplimiento grave de sus obligaciones) requiere una mayoría de 3/5 de la cámara.

(24). Ver artículos 43 y siguientes de la Ley 1/2014 de 24 de junio, de Transparencia de Andalucía; en concreto, la designación de la persona que presida el Consejo de Transparencia y Protección de Datos (pues en este caso se aúnan ambos planos) se llevará a cabo por el Parlamento de Andalucía por mayoría absoluta de sus miembros (artículo 47).

(25). Ver artículos 39 y 40, de la Ley de Cataluña 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, derecho de acceso a la información pública y buen gobierno, donde se regula una Comisión de Garantías del derecho de acceso a la información pública designada por el Parlamento por mayoría de 3/5 con un mínimo de tres miembros y un máximo de 5 (que son finalmente los que componen la citada Comisión). Su denominación de órgano “monocultivo” se refiere a que solo conoce de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública. La política de transparencia se impulsa por las instancias gubernamentales y hay una panoplia de instituciones encargadas del seguimiento y fiscalización de las obligaciones de transparencia y aquellas otras contenidas en la Ley (véase, entre otros, artículo 87), así como un régimen sancionador bastante exigente en su regulación.

(26). Un excelente análisis de esta cuestión, aplicado a un órgano constitucional, puede hallarse en G. Fernández Farreres, “Sobre la reforma del Tribunal Constitucional y la designación de los magistrados constitucionales”, J. M. Baño León, Memorial para la reforma del Estado. Estudios en homenaje al profesor Santiago Muñoz Machado, CEPC, Madrid, 2016, pp. 1035 y ss. Una aplicación en extremo patológica de tal práctica, es sin duda la que se produce con la renovación periódica en bloque cada cinco años de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial, pues en este caso suelen entrar en liza numerosas fuerzas políticas (al estar en reparto un número tan significativo de vocalías).

(27). Ver: Decreto 128/2016, de 13 de septiembre, de la Comisión Vasca de Acceso a la Información Pública.

(28). Ver: Decreto 24/2016, de 29 de abril, de creación y atribución de competencias a la Comisión para la resolución de las reclamaciones en materia de Acceso a la Información Pública.

(29). Artículo 23 de la Ley 1/2014, de 24 de junio, de transparencia pública de Andalucía. Fruto de esa previsión se han presentado decenas de denuncias puntuales sobre estos aspectos.

(30). Ver, por ejemplo, artículo 41.1 de la Ley 2/2015, de 2 de diciembre, de Transparencia, Buen Gobierno y Participación Ciudadana de la Comunidad Valenciana.

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